A la mañana siguiente, Brunetti entró en el despacho de la signorina Elettra con las fotocopias en la mano. Ella vestía de blanco y negro, a juego con los documentos: pantalón Levi's negro -pero un Levi's pasado por las manos del sastre- y un jersey de cuello cisne tan blanco que Brunetti temió que pudiera tiznarse con los documentos. Ella miró atentamente las copias de las fotos de pasaporte de los dos hombres, y dijo:
– Son guapos esos sinvergüenzas, ¿eh?
– Sí -respondió Brunetti, preguntándose por qué ésta era la primera reacción de las mujeres al ver a aquellos tipos. Podían ser guapos, pero uno era sospechoso de estar complicado en un asesinato, y lo único que a las mujeres se les ocurría era decir que eran guapos. Era como para que uno se cuestionara su confianza en el sentido común de las mujeres. Su ecuanimidad le impidió añadir a la lista de cargos la circunstancia de que ambos eran del Sur y uno de ellos, por lo menos, llevaba el apellido de una célebre familia de la Camorra.
– Me pregunto si usted tiene, o podría tener, acceso a los archivos del Ministerio del Interior -dijo Brunetti con la calma del delincuente habitual-. Los archivos de pasaportes.
La signorina Elettra acercó las fotos a la luz y las examinó detenidamente.
– Es difícil distinguir, en una fotocopia, si los pasaportes son auténticos o no -comentó con la calma de la persona familiarizada con las actividades de los delincuentes habituales.
– ¿No tenemos línea directa con el despacho del ministro? -preguntó él con falsa jocosidad.
– Desgraciadamente, no -respondió ella, muy seria. Distraídamente, tomó un lápiz, apoyó la punta en la mesa, deslizó los dedos por los costados, le hizo dar media vuelta, repitió el movimiento varias veces y, finalmente, lo dejó caer-. Empezaré por la Oficina de Pasaportes -dijo, como si los archivos estuvieran justo a su izquierda y no tuviera más que alargar la mano para buscar en ellos. La mano fue de nuevo al lápiz, como por voluntad propia, esta vez, para golpear las fotos con la goma del extremo:
– Si son auténticos, buscaré en nuestros archivos lo que pueda haber sobre ellos -como si acabara de ocurrírsele, preguntó-: ¿Para cuándo lo quiere, dottore?
– ¿Para ayer? -dijo él.
– No es probable.
– ¿Mañana? -sugirió el comisario, decidiendo ser comprensivo y no pedirlo para hoy.
– Si son sus nombres verdaderos, mañana podría tener algo. O si los han utilizado el tiempo suficiente como para que figuren en algún sitio de nuestro sistema -sus dedos se deslizaban arriba y abajo del lápiz, y Brunetti tuvo la sensación de estar viendo cómo su mente se deslizaba arriba y abajo de una serie de posibilidades.
– ¿Puede decirme algo más acerca de ellos?
– El hombre que fue asesinado en Tessera tenía tratos con éste -dijo Brunetti señalando al llamado Antonio Bárbaro-. El otro fue al Casino con él la noche en que Bárbaro perdió mucho dinero y tuvieron que expulsarlo por amenazar al crupier.
– La gente siempre pierde -comentó ella con indiferencia-. Pero intriga pensar de dónde sacó tanto dinero.
– Siempre intriga pensar de dónde saca la gente tanto dinero -convino Brunetti-. Y más si están dispuestos a jugárselo alegremente.
Ella miró las fotos un momento y dijo:
– Veré lo que puedo encontrar.
– Le quedaré agradecido.
– Por supuesto.
Él salió del despacho y se dirigió al suyo. Al empezar a subir la escalera, levantó la mirada y vio a Pucetti y, a su lado, a una mujer con un abrigo largo. Le miró los tobillos y al instante recordó los finos tobillos de Franca Marinello que subían por el puente delante de él, la primera noche en que la vio.
Buscó con los ojos la cabeza de la mujer, pero ella llevaba un gorro de lana del que sólo asomaban unos mechones de cabello de la nuca. Mechones rubios.
Brunetti aceleró el paso y, cuando estuvo a pocos escalones, dijo:
– Pucetti.
El joven agente se detuvo, dio media vuelta y sonrió tímidamente al ver a su superior.
