Capítulo 4

Ante el silencio de Brunetti, Guarino optó por dejar el tema del carácter del muerto.

– Como le decía, no estoy autorizado a dar información sobre la carga -concluyó con cierta aspereza.

Brunetti se abstuvo de comentar que todo lo que había dicho Guarino desde el inicio de la entrevista así lo daba a entender. Apartó la mirada de su visitante y la fijó en la ventana. Guarino dejó que el silencio se prolongara. Brunetti estaba repasando la conversación desde el principio, sin hallar en ella algo que fuera de su gusto.

El silencio se dilataba, pero no parecía que esto pusiera nervioso a Guarino. Después de lo que incluso a Brunetti pareció un larguísimo lapso de tiempo, el comisario sacó los pies del cajón y los puso en el suelo. Inclinándose hacia el hombre que estaba al otro lado de la mesa, dijo:

– ¿Está acostumbrado a tratar con gente corta, Filipo?

– ¿Corta?

– Corta, sí. De pocas entendederas.

Guarino, casi involuntariamente, lanzó una rápida mirada a Brunetti, que le sonreía con benevolencia, y volvió a entregarse a la contemplación de la vista de la ventana. Finalmente, dijo:

– Quizá sí.

– Imagino que, con el tiempo, eso debe de convertirse en hábito -dijo Brunetti amigablemente, pero sin sonreír.

– ¿El creer que todos los demás son cortos?

– Algo por el estilo, sí, o hacer como si lo fueran.

Guarino meditó y dijo:

– Sí, comprendo. ¿Le he ofendido?

Las cejas de Brunetti subieron y bajaron como movidas por un impulso espontáneo y su mano derecha dibujó un pequeño arco en el aire.

– Vaya -dijo Guarino tan sólo.

Los dos hombres permanecieron en amigable silencio durante varios minutos, hasta que Guarino dijo:

– Es cierto que trabajo para Patta -ante la impasibilidad de Brunetti, añadió-: Es decir, para mi propio Patta. Que no me autoriza a decir a nadie lo que estamos haciendo.

La falta de autorización nunca había sido un gran impedimento en el quehacer profesional de Brunetti, por lo que ahora dijo afablemente:

– En tal caso, ya puede usted marcharse.

– ¿Cómo?

– Puede marcharse -repitió Brunetti señalando a la puerta con un ademán tan suave como su voz-. Y yo volveré a mi trabajo. El cual, por las razones de orden administrativo que le he expuesto, no incluye la investigación del asesinato del signor Ranzato -Guarino seguía sentado, y Brunetti añadió-: Ha sido muy interesante oír lo que me ha contado, pero no tengo información que darle, ni veo motivo para ayudarle a descubrir lo que sea que esté buscando en realidad.

Si Brunetti lo hubiera abofeteado, Guarino no habría quedado más estupefacto. Ni más ofendido. Empezó a levantarse, pero enseguida se dejó caer en la silla y se quedó mirando a Brunetti. Se había puesto colorado, de bochorno o de furor, Brunetti no lo sabía, ni le importaba. Finalmente, el carabiniere dijo:

– ¿Por qué no recurrimos a alguien a quien los dos conozcamos, usted llama a esa persona y yo hablo con ella?

– ¿Animal, vegetal o mineral?

– ¿Cómo?

– Un juego al que jugaban mis hijos. ¿A qué clase de persona llamamos: un cura, un médico o un asistente social?

– ¿Un abogado?

– ¿En el que yo tenga confianza? -preguntó Brunetti, descartando la posibilidad.

– ¿Un periodista?

Después de reflexionar, Brunetti dijo:

– Hay varios.

– Bien, veamos si encontramos alguno al que conozcamos los dos.

– ¿Y que confíe en los dos?

– Sí -respondió Guarino.

– ¿Y cree que eso sería suficiente para mí? -preguntó Brunetti, con incredulidad en la voz.

– Eso dependerá del periodista, imagino -dijo Guarino suavemente.

Después de mencionar varios nombres, desconocidos para uno u otro, descubrieron que ambos conocían a Beppe Avisani, periodista investigador, residente en Roma, y confiaban en él.

– Deje que hable yo con él -dijo Guarino, dando la vuelta a la mesa para situarse detrás de Brunetti.

El comisario conectó al teléfono una línea exterior, marcó el número de Avisani y pulsó la tecla del altavoz.

A la cuarta señal, el periodista contestó con el apellido.

– Beppe, ciao, soy Filipo -dijo Guarino.

– Santo cielo. ¿Está en peligro la República y sólo yo tengo la posibilidad de salvarla contestando tus preguntas? -inquirió el periodista con falsa angustia en la voz. Y luego, con sincero afecto-: ¿Cómo estás, Filipo? No te pregunto qué haces, sólo cómo estás.

– Bien. ¿Y tú?

– Todo lo bien que cabe esperar -dijo Avisani en aquel tono de incipiente desesperación que tantas veces había oído Brunetti durante años. Luego, más animadamente, prosiguió-: Tú no llamas si no es para pedir algo, así que, para no perder tiempo, dime ya de qué se trata -las palabras eran ásperas, pero el tono no lo era.

