Capítulo VII



Los ladrones de radio

La noche de su liberación, Halliday durmió en el hotel en la habitación contigua a la nuestra; oímos cómo gemía y protestaba constantemente durante su sueño. Sin ningún género de dudas, su experiencia en el chalet le había destrozado los nervios. Por la mañana no conseguimos obtener de él ni la menor información. Sólo repetía su declaración sobre el poder ilimitado que tenían a su disposición los Cuatro Grandes acompañándola con alusiones a su certeza de que si hablaba ellos se vengarían.

Después de comer se marchó para reunirse con su esposa en Inglaterra. Poirot y yo permanecimos en París. Yo era partidario de emplear procedimientos enérgicos, del tipo que fueran, y la pasividad de Poirot me disgustaba.

—¡Por Dios!. Poirot —le insté—, hay que pasar al ataque.

—¡Admirable, mon ami, admirable! Ir ¿a dónde?, y atacar ¿a quién? Sea más preciso, se lo ruego.

—A los Cuatro Grandes, por supuesto.

Cela va sans dire. ¿Y cómo empezaría usted?

—Acudiendo a la policía —aventuré titubeando.

Poirot sonrió.

—Nos acusarían de embusteros. No tenemos nada en qué basarnos. Hemos de esperar.

—¿Esperar a qué?

—Esperar a que ellos se muevan. Mire, en Inglaterra todos ustedes comprenden y adoran el boxeo. Si uno de los púgiles no hace un movimiento, el otro debe hacerlo; al permitir que el adversario ataque uno sabe algo de él. Ése es ahora nuestro papel: dejar que el adversario ataque.

—¿Cree usted que lo harán? —pregunté con cierta vacilación.

—No me cabe ninguna duda de ello. Empezaron por tratar de alejarme de Inglaterra. Eso falló. Luego, en el asunto de Dartmoor, intervinimos y salvamos a su víctima del patíbulo. Y ayer, una vez más, obstaculizamos sus planes. Que no le quepa duda de que no van a dejar las cosas así.

Cuando reflexionaba sobre lo que acababa de decir Poirot, llamaron a la puerta. Sin esperar respuesta, un hombre entró en la habitación y cerró la puerta Era un individuo alto y delgado, con la nariz ligeramente ganchuda y el cutis amarillento. Llevaba un abrigo abrochado hasta la barbilla y un sombrero de fieltro echado hacia los ojos.

—Perdónenme, caballeros, por mi entrada tan poco ceremoniosa —dijo en voz baja—, pero lo que me trae aquí es algo bastante especial.

Sonriendo, avanzó hasta la mesa y se sentó junto a ella. Yo estaba a punto de saltar, pero Poirot me contuvo con un gesto.

—Como usted dice, monsieur, su entrada no ha sido muy ceremoniosa. ¿Quiere hacer el favor de decirnos a qué ha venido?

—Mi querido monsieur Poirot, es muy sencillo. Usted ha estado molestando a mis amigos.

—¿De qué modo? —Vamos, vamos, monsieur Poirot. ¿No me hará esa pregunta en serio? Lo sabe tan bien como yo.

—Depende, monsieur, de quiénes sean esos amigos suyos.

Sin decir una palabra, el hombre sacó de su bolsillo una pitillera y abriéndola tomó cuatro cigarrillos y los arrojó sobre la mesa. Luego los puso de nuevo en la pitillera y guardó ésta en su bolsillo.

—¡Vaya! —dijo Poirot—, ¿así es que se trata de eso? ¿Y qué es lo que sugieren sus amigos?

—Sugieren, monsieur, que emplee usted su talento, su considerable talento, en el descubrimiento de verdaderos crímenes, que vuelva a sus antiguas ocupaciones y resuelva los problemas de las señoras de la alta sociedad londinense.

—Un programa muy tranquilo —dijo Poirot—. ¿Y suponiendo que no esté de acuerdo?

El hombre hizo un gesto elocuente.

—Lo sentiríamos mucho, por supuesto —respondió—. Lo mismo que todos los amigos y admiradores del gran monsieur Hércules Poirot. Pero las condolencias, por conmovedoras que sean, no devuelven un hombre a la vida

—Expuesto con gran delicadeza —dijo Poirot asintiendo con la cabeza—. ¿Y suponiendo que yo aceptase?

—En ese caso estoy facultado para ofrecerle una recompensa.

Sacó un billetero y lanzó diez billetes sobre la mesa. Eran billetes de diez mil francos.

