Cuando volvió a la questura, Brunetti decidió empezar por el primer eslabón de la cadena alimentaria, alguien con quien hacía tiempo que no hablaba. Claudio Vizotti era, sencillamente, un sinvergüenza. De oficio fontanero y contratado décadas atrás por una empresa petroquímica de Marghera, inmediatamente se había afiliado al sindicato, en cuyas filas había ido ascendiendo sin gran esfuerzo con los años, y en la actualidad detentaba la representación de los trabajadores en sus demandas a las empresas por accidentes laborales. Brunetti lo había conocido hacía varios años, meses después de que Vizotti convenciera a un trabajador herido al caer de un andamiaje mal montado para que aceptara de su empresa una indemnización de diez mil euros.
Después había salido a la luz -durante una partida de cartas en la que un contable de la empresa, bebido, se lamentó de la rapiña de los representantes sindicales- que en realidad la Compañía había entregado a Vizotti un total de veinte mil euros por inducir al trabajador a pactar, y el dinero no había llegado ni a manos del accidentado ni a las arcas del sindicato. La noticia había trascendido, pero, como la partida no se jugaba en Marghera sino en Venecia, había trascendido a la policía y no a los trabajadores, a la defensa de cuyos intereses había dedicado Vizotti su labor profesional. Al enterarse de aquella conversación, Brunetti había llamado a Vizotti y mantenido con él otra conversación. En un principio, el representante sindical, indignado, lo negó todo y amenazó con demandar al contable por calumnias y denunciar a Brunetti por acoso. Entonces Brunetti señaló que el accidentado tenía ahora una pierna varios centímetros más corta que la otra y sufría continuos dolores. Que ignoraba el trato que había hecho Vizotti con su empresa pero que podía enterarse fácilmente, y era hombre muy irascible.
Entonces Vizotti, todo sonrisas y buena disposición, dijo que, efectivamente, él guardaba el dinero para el trabajador, pero, con el mucho trabajo y las responsabilidades sindicales, tenía tantas cosas que hacer y en qué pensar que había olvidado entregárselo. Hablando de hombre a hombre, preguntó a Brunetti si quería participar en la transacción. ¿Había pestañeado siquiera al proponérselo?
Brunetti rechazó el ofrecimiento pero dijo a Vizotti que no olvidara su nombre por si un día el comisario necesitaba hablar con él. Brunetti tardó varios minutos en encontrar el número del telefonino de Vizotti, pero éste recordó al momento el nombre de su comunicante.
– ¿Qué quiere? -preguntó el representante sindical.
Normalmente, Brunetti hubiera reprendido al hombre por su rudeza, pero decidió adoptar una actitud más liberal y dijo con naturalidad:
– Deseo información.
– ¿Sobre qué?
– Sobre locales de almacenamiento en Marghera.
– Para eso llame a los bomberos -dijo Vizotti secamente-. No es asunto mío.
– Locales para almacenar cosas acerca de las que las empresas podrían no querer saber nada -prosiguió Brunetti, imperturbable. Vizotti no tenía preparada la respuesta a esto, y Brunetti insistió-: Si alguien deseara almacenar barriles, ¿dónde los pondría?
– ¿Barriles de qué?
– De sustancias peligrosas.
– ¿Drogas no? -preguntó Vizotti rápidamente, pregunta que Brunetti encontró interesante, pero prefirió no tomar en consideración en este momento.
– No; drogas no. Líquidos, quizá polvo.
– ¿Cuántos barriles?
– Quizá varios camiones.
– ¿Es sobre el muerto que encontraron allí?
Brunetti no vio razón para mentir y respondió:
– Sí.
Siguió un largo silencio durante el cual Brunetti casi oía a Vizotti sopesar las consecuencias de mentir y las de decir la verdad. Brunetti conocía al hombre lo suficiente como para saber que haría inclinarse el platillo que favoreciera sus intereses.
– ¿Sabe dónde lo encontraron? -preguntó Vizotti.
– Sí.
– Oí hablar a unos hombres, no recuerdo ahora quiénes eran, sobre unos depósitos que están en aquella zona. Donde encontraron el cadáver.
Brunetti recordó la escena y los depósitos abandonados y corroídos que se alzaban detrás del cuerpo tendido en el suelo.
– ¿Y qué decían de los depósitos? -preguntó Brunetti con su voz más suave.
– Que parece que ahora algunos tienen puertas.
– Ya -dijo Brunetti-. Si oye algo más, yo le…
Pero Vizotti le interrumpió:
– No habrá más -y cortó la comunicación.
Brunetti dejó el teléfono lentamente.
– Bien, bien, bien -se permitió decir. Se sentía coartado por la ambigüedad. El caso no era competencia de la policía, pero Patta le había ordenado investigarlo. El control de la investigación de transportes y vertidos ilegales correspondía a los carabinieri, y Brunetti no tenía autorización de un magistrado para hacer indagaciones ni podía ordenar una incursión. Pero si él y Vianello iban solos, la visita no podría considerarse incursión en propiedad privada. Al fin y al cabo, no harían sino volver a la escena del crimen, para echar otra ojeada.
Estaba levantándose para bajar a hablar con Vianello cuando sonó el teléfono. Lo miró, dejó que sonara tres veces más y decidió contestar.
– ¿Comisario? -preguntó una voz de hombre.
– Sí.
– Aquí Vasco.
Brunetti necesitó un momento para orientarse repasando los acontecimientos de los últimos días y, para ganar tiempo, dijo:
– Encantado de oírle.