– Aquí tengo a alguien que te conoce -dijo Guarino-, y me gustaría que le dijeras que soy persona de fiar.

– Me haces demasiado honor, Filipo -dijo Avisani, con jocosa humildad. Por el altavoz se oyó un roce de papeles y una voz que decía-: Ciao, Guido. El teléfono me dice que la llamada es de Venecia; y la agenda, que el número es el de la questura, y Dios sabe que la única persona que ahí se fiaría de mí eres tú.

– ¿Puedo esperar que digas que yo soy aquí la única persona de la que tú te fías?

– Quizá ninguno de los dos me crea si digo que he recibido llamadas más extrañas que ésta.

– ¿Y bien? -apremió Brunetti, para ahorrar tiempo.

– Puedes confiar -dijo el periodista sin vacilación ni explicación-. Hace mucho que conozco a Filipo y sé que es de fiar.

– ¿Eso es todo? -preguntó Brunetti.

– Es suficiente -dijo el periodista, y colgó.

– ¿Comprende lo que ha demostrado esta llamada? -preguntó Brunetti.

– Sí; que puedo fiarme de usted -Guarino asintió, pareció asimilar la información y prosiguió, con voz serena-: Mi unidad está investigando el crimen organizado, concretamente, su penetración en el Norte -a pesar de que Guarino hablaba en tono grave y quizá, finalmente, decía la verdad, Brunetti no abandonaba la cautela. Guarino se cubrió la cara con las manos haciendo ademán de lavarse. Brunetti pensó en los mapaches, que siempre están lavándose. Escurridizas criaturas, los mapaches-. El problema tiene tantas facetas que se ha decidido atacarlo con nuevas técnicas.

Brunetti levantó una mano en ademán de prevención:

– No estamos en una reunión, Filipo; puede usar lenguaje corriente.

Guarino soltó una carcajada breve y no muy grata al oído.

– Después de siete años de trabajar en el cuerpo, no sé si aún sabré usarlo.

– Inténtelo, Filipo. Puede ser bueno para el alma.

Como en un intento por borrar el recuerdo de todo lo que había dicho hasta entonces, Guarino irguió el tronco y empezó por tercera vez.

– Algunos de nosotros tratamos de impedir que vengan al Norte. Imagino que no podemos hacernos ilusiones al respecto -se encogió de hombros y añadió-: Mi unidad pretende, por lo menos, evitar que, una vez aquí, hagan ciertas cosas.

El quid de la cuestión, pensaba Brunetti, era la naturaleza, aún no revelada, de estas «ciertas cosas».

– ¿Tales como transportes ilegales? -preguntó.

Brunetti observaba cómo su interlocutor luchaba contra el hábito de la reserva, pero se abstuvo de alentarle. Entonces, como si de pronto se hubiera cansado de jugar al ratón y el gato con Brunetti, Guarino dijo:

– Transportes sí, pero no de mercancía de contrabando. Residuos.

Brunetti volvió a apoyar los pies en el borde del cajón y se arrellanó en el sillón. Contempló las puertas del armaáio durante un rato y, finalmente, preguntó:

– Eso lo controla la Camorra, ¿no?

– En el Sur, desde luego.

– ¿Y aquí?

– Todavía no. Pero ya se les detecta. Aunque no es como en Nápoles, todavía.

Brunetti recordó las noticias de aquella castigada ciudad que con insistencia habían llenado las páginas de los periódicos durante las fiestas de Navidad, de los montones de basura acumulada en las calles, que podían llegar hasta el primer piso de las casas. ¿Quién no había visto a los desesperados ciudadanos quemar no sólo los apestosos montones de basura sino también la foto del alcalde? ¿Y quién no se había escandalizado al ver intervenir al ejército para restablecer el orden, en tiempo de paz?

– ¿Y a quién enviarán ahora? -preguntó Brunetti-. ¿A los Cascos Azules?

– Podrían tener algo peor -dijo Guarino. Y rectificó, secamente-: Ya tienen algo peor.

Puesto que la investigación de la ecomafia estaba en manos de los carabinieri, Brunetti siempre había reaccionado ante la situación como ciudadano particular, uno de los indefensos millones que veían en los informativos cómo la basura humeaba en las calles y oía al ministro de Ecología reprender a los ciudadanos de Nápoles por no separar los desperdicios, en tanto que el alcalde luchaba contra la contaminación con medidas tales como la de prohibir fumar en sitios públicos.

– ¿Ranzato estaba involucrado en eso? -preguntó Brunetti.

– Sí. Pero no con las bolsas de basura de las calles de Nápoles.

– ¿Con qué?

Guarino estaba quieto, como si sus movimientos nerviosos de antes fueran la manifestación física de su reticencia frente a Brunetti, y ahora ya no tuviera necesidad de ellos.

– Algunos de los camiones de Ranzato iban a Alemania y a Francia a cargar con destino al Sur y regresaban con fruta y verdura. -Al cabo de un segundo, el viejo Guarino añadió-: No debí decir esto.