– Ah, comisario -dijo. Pero entonces también la mujer se volvió y Brunetti vio que, efectivamente, era Franca Marinello.
Del frío, tenía manchas moradas en las mejillas y la frente y la barbilla tan pálidas como las de una persona que nunca viera el sol. Su mirada se suavizó, y Brunetti reconoció el gesto que ella usaba en lugar de sonrisa.
– Ah, signora -dijo él sin disimular la sorpresa-. ¿Qué la trae por aquí?
– He pensado que podía aprovechar la circunstancia de que nos presentaran la otra noche, comisario -dijo ella con su voz fosca-. Deseo hacerle una consulta, si me lo permite. El agente ha sido muy amable.
El aludido se creyó en la obligación de explicar:
– La signora ha dicho que era amiga suya, comisario, y que deseaba hablar con usted. Le he llamado varias veces, pero usted no estaba en su despacho, y entonces he pensado que podría acompañarla arriba, en lugar de hacerla esperar abajo. Sabía que usted no había salido del edificio -al llegar a este punto, se le acabaron las palabras.
– Gracias, Pucetti. Ha hecho bien -Brunetti subió hasta situarse a la altura de los otros dos, tendió la mano y estrechó la de la mujer-. Vamos a mi despacho -dijo, sonrió, volvió a dar las gracias a Pucetti y siguió subiendo la escalera.
Al entrar, vio el despacho con los ojos de ella: una mesa cubierta de pequeños aludes de papel, un teléfono, un cubilete de cerámica con la figura de un tejón, que Chiara le había regalado en Navidad, lleno de lápices y bolígrafos y un vaso vacío. Ahora se daba cuenta de que las paredes necesitaban una mano de pintura. Detrás de la mesa, colgaban de la pared la foto del presidente de la República y, a su izquierda, un crucifijo que Brunetti no se había preocupado de mandar retirar. En otra pared, el calendario del año anterior y el armadio, con la puerta abierta y una bufanda asomando por el bajo. Brunetti tomó el abrigo de la mujer y lo colgó, aprovechando para empujar la bufanda con el pie. Ella puso los guantes dentro del gorro y se los dio. Él los dejó en el estante, cerró la puerta y fue hacia la mesa.
– Me gusta ver dónde trabaja la gente -dijo ella mirando en derredor mientras él le acercaba una silla. Cuando estuvo sentada, él le preguntó si quería un café y, ante su negativa, giró de cara a la mujer la silla que estaba al lado de la de ella y se sentó.
Después de contemplar la habitación, su visitante se volvió hacia la ventana, y Brunetti aprovechó la ocasión para observarla. Vestía con sencillez, suéter beige y falda oscura hasta media pantorrilla. Suaves zapatos desgastados. Bolso de piel, que sostenía en el regazo. La única joya, el anillo de casada. Él vio que con el calor había disminuido el flujo de sangre que le teñía las mejillas.
– ¿A eso ha venido? -preguntó Brunetti al fin-. ¿A ver dónde trabajo?
– No, en absoluto -respondió ella, inclinándose hacia un lado para dejar el bolso en el suelo. Cuando levantó la mirada, a él le pareció detectar cierta tensión en su cara, pero enseguida rechazó la idea: sus emociones sólo se reflejaban en la voz, profunda, expresiva y muy grata al oído.
Brunetti cruzó las piernas y esbozó una media sonrisa de interés, manteniéndose a la expectativa, actitud con la que había hecho hablar a maestros de la evasiva y con la que la haría hablar a ella.
– En realidad, he venido a hablarle de mi marido -dijo la mujer-. De sus negocios -Brunetti asintió en silencio-. Anoche, durante la cena, me dijo que alguien ha entrado en los archivos de varias de sus empresas.
– ¿Se refiere a un allanamiento? -preguntó Brunetti, a sabiendas de que no era así.
Ella movió los labios y suavizó la voz.
– No, no, nada de eso. No me he expresado con claridad. Me dijo que uno de sus informáticos…, ya sé que tienen título pero no sabría decirle cuál, le había dicho que tenía pruebas de que alguien había entrado en sus ordenadores.
