Lo primero que advirtió Brunetti al penetrar en su despacho fue la avalancha de luz que entraba por la ventana. La cúpula de la iglesia relucía, aún con parches de nieve, sobre un cielo bruñido. Ahora que la nieve había disipado la contaminación del aire, podría ver las montañas desde la cocina, si llegaba a casa con luz de día.
Se acercó a la ventana, a contemplar los efectos de la luz en los tejados, mientras esperaba a la signorina Elettra. Ella había despertado el interés de Guarino, y Brunetti se sonrojó al recordar cómo lo había molestado la reacción de la joven. Cada uno había tratado de averiguar cosas acerca del otro, y Brunetti había abortado sus intentos. Apoyó las palmas de las manos en el alféizar y se contempló los dedos, pero eso no mitigó su pesar. Se distrajo pensando en el irónico comentario de Guarino sobre la semejanza de su propia secretaria con la signorina Elettra. También ella tenía un nombre exótico y hasta operístico: ¿Leonora, Norma, Alcina? No; más bien de heroína lánguida y doliente, y de éstas había un montón.
Gilda, eso. Gilda Landi. ¿O era una de esas pistas falsas que suele dejar la gente en las novelas de espías? No; Guarino estaba desprevenido y había hablado impulsivamente de la… ¿cuál era la palabra…, la indomable? No; la formidable signorina Landi. Por lo tanto, una funcionaria civil.
Brunetti oyó entrar a la signorina Elettra y, al volverse, la vio sentarse en una de las sillas de delante de la mesa. Ella miró en dirección a él pero no a él sino a la cúpula y al cielo despejado.
Él se instaló en su sillón y preguntó:
– ¿Qué quería decirme, signorina?
– Es sobre el tal Bárbaro. Antonio. Parece que éste es su verdadero nombre -traía una carpeta, pero no hacía ademán de abrirla. Brunetti asintió-. Pertenece a una rama de la familia Bárbaro de Aspromonte, primo de uno de los jefes.
La noticia hizo que se disparara la imaginación de Brunetti, pero, por más que buscaba conexiones con la muerte de Guarino, había de reconocer que no tenía motivos para interrogar a aquel hombre y, menos, para arrestarlo. Guarino no había explicado a Brunetti el contexto de aquella foto, y ya no podría explicárselo.
– ¿Cómo lo ha averiguado?
– Está fichado, comisario. En los primeros arrestos usaba ese nombre, pero después ha sido arrestado con una serie de alias -miró a Brunetti y añadió-: Lo que no entiendo es por qué usaba su verdadero nombre para ir al Casino.
– Quizá porque allí miran los documentos con más atención que nosotros -apuntó él. Hablaba con ironía, pero cuando terminó la frase comprendió que, probablemente, era verdad.
– ¿Cuáles fueron las causas de los arrestos? -preguntó él.
– Las habituales -respondió ella-. Agresión, extorsión, tráfico de droga, violación… Esto, en las primeras etapas de su carrera -y añadió, para redondear-: Después, asociación con la Camorra y, dos veces, asesinato. Pero ninguno de estos dos casos llegó a juicio.
– ¿Por qué?
– En uno, el testigo principal desapareció y, en el otro, se retractó.
Como todo comentario era superfluo, Brunetti preguntó:
– ¿Dónde está ahora, en prisión?
– Estaba, pero se benefició del indulto, a pesar de que sólo llevaba unos meses en la cárcel.
– ¿Acusado de qué?
– Agresión.
– ¿Cuándo lo soltaron?
– Hace quince meses.
– ¿Alguna idea de dónde ha estado desde entonces?
– En Mestre.
– ¿Y qué hacía?
– Vivía con su tío.
– ¿Y qué hace su tío?
– Entre otras cosas, tiene varias pizzerías, una en Treviso, otra en Mestre y otra aquí, cerca de la estación.
– ¿Entre qué otras cosas?
– Una empresa de transportes, camiones que traen fruta y verdura del Sur.
– ¿Y qué llevan?
– Eso no he podido averiguarlo, comisario.
– Ya. ¿Algo más?
– En el pasado, había alquilado camiones al signor Cataldo -lo dijo con la cara impasible, casi como si nunca hubiera oído este nombre.
– Comprendo -dijo Brunetti, y preguntó-: ¿Qué más?
– Sobre el sobrino, comisario, Antonio. Al parecer, aunque esto es sólo un rumor, mantiene relaciones con la signora Cataldo -su voz no podía ser más neutra o desapasionada.
A veces, la signorina Elettra irritaba a Brunetti hasta lo insoportable, pero, pensando en la forma en que él mismo se había comportado al encontrarse en el fuego cruzado del flirteo entre ella y Guarino, se limitó a decir:
– ¿La primera esposa o la segunda?
– La segunda -hizo una pausa y agregó-: La gente se dio buena prisa en decírmelo.