Brunetti, imperturbable, apuntó:

– Seguramente no irían a recoger bolsas de basura de las calles de París y Berlín. -Guarino movió negativamente la cabeza-. Residuos industriales, químicos, o… -prosiguió el comisario.

Guarino completó la lista:

– …o sanitarios y, a menudo, radiológicos.

– ¿Y adonde los llevaban?

– Una parte, a los puertos y, de allí, al país del Tercer Mundo que los aceptara.

– ¿Y el resto?

Antes de responder, Guarino se irguió.

– Los residuos se dejan en las calles de Nápoles. Ya no hay sitio en los vertederos ni en las incineradoras, que no dan abasto a quemar lo que les llega del Norte. No sólo de Lombardía y del Véneto, sino de cualquier fábrica que pague para que se lo lleven y no haga preguntas.

– ¿Cuántos viajes habrá hecho Ranzato?

– Ya le he dicho que él no sabía llevar cuentas.

– ¿Y usted no podía…? -empezó Brunetti. Desechó la palabra «obligarle» sustituyéndola por-: ¿… inducirle a que se lo dijera?

– No -Ante el silencio de Brunetti, Guarino añadió-: Una de las últimas veces que hablé con él, me dijo que casi deseaba que lo arrestara, para poder dejar de hacer lo que hacía.

– Entonces todos los periódicos hablaban del tema, ¿verdad?

– Sí.

– Comprendo.

Guarino suavizó la voz al decir:

– Ya éramos, no diré amigos, pero casi, y él me hablaba con franqueza. Al principio tenía miedo de mí pero al final tenía miedo de ellos y de lo que le harían si descubrían que hablaba con nosotros.

Y, por lo visto, lo descubrieron.

Estas palabras o, quizá, el tono en que fueron pronunciadas, hicieron que Guarino lanzara a Brunetti una mirada agria.

– Eso, suponiendo que no fuera un robo -dijo con voz neutra, dando a entender que la mejor prueba de la amistad era la aparente confianza.

– Desde luego.

Brunetti era compasivo por naturaleza, pero lo impacientaban las muestras de arrepentimiento: la mayoría de las personas, por mucho que lo negaran, sabían perfectamente dónde se metían.

– Él debía de saber desde el principio quiénes eran o, por lo menos, lo que eran -dijo el comisario-. Y qué querían que hiciera -a pesar de las seguridades de Guarino, Brunetti pensaba que Ranzato debía de saber lo que llevaba en los camiones. Además, estas palabras de remordimiento eran exactamente lo que la gente deseaba oír. A Brunetti siempre le había desconcertado esta buena disposición de la gente para dejarse seducir por el pecador arrepentido.

– Quizá, pero no me lo dijo -respondió el maggiore, recordando a Brunetti cómo él mismo tendía a proteger a ciertas personas a las que utilizaba como informadores, o a las que había obligado a actuar como tales-. Dijo que quería dejar de trabajar para ellos. No me explicó por qué, pero, cualquiera que fuera la razón, estaba claro, por lo menos para mí, que le angustiaba. Fue entonces cuando dijo lo de que prefería que lo arrestaran. Para que aquello no continuara.

Brunetti se abstuvo de decir que aquello no había continuado. Ni se molestó en comentar que, muchas veces, la percepción del peligro personal pone a las personas en la senda de la virtud. Sólo un anacoreta habría permanecido ignorante de la emergenza spazzatura que había acaparado la atención de la nación durante las últimas semanas de vida de Ranzato.

¿Estaba incómodo Guarino? ¿O, quizá, irritado por la frialdad de Brunetti? A fin de mantener viva la conversación, Brunetti preguntó:

– ¿Qué día lo vio por última vez?

El maggiore ladeó el cuerpo y extrajo del bolsillo una libretita negra. La abrió, se humedeció el índice de la mano derecha y pasó rápidamente varias hojas.

– El siete de diciembre. Lo recuerdo porque dijo que su esposa quería que fuera con ella a misa al día siguiente -Guarino dejó caer la mano bruscamente y la libretita le golpeó el muslo-. Oddio -susurró.

El carabiniere se había puesto pálido. Cerró los ojos y apretó los labios. Durante un momento, Brunetti pensó que aquel hombre iba a desmayarse. O a echarse a llorar.

– ¿Qué ocurre, Filipo? -preguntó retirando los pies del cajón y poniéndolos en el suelo, mientras se inclinaba hacia adelante, levantando una mano ligeramente.

Guarino cerró la libreta, la apoyó en la rodilla y se quedó mirándola.

– Ahora lo recuerdo. Dijo que su esposa se llamaba Immacolata y que siempre iba a misa el día ocho, porque era su santo.

Brunetti no comprendía por qué esta circunstancia podía haber alterado a Guarino, hasta que éste explicó:

– Me dijo que era el único día del año en que ella le pedía que la acompañara a misa y a comulgar. Él pensaba ir a confesar a la mañana siguiente, antes de la misa -Guarino tomó la libreta y la guardó en el bolsillo.

– Espero que fuera -dijo Brunetti antes de darse cuenta de que había hablado.

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