Capítulo 12

Entraron en la sala y se mantuvieron detrás de los grupos que rodeaban las mesas, observando más a los jugadores que sus ganancias o pérdidas. El chico seguía atado a su rueda, cual una santa Catalina de Alejandría: a Brunetti lo apenaba verlo y tuvo que dejar de mirarlo. Este chico debería estar persiguiendo a las muchachas, animando a gritos a un estúpido equipo de fútbol o a una banda de rock, escalando montañas, haciendo algo, lo que fuera, algo impetuoso, audaz y un poco tonto, que consumiera su juvenil energía y le dejara recuerdos alegres.

Agarró del codo a Paola y casi la empujó hacia la otra sala, en la que, sentados alrededor de una mesa ovalada, los jugadores levantaban el borde de las cartas para lanzarles una mirada furtiva. Brunetti recordó los bares de su juventud, en los que hombres de aspecto rudo se reunían al salir del trabajo para jugar interminables partidas de scopa. Recordó los vasitos de boca ancha, con un vino tinto, casi negro, que cada jugador tenía a su derecha y del que tomaba un trago entre manos. El nivel del líquido apenas bajaba, y Brunetti no recordaba que alguno de aquellos hombres pidiera más de un vaso en una noche. Jugaban con vehemencia, arrojando la carta ganadora con una fuerza que hacía vibrar las patas de la mesa o inclinándose hacia adelante con un grito de júbilo para recoger las ganancias de la noche. ¿A cuánto ascendían, a cien liras, lo justo para pagar el vino a los contrincantes?

Recordó los gritos de ánimo de los que estaban en el mostrador y de los que jugaban al billar que, apoyados en los tacos, miraban a los que se divertían con los naipes, y comentaban las jugadas. Algunos de los jugadores se habían lavado la cara y puesto su mejor chaqueta antes de venir; otros acudían directamente del trabajo, con el mono azul y las botas.

¿Qué se había hecho de los monos y las botas? ¿Y qué había sido de aquellos hombres que trabajaban con el cuerpo y con las manos? ¿Habían sido sustituidos por los esbeltos dependientes de las tiendas y boutiques de lujo que daban la impresión de que se derrumbarían bajo una carga pesada o con una ráfaga de viento?

Sintió la presión del brazo de Paola en la cintura.

– ¿Hemos de seguir con esto mucho rato? -preguntó. Él miró el reloj y vio que ya eran más de las doce-. Quizá él sólo viniera aquella noche -sugirió, tratando de ahogar un bostezo sin conseguirlo.

Brunetti miró por encima de las cabezas de los que rodeaban las mesas. Todas esas personas podrían estar en la cama, leyendo; o en la cama, haciendo otras cosas. Pero estaban aquí, mirando unas bolitas, unas cartulinas y unos dados que se llevaban lo que a ellos les había costado semanas, o quizá años, ganar.

– Tienes razón -dijo él, besándole el pelo-. Te prometí diversión y mira lo que hacemos -sintió, más que vio, cómo ella se encogía de hombros-. Hablaré con el director y le enseñaré la foto, por si reconoce al hombre. ¿Vienes conmigo o me esperas aquí?

Por toda respuesta, Paola empezó a andar en dirección a la puerta de la escalera. Él la siguió. En la planta baja, ella se sentó en un banco situado frente a la puerta del despacho del director, abrió el bolso, sacó un libro y las gafas y se puso a leer.

Brunetti llamó a la puerta, pero nadie respondió. Fue a la mesa de Recepción y pidió por el encargado de seguridad, que llegó al cabo de un minuto, en respuesta a una discreta llamada telefónica. Claudio Vasco era alto, varios años más joven que Brunetti y vestía un esmoquin tan elegante que parecía cortado por el sastre de la comisaria Griffoni. Había sido contratado en sustitución de uno de los arrestados y sonrió cuando, al estrecharle la mano, Brunetti dio su nombre.

Vasco lo condujo por el vestíbulo, pasando por delante de Paola, que no se molestó en levantar la mirada del libro, hasta el despacho del director. Sin tomar asiento, el hombre contempló la foto, y a Brunetti, que lo observaba, le pareció ver cómo repasaba mentalmente un fichero de caras. Vasco dejó caer la mano que sostenía la foto a lo largo del cuerpo y miró a Brunetti:

– ¿Es cierto que usted arrestó a esos dos? -preguntó señalando con la mirada al piso de arriba en el que trabajaban los dos crupiers inculpados.

– Sí -respondió Brunetti.

Vasco sonrió y le devolvió la foto.

– En tal caso, le debo un favor. Sólo confío en que asustara a esos dos canallas lo suficiente como para que sean honrados una temporada.

– ¿No para siempre?

Vasco miró a Brunetti como si éste se hubiera puesto a hablar en el lenguaje de los pájaros.