– ¿Se acuerda de mí?
– Desde luego -dijo Brunetti, y la mentira le trajo el recuerdo-. Del Casino. ¿Han vuelto?
– No -dijo Vasco-. Es decir, sí -¿en qué quedamos?, deseaba preguntar un impaciente Brunetti. Pero esperó y el hombre explicó-: Vinieron anoche.
– ¿Y?
– Bárbaro perdió mucho dinero, quizá cuarenta mil euros.
– ¿Y el otro hombre? ¿Era el mismo de la otra vez?
– No -respondió Vasco-. Era una mujer.
Brunetti no se molestó en pedir una descripción: sabía quién tenía que ser.
– ¿Cuánto rato estuvieron?
– Era mi noche libre, comisario, y el que estaba de servicio no encontró su número de teléfono, y no se le ocurrió llamarme. No me he enterado hasta que he llegado esta mañana.
– Comprendo -dijo Brunetti, luchando por no gritar a Vasco, o al otro hombre, o a todos los hombres. Una vez dominado el impulso, agregó-: Le agradezco su llamada. Espero que… -dejó la frase sin terminar, puesto que no tenía ni idea de qué esperaba.
– Quizá esta noche vuelvan, comisario -dijo Vasco, sin poder disimular la satisfacción.
– ¿Por qué?
– Bárbaro. Después de perder, dijo al crupier que volvería pronto para que le devolviera el dinero -como Brunetti no dijera nada, Vasco añadió-: La gente no dice eso, por mucho que haya perdido. No es el crupier el que te quita el dinero, sino el Casino y tu propia estupidez, al creer que puedes ganar a la casa -era evidente el desprecio de Vasco hacia los jugadores-. El crupier dijo a uno de los inspectores que aquello le había sonado a amenaza. Eso es lo más extraño del caso: el auténtico jugador no piensa de este modo. El crupier no hace sino seguir las reglas que ha aprendido de memoria: no hay nada personal en el juego, y Dios sabe que él no va a quedarse con las ganancias -reflexionó un momento y añadió-: Como no sea muy listo.
– ¿Usted qué piensa? -preguntó Brunetti-. Usted comprende a esa gente, yo no.
– Probablemente, significa que no está acostumbrado a jugar; por lo menos, a jugar y perder siempre.
– ¿Es que hay otra manera?
– Sí. Si juega a las cartas con personas que le temen, le dejarán ganar siempre que puedan. El hombre se acostumbra a eso. Nosotros vemos casos de vez en cuando; generalmente, individuos del Tercer Mundo. No sé cómo son allí las cosas, pero muchos de esos hombres se ponen furiosos cuando pierden. Supongo que ello se debe a que no están acostumbrados. A más de uno hemos tenido que pedirle que se fuera.
– Pero la otra vez se marchó tranquilamente, ¿no?
– Sí -dijo Vasco arrastrando la sílaba-. Pero entonces no iba con una mujer. Eso hace que ganar les parezca más importante.
– ¿Cree que volverá?
Después de un largo silencio, Vasco dijo:
– El crupier cree que sí, y lleva aquí mucho tiempo. Es hombre de temple, pero estaba nervioso. Y es que esta gente tiene que irse andando a casa a las tres de la mañana.
– Esta noche iré -dijo Brunetti.
– Bien. Pero no hace falta que venga antes de la una, comisario. Según el registro, él siempre llega más tarde.
Brunetti le dio las gracias, sin haber aludido a la mujer, y colgó.
– ¿Por qué no podemos ir a echar un vistazo a plena luz del día? -preguntó Vianello cuando Brunetti le habló de las dos llamadas y de la necesidad que cada una de ellas planteaba de hacer una visita nocturna-. Somos la policía, allí ha aparecido un hombre asesinado: es natural que registremos la zona. Recuerda que aún no hemos encontrado el lugar en el que fue asesinado.
– Es preferible que nadie advierta que sabemos lo que buscamos -dijo Brunetti.
– Es que no lo sabemos, ¿o sí? -preguntó Vianello-. ¿Sabemos lo que buscamos?
– Buscamos dos cargamentos de residuos tóxicos escondidos cerca del lugar en el que Guarino fue asesinado -dijo Brunetti-. Eso me ha dicho Vizotti.
– Y yo digo que no sabemos dónde lo asesinaron, de modo que tampoco sabemos dónde buscar tus barriles.
– No son mis barriles -dijo Brunetti secamente-, y no pueden haber trasladado el cadáver a mucha distancia, en aquel descampado, donde podían ser vistos.
– Pero nadie los vio -dijo Vianello.
– No se puede entrar en la zona petroquímica con un cadáver, Lorenzo.
– Yo diría que eso es más fácil que entrar con camiones cargados de residuos tóxicos -respondió el ispettore.
– ¿Eso significa que no quieres acompañarme? -preguntó Brunetti.
– Claro que no -dijo Vianello sin disimular la exasperación-. Y también quiero ir al Casino -pero no pudo evitar añadir-: Si esta demencial expedición termina antes de la una.
Haciendo caso omiso de esta última frase, Brunetti preguntó:
– ¿Quién conducirá?
– ¿Eso quiere decir que no piensas pedir un chófer?
– Preferiría que nos llevara alguien en quien podamos confiar.
– A mí no me mires. No he conducido más de una hora en los cinco últimos años.
– ¿Quién entonces?
– Pucetti.