Capítulo 28

Brunetti se despidió al poco rato y, desde la calle adyacente al palazzo, llamó a la comisaría Griffoni a su despacho, quien le informó de que la signora Marinello había abandonado la questura aquella mañana en compañía de su abogado. Le dijo que el expediente estaba abajo, pero que dentro de unos minutos le llamaría para darle el teléfono de Marinello. Mientras esperaba la llamada, Brunetti continuó hacia la parada de Cà Rezzonico, donde podría tomar un vaporetto en una u otra dirección.

Antes de que llegara al embarcadero, Griffoni ya le había llamado y dado el número del telefotiino. Brunetti explicó que quería hablar con Marinello acerca de los sucesos de la noche antes, y Griffoni preguntó:

– ¿Por qué le disparó?

– Usted lo vio -dijo Brunetti-. Vio que él iba a golpearla.

– Sí, lo vi, desde luego -respondió la comisaria-. Pero yo me refería a la tercera vez. Él estaba en el suelo, con dos balas en el cuerpo, y ella disparó otra vez, por Dios. Es lo que no comprendo.

Brunetti creía comprenderlo, pero no lo dijo.

– Por eso quiero hablar con ella -rememoró la escena: Griffoni se hallaba junto a la barandilla cuando él la miró, por lo que debía de ver a los que estaban abajo, en el rellano, desde otro ángulo.

– ¿Qué vio usted exactamente? -preguntó.

– Le vi sacar la pistola, dársela a ella y levantar la mano para golpearla.

– ¿Pudo oír algo?

– No; estaba muy lejos, y los otros dos subían la escalera hacia nosotros. No vi que él dijera nada, y ella estaba de espaldas a mí. ¿Usted oyó algo?

Él, que no había oído nada, respondió:

– No -y añadió-: Pero tuvo que haber una razón para que él hiciera lo que hizo.

– Y para que ella hiciera lo que hizo -agregó Griffoni.

– Sí, desde luego -él dio las gracias a la comisaria por el número y cortó.

Franca Marinello contestó a la segunda señal. Pareció sorprenderla que Brunetti la llamara.

– ¿Tengo que volver a la questura? -preguntó.

– No, signora, pero me gustaría ir a su casa, para hablar con usted.

– Ya -se hizo una larga pausa, y ella dijo, sin dar explicaciones-:Me parece mejor que hablemos en otro sitio.

Brunetti pensó en el marido.

– Como prefiera.

– Podríamos encontrarnos dentro unos veinte minutos -propuso ella-. ¿Le parece bien en Campo Santa Margherita?

– Por supuesto -dijo Brunetti, sorprendido por lo modesto del barrio-. ¿Dónde?

– Hay una gelateria frente a la farmacia.

– Causin -apuntó él.

– ¿Veinte minutos?

– De acuerdo.

Cuando él llegó, ella ya estaba, en una mesa del fondo. Se levantó al verlo entrar y, una vez más, a él le chocó el contraste de su aspecto. Del cuello para abajo, era una mujer de treinta y tantos años, vestida con sencillez. Jeans negros ajustados, botas caras, suéter de cachemir amarillo pálido y pañuelo al cuello, de seda estampada. Pero, al levantar la mirada por encima del pañuelo, le parecía estar viendo la cara que suele estar reservada a las maduras esposas de los políticos norteamericanos: la piel muy tirante, la boca muy ancha y los ojos retocados por expertos cirujanos.

Él le estrechó la mano y, una vez más, sintió la firmeza del apretón.

Se sentaron, se acercó una camarera y a él no se le ocurrió qué pedir.

– Yo tomaré una manzanilla -dijo ella.

De pronto a él ésta le pareció la única elección posible y movió la cabeza de arriba abajo. La camarera se alejó hacia la barra.

Sin saber cómo empezar, él preguntó:

– ¿Viene aquí a menudo? -se sintió incómodo por haber recurrido a una pregunta tan estúpida.