– ¿Ésos? Sólo es cuestión de tiempo que piensen en algún otro sistema o a uno de ellos le dé por irse de vacaciones a las Seychelles. Dedicamos más tiempo a vigilarlos a ellos que a los clientes -dijo el hombre con gesto de fatiga. Señaló la foto con la barbilla-. Ése ha estado aquí varias veces; una noche, con otro individuo. Tiene unos treinta años, es un poco más bajo que usted y más delgado.

– ¿Y el otro? -preguntó Brunetti.

– No lo recuerdo bien -respondió Vasco-. Yo vigilaba sobre todo a éste -dijo golpeando la foto con los dedos de la mano izquierda. Brunetti alzó una ceja, pero Vasco sólo añadió-: Antes de decir más, déjeme ver el registro -Brunetti sabía que se hacía una ficha de todo el que entraba en el Casino, pero ignoraba cuánto tiempo se mantenía en el archivo-. Como decía, le debo un favor, comisario -fue hacia la puerta, dio media vuelta y agregó-: Aunque no fuera así, estaría encantado de ayudarle a encontrarlo, y más si supiera que ello iba a meter en apuros a ese bellaco. -Vasco sonrió, con lo que rejuveneció diez años, y salió del despacho dejando la puerta abierta.

Por el vano, Brunetti veía a Paola, que no había levantado la mirada del libro ni cuando llegaron ellos ni cuando Vasco se fue. Él salió al corredor y se sentó a su lado.

– ¿Qué lees, ricura? -dijo ahuecando la voz.

Ella volvió la página, sin darse por enterada.

Él se acercó y metió la cabeza entre Paola y el libro.

– ¿Qué es, princesa cómo?

– Casamassima -respondió ella, apartándose.

– ¿Es bueno el libro? -preguntó él aproximándose.

– Apasionante -dijo ella y, como ya no le quedaba más banco, volvió la cara hacia otro lado.

– ¿Lees muchos libros, ángel? -porfió él, con la voz rugosa y antipática del impertinente que a veces se te sienta al lado en el vaporetto.

– Sí, muchos libros -dijo ella, y añadió cortésmente-: Mi marido es policía, de manera que más le valdrá dejarme en paz.

– No seas tan arisca, ángel -protestó él.

– Le advierto que llevo su pistola en el bolso y, si no me deja en paz, le disparo.

– Oh -dijo Brunetti, apartándose de ella. Se deslizó hasta el extremo opuesto del banco, puso una pierna encima de la otra y contempló el grabado del puente de Rialto que estaba colgado de la pared de enfrente. Paola volvió una página y regresó a Londres.

Brunetti se apoltronó, apoyando la cabeza en la pared. Pensaba si Guarino no le habría inducido deliberadamente a creer que el hombre vivía cerca de aquí. Quizá temía que la intervención de Brunetti comprometiera el control de la investigación de los carabinieri. Quizá no estaba seguro de la lealtad de su colega. ¿Y quién iba a reprochárselo? Brunetti no tenía más que pensar en el teniente Scarpa para recordar que, para controlar, no hay como aparentar que confías en una persona. No había más que pensar en el pobre Alvise: seis meses trabajando con Scarpa, tratando de ganarse su aprobación. Y ahora ya no se podía confiar en Alvise, no sólo por su estupidez innata sino porque las atenciones del teniente le habían sorbido su poco seso y en lo sucesivo le faltaría tiempo para ir a contarle hasta la más mínima incidencia que descubriera.

Brunetti, distraídamente, sintió una mano en el hombro izquierdo y, pensando que era Paola, que había abandonado a Henry James para volver junto a él, la oprimió ligeramente. La mano se retiró con brusquedad y, al abrir los ojos, Brunetti vio ante sí a Vasco que lo miraba, atónito.

– Creí que era usted mi esposa -fue lo único que se le ocurrió decir, volviendo la cabeza hacia Paola, que los miraba sin dar señales de que los encontrara más interesantes que el libro que tenía en las manos.

– Estábamos hablando antes de que él se quedara dormido -dijo ella a Vasco, que parpadeó mientras procesaba la información y luego sonrió y se inclinó para dar a Brunetti una palmada en el hombro.

– No creería las cosas que he visto en esta casa -dijo. Levantó unos papeles que tenía en la mano y anunció-: Copias de los pasaportes -y entró en su despacho.

Brunetti se puso en pie y le siguió.

En la mesa estaban dos papeles, desde los que sendas caras miraban a Brunetti: la del hombre de la foto que él había traído y la de otro más joven, de pelo largo y cuello corto.

– Venían juntos -dijo Vasco.

Brunetti tomó uno de los papeles.

– Antonio Bárbaro -leyó-, nacido en Plati -miró a Vasco-. ¿Dónde está eso?

– He pensado que querría saberlo -respondió Vasco sonriendo-. He pedido a las chicas que lo buscaran. Está en Aspromonte, un poco más arriba del parque nacional.

– ¿Qué hace aquí un calabrés?

– Yo soy de Puglia -dijo Vasco llanamente-. Lo mismo podría preguntarme a mí.