– ¿Y había robado algo? -preguntó Brunetti. Y añadió, con total sinceridad-: Debo confesarle que no soy la persona más indicada para estos asuntos. No poseo grandes conocimientos de lo que la gente puede hacer con los ordenadores -sonrió, para mostrar su buena fe.
– Pero conoce las leyes, ¿no?
– ¿Sobre estas cuestiones? -preguntó Brunetti y, al ver que ella asentía, tuvo que añadir-: Me temo que no. Debería preguntar a un magistrado, o a un abogado -entonces, como si acabara de ocurrírsele la idea, dijo-: Sin duda su esposo tendrá un abogado al que consultar.
Ella se miró las manos, que mantenía juntas en el regazo, y dijo:
– Lo tiene, pero me dijo que no quiere preguntarle a él. Es más, después de hablarme de eso, dijo que no quiere hacer nada al respecto -levantó la cabeza y miró a Brunetti.
– No sé si he entendido bien -dijo el comisario mirándola a los ojos.
– El que le habló del caso, el técnico informático, le dijo que esa persona se había limitado a abrir algunos de los archivos de sus cuentas bancarias y carpetas de valores, como si tratara de averiguar cuánto posee y cuál es su valor -volvió a mirarse las manos y, al seguir la dirección de su mirada, Brunetti vio que eran manos de mujer joven-. El hombre dijo que podía tratarse de una investigación de la Guardia di Finanza.
– ¿Puedo preguntarle entonces por qué ha venido? -inquirió el comisario con sincera curiosidad.
La mujer tenía labios gruesos y rojos, y él vio que se frotaba el inferior con los dientes de arriba, como si lo masticara ligeramente. La joven mano apartó un pálido mechón que le rozaba la mejilla, y él se preguntó si su piel tenía la sensibilidad normal o ella lo había notado porque le había caído sobre el ojo.
Después de un lapso de tiempo -y Brunetti tuvo la impresión de que la mujer buscaba las palabras para explicarse la idea incluso a sí misma-, ella dijo:
– Me preocupa que él no quiera hacer nada -sin dar a Brunetti tiempo de preguntar, añadió-: Eso es ilegal. Es decir, supongo. Es una intrusión, una invasión. Mi marido dijo que el informático se ocuparía de ello, pero sé que no piensa hacer nada.
– Aún no estoy seguro de entender por qué ha venido a hablar conmigo -dijo Brunetti-. No puedo hacer nada, a menos que su esposo formule una denuncia. Y entonces un magistrado tendría que examinar los hechos y las pruebas para determinar si existe delito, de qué clase y en qué grado -se inclinó hacia adelante y, añadió, como hablando a una amiga-: Y me temo que todo eso requeriría tiempo.
– No, no -dijo ella-. Yo no quiero eso. Si mi marido no desea tomar medidas, está en su derecho. Lo que me preocupa es por qué no quiere -lo miró fijamente al decir-: Y he pensado en preguntárselo a usted -no dijo más.
– Si ha sido la Guardia di Finanza -empezó Brunetti al cabo de un momento, sin ver motivo para no hablar sinceramente, por lo menos acerca de esto-, será por cuestión de impuestos, otro de los campos en los que no tengo competencias -ella asintió y él continuó-: Sólo su esposo y sus contables pueden responder.
– Sí, ya lo sé -admitió ella rápidamente-. No creo que haya de qué preocuparse.
Eso, pensó Brunetti, podía significar muchas cosas. O bien que el marido no defraudaba, lo que parecía dudoso, o que sus contables eran especialistas en enmascarar el fraude, que parecía lo más seguro. A no ser que Cataldo, con su fortuna y posición, conociera a alguien de la Guardia di Finanza que pudiera hacer desaparecer cualquier irregularidad.
– ¿Se le ocurre alguna otra posibilidad? -preguntó.
– Podría ser cualquier cosa -dijo ella con una seriedad que a Brunetti le pareció inquietante.
– ¿Como, por ejemplo? -preguntó.