– En verano sí. Vivimos cerca. Me gustan los helados -dijo ella. Miró por la amplia ventana-. Y me encanta este campo. Es tan…, no sé la palabra…, tan vital. Siempre está animado -se volvió hacia él-. Supongo que hace años esto era así, un lugar en el que vivía gente corriente.

– ¿Se refiere al campo o a Venecia en sí? -preguntó Brunetti.

Con gesto pensativo, ella respondió:

– A los dos, seguramente. Maurizio habla de cómo era antes la ciudad, pero yo nunca la vi así. Será porque la veía con ojos de forastera y por poco tiempo.

– Quizá poco tiempo para Venecia -concedió Brunetti. Y, juzgando que ya habían intercambiado suficientes banalidades, dijo-: Al fin he leído a Ovidio.

– Ah -respondió ella. Y añadió-: No creo que las cosas hubieran sido diferentes aunque lo hubiera leído antes.

Él se preguntó qué diferencia habría podido suponer eso, pero no pidió aclaración. Sólo dijo:

– ¿Querría hablarme de ello?

Los interrumpió la vuelta de la camarera. Traía una bandeja grande con una tetera y una jarrita de miel, además de las tazas y platos. Lo puso todo en la mesa diciendo:

– He recordado que toma la infusión con miel, signora.

– Qué amable -dijo Marinello sonriendo con la voz. La camarera se alejó. Ella destapó la tetera, agitó la bolsita varias veces y tapó de nuevo-. Siempre que tomo esto me acuerdo de Peter Rabbit -dijo levantando la tetera-. Su madre se lo daba cuando estaba enfermo -hizo girar el líquido varias veces.

Brunetti había leído el cuento a sus hijos cuando eran pequeños y recordaba que así era, pero no dijo nada.

Ella vertió la manzanilla en su taza, le echó una cucharada de miel y acercó la jarrita a Brunetti que también se sirvió, mientras trataba de recordar si la señora Rabbit ponía miel en la manzanilla.

Él sabía que el té estaba demasiado caliente, y no lo tocó, optando por dejar a un lado a Ovidio.

– ¿Cómo lo conoció?

– ¿A quién? ¿Antonio?

– Sí.

Ella removió la infusión y puso la cucharilla en el plato. Entonces miró a Brunetti.

– Si le cuento eso, voy a tener que contárselo todo, ¿verdad?

– Me gustaría que lo hiciera -respondió Brunetti.

– Está bien -de nuevo removió la manzanilla. Levantó la mirada, volvió a mirar la taza y, finalmente, dijo-: Mi marido tiene relaciones comerciales con mucha gente.

Brunetti guardó silencio.

– Algunas de esas personas son…, en fin, son personas que… personas acerca de las que él preferiría que yo no supiera nada -lo miró para ver si él la seguía y continuó-: Hace varios años, inició una colaboración… -se interrumpió-. No; es una palabra muy cómoda, o muy vaga. Contrató a una empresa dirigida por personas que a él le constaba eran delincuentes, aunque lo que hacía él no era ilegal -tomó un sorbo de manzanilla, añadió miel y removió-. Supe después -prosiguió, y Brunetti tomó nota de que no decía cómo había sabido lo que fuera a decir a continuación- que aquello ocurrió durante una cena. Él había salido a cenar con el jefe de todos ellos para celebrar el contrato, el convenio o comoquiera que lo llamaran. Yo no quise acompañarle, y Maurizio les dijo que estaba enferma. Fue lo único que se le ocurrió, para que no se ofendieran. Pero ellos se dieron cuenta, y se ofendieron -le miró y dijo-: Usted debe de tener más experiencia que yo con esa gente y sabrá lo importante que es para ellos ser respetados -al ver que Brunetti asentía, dijo-: Supongo que, en parte, todo debió de empezar entonces, la noche en que Maurizio no me llevó consigo para presentarme a ellos -se encogió de hombros-. Ya no importa, imagino. Aunque a todos nos gusta saber el porqué de las cosas -y con una repentina transición-: Bébase la manzanilla. No querrá que se le enfríe, comisario -vaya, «comisario», se dijo Brunetti, y tomó un sorbo que le recordó su niñez, cuando tenía que guardar cama con un resfriado o la gripe-. Cuando les dijo que estaba enferma -prosiguió ella-, el que le había invitado preguntó qué tenía. Aquel día me habían hecho otra cura en la boca -lo miró como para ver si él entendía el significado de la frase, y él asintió-: Esto era parte de aquel otro asunto -bebió manzanilla-. Y Maurizio debió de notar que estaban resentidos, porque les dijo más de lo que debía; por lo menos, lo suficiente como para que ellos dedujeran lo sucedido. Debió de ser Antonio el que se interesó por eso -volvió a mirarlo y dijo con voz glacial-: Antonio podía ser encantador y comprensivo -Brunetti no dijo nada-. Así pues, Maurizio les contó, por lo menos, parte de lo ocurrido. Y entonces dijo algo… -ella se detuvo un momento y preguntó-: ¿Ha leído esa obra de teatro sobre Beckett y Enrique nosecuántos?