– Perdón -dijo Brunetti dejando el papel y tomando el otro-. Giuseppe Strega -leyó-. Nacido en la misma ciudad, pero ocho años después.

– Ya me fijé en eso -dijo Vasco-. Por cierto, las chicas de Recepción también sienten curiosidad por el primero, aunque supongo que por razones distintas de las suyas: ellas lo encuentran atractivo. Mejor dicho, a los dos -Vasco recuperó los papeles y contempló las caras: Bárbaro, con las cejas angulosas sobre unos ojos rasgados; y el otro, con una ondulada melena de poeta rozándole las mejillas-. No sé por qué -dijo dejando caer los papeles sobre la mesa.

Tampoco Brunetti lo sabía.

– Extrañas criaturas las mujeres -dijo, y preguntó-: ¿Por qué es un bellaco?

– No sabe perder. A nadie le gusta, desde luego. Pero me parece que a algunos, en el fondo, les tiene sin cuidado, si ganan o pierden, aunque no quieran reconocerlo -miró a Brunetti para ver si le seguía, éste movió la cabeza afirmativamente, y Vasco prosiguió-: Una noche perdió casi cincuenta mil euros, no estoy seguro de la cantidad exacta, pero uno de los encargados de seguridad me llamó para decirme que en una de las mesas de blackjack uno de los jugadores estaba perdiendo mucho dinero y temía que hubiera problemas. Es ahí donde los que se creen listos piensan que ganarán: que si contar las cartas, que si este sistema, que si este otro… Todos están locos: siempre ganamos nosotros -al ver la expresión de Brunetti, dijo-: Perdone, eso no hace al caso, ¿verdad? En resumen, enseguida lo vi: el tipo parecía una bomba de relojería. Percibías la energía que despedía, era como un horno. Vi que ya apenas tenía fichas, y decidí quedarme por allí hasta que las perdiera todas. Lo cual no llevó más que dos manos y, cuando los crupiers las barrieron él se puso a chillar, decía que las cartas estaban marcadas y que él se encargaría de que aquel crupier no volviera a dar cartas en su vida -Vasco se encogió de hombros con un gesto que denotaba irritación y resignación-. No ocurre a menudo, pero siempre dicen lo mismo. Siempre, las mismas amenazas.

– ¿Qué hicieron ustedes?

– Giulio, el que me había llamado, ya estaba a su otro lado, de manera que, entre él y yo…, bien, lo ayudamos a dejar la mesa y llegar a la escalera y a la planta baja. Por el camino se tranquilizó, pero aun así creímos conveniente hacer que se fuera.

– ¿Se fue?

– Sí. Esperamos a que le dieran el abrigo y lo escoltamos hasta la puerta.

– ¿Dijo algo? ¿Les amenazó?

– No, pero si le hubiera tocado… -empezó Vasco y entonces, como si recordara la manera en que Brunetti le había tocado la mano, rectificó-: Si le hubiera visto. Era como si tuviera electricidad en el cuerpo. Lo llevamos a la puerta y lo despedimos muy cortésmente llamándole «signore», como es nuestra obligación, y esperamos hasta que se alejó.

– ¿Y entonces?

– Entonces lo pusimos en la lista.

– ¿La lista?

– La lista de las personas que no pueden volver, por su comportamiento o porque alguien de la familia nos pide que no las dejemos entrar. Quedan excluidas -otra vez se encogió de hombros-. Aunque no sirve de mucho. Pueden ir a Campione o a Jesolo, y aquí, en la ciudad, hay muchas casas en las que se juega, sobre todo, desde que han llegado los chinos. Pero por lo menos nosotros nos libramos de él.

– ¿Cuánto hace de eso? -preguntó Brunetti.

– No recuerdo con exactitud, pero la fecha debe de figurar ahí -dijo Vasco señalando los papeles que estaban en la mesa-. Sí, el veinte de noviembre.

– ¿Y el que estaba con él.

– Entonces yo no sabía que habían venido juntos. Me enteré después, cuando bajé a ponerlo en la lista. No recuerdo haber visto al otro.

– ¿También está excluido? -preguntó Brunetti.

– No había razón para ello.

– ¿Puedo llevármelas? -preguntó Brunetti señalando las fotocopias.

– Desde luego. Como le he dicho, le debo un favor.

– ¿Podría hacerme otro favor usted a mí?

– Si es factible.

– Anule la exclusión y llámeme si vuelve.

– Si me da su número de teléfono, así lo haré -respondió Vasco-. Y diré a las chicas de Recepción que lo llamen si yo no estuviera.

– Sí -dijo Brunetti, y entonces se le ocurrió preguntar-: ¿Le parece que podemos confiar en que lo hagan? Porque si tan atractivo lo encuentran…

Vasco sonrió ampliamente.

– Les he dicho que usted fue el que arrestó a esos dos granujas. Puede confiar en ellas plenamente.

– Gracias.

– Además -dijo Vasco recogiendo los papeles y entregándolos a Brunetti-. Ellos son jugadores, y ninguna de las chicas los tocaría ni con un bichero.

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