Ella rechazó la pregunta con un ademán, luego volvió a juntar las manos, entrelazó los dedos y dijo mirándolo de frente:
– Mi marido es un hombre honrado, comisario -esperó un comentario y, como no llegaba, repitió-: Honrado -volvió a dar a Brunetti ocasión de responder, que él no aprovechó-. Ya sé que eso no parece lo más probable en un hombre tan próspero -con repentina vehemencia, como si Brunetti hubiera manifestado sus reservas en voz alta, ella prosiguió-: No me refiero a sus negocios. No sé mucho de ellos, ni deseo saber. Eso es asunto de su hijo, y no deseo inmiscuirme.
No puedo hablar de lo que hace en sus empresas. Pero lo conozco como hombre y sé que es honrado.
Mientras escuchaba, Brunetti hacía la lista de los hombres que a él le constaba que eran honrados y que habían sido empujados al fraude por las varias depredaciones del Estado. En un país en el que la quiebra fraudulenta ya no se consideraba delito grave, no hacía falta mucho para que a cualquiera se le tuviera por hombre honrado.
– … en Roma se le consideraría una persona honorable -concluyó ella, y Brunetti no tuvo dificultad en imaginar las frases que su divagación le había impedido escuchar.
– Signora -empezó, decidiendo tratar de establecer un tono más formal-, aún no estoy seguro de poder serle de ayuda en esto -sonrió, para demostrar su buena voluntad y añadió-: Me sería muy útil que me dijera, concretamente, qué es lo que teme.
Con un movimiento que a él le pareció totalmente maquinal, ella empezó a frotarse la frente con la mano derecha. Entonces se volvió hacia la ventana y Brunetti pudo observar, no sin cierto malestar, cómo se le blanqueaba la piel bajo las yemas de los dedos. Entonces ella lo sorprendió levantándose de pronto y yendo a la ventana y lo sorprendió de nuevo al preguntar, sin volverse a mirarlo:
– ¿No es San Lorenzo eso de ahí delante?
– Sí.
Ella siguió mirando a la iglesia en eterna espera de restauración que se levantaba al otro lado del canal. Finalmente, dijo:
– Murió asado sobre una parrilla, ¿verdad? Querían hacerle abjurar de su fe.
– Eso cuenta la historia -respondió Brunetti.
Ella se volvió y regresó hacia él diciendo:
– Cómo sufrían aquellos cristianos. Realmente, adoraban el sufrimiento, nunca tenían bastante -se sentó y miró al comisario-. Creo que una de las razones por las que admiro a los romanos es que a ellos no les gustaba sufrir. No parece que les importara morir, lo hacían con nobleza. Pero no gozaban con el sufrimiento -por lo menos, el que ellos tuvieran que padecer- como gozaban los cristianos.
– ¿Es que ya ha terminado con Cicerón y pasado a la Era Cristiana? -preguntó él con ironía, tratando de animarla.
– No -respondió ella-; los cristianos no me interesan. Como le decía, les gusta demasiado sufrir -calló, lo miró largamente y dijo-: Ahora leo los Fastos de Ovidio. No lo había leído, aún no había sentido la necesidad -entonces, con énfasis, como si le arrancaran las palabras y como si pensara que Brunetti desearía correr a casa para empezar la lectura, añadió-: Libro Segundo. Todo está ahí.
Brunetti sonrió y dijo:
– Hace tanto tiempo, que ni siquiera recuerdo haberlo leído. Tendrá que perdonarme -no se le ocurrió mejor manera de expresarlo.
– No hay nada que perdonar, comisario, por no haberlo leído -dijo ella, mientras sus labios hacían un amago de sonrisa. Entonces volvió a cambiarle la voz y su cara recuperó la inmovilidad-. Tampoco hay nada que perdonar en el texto -otra vez aquella mirada larga-. Quizá quiera leerlo un día -entonces, sin transición, como si no se hubiera producido la incursión en la cultura romana o hubiera advertido la impaciencia del comisario, dijo-: Lo que temo es un secuestro -asintió varias veces, reafirmándose-. Ya sé que es una tontería y sé que en Venecia no pasan estas cosas, pero es la única explicación que se me ocurre. Eso puede haberlo hecho alguien que quería saber cuánto puede pagar Maurizio.
– ¿Si la secuestran a usted?
La sorpresa de la mujer fue sincera.
– ¿Quién iba a querer secuestrarme a mí? -como si oyera sus propias palabras, añadió rápidamente-: Yo pensaba en Matteo, su hijo. Es el heredero -entonces, encogiéndose de hombros con un gesto que a Brunetti le pareció de modestia, añadió-: También está su ex esposa. Es muy rica y tiene una finca en el campo, cerca de Treviso.