—Esto es simplemente una muestra de buena fe —aclaró—. Se le pagará diez veces esta cantidad.

Lancé una imprecación mientras me ponía en pie de un salto y dije:

—¡Cómo se atreve a pensar...!

—Siéntese, Hastings —ordenó Poirot autoritariamente—. Domine sus clásicos y honrados impulsos y siéntese. En cuanto a usted, monsieur, le diré esto. ¿Qué me impide llamar a la policía para que le detenga, mientras mi amigo evita que se escape?

—No deje de hacerlo, si lo cree conveniente —dijo con calma nuestro visitante.

—¡Oiga, Poirot! —exclamé—. No soporto esta situación. Llame a la policía y acabemos con esto.

Me levanté rápidamente, fui hacia la puerta y me quedé con la espalda contra ella.

—Es evidente que eso es lo que parece más procedente —murmuró Poirot, como si debatiera la cuestión consigo mismo.

—¿Pero no se fía usted de lo que parece más procedente, eh? —agregó nuestro visitante, sonriendo.

—Adelante, Poirot —le insté.

—La responsabilidad será suya, mon ami.

Cuando él levantó el auricular, el hombre saltó hacia mí como un gato. Yo estaba preparado para el ataque. Enseguida trabamos nuestros brazos dando tumbos por la habitación. De pronto noté que él resbalaba y vacilaba. Aproveché mi ventaja y le hice caer. Luego, cuando ya me creía victorioso, sucedió algo extraordinario. Me sentí lanzado hacia adelante. Mi cabeza se estrelló contra la pared y quedé echo un ovillo. Al punto me levanté, pero ya se había cerrado la puerta tras mi adversario. Me precipité hacia ella y la sacudí, pero estaba cerrada por fuera. Le quité el teléfono a Poirot.

—¿Recepción? Detengan a un hombre que sale en este momento. Es un hombre alto con el abrigo abrochado y un sombrero de fieltro. Lo busca la policía.

Al cabo de unos momentos oímos un ruido fuera, en el pasillo. Alguien hizo girar una llave en la cerradura y la puerta se abrió. El gerente del hotel en persona se hallaba en el umbral.

—El hombre... ¿lo han detenido? —exclamé.

—No, monsieur. No ha bajado nadie.

—Deben haberse cruzado con él.

—No nos hemos cruzado con nadie, monsieur. Es imposible que pueda haber escapado.

—Tiene usted que haberse cruzado con alguien, creo yo —dijo Poirot con su voz suave—. ¿Quizá con uno de los empleados del hotel?

—Sólo con un camarero que llevaba una bandeja, monsieur.

—¡Ah! —dijo Poirot, en un tono que quería decir muchas cosas.

Cuando por fin nos libramos de los nerviosos empleados del hotel, Poirot murmuró:

—De modo que ése fue el motivo de que llevara el abrigo abotonado hasta la barbilla.

—No sabe cuánto lo siento, Poirot —murmuré bastante alicaído—. Pensé que podría sujetarle.

—Sí, me imagino que le hizo una llave japonesa. No se aflija, mon ami. Todo salió de acuerdo con un plan: su plan. Eso es lo que yo quería.

—¿Qué es esto? —exclamé precipitándome sobre un objeto de color pardo que se hallaba en el suelo.

Era una delgada cartera de cuero, que evidentemente se le había caído del bolsillo a nuestro visitante durante la lucha. Había en ella dos facturas pagadas por el señor Felix Laon y un trozo de papel doblado que hizo que mi corazón latiese aún más deprisa. Era media hoja de un bloc de notas en la que estaban escritas a lápiz una cuantas palabras; pero esas palabras eran de suma importancia.

«La próxima reunión del consejo se celebrará el viernes en la calle de Echelles número 34, a las once de la mañana.»

Y estaba firmada con un cuatro de gran tamaño.

Estábamos a viernes, y el reloj de la repisa señalaba las diez y media.

—¡Dios mío, qué gran oportunidad! —exclamé—. ¡Qué suerte hemos tenido! Pero debemos ponernos en marcha enseguida.

—Así que ése fue el motivo de su venida —murmuró Poirot—. Ahora lo comprendo todo.

—¿Qué es lo que comprende? Vamos, Poirot, no se quede ahí soñando despierto.

Poirot me miró y movió lentamente la cabeza sonriendo mientras lo hacía.

—«¿Quieres entrar en mi salita?, le dijo la araña a la mosca» Así dice el