Él se fijó en la mujer cuando iban camino de la cena. Mejor dicho, cuando él y Paola se pararon delante del escaparate de una librería y él se ajustaba el nudo de la corbata mirándose en el cristal, Brunetti la vio pasar en dirección a Campo San Barnaba, del brazo de un hombre mayor. La vio de espaldas, a la derecha del hombre. Brunetti distinguió primero el pelo, de un rubio tan claro como el de Paola, recogido en la nuca, en un moño flojo. Cuando se volvió para verla mejor, la pareja ya había pasado y se acercaba al puente que conduce a San Barnaba.
El abrigo -podía ser armiño o podía ser marta: Brunetti sólo sabía que era algo más caro que el visón- le llegaba justo por encima de unos finos tobillos y unos zapatos de tacón excesivamente altos para unas calles en las que aún había restos de nieve y de hielo.
Brunetti conocía al hombre, aunque no recordaba el nombre: la impresión que transmitía era de dinero y poder. Era más bajo y ancho que la mujer, y andaba con más precaución, sorteando las placas de hielo. Al pie del puente, resbaló y se asió al pretil, frenando el avance de la mujer. Con un pie en el aire, ella empezó a girar hacia el hombre, ahora inmóvil, y la inercia la alejó de Brunetti que, curioso, aún los seguía con la mirada.
– Si no tienes inconveniente, Guido -dijo Paola, a su lado-, en mi cumpleaños podrías regalarme la nueva biografía de William James.
Brunetti apartó la mirada de la pareja y siguió la dirección en la que señalaba el dedo de su mujer hasta un grueso tomo situado al fondo del escaparate.
– Creí que se llamaba Henry -dijo, muy serio.
Ella le tiró del brazo con impaciencia.
– No te hagas el tonto conmigo, Guido Brunetti. Tú sabes perfectamente quién era William James.
Él asintió.
– Pero ¿por qué quieres la biografía del hermano?
– Siento curiosidad por la familia y por todo lo que pueda haber hecho de él lo que era.
Brunetti recordó que, más de dos décadas atrás, él había experimentado ese mismo interés por Paola, a la que acababa de conocer: lo intrigaba su familia, sus gustos, sus amigos, todo lo que pudiera revelar algo acerca de aquella criatura maravillosa con la que un benévolo destino le había hecho tropezarse entre los anaqueles de la biblioteca de la universidad. A Brunetti le parecía normal esta curiosidad por una persona viva. Pero ¿por un escritor que había muerto hacía casi un siglo?
– ¿Por qué te parece tan fascinador? -preguntó, no por primera vez. Al oírse, Brunetti se dio cuenta de que su tono era el de un marido petulante y celoso, condición a la que lo había reducido el entusiasmo de su mujer por Henry James.
Ella se soltó de su brazo y dio un paso atrás, como para poder ver mejor al hombre con el que se encontraba casada.
– Porque él comprende las cosas -dijo.
– Ah -se contentó con decir Brunetti. Le parecía que esto era lo menos que podías esperar de un escritor.
– Y porque nos hace comprender esas cosas -añadió ella. Él supuso que la cuestión quedaba zanjada. Paola debió de pensar que habían dedicado al tema tiempo más que suficiente-. Vamos -dijo entonces-. Ya sabes que a mi padre le disgusta que la gente se retrase.
Se alejaron de la librería. Al llegar al pie del puente, ella se paró y se volvió a mirar a Brunetti.
– ¿Sabes una cosa? -empezó-. Tú te pareces mucho a Henry James -Brunetti no sabía si sentirse halagado u ofendido. Afortunadamente, con los años, al oír la comparación, por lo menos había dejado de preguntarse si debía poner en tela de juicio el fundamento de su matrimonio-. Tú también necesitas comprender las cosas, Guido. Probablemente, por eso eres policía -se quedó pensativa-. Pero también deseas que las comprendan los demás -dio media vuelta, empezó a subir por el puente y, por encima del hombro, añadió-: lo mismo que él.
Brunetti dejó que ella llegara arriba antes de decir a su espalda:
– ¿Así que también yo tendría que ser escritor? -qué bonito sería que ella contestara que sí.