– Me parece que ha pensado mucho en esto, signora -dijo Brunetti con ligereza.
– Naturalmente. Pero no sé qué pensar. Yo no entiendo de estas cosas, por eso he venido a verle, comisario.
– ¿Porque son mi especialidad? -preguntó él sonriendo.
Su tono tuvo el efecto de disipar la tensión que ella iba acumulando y hacer que se relajara visiblemente:
– Podríamos decirlo así -respondió ella con una risa breve-. Supongo que necesitaba que una persona de confianza me dijera que no tengo por qué preocuparme.
Era una súplica: Brunetti no habría podido desoírla ni aun proponiéndoselo. Afortunadamente, tenía una respuesta que darle:
– Signora, como ya le he dicho, no soy perito en la materia e ignoro la forma en que opera la Guardia di Finanza. Pero creo que, en este caso, la respuesta a la pregunta de quién ha intentado entrar en los archivos es la más obvia, y que puede ser la Finanza. -Incapaz de mentir directamente, Brunetti no pudo sino tratar de decirse a sí mismo que podría ser la Finanza.
– ¿ La Finanza? -preguntó ella en el tono de voz del paciente que recibe el diagnóstico menos malo.
– Eso creo. Sí. No sé nada de las transacciones de su esposo, pero estoy seguro de que estarán protegidas contra toda intromisión salvo la del más consumado especialista.
Ella movió la cabeza negativamente y se encogió de hombros en señal de ignorancia. Brunetti prosiguió, eligiendo cuidadosamente las palabras:
– Sé por experiencia que los secuestradores no son personas sofisticadas sino que suelen actuar impulsivamente -observó que ella seguía sus palabras con suma atención-. Las únicas personas que podrían hacer algo semejante deberían poseer la técnica que les permitiera superar las barreras de protección instaladas en las empresas de su esposo -sonrió y se permitió un ligero resoplido irónico-. Confieso que es la primera vez en toda mi carrera que me complace decir a alguien que ha sido objeto de investigación de la Finanza.
– Y la primera vez en la historia de este país en la que alguien se alegra de oírlo -concluyó ella, y ahora rió. En su cara reaparecieron las manchas rojas que Brunetti había visto a su llegada, provocadas por el frío, y comprendió que ahora se había ruborizado.
La signora Marinello se puso en pie rápidamente, se inclinó a recoger el bolso y tendió la mano.
– No sé cómo darle las gracias, comisario -dijo reteniendo la mano de él en la suya mientras hablaba.
– Su esposo es un hombre afortunado -dijo Brunetti.
– ¿Por qué? -preguntó ella, y Brunetti la creyó sincera.
– Por tener a alguien que se preocupa tanto por él.
La mayoría de las mujeres habrían recibido el cumplido con una sonrisa o con un gesto de falsa modestia. Ella, por el contrario, se retrajo y le lanzó una mirada de una intensidad casi feroz.
– Él es mi única preocupación, comisario -volvió a darle las gracias, esperó a que él sacara sus cosas del armadio y salió del despacho sin esperar a que Brunetti le abriera la puerta.
Brunetti ocupó su sitio habitual detrás de la mesa, resistiéndose a la tentación de llamar a la signorina Elettra para preguntarle si su incursión en los ordenadores de las empresas del signor Cataldo podía haber sido detectada. Tendría que explicar la razón de su curiosidad, y prefería no hacerlo. No había mentido: era mucho más probable una indagación de la Finanza que el intento de un hipotético secuestrador de obtener información acerca de la fortuna de Cataldo. Ahora bien, era mucho menos probable la incursión de la Finanza que la que él había pedido que practicara la signorina Elettra, pero no le parecía que esta información hubiera tranquilizado a la signora Marinello. Tenía que encontrar la manera de advertir a la signorina Elettra de que su hábil mano había vacilado mientras se hallaba dentro de los sistemas informáticos de Cataldo.