– Enrique Segundo.

– Entonces recordará el pasaje en el que el rey pregunta a sus nobles si no habrá entre ellos quien le libre de ese clérigo pesado, o algo así.

– Sí; lo recuerdo -el historiador que había en él deseaba puntualizar que, probablemente, la historia era apócrifa, pero no parecía momento oportuno.

Mirando fijamente la taza, ella dijo, sorprendiéndole:

– Los romanos eran mucho más directos -y siguió hablando, como si no hubiera mencionado a los romanos-. Eso debió de ser, imagino. Maurizio les contó lo ocurrido con el falso dentista, lo que hizo, que había estado en la cárcel y supongo que haría el comentario de que en este país no hay justicia -a Brunetti le sonaba como si ella recitara algo que había aprendido de memoria o había repetido muchas veces; por lo menos, a sí misma. Lo miró y añadió suavizando el tono-: Es lo que suele decirse, ¿no? -volvió a mirar la taza, la levantó pero no bebió-. Creo que eso era todo lo que necesitaba Antonio, un pretexto para hacer daño a alguien. O algo peor -se oyó un chasquido cuando dejó la taza en el platillo.

– ¿Él dijo algo a su esposo?

– No, nada. Y estoy segura de que Maurizio pensó que ahí había acabado todo.

– ¿Él no le habló de aquella conversación? -preguntó Brunetti y, al observar su confusión, aclaró-: Me refiero a su esposo.

El asombro de la mujer era total.

– Por supuesto que no. Él ignora que yo sepa algo de eso -con entonación más suave y lenta, añadió-: Ahí está el quid.

– Ya veo -fue lo único que se le ocurrió decir a Brunetti, a pesar de que cada vez veía menos.

– Al cabo de varios meses, mataron al dentista. Maurizio y yo estábamos en Estados Unidos, nos enteramos al regreso. La policía de Dolo vino a interrogarnos, pero Maurizio les dijo que estábamos en América y se fueron -él pensaba que ella ya había terminado, pero entonces añadió, con otra voz-: Y la esposa -cerró los ojos y guardó silencio. Brunetti apuró su manzanilla y sirvió más en las dos tazas- fue Antonio, por supuesto -dijo ella en tono coloquial.

Por supuesto, pensó Brunetti.

– ¿Le dijo Antonio a su marido lo que había hecho? -inquirió, preguntándose si no resultaría todo una historia de chantaje y por eso había ido ella a verle a la questura.

– No; me lo dijo a mí. Me llamó diciendo que deseaba verme. No recuerdo qué pretexto dio. Dijo que tenía negocios con mi marido -pronunció estas palabras con sorna-. Le dije que viniera al apartamento. Y entonces me lo contó.

– ¿Qué dijo exactamente?

