Ninguno de los dos hombres supo qué decir después de aquello. Brunetti se levantó y fue a la ventana, en busca de un momento de calma, tanto para sí mismo como para Guarino. Tendría que explicar a Paola lo que había dicho sin pensar, aquella frase que se le había escapado.
Oyó que Guarino carraspeaba y decía como si él y Brunetti hubieran acordado tácitamente no seguir hablando de Ranzato ni de lo que éste pudiera saber.
– Se lo he dicho porque lo mataron y, como la única pista que tenemos del hombre para el que trabajaba apunta a San Marcuola, necesitamos su ayuda. Ustedes, la policía de Venecia, son los únicos que pueden decirnos si por allí vive alguien que pueda estar complicado en…, en fin, en algo así. -No parecía haber terminado, y Brunetti no dijo nada. Después de un momento, Guarino prosiguió-: Nosotros no sabemos a quién estamos buscando.
– ¿El signor Ranzato trabajaba sólo para este hombre? -preguntó Brunetti volviéndose hacia el maggiore.
– Es el único del que me habló.
– Que no es lo mismo.
– Yo diría que sí. Como ya le he dicho, no es que nos hubiéramos hecho amigos, pero hablábamos de ciertas cosas con franqueza.
– ¿Por ejemplo?
– Yo le decía que tenía mucha suerte de estar casado con una mujer de la que estaba tan enamorado -dijo Guarino en una voz que se mantuvo firme salvo al pronunciar la palabra «enamorado».
– Comprendo.
– Se lo dije sinceramente -insistió Guarino con un énfasis que a Brunetti le pareció revelador-. No fue una de esas cosas que les dices para hacer que confíen en ti -esperó un momento, para asegurarse de que Brunetti comprendía la diferencia, y prosiguió-: Quizá fuera así al principio, pero con el tiempo las cosas cambiaron entre nosotros.
– ¿Conoce a la esposa?
– No; pero él tenía una foto en la mesa -dijo Guarino-. Me gustaría hablar con ella, pero no puede ser, o se sabría que estábamos en contacto con él.
– Si lo han matado, ¿no diría que eso ya lo saben? -preguntó Brunetti, resistiéndose a mostrarse clemente.
– Quizá -admitió Guarino con cierta resistencia, y luego rectificó-: probablemente -su voz se hizo más firme-: Pero son las reglas. No debemos hacer algo que pueda ponerla en peligro.
– Por supuesto -dijo Brunetti, renunciando a observar que eso ya estaba hecho. Volvió a la mesa-. No sé en qué medida podremos ayudarles, pero preguntaré por ahí y repasaré el archivo. Desde luego, en este momento no se me ocurre nadie -en la expresión «preguntaré por ahí» estaba implícito que todas las pesquisas que se hicieran, aparte del habitual repaso del archivo, tendrían carácter puramente extraoficial: interrogatorio de informadores, charlas en bares, insinuaciones-. De todos modos, Venecia no es el mejor sitio para buscar información sobre transporte por carretera.
Guarino lo miró, buscando sarcasmo en su comentario, sin hallarlo.
– Le agradeceré cualquier información que pueda darme -dijo-. Vamos desorientados. Siempre ocurre esto cuando hemos de trabajar en sitios en los que no conocemos… -la voz de Guarino se apagó.
A Brunetti se le ocurrió que el otro podía haberse interrumpido para no decir: «a alguien en quien confiar».
– Es extraño que él no arreglara las cosas para que pudiera usted ver a ese hombre -dijo-. Al fin y al cabo, hacía mucho tiempo que conocía su relación.
Guarino no dijo nada.
Brunetti se daba cuenta de que quedaba mucho por preguntar. ¿No se había parado a ningún camión y pedido los papeles al conductor? ¿Y si había un accidente?
– ¿Habló con los conductores?
– Sí.
– ¿Y?
– Y no me fueron de gran ayuda.
– ¿Qué quiere decir?
– Pues que ellos iban a donde les mandaban, sin hacer preguntas -la expresión de Brunetti indicaba en qué medida le parecía plausible la explicación, por lo que Guarino añadió-: O bien el asesinato de Ranzato contribuyó a borrarles la memoria.
– ¿Cree que valdría la pena averiguar si fue una cosa o la otra?
– Me parece que no. Aquí la gente no tiene mucha experiencia de la Camorra, pero ya ha aprendido que vale más no causarle problemas.
– Si así están ya las cosas, poca esperanza quedará de poder pararlos.
Guarino se puso en pie y se inclinó sobre la mesa tendiendo la mano a Brunetti.
– Me encontrará en el puesto de Marghera.