Si bien era comprensible que una mujer se preocupara al enterarse de que alguien husmeaba en los negocios de su marido, a Brunetti le parecía que su reacción era exagerada. Su conversación durante aquella cena era la de una mujer inteligente y equilibrada; su respuesta a la incursión en los datos informáticos de su marido revelaba a una persona totalmente diferente.
Al fin, Brunetti decidió que estaba dedicando mucho tiempo y energía a algo que no tenía relación con ninguno de sus casos en curso. Para despejar la mente antes de volver al trabajo, lo mejor sería salir a tomar un café o, quizá, un'ombra.
Al verle entrar, Sergio, en lugar de saludarle con su sonrisa habitual, entornó los ojos y movió ligeramente la barbilla hacia la derecha, en dirección a una de las mesas del lado de la ventana. En la última, Brunetti distinguió la cabeza de un hombre que estaba sentado de espaldas a él: cráneo estrecho y pelo corto. Desde su ángulo de observación, veía, frente al hombre, el contorno de otra cabeza, más ancha y con el pelo más largo. Reconoció la forma de las orejas, dobladas hacia abajo por la presión de una gorra de policía: Alvise, lo que permitía identificar al que estaba de espaldas como el teniente Scarpa. Ah, adiós a la idea de que Alvise pudiera volver al redil y ser uno más entre sus compañeros.
Acercándose a la barra, Brunetti movió la cabeza de arriba abajo casi imperceptiblemente y pidió un café. Algo debió de ver Scarpa en la expresión de Alvise, que le hizo volverse. El rostro del teniente permaneció impasible, pero Brunetti vio en el de Alvise algo más que sorpresa, ¿culpa, quizá? La cafetera siseó y una taza y un platillo se deslizaron rechinando en el zinc del mostrador.
Nadie habló. Brunetti saludó a los dos hombres con un movimiento de la cabeza, se volvió hacia la barra y rasgó la bolsita del azúcar. Echó el azúcar en el café y lo removió lentamente, pidió el periódico a Sergio y abrió Il Gazzettino sobre el mostrador, a su lado. Se puso a leer, decidido a esperar acontecimientos.
Miró la primera plana, que hacía referencia al mundo externo a Venecia y pasó directamente a la siete, falto de energía mental -y de estómago- para soportar las cinco páginas de chachara -no se le podía llamar información- política. Hacía cuarenta años que aparecían las mismas caras, pasaban las mismas cosas, se hacían las mismas promesas, con mínimas variaciones en la tipografía y los titulares. Las solapas de las americanas se estrechaban o ensanchaban según la moda, pero en el comedero estaban siempre los mismos guías de la manada. Se oponían a esto y a lo otro y, con su esfuerzo abnegado y altruista, prometían hacer caer al actual gobierno. ¿Y para qué? ¿Para que al año siguiente, mientras él tomaba café en el bar, leyera las mismas palabras, pronunciadas por la nueva oposición?
Casi sintió alivio al volver la página. La mujer convicta de infanticidio seguía en su casa, proclamando su inocencia por boca de un nuevo equipo de abogados. ¿Y a quién creía ahora responsable del asesinato de su hijo, a los extraterrestres? Más flores en la curva de la carretera en la que otros cuatro adolescentes habían muerto la semana anterior. Más basura acumulada en las calles del extrarradio de Nápoles. Otro trabajador aplastado por una máquina en su puesto de trabajo. Otro juez trasladado de la ciudad en la que había abierto una investigación de un ministro del Gobierno.
Brunetti fue a la información local. Un pescador de Chioggia, arrestado por agredir a un vecino con arma blanca, tras llegar a casa en estado de embriaguez. Más protestas por el daño causado por los cruceros en el canal de la Giudecca. Cierre de otros dos puestos en el mercado de pescado. Inauguración de otro hotel de cinco estrellas, anunciada para la semana siguiente. El alcalde denuncia el aumento del número de turistas.
Brunetti señaló los dos últimos artículos:
– Qué bien: el Ayuntamiento no se cansa de conceder licencias para la construcción de hoteles y luego se queja del número de turistas -dijo a Sergio.
– Vottá á petrella, e tira á mamila -dijo el hombre levantando la mirada del vaso que estaba secando.
– ¿Qué es, napolitano? -preguntó Brunetti, sorprendido.
– Sí -respondió Sergio, y tradujo-: Tira la piedra y esconde la mano.