– Lo ocurrido. Que Maurizio, según él, Antonio, le había dejado claro lo que quería que se hiciera, y Antonio lo había hecho -ella lo miró, y Brunetti tuvo la impresión de que ella había dicho ya todo lo que tenía que decir y ahora esperaba sus comentarios-. Pero eso es imposible -añadió tratando de imprimir convicción en la voz.

Brunetti dejó transcurrir algún tiempo antes de preguntar:

– ¿Usted lo creyó?

– ¿Que Antonio le había matado?

– Sí.

En el momento en que ella iba a responder, llegó del campo un infantil chillido de júbilo y ella volvió la cara hacia el sonido. Aún sin mirar a Brunetti, dijo:

– Es extraño: era la primera vez que veía a Antonio, pero ni por un momento se me ocurrió dudar de sus palabras.

– ¿Creyó que su esposo le había pedido que hiciera eso?

Si Brunetti esperaba que la pregunta la escandalizara, quedó defraudado. Si algo aparentaba ella, era cansancio.

– No; Maurizio nunca haría tal cosa -dijo con una voz que pretendía disipar toda duda y evitar discusión. Miró a Brunetti-. Lo más que puede haber hecho es hablar de ello: de otro modo, no habrían podido enterarse, ¿verdad? -preguntó ella con una voz que daba pena-. ¿Cómo iba Antonio a saber el nombre del dentista? -esperó y dijo-: Pero Maurizio nunca le habría pedido que hiciera algo así, por mucho que lo deseara.

Brunetti se limitó a decir:

– Ya. ¿Le dijo él algo más cuando fue a verla?

– Que estaba seguro de que Maurizio no querría que yo lo supiera. Al principio dio a entender que Maurizio les había pedido claramente que lo hicieran, pero Antonio no era estúpido y cuando vio que yo no podía creer tal cosa, rectificó y dijo que quizá no fue más que una sugerencia, pero que Maurizio les había dado el nombre. Ahora recuerdo: me preguntó si yo creía que podía existir otra razón por la que Maurizio les diera el nombre -Brunetti pensó que había terminado, pero ella añadió-: Y la esposa.

– ¿Qué quería Bárbaro? -preguntó Brunetti.

– Me quería a mí, comisario -dijo ella con voz áspera-. Hacía dos años que lo conocía y sé que era un hombre de gustos… -dejó la frase en suspenso mientras buscaba la palabra-:… malsanos -en vista de que Brunetti no reaccionaba, añadió-: Lo mismo que el hijo de Tarquino, comisario.

– ¿La amenazó Bárbaro con llamar a la policía? -preguntó Brunetti, aunque ello parecía poco probable, puesto que estaría confesando haber cometido un asesinato.

– Oh, no, en absoluto. Dijo que estaba seguro de que mi marido no deseaba que yo supiera lo que él había hecho. Que ningún hombre querría que su esposa supiera eso -ella volvió la cabeza hacia un lado y Brunetti observó la tirantez de la piel del cuello-. Él sostenía que Maurizio era el responsable de lo ocurrido -movió la cabeza negativamente-. Como ya le he dicho, Antonio no era estúpido -y, con voz grave, añadió-: Fue a colegios católicos. A los jesuítas.

– ¿Así pues?

– Así pues, para que Maurizio no se enterase de que yo sabía lo ocurrido, Antonio me propuso un trato. Ésta fue la palabra: «trato».

– ¿Como el del hijo de Tarquino con Lucrecia? -preguntó Brunetti.

– Exactamente -respondió ella, con fatiga-. Si yo aceptaba las condiciones del trato, Maurizio nunca sabría que yo estaba enterada de que él había hablado del dentista a esa gente, o que había dado a Antonio la idea de…, en fin, de hacer lo que hizo. Y el nombre -puso las manos en los costados de la tetera, como si se le hubieran enfriado de pronto.

– ¿Así pues?