– ¿En decirle qué exactamente?
– Que la ha llevado a cenar por lo menos una vez, estando fuera el marido.
– Eso puede tener su explicación -dijo Brunetti.
– Desde luego, comisario, especialmente si su marido y el tío de él tienen intereses comerciales comunes.
Él sabía que había más, y sabía que era más comprometedor, pero no quería preguntar.
Cuando se hizo evidente que Brunetti no hablaría, ella dijo:
– También lo vieron salir del apartamento de los Cataldo, mejor dicho, del edificio, a las dos de la mañana.
– ¿Lo vio quién?
– Unos vecinos.
– ¿Cómo sabían ellos quién era?
– Entonces no lo sabían, pero se fijaron en él, como haría cualquiera que se encontrara con un desconocido en la escalera a esas horas. Semanas después, la vieron en un restaurante cenando con ese hombre y, cuando se acercaron a saludarla, ella tuvo que presentárselo. Antonio Bárbaro.
– ¿Y cómo ha conseguido usted enterarse de todo eso? -preguntó Brunetti con falso desenfado.
– Cuando preguntaba por Cataldo, me contaban esto, para redondear la información. Ocurrió dos veces.
– ¿Por qué está tan ansiosa la gente de murmurar sobre ella? -preguntó Brunetti con voz neutra, a fin de permitirle considerarse o no incluida en la categoría de «gente».
Ella desvió la mirada hacia la ventana antes de contestar.
– Probablemente, no es por ella en concreto, comisario. Es ese tópico del hombre mayor que se casa con una mujer joven: según la sabiduría popular, es sólo cuestión de tiempo que ella le engañe. Además, a la gente le gusta murmurar, sobre todo de alguien que se mantiene distante.
– ¿Y ella hace eso?
– Al parecer sí, señor.
Brunetti dijo tan sólo:
– Ya -la nieve había desaparecido del tejado de la iglesia, y él creyó ver que salía vapor de las tejas-. Muchas gracias, signorina.
Franca Marinello y Antonio Bárbaro. Una mujer sobre la que creía saber algo y un hombre sobre el que quería saber mucho más. ¿Quién había dicho que ella había tratado de impresionar a Brunetti? ¿Paola?
¿Tan fácil era impresionarle?, se preguntaba. ¿Bastaba con hablarle de libros y hacer como si supieras lo que dices para que Brunetti cayera en tus manos como higo maduro? Decirle que Cicerón te enamora y luego irte a cenar con… ¿con quién y para hacer qué? ¿Cómo era la expresión que usaban los norteamericanos refiriéndose a hombres como Bárbaro? ¿Un tipo duro? En la foto Bárbaro no parecía duro: parecía insustancial.
Pensando en su conversación con Franca Marinello, Brunetti tuvo que reconocer que, aun después de estar horas sentado frente a ella, en ciertos momentos, su cara seguía impresionándole. Si decías algo que la divertía, sólo podía leérsele en los ojos o en el tono de la respuesta. Y, si la hacías reír, su cara permanecía tan inmóvil como cuando le hablabas de tu odio hacia Marco Antonio.
Ella tenía treinta y tantos años y su marido le doblaba la edad. ¿No desearía, de vez en cuando, la compañía de un hombre más joven, el contacto de un cuerpo más vigoroso? ¿A él le había impresionado tanto la cara que había olvidado el resto?
Pero, ¿por qué ese hampón?, se preguntaba Brunetti una vez y otra. Él y Paola conocían los entresijos de la ciudad lo bastante como para hacerse una idea de cuáles eran las esposas de hombres ricos y poderosos que buscaban solaz en brazos que no eran los del marido. Pero esas cosas solían quedar entre amigos y conocidos, de manera que la discreción estaba asegurada.
Pero, ¿y lo del secuestro que ella decía temer? Quizá Brunetti se había dado mucha prisa en descartar la historia del intruso informático; y quizá el rastro de la intrusión no lo había dejado la signorina Elettra sino otra persona, deseosa de enterarse de la cuantía de la fortuna de Cataldo. Desde luego, los antecedentes de Bárbaro sugerían que no tendría escrúpulos en intentar un secuestro, pero no parecía que una investigación por ordenador pudiera ser su manera de iniciar la operación.
El conte Falier había comentado, años atrás, que él no había conocido a nadie que se resistiera al halago. Entonces Brunetti era más joven y lo había tomado como una observación acerca de una táctica que el conte aprobaba, pero, con el tiempo, al conocer mejor a su suegro, comprendió que la frase no era sino otra de las implacables sentencias del conte acerca de la naturaleza humana. «Franca Marinello se esforzaba por impresionarte», oía de nuevo la voz de Paola. Dejando aparte la compasión que le inspiraba la mujer, ¿cuánto de lo que ella le había dicho podría creer? ¿Le habría seducido el que ella hubiera leído los Fastos de Ovidio y él no?