Brunetti soltó una carcajada:
– No sé por qué uno de esos nuevos partidos políticos no lo elige como lema. Es perfecto: haz lo que quieras y esconde las pruebas. Genial -seguía riendo, le había gustado la simplicidad de la frase.
Notó movimiento a su izquierda y oyó roce de zapatos en el suelo cuando los dos hombres se levantaron de las banquetas. Volvió otra página, atento a la noticia de la fiesta de despedida ofrecida en Giacinto Gallina a una maestra de tercero que se jubilaba después de dedicar cuarenta años a la enseñanza, en la misma escuela.
– Buenos días, comisario -dijo Alvise a su espalda, con voz fina.
– Buenos días, Alvise -respondió Brunetti apartando la mirada de la foto de la fiesta y volviéndose hacia el agente.
Scarpa, como si quisiera hacer patente su rango superior, equiparándose al comisario, se limitó a mover la cabeza hoscamente, gesto al que Brunetti correspondió antes de volver a centrar la atención en la fiesta. Los niños habían llevado flores y galletas hechas en casa.
Cuando los dos policías se fueron, Brunetti dobló el diario y preguntó:
– ¿Vienen a menudo?
– Un par de veces a la semana, diría yo.
– ¿Siempre están así? -preguntó Brunetti señalando a los dos hombres, que volvían a la questura andando uno al lado del otro.
– ¿Quiere decir como si fuera su primera cita? -dijo Sergio volviéndose para colocar el vaso cuidadosamente boca abajo en la repisa que tenía a su espalda.
– Más o menos.
– Están así desde hará unos seis meses. Al principio, el teniente se mostraba distante, y el pobre Alvise tenía que sudar para complacerle -Sergio asió otro vaso, lo miró a contraluz en busca de manchas y se puso a secarlo-. El infeliz no se daba cuenta de lo que hacía Scarpa -cambiando de tono, apostilló-: Menudo gusarapo, el teniente.
Brunetti acercó la taza al barman, que la puso en el fregadero.
– ¿Tienes idea de qué hablan? -preguntó Brunetti.
– No creo que eso importe. No realmente.
– ¿Por qué?
– Lo único que quiere Scarpa es poder. Quiere que el pobre Alvise salte cada vez que él dice «rana» y que le ría los chistes.
– ¿Por qué?
Sergio se encogió de hombros con elocuencia.
– Por eso, porque es un gusarapo. Y porque necesita alguien a quien manipular, alguien que lo trate como a todo un teniente importante, no como todos ustedes, que tienen el buen juicio de tratarlo como el mal bicho de mierda que es.
En ningún momento de la conversación se le ocurrió a Brunetti que estaba incitando a un civil a hablar mal de un miembro de las fuerzas del orden. A decir verdad, también él consideraba a Scarpa un mal bicho de mierda, de manera que el civil no hacía sino reafirmarse en la opinión que ya se había creado, con la información recibida de las propias fuerzas del orden.
Cambiando de tema, Brunetti preguntó:
– ¿Ayer me llamó alguien?
Sergio denegó con la cabeza.
– Las únicas personas que llamaron ayer fueron mi mujer, para decirme que si no estaba en casa a las diez tendría problemas, y mi gestor, para decirme que ya tenía problemas.
– ¿Por?
– Por el informe del inspector de Sanidad.
– ¿Por qué?
– Porque no tengo un aseo para inválidos; quiero decir, disminuidos físicos -aclaró la taza y el plato y los introdujo en el lavaplatos situado detrás de él.
– Nunca he visto aquí a un inválido -dijo Brunetti.
– Tampoco yo. Ni el inspector de Sanidad. Pero eso no cambia la ordenanza que dice que he de tener un aseo para ellos.
– ¿Y eso supone?
– Pasamanos. Taza especial, pulsador en la pared para descargar la cisterna…
– ¿Por qué no lo acondicionas?
– Porque me costará ocho mil euros, por eso.
– Parece mucho dinero.
– Incluye los permisos -dijo Sergio enigmáticamente.
Brunetti optó por no seguir preguntando y se limitó a decir:
– Espero que puedas resolver el problema -puso un euro en el mostrador, dio las gracias a Sergio y volvió a su despacho.