Paola desestimó la idea agitando una mano y se volvió hacia él para decir:
– De todos modos eso hace que sea interesante vivir contigo.
«Eso es aún mejor que querer que sea escritor», pensó Brunetti, caminando tras ella.
Brunetti miró el reloj cuando Paola alargaba la mano para pulsar el timbre situado al lado del portone de la casa de sus padres.
– Al cabo de tantos años, ¿no tienes llave? -preguntó.
– No seas basto -dijo ella-. Claro que la tengo. Pero la de hoy es una cena de cumplido, y hay que llegar como invitados.
– ¿O sea que tenemos que comportarnos como invitados? -preguntó Brunetti.
Paola no llegó a responder, porque en aquel momento abrió la puerta un hombre al que ninguno de los dos reconoció. El hombre sonrió y abrió la puerta de par en par.
Paola le dio las gracias y empezaron a cruzar el patio en dirección a la escalera del palazzo.
– No lleva librea -susurró Brunetti, escandalizado-. Ni peluca. ¿Adonde iremos a parar, Señor? A este paso, pronto los criados comerán en la mesa de los señores, y empezará a desaparecer la plata. ¿Cómo acabará esto? Un día veremos a Luciana perseguir a tu padre con el cuchillo de la carne.
Paola se detuvo y se volvió hacia él. Le dedicó una variación de la mirada, su único recurso en los momentos de exceso verbal de su marido.
– ¿Sí, tesoro? -preguntó él con voz dulce.
– Vamos a quedarnos aquí un ratito, Guido, hasta que agotes tus comentarios humorísticos acerca de la posición social de mis padres. Cuando te hayas calmado, subiremos a reunimos con los demás invitados y durante la cena tú te portarás como una persona pasablemente civilizada. ¿Qué te parece?
Brunetti asintió.
– Me ha gustado, sobre todo, lo de «pasablemente civilizada».
Ella lo miró con sonrisa radiante.
– Sabía que te gustaría, cariño -ella empezó a subir la escalera que conducía a la entrada principal del palazzo, y Brunetti la siguió a un escalón de distancia.
Paola había recibido la invitación de su padre hacía tiempo y explicado a Brunetti que el conte Falier deseaba que su yerno conociera a una buena amiga de la contessa.
Con los años, Brunetti había llegado a sentirse seguro del afecto de su suegra, pero aún no sabía la estimación que podía merecer al conte, si lo consideraba un advenedizo que había conquistado el corazón de su única hija, o un hombre competente y de valía. Ni descartaba la posibilidad de que el conte fuera capaz de pensar ambas cosas a la vez.
En lo alto de la escalera, otro desconocido, con una ligera reverencia, les abrió la puerta del palazzo, por la que escapó una bocanada de calor. Brunetti entró en el vestíbulo detrás de Paola.
Por el pasillo llegaba rumor de voces procedente del salone principal, orientado al Gran Canal. En silencio, el hombre tomó los abrigos y abrió un ropero iluminado por dentro. En su interior, Brunetti vio un largo abrigo de piel, en un extremo de una de las barras, aislado del resto por el hombre que lo había colgado, no se sabía si por afán discriminatorio o por pura sensibilidad.
Guiados por las voces, fueron hacia la parte delantera de la casa. Al entrar en el salón, Brunetti vio a los anfitriones de pie de espaldas a la ventana central y de cara a Brunetti y Paola, de modo que brindaban la vista de los palazzi del otro lado del Gran Canal a una pareja a la que estaban saludando y en la que, al verla de espaldas, Brunetti reconoció al hombre y la mujer que los habían adelantado en la calle. Si no eran ellos, debía existir otro hombre fornido de pelo blanco que acompañaba a una mujer alta y rubia con tacones de aguja y un artístico moño en la nuca. Ella se hallaba un poco apartada, mirando por la ventana y, vista desde esta distancia, no parecía tomar parte en la conversación.
Otras dos parejas estaban a uno y otro lado de sus suegros. Brunetti reconoció al abogado del conte y a su esposa. Los otros eran una antigua amiga de la contessa que, al igual que ella, se dedicaba a obras de beneficencia, y su marido, que vendía armamento y tecnología de minería a países del Tercer Mundo.