– Así pues, para salvar el honor de mi marido… -empezó ella y, al ver el gesto de Brunetti, dijo-: Sí, comisario, su honor, y para que él creyera que tiene todo mi respeto y mi amor, como los tiene, los ha tenido y los tendrá siempre… Bien, existía una forma de asegurarme de ello -retiró las manos de la tetera y las juntó ante sí sobre la mesa.

– Comprendo -dijo Brunetti.

Ella bebió más manzanilla, con ansia, sin pararse a echarle miel.

– ¿Le parece extraño?

– No sé si extraño es la palabra, signora -dijo Brunetti evasivamente.

– Yo haría cualquier cosa para salvar el honor de mi marido, comisario, aunque fuera verdad que él les había pedido que hicieran eso -dijo ella con tanta vehemencia que las dos mujeres que estaban sentadas a una mesa cercana se volvieron a mirarlos.

– En Australia, Maurizio estuvo siempre conmigo. En el hospital, todo el día y en la habitación, todo el tiempo que le permitían estar. Dejó los negocios y se mantuvo a mi lado. Su hijo le llamaba para pedirle que regresara, pero él se quedaba. Me sostenía la mano y me limpiaba cuando vomitaba -su voz era ronca, apasionada-. Y, cuando terminó aquello, después de todas las operaciones, él siguió queriéndome -su mirada se perdió en la lejanía de los antípodas-. La primera vez que me vi la cara… tuve que ir al baño del hospital, porque en mi habitación no había espejos. Maurizio los había mandado retirar y, al principio, cuando me quitaron el vendaje, no lo pensé, pero después pregunté por qué no había un espejo -ella se rió con un sonido grave y musical, grato al oído-. Él me dijo que no se había fijado, que quizá en Australia no ponían espejos en las habitaciones de hospital. Aquella noche, cuando él se marchó, fui al cuarto de baño del fondo del pasillo. Y vi esto -dijo, agitando una mano bajo la barbilla. Apoyó un codo en la mesa y se oprimió los labios con tres dedos, con la mirada en un espejo lejano-. Fue horroroso. Ver esta cara y no poder hacer nada con ella, ni sonreír, ni fruncir el entrecejo, nada -retiró los dedos-. Al principio, era terrible ver cómo me miraba la gente, con un amago de sobresalto y, después, una virtuosa desaprobación. No podían evitarlo, por más que trataran de disimular. La Superliftata. -él percibió la rabia de su voz-. Sé que así me llaman -Brunetti pensó que había terminado, pero no era así-. Al día siguiente, dije a Maurizio lo que había visto en el espejo y él me contestó que eso no tenía importancia. Recuerdo que agitó la mano y dijo «sciochezze», como si esta cara fuera lo que menos le importaba de mí -apartó la taza y el plato-. Y creo que así pensaba realmente, y sigue pensando. Para él aún soy la mujer con la que se casó.

– ¿Y durante estos dos últimos años? -preguntó Brunetti.

– ¿A qué se refiere? -dijo ella ásperamente.

– ¿No ha sospechado?

– ¿Qué? ¿Que Antonio era mi…, cómo lo llamo? ¿Mi amante?

– No es la palabra más apropiada -dijo Brunetti-. ¿No ha sospechado?

– Confío en que no -dijo ella rápidamente-. Pero no sé lo que sabe ni si se permite pensar en eso. Él sabía que yo veía a Antonio y creo… creo que temía preguntar. Y yo no podía decirle nada -se apoyó en el respaldo de la silla y cruzó los brazos-. Es un tópico, ¿no? Marido viejo y esposa joven. Naturalmente, ella se buscará un amante.

– «Y, así, por ambas partes la simple verdad se oculta» -dijo Brunetti, sorprendiéndose a sí mismo.

– ¿Cómo? -preguntó ella.

– Perdone, es una frase que a veces cita mi mujer -respondió Brunetti, sin más explicaciones, sin saber él mismo por qué le había venido a la cabeza-. ¿Podría hablarme de lo sucedido anoche?

