Capítulo 3

Era evidente que Guarino estaba esperando a que Brunetti agotara la paciencia, porque su respuesta fue inmediata y serena.

– La policía atribuyó su muerte a un robo con homicidio -antes de que Brunetti pudiera preguntar qué conclusión había sacado la policía de los tres disparos, Guarino explicó-: Nosotros sugerimos esa hipótesis. No creo que les importara mucho lo ocurrido. Probablemente, esta explicación les facilitaba las cosas.

Y, probablemente, pensaba Brunetti, hacía que el asesinato desapareciera rápidamente de los medios. Pero, en lugar de hacer este comentario, preguntó:

– ¿Usted qué cree que ocurrió?

Otra rápida mirada a la iglesia y otro golpecito en la rodilla.

– Creo que el asesino o asesinos estaban esperándole. No había otras señales de violencia en el cuerpo.

Brunetti imaginó a los hombres que esperaban, a la víctima, inconsciente del peligro, y del afán de los asesinos por enterarse de lo que él sabía.

– ¿Supone que él les dijo algo?

Guarino lanzó a Brunetti una mirada penetrante al contestar:

– Ellos podían averiguarlo sin necesidad de torturarlo -calló un momento, como evocando el recuerdo del muerto, y añadió con evidente desgana-: Yo era su contacto, la persona con la que él hablaba -esto, advirtió Brunetti, explicaba el nerviosismo de Guarino. El carabiniere desvió la mirada, como si lo violentara el recuerdo de lo fácil que había sido para él hacer hablar a la víctima-. Habría sido fácil asustarlo. Si hubieran amenazado a su familia, él les habría dicho todo lo que querían saber.

– ¿Y eso sería?

– Que había estado informándonos -dijo Guarino, tras una breve vacilación.

– Para empezar, ¿cómo se encontró ese hombre metido en esto? -preguntó Brunetti, consciente de que Guarino aún no había explicado en qué había estado involucrado el muerto.

Guarino hizo una ligera mueca.

– Eso mismo le pregunté yo la primera vez que hablé con él. Me dijo que cuando el negocio empezó a ir mal y hubo gastado sus ahorros y los de su mujer, fue al banco a pedir un préstamo, mejor dicho, otro préstamo, porque ya le habían concedido uno, muy cuantioso. Se lo negaron, desde luego. Fue entonces cuando empezó a no registrar los pedidos ni los ingresos, ni siquiera cuando cobraba por cheque o transferencia -meneó la cabeza, en muda reprobación de semejante insensatez-. Como le he dicho, era un aficionado. Una vez empezó a hacer eso, era sólo cuestión de tiempo que lo pillaran -con evidente pesar, como si reprochara al muerto una falta menor, dijo-: Debió figurárselo -Guarino se frotó la frente con aire distraído y prosiguió-: Dijo que al principio tenía miedo. Porque sabía que no entendía de números. Pero estaba desesperado y… -dejó la frase sin terminar y luego prosiguió-: Semanas después, o así me lo dijo, un hombre fue a verlo a su despacho. Dijo que tenía información de que podía interesarle trabajar particularmente, sin preocuparse de comprobantes, y que, en tal caso, podía ofrecerle trabajo -Brunetti no dijo nada, y Guarino agregó-: Ese hombre vive en Venecia -esperó la reacción de Brunetti y dijo-: Por eso estoy aquí.

– ¿Quién es el hombre?

Guarino levantó una mano, desestimando la pregunta.

– No lo sabemos. Él dijo que aquel hombre no le dio su nombre ni él se lo preguntó. Sólo extendía albaranes, por si la policía paraba los camiones, pero todos los datos eran falsos, me dijo. El destino y la carga.

– ¿Y cuál era la carga?

– Eso no importa. Estoy aquí porque él fue asesinado.

– ¿Y he de creer que lo uno no tiene que ver con lo otro? -preguntó Brunetti.

– No. Pero lo que le pido es que me ayude a encontrar al asesino. Lo otro no le atañe.

– Tampoco el asesinato -dijo Brunetti suavemente-. Mi superior se encargó de que así fuera cuando ocurrieron los hechos: decidió que el caso era competencia de Mestre, que tiene jurisdicción sobre Tessera -Brunetti imprimió meticulosidad en su voz.

Guarino se puso en pie, pero sólo para acercarse a la ventana, como hacía Brunetti en los momentos de dificultad. Miró la iglesia y Brunetti miró la pared.

Guarino volvió a la silla y se sentó.

– Lo único que dijo es que el hombre era joven, de unos treinta años, y bien parecido, y que vestía como si tuviera dinero. Creo que dijo «ostentosamente».

Brunetti se abstuvo de comentar que la mayoría de los italianos de treinta años son bien parecidos y visten como si tuvieran dinero, y dijo tan sólo:

– ¿Cómo sabía que ese hombre vive aquí? -empezaba a resultarle difícil disimular su irritación ante la resistencia de Guarino a facilitar información concreta.

– Confíe en mí. Vive aquí.

– Me parece que no es lo mismo -dijo Brunetti.

– ¿El qué no es lo mismo?

– Confiar en usted y confiar en la información que posee.

El maggiore reflexionó.

– Un día, en Tessera, ese hombre recibió una llamada por el telefonino en el momento en que entraban en el despacho. Salió al pasillo a hablar, pero no cerró la puerta. Daba instrucciones al otro y le decía que tomara el Uno hasta San Marcuola, que lo llamara cuando desembarcara y que él iría a recogerlo.

– ¿Estaba seguro de que era San Marcuola? -preguntó Brunetti.