El conté vio a su hija al volver la cabeza en el curso de lo que parecía una animada conversación con el hombre del pelo blanco. Entonces dejó la copa, dijo unas palabras a su interlocutor y, sorteándolo, fue hacia Paola y Brunetti. Cuando su anfitrión se alejó, el hombre se volvió, para ver quién reclamaba su atención y, en aquel momento, Brunetti recordó su nombre: Maurizio Cataldo, del que se decía que tenía influencia con ciertos miembros de la administración de la ciudad. La mujer seguía mirando por la ventana, absorta en la vista y ajena a la marcha del conte.
Brunetti y Cataldo no habían sido presentados, pero, como solía ocurrir en la ciudad, Brunetti conocía su historia a grandes rasgos. La familia había llegado de Friuli a principios del siglo pasado, según creía, había prosperado durante la época fascista y se había enriquecido más aún durante el boom de los años sesenta. ¿Construcción? ¿Transportes? No estaba seguro.
El conte llegó junto a Brunetti y Paola, los besó en ambas mejillas y se volvió hacia la pareja con la que había estado hablando, mientras decía:
– Paola, tú ya los conoces -Y a Brunetti-: Pero tú, Guido, no lo sé, y ellos desean conocerte.
Esto podía ser cierto de Cataldo, que los veía acercarse enarcando las cejas y ladeando la barbilla mientras sus ojos iban de Paola a Brunetti con franca curiosidad. Pero era imposible descifrar la expresión de la mujer, aunque quizá sería más exacto decir que su cara expresaba una grata y permanente expectación, fijada de manera inmutable por las manos de un cirujano. La boca estaba configurada como para estar el resto de su tiempo de permanencia en la tierra entreabierta en una pequeña sonrisa, como la que dedicarías al nietecito de la criada. La sonrisa, en tanto que expresión de agrado, era fina, pero los labios que la dibujaban eran gruesos, carnosos y de un intenso rojo cereza. Los ojos asomaban por encima de unos pómulos abultados y prietos, color de rosa, del tamaño de un kiwi cortado por la mitad en sentido longitudinal. La nariz arrancaba de un punto de la frente más alto de lo normal y era roma, como si la hubieran aplastado con una espátula una vez colocada.
El cutis era perfecto, sin asomo de arruga ni mácula, como el de un niño. El pelo en nada se distinguía del oro batido, y Brunetti entendía de moda lo suficiente como para saber que el vestido había costado más que cualquiera de los trajes que él había tenido.
Así que ésta debía de ser la Superliftata , la segunda esposa de Cataldo, pariente lejana de la contessa, a la que Brunetti conocía de oídas pero no había visto hasta ahora. Un rápido repaso al archivo de cotilleos de su memoria le hizo recordar que la mujer procedía del Norte, que era retraída y, por alguna oculta razón, extraña.
– Ah -empezó el conte, interrumpiendo los pensamientos de Brunetti. Paola se adelantó, besó a la mujer y estrechó la mano del hombre. Dirigiéndose a la mujer, el conte dijo-: Franca, te presento a Guido Brunetti, mi yerno, el marido de Paola -y a Brunetti-: Guido, te presento a Franca Marinello y su marido, Maurizio Cataldo -dio un paso atrás y, con un ademán, invitó a Brunetti a adelantarse, como si Brunetti y Paola fueran un regalo de Navidad que ofrecía a la otra pareja.
Brunetti dio la mano a la mujer, que la estrechó con sorprendente firmeza, y al hombre, cuya palma tenía un tacto seco, como si necesitara que le quitaran el polvo.
– Piacere -dijo, sonriendo primero a los ojos de la mujer y después a los del hombre, de un azul pálido.
El hombre movió la cabeza de arriba abajo, pero fue la mujer quien habló:
– Su madre política habla muy bien de usted desde hace años. Mucho gusto de conocerle por fin.