– En realidad, poco hay que decir -respondió ella, otra vez con cansancio-. Antonio me dijo que me reuniera allí con él, y yo, habituada a obedecerle, fui.

– ¿Y su marido?

– Supongo que él se ha acostumbrado, lo mismo que yo. Le dije que salía y no me hizo preguntas.

– Pero usted no ha llegado a su casa hasta esta mañana.

– Por desgracia, Maurizio también se ha acostumbrado a esto -su voz era lúgubre.

– Ah -fue lo único que supo decir Brunetti. Y-: ¿Qué pasó?

Ella apoyó los codos en la mesa y puso la barbilla sobre las manos.

– ¿Por qué había de decirle eso, comisario?

– Porque, antes o después, tendrá que decírselo a alguien y yo soy una buena opción -dijo él, convencido de ambas cosas.

A él le pareció que su mirada se suavizaba cuando ella dijo:

– Sabía que alguien a quien le guste Cicerón ha de ser buena persona.

– No lo soy-dijo él, convencido también de esto-. Pero siento curiosidad y, si puedo, me gustaría poder ayudarla, dentro de lo que permite la ley.

– Cicerón se pasó la vida mintiendo, ¿no?

La primera reacción de Brunetti fue la de sentirse insultado, pero enseguida comprendió que lo que acababa de oír era una pregunta, no una comparación.

– ¿Se refiere a los casos legales?

– Sí. Amañaba las pruebas, sobornaba a todos los testigos a los que podía hacer llegar dinero, tergiversaba la verdad y, probablemente, recurría a todas las triquiñuelas que siempre han utilizado los abogados -parecía satisfecha con la lista.

– Pero no en su vida privada -dijo Brunetti-. Quizá fuera vanidoso y débil, pero en el fondo era un hombre honrado, o eso creo. Y valiente.

Ella estudiaba la expresión de Brunetti, mientras sopesaba lo que él decía.

– Lo primero que dije a Antonio fue que usted era policía y que iba a arrestarlo. Él siempre iba armado. Yo ya lo conocía lo suficiente… -empezó y calló un momento, como si escuchara un eco, antes de decir-:… para saber que sacaría la pistola. Pero entonces lo vio, los vio a ustedes dos que le apuntaban, y yo le dije que sería inútil resistirse, que los abogados de su familia lo sacarían de cualquier atolladero -ella apretó los labios, y a Brunetti le chocó lo poco atractivo que era el gesto-. Él me creyó, o estaba tan confuso que no sabía qué hacer y, cuando le pedí la pistola, me la dio.

Sonó un golpe en la puerta de la calle y los dos se volvieron hacia allí, pero sólo era una madre que trataba de salir con un cochecito. De una mesa cercana se levantó una mujer y sostuvo la puerta abierta para que la otra pudiera salir.

Brunetti se volvió hacia Franca Marinello.

– ¿Qué le dijo entonces?

– Le he dicho que ya lo conocía bien, ¿recuerda?

– Sí.

– Pues le dije que pensaba que era gay, que follaba como un marica y que si se acostaba conmigo era porque no parezco una mujer -esperó la respuesta de Brunetti, pero, en vista de que no llegaba, prosiguió-: No era verdad, desde luego. Pero yo lo conocía y sabía lo que haría -le cambió la voz, de la que hacía rato había desaparecido toda emoción, y dijo con una ecuanimidad casi académica-: Antonio no sabía reaccionar a la oposición más que con la violencia. Yo sabía lo que iba a hacer. Y le disparé -calló pero, como Brunetti no decía nada, agregó-: Cuando lo vi en el suelo, pensé que quizá no lo había matado, y le disparé a la cara -la suya estaba inmóvil mientras ella lo decía.

– Ya veo -dijo Brunetti finalmente.

– Y volvería a hacerlo, comisario. Volvería a hacerlo -él iba a preguntar por qué, pero sabía que ella ya era incapaz de dejar de explicarse-. Ya le he dicho que tenía gustos malsanos.

Y éstas fueron sus últimas palabras.

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