– Sí -Guarino miró a Brunetti y sonrió-. Me parece que ya es hora de que dejemos de andarnos con rodeos -se irguió en la silla y preguntó-: ¿Volvemos a empezar, Guido? -ante la señal de asentimiento de Brunetti, dijo-: Me llamo Filipo. -tendió la mano como si fuera una ofrenda de paz, y como tal decidió aceptarla Brunetti.

– ¿El nombre del muerto? -preguntó el comisario, implacable.

Guarino respondió sin vacilar.

– Ranzato. Stefano Ranzato.

Guarino explicó entonces con más detalle el declive de Ranzato de empresario a defraudador y a confidente de la policía. Y de confidente a cadáver. Cuando hubo terminado, Brunetti preguntó, como si el maggiore no se hubiera negado ya a responder a la pregunta:

– ¿Y qué transportaban los camiones?

Éste, se decía Brunetti, era el momento de la verdad. Guarino podía responder o no, y Brunetti sentía curiosidad por descubrir cuál sería su decisión.

– Él no llegó a saberlo -dijo Guarino y, al ver la expresión de Brunetti, agregó-: Por lo menos, eso me decía. No le informaban, y los conductores nunca decían nada. Recibía una llamada y enviaba los camiones a donde le indicaban. Albaranes y todo en orden. Decía que muchas veces las cosas parecían legales, transporte de una fábrica a un tren o de un almacén a Trieste o a Genova. Y decía que al principio para él aquello era… la salvación -Brunetti notó que se le resistía un poco esta palabra-. Porque nada quedaba reflejado en los libros.

A Brunetti le parecía que Guarino no tendría inconveniente en quedarse allí para siempre, hablando de los negocios del muerto.

– Pero nada de eso explica el motivo de que usted esté aquí ahora -atajó Brunetti.

En lugar de responder, Guarino dijo:

– Creo que esto es como buscar una aguja en un pajar.

– ¿No podría concretar un poco? Quizá así nos aclararíamos -sugirió Brunetti.

Guarino dijo con gesto de fatiga:

– Yo trabajo para Patta -y agregó, a modo de explicación-: A veces, me parece que todos trabajamos para Patta. Hasta hoy, en que lo he visto por primera vez, no sabía su nombre, pero lo he reconocido inmediatamente. Él es mi jefe, él es casi todos los jefes que he tenido. Sólo que éste se llama Patta.

– Yo he tenido varios que no se llamaban así, pero eran como él -dijo Brunetti.

La sonrisa de Guarino hizo que ambos volvieran a relajarse.

Satisfecho al sentirse comprendido, Guarino añadió:

– El mío, quiero decir mi Patta, me ha enviado aquí para que encuentre al hombre que recibió la llamada telefónica en el despacho de Ranzato.

– ¿Y espera que usted vaya a San Marcuola, se plante allí y grite el nombre de Ranzato, a ver si aparece el culpable?

– No -respondió Guarino sin sonreír. Se rascó una oreja y dijo-: Ninguno de los hombres de mi brigada es veneciano -en respuesta a la mirada de sorpresa de Brunetti, dijo-: Algunos llevamos años trabajando aquí, pero no es como haber nacido aquí. Eso ya lo sabe usted. Hemos repasado el registro de arrestos de todos los que viven en la zona de San Marcuola y tienen antecedentes, pero sólo hemos encontrado a dos hombres y los dos están en la cárcel. De modo que necesitamos ayuda local, la clase de información que ustedes tienen o pueden conseguir y nosotros no.

– Usted no sabe dónde buscar lo que desea saber -dijo Brunetti extendiendo una mano con la palma hacia arriba-. Y yo no sé lo que había en esos camiones -agregó extendiendo la otra mano y agitando las dos con un movimiento de balanza.

Guarino lo miró fijamente y dijo:

– No estoy autorizado a hablar de eso.

Animado por la franqueza, Brunetti cambió de enfoque.

– ¿Ha hablado con la familia?

– No. La esposa está destrozada. El que habló con ella dijo que estaba seguro de que no fingía. Ella no sospechaba lo que hacía su marido, ni tampoco el hijo, y la hija sólo va a casa dos o tres veces al año -dio a Brunetti tiempo de asimilar la información y añadió-: Ranzato me dijo que no sabían nada y yo le creí. Y aún le creo.

– ¿Cuándo habló con él? Por última vez, se entiende.

Guarino lo miró de frente.

– La víspera de su muerte. De su asesinato.

– ¿Y?

– Me dijo que quería dejarlo, que ya nos había dado suficiente información y que no quería seguir.

Desapasionadamente, Brunetti observó:

– Por lo que me ha dicho, no parece que les ofreciera mucha información -Guarino no se dio por enterado, y Brunetti remachó-: Como no me la está dando usted a mí -tampoco estas palabras surtieron efecto-. ¿Le pareció nervioso?

– No más que otras veces -respondió Guarino con calma, y añadió, casi de mala gana-: No era valiente.

– Pocos lo somos.

Guarino lo miró vivamente y pareció desestimar la idea.

– Eso no lo sé -dijo el maggiore-, pero Ranzato, desde luego, no lo era.

– Tampoco tenía por qué, ¿no cree? -preguntó Brunetti, defendiendo al muerto tanto como el principio-. Fue víctima de las circunstancias: primeramente, defrauda impuestos, incurriendo en delito, luego Finanza lo descubre y lo entrega a los carabinieri, que le obligan a hacer algo peligroso. Si tenía motivos para algo, no era para ser valiente.

– Parece muy comprensivo -dijo Guarino, mordaz.

Ahora fue Brunetti quien se encogió de hombros sin decir nada.

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