Antes de que a Brunetti se le ocurriera qué responder, las puertas del comedor se abrieron desde dentro y el hombre que les había tomado los abrigos anunció que la cena estaba servida. Mientras cruzaban el salón, Brunetti trató de recordar lo que la contessa pudiera haberle contado de su amiga Franca, aparte de que le había brindado su amistad años atrás, cuando la joven había venido a estudiar a Venecia.
El espectáculo de la mesa, cargada de porcelana y de plata y adornada con un estallido de flores, le recordó la última vez que había comido en esta casa, hacía sólo dos semanas. Venía a traer dos libros a la contessa con la que en los últimos años intercambiaba lecturas, y con ella encontró a su hijo Raffi, que, le explicó, había venido a recoger el borrador de su ensayo de Literatura Italiana, que su abuela se había brindado a repasar.
Estaban en el estudio, sentados frente al escritorio, uno al lado del otro. Tenían delante las ocho hojas del ensayo, con comentarios escritos en tres colores. A la izquierda de los papeles estaba una bandeja de sandwiches o, mejor dicho, restos de una bandeja de sandwiches. Mientras Brunetti se los terminaba, la contessa le descifró su código de colores: rojo para faltas gramaticales, amarillo para las formas del verbo essere y azul para las inexactitudes y errores de interpretación.
Raffi, que solía irritarse cuando Brunetti disentía de su visión de la historia o Paola corregía su gramática, parecía convencido de que su abuela sabía bien lo que se decía, e introducía en el portátil sus sugerencias sin rechistar. Y Brunetti escuchaba atentamente las explicaciones que ella daba.
Paola lo sacó de su abstracción murmurando:
– Busca tu sitio.
Porque, delante de cada sitio, estaba una tarjetita escrita a mano. Él no tardó en encontrar la suya y se alegró al ver a su izquierda la de Paola, entre él y su padre. Ya cada cual parecía haber encontrado su sitio en la mesa. A una persona familiarizada con la etiqueta le habría escandalizado que, en una cena elegante, se sentara juntos a los matrimonios, y menos mal, pensaría el purista, que el conte y la contessa ocupaban uno y otro extremo de la mesa rectangular. Renato Rocchetto, el abogado del conte, sostuvo la silla de la contessa. Cuando ella se hubo sentado, las otras mujeres tomaron asiento a su vez y a continuación hicieron otro tanto los hombres.
Brunetti se encontró frente a la esposa de Cataldo, a un metro de su cara. Ella escuchaba lo que le decía su marido, con la cabeza casi rozando la de él, pero Brunetti sabía que pronto llegaría lo inevitable. Paola lo miró, le dio unas palmadas en el muslo y susurró:
– Coraggio.
Cuando Paola retiró la mano, Cataldo sonrió a su esposa y se volvió hacia Paola y su padre; Franca Marinello miró a Brunetti.
– Qué frío hace, ¿verdad? -empezó, y Brunetti se preparó para otra de aquellas conversaciones de las cenas mundanas.
Antes de que él pudiera encontrar una respuesta banal, la contessa dijo, desde el extremo de la mesa:
– Confío en que a nadie le disguste que ésta sea una cena sin carne -sonrió, miró a los invitados y añadió, en un tono entre divertido y contrito-: En vista de las peculiaridades dietéticas de mi familia y puesto que, cuando quise recordar, ya era tarde para llamar a cada uno de ustedes preguntando por las suyas, decidí que lo más práctico sería prescindir de carne y pescado.
– «¿Peculiaridades dietéticas?» -susurró Claudia Umberti, la esposa del abogado del conte. Parecía francamente desconcertada, y Brunetti, que estaba a su lado, había coincidido con ella y su marido en suficientes cenas familiares como para comprender que la mujer sabía que las únicas peculiaridades dietéticas de la familia Falier (aparte del intermitente vegetarianismo de Chiara) consistían en raciones copiosas y postres suculentos.
Para evitar a su madre la violencia de ser pillada en una mentira flagrante, Paola dijo, en medio del silencio general:
– Yo prefiero no comer buey; Chiara, mi hija, no come carne ni pescado (por lo menos, esta semana); Raffi no come cosas verdes y no le gusta el queso; y Guido -dijo, inclinándose hacia el aludido y apoyando la mano en su antebrazo- no come de nada si no es en cantidad.