Brunetti se levantó y le estrechó la mano diciendo:
– Preguntaré por ahí.
– Se lo agradeceré -Guarino miró a Brunetti largamente, movió la cabeza de arriba abajo, para indicar que le creía, fue rápidamente hacia la puerta y salió sin hacer ruido.
– Vaya, vaya, vaya -murmuró Brunetti entre dientes. Estuvo un rato sentado a la mesa, pensando en lo que le habían dicho y luego bajó al despacho de la signorina Elettra. Ella levantó la mirada de la pantalla del ordenador al entrar él. Por la ventana entraba un sol de invierno que iluminaba las rosas que él había visto por la mañana y la blusa de la joven, que resplandecía más que las flores…
– Si tiene tiempo, me gustaría que buscara cierta información.
– ¿Para usted o para el maggiore Guarino? -preguntó ella.
– Para los dos, creo -respondió él, advirtiendo la simpatía con que ella había pronunciado el nombre.
– En diciembre, un hombre llamado Stefano Ranzato fue muerto en su despacho de Tessera. Durante un robo.
– Sí, comisario, lo recuerdo -dijo ella y, al cabo de un momento, preguntó-: ¿Y el maggiore está encargado del caso?
– Sí.
– ¿Cómo puedo ayudarles a los dos?
– Existen indicios que le hacen pensar que el asesino podría vivir cerca de San Marcuola -esto no era exactamente lo que le había dicho Guarino, pero tampoco difería mucho-. Como habrá observado, el maggiore no es veneciano, ni ninguno de los hombres de su brigada.
– Ah, la infinita sabiduría de los carabinieri -dijo ella.
Brunetti, como si no la hubiera oído, prosiguió:
– Ya han comprobado el registro de detenciones de la zona de San Marcuola.
– ¿Crímenes con violencia o intimidación?
– Las dos cosas, supongo.
– ¿El maggiore ha dicho algo más acerca del asesino?
– Unos treinta años, bien parecido y ropa cara.
– Bien, eso reduce el número a un millón aproximadamente.
Brunetti no se molestó en responder.
– San Marcuola, ¿eh? -ella guardó silencio. Mientras esperaba, él la vio abrocharse el botón del puño. Eran más de las once, y aún no se veía ni la más pequeña arruga en los almidonados puños de la blusa. ¿No debería advertirla de que tuviera cuidado de no cortarse las muñecas con el borde?
Ella ladeó la cabeza, mirando al dintel de la puerta de Patta, mientras, con aire ausente, abrochaba y desabrochaba el botón.
– Los médicos son una posibilidad -apuntó Brunetti al cabo de un rato.
Ella lo miró con franca sorpresa y sonrió.
– Ah, claro -dijo con gesto de aprobación-. No se me había ocurrido.
– No sé si Barbara… -empezó Brunetti, refiriéndose a la hermana de ella, que ya había hablado con el comisario en ocasiones anteriores, aunque marcando claramente los límites entre lo que podía y lo que no podía revelar a la policía.
La respuesta de la signorina Elettra fue inmediata.
– No creo que sea necesario hablar con ella. Conozco a dos médicos que tienen la consulta cerca de allí. Les preguntaré. La gente les cuenta cosas, y es posible que sepan algo -en respuesta al gesto de Brunetti, agregó-: Barbara les habría preguntado a ellos de todos modos.
Él asintió y dijo:
– Preguntaré abajo, en la oficina de los agentes. Ellos conocen detalles de la vida de la gente que vive en los barrios por los que patrullan.
Cuando daba media vuelta para marcharse, Brunetti se detuvo, como si recordara algo, y dijo:
– Otra cosa, signorina.
– ¿Sí, comisario?
– Forma parte de otra investigación, mejor dicho, no se trata de una investigación sino de una consulta que me han hecho: le agradecería que viera lo que puede encontrar acerca de un empresario de la ciudad, Maurizio Cataldo.
– Ah -interjección que podía significar cualquier cosa.
– Y también de su esposa, si es que hay algo sobre ella.
– ¿Franca Marinello, comisario? -preguntó ella, con la cabeza inclinada sobre el papel en el que había escrito el nombre de Cataldo.
– Sí.
– ¿Algo en concreto?
– No -dijo Brunetti y luego, con indiferencia-: Lo habitual: actividades, inversiones…
– ¿Le interesa su vida personal, comisario?
– No particularmente -dijo Brunetti, pero agregó-: De todos modos, si encuentra algo que le parezca interesante, tome nota, por favor.
– Veré lo que hay.
Él le dio las gracias y bajó a la oficina de los agentes.