Los presentes recibieron sus palabras con corteses risas, y Brunetti dio a Paola un beso en la mejilla, en señal de festiva deportividad, al tiempo que prometía rechazar toda invitación que se le hiciera a repetir de algo. Mirando a su mujer preguntó por lo bajo, sin dejar de sonreír:
– ¿De qué iba eso?
– Luego te lo explicaré -respondió ella, y dirigió a su padre una pregunta intrascendente.
Sin mostrar intención de comentar las palabras de la contessa, Franca Marinello dijo, cuando recuperó la atención de Brunetti:
– La nieve, en la calle, es un gran inconveniente.
Brunetti sonrió, como si no se hubiera fijado en los tacones de la mujer ni oído una vez y otra el mismo comentario durante los dos últimos días.
Según las reglas de la conversación cortés, ahora le tocaba a él hacer una observación banal y, cumpliendo con su cometido, repuso:
– Pero los esquiadores estarán contentos.
– Y los campesinos -agregó ella.
– ¿Cómo dice?
– En mi tierra -empezó ella en un italiano sin asomo de acento local- tenemos un refrán que dice: «Bajo la nieve, pan; bajo la lluvia, hambre.» -tenía una voz grave y agradable, voz de contralto.
Brunetti, urbanita hasta la médula, sonrió con gesto de disculpa.
– No sé si lo entiendo.
Los labios de ella se movieron hacia arriba en lo que él había empezado a identificar como sonrisa, y la expresión de los ojos se suavizó:
– Quiere decir que el agua de la lluvia se escurre y su beneficio es transitorio, mientras que la nieve de las montañas se funde poco a poco durante todo el verano.
– ¿Y de ahí, el pan? -preguntó Brunetti.
– Sí. Por lo menos, así lo creían nuestros abuelos -antes de que Brunetti pudiera hacer un comentario, ella prosiguió-: Pero esta nevada aquí, en la ciudad, ha sido un caso raro, sólo unos centímetros, para obligar a cerrar el aeropuerto unas horas. En el Alto Adigio, de donde yo soy, no ha nevado en todo el invierno.
– Malo para los esquiadores, ¿verdad? -preguntó Brunetti con una sonrisa, imaginándola con un largo jersey de cachemir y pantalón de esquí, delante de la chimenea de un cinco estrellas de alta montaña.
– Me tienen sin cuidado los esquiadores, yo pensaba en los campesinos -dijo ella con una vehemencia que lo sorprendió. La mujer observó su expresión durante un momento y añadió-: «Oh, los campesinos, si ellos supieran cuan grande es su ventura…»Brunetti casi dio un respingo.
– ¿Virgilio?
– Las Geórgicas -respondió ella cortésmente, sin darse por enterada de la sorpresa de él y de lo que implicaba-. ¿Lo ha leído?
– En la escuela -respondió Brunetti-. Y otra vez hace un par de años.
– ¿Por qué? -preguntó ella con interés, al tiempo que volvía la cabeza para dar las gracias al camarero que le ponía delante un plato de risotto aifunghi.
– ¿Por qué, qué?
– ¿Por qué volvió a leerlo?
– Porque mi hijo, que lo leía en la escuela, dijo que le gustaba, y decidí echarle un vistazo -con una sonrisa añadió-: Hacía tanto tiempo que lo había leído que no recordaba nada.
– ¿Y?
Brunetti tuvo que reflexionar antes de responder; pocas veces se le presentaba la ocasión de hablar de sus lecturas.
– Confieso que todas esas consideraciones acerca de los deberes del buen terrateniente no me interesaron mucho -dijo mientras el camarero le servía el risotto.
– ¿Pues qué temas le interesan? -preguntó ella.
– Me interesa lo que los clásicos dicen acerca de la política -respondió Brunetti, y se preparó para observar la inevitable pérdida de interés de su oyente.
Ella tomó un sorbo de vino e inclinó la copa en dirección a Brunetti haciendo girar suavemente el contenido mientras decía:
– Sin el buen terrateniente, no tendríamos nada de esto -bebió otro sorbo y puso la copa en la mesa.
Brunetti decidió arriesgarse. Levantando la mano derecha, la hizo girar en un ademán que, para quien quisiera interpretarlo así, abarcaba la mesa, los comensales y, por extensión, el palazzo y la ciudad en la que se encontraban.
– Sin la política, no tendríamos nada de esto -dijo.
A causa de la dificultad que ella tenía para manifestar sorpresa agrandando los ojos, la expresó con la risa, una carcajada juvenil que ella trató de ahogar poniendo la mano delante de los labios, pero la hilaridad seguía brotando, incontenible, hasta trocarse en un acceso de tos.
Los presentes se volvieron a mirarla, y su marido desvió su atención del conte y, con ademán protector, le puso una mano en el hombro. Las conversaciones habían cesado.
Ella movió la cabeza de arriba abajo, levantó una mano y la agitó ligeramente, dando a entender que aquello no era nada y, sin dejar de toser, se enjugó los ojos con la servilleta. Al poco, cesó la tos, ella hizo varias inspiraciones y, dirigiéndose a la mesa en general, dijo:
– Perdón, me he atragantado -puso la mano sobre la de su marido y se la estrechó con gesto tranquilizador, luego le dijo algo que le hizo sonreír y reanudar su conversación con el conte.
Franca bebió varios sorbos de agua, probó el risotto y dejó el tenedor. Como si no se hubiera producido la interrupción, miró a Brunetti y dijo:
– En política quien más me gusta es Cicerón.
– ¿Por qué?
– Porque él sabía odiar.
Brunetti hizo un esfuerzo para prestar más atención a las palabras de la mujer que a los artificiales labios de los que brotaban. Seguían hablando de Cicerón cuando los camareros se llevaron los platos de risotto casi intactos.
Ella pasó a hablar del odio que el escritor romano sentía hacia Catilina y todo lo que representaba; habló de su inquina por Marco Antonio, no disimuló su satisfacción porque al fin Cicerón consiguiera el consulado; y sorprendió a Brunetti al hablar de su poesía con gran familiaridad.
Los criados retiraban el segundo plato -pastel de verduras- cuando el marido de la signora Marinello se volvió hacia ella y dijo algo que Brunetti no pudo oír. Ella sonrió y estuvo hablando con su marido hasta que terminaron el postre -un alimenticio pastel de nata que compensaba ampliamente la falta de carne- y se retiraron los platos.
Brunetti, plegándose a los convencionalismos sociales, dedicó la atención a la esposa del avvocato Rocchetto, quien le informó de los últimos escándalos relacionados con la administración del teatro La Fenice.
– … y al final decidimos no renovar nuestro abbonamento. Es todo tan mediocre, con esas porquerías francesas y alemanas que se empeñan en montar -decía la mujer, casi temblando de indignación-. Es como cualquier teatrillo de provincias francés -sentenció agitando una mano en un ademán que consignaba al olvido el teatro y, con él, a la provincia francesa. Brunetti, recordando la recomendación de Jane Austen a uno de sus personajes, de que «guardara el aliento para enfriar el té» venció la tentación de observar que, al fin y al cabo, La Fenice era un teatro menor y Venecia, una pequeña ciudad provinciana de Italia, por lo que no cabía esperar grandes cosas.
Llegó el café, y un camarero dio la vuelta a la mesa empujando un carrito cargado de botellas de grappa y digestivi. Brunetti pidió una Domenis, que no lo defraudó. Se volvió hacia Paola, para preguntarle si quería un sorbo de su grappa, pero ella estaba escuchando lo que Cataldo decía a su padre. Tenía la barbilla apoyada en la palma de la mano, con la esfera del reloj hacia Brunetti, que vio que marcaba más de medianoche. Lentamente, él deslizó el pie por el suelo hasta encontrar algo sólido, pero no tan duro como la pata de una silla, y le dio dos golpecitos.
Apenas un minuto después, Paola miró su reloj y dijo:
– Oddio, un alumno viene a mi despacho a las nueve de la mañana y aún he de leer su ejercicio -se inclinó hacia el extremo opuesto de la mesa, para decir a su madre-: Tengo la impresión de pasarme el día haciendo mis deberes o corrigiendo los de los demás.
– Y, nunca, a su debido tiempo -agregó el conte, pero lo dijo con afecto y resignación, para dejar claro que sus palabras no llevaban reproche.
– Quizá también nosotros deberíamos pensar en irnos a casa, ¿no, caro?-dijo la signora Cataldo sonriendo a su marido.
Cataldo asintió y se levantó. Se situó detrás de su esposa y le retiró la silla cuando ella se levantaba. Miró al conte.
– Gracias, signor conte -dijo inclinando la cabeza ligeramente-. Usted y su esposa han sido muy amables al invitarnos. Y, más aún, al habernos dado la ocasión de conocer a su familia -sonrió en dirección a Paola.
Se dejaron caer las servilletas en la mesa, y el avvocato Rocchetto dijo que necesitaba estirar las piernas. El conte preguntó a Franca Marinello si podía hacer que los llevaran a casa en su barco, a lo que Cataldo respondió que el suyo estaría esperándolos en la porta d'acqua.
– No me importa hacer a pie un trayecto, pero, con este frío y a estas horas de la noche, prefiero volver en la lancha -dijo.
Por parejas, volvieron al salone en el que no quedaba ni vestigio de las copas que allí se habían servido, y se dirigieron al vestíbulo, en el que dos de los criados de aquella noche ayudaron a los caballeros a ponerse el abrigo. Brunetti dijo a Paola en un aparte:
– Y luego dicen que es difícil encontrar buen personal hoy en día.
Ella sonrió, pero alguien que estaba al otro lado soltó un espontáneo resoplido de risa. Al volverse, él sólo vio la cara impasible de Franca Marinello.
Una vez en el patio, el grupo intercambió corteses despedidas: Cataldo y su esposa fueron conducidos a la porta d'acqua, donde esperaba su barco; los Rocchetto vivían a tres puertas de distancia, y la otra pareja tomó la dirección de Accademia, después de declinar jovialmente la sugerencia de Paola de que ella y Brunetti los acompañaran a casa.
Cogidos del brazo, Brunetti y Paola emprendieron el regreso. Cuando pasaban por delante de la universidad, Brunetti preguntó:
– ¿Te has divertido?
Paola se detuvo y lo miró a los ojos. En lugar de responder, preguntó con frialdad:
– ¿Harías el favor de decirme de qué iba todo eso?
– ¿Perdón?
– ¿Perdón porque no has entendido la pregunta o perdón por haber pasado la velada hablando con Franca Marinello y desentendiéndote de todos los demás?
La vehemencia de la pregunta sorprendió a Brunetti, que no supo sino protestar con voz de balido lastimero:
– Es que lee a Cicerón.
– ¿Cicerón? -preguntó una no menos sorprendida Paola.
– Del gobierno, y las cartas, y la acusación contra Verres. Hasta la poesía -dijo él. De pronto, aguijoneado por el frío, la tomó del brazo y empezó a subir el puente, pero ella se resistía hasta obligarle a parar al llegar a lo alto y, echándose hacia atrás para situarlo en perspectiva, dijo sin soltarle la mano:
– Espero que te des cuenta de que estás casado con la única mujer de esta ciudad capaz de darse por satisfecha con semejante explicación. -Esta respuesta provocó una brusca carcajada de Brunetti-. Además, ha sido interesante contemplar los esfuerzos de toda esa gente.
– ¿Esfuerzos?
– Esfuerzos -repitió ella, empezando a bajar por el otro lado del puente. Cuando Brunetti la alcanzó, prosiguió-: Franca Marinello se esforzaba por impresionarte con su inteligencia. Tú te esforzabas por averiguar cómo una persona con ese aspecto podía haber leído a Cicerón. Cataldo se esforzaba por convencer a mi padre para que invirtiera en su proyecto, y mi padre se esforzaba por decidir si invertía o no.
– ¿Invertir en qué proyecto? -preguntó Brunetti, olvidándose de Cicerón.
– Un proyecto en China -dijo ella.
– Oddio -fue todo lo que se le ocurrió a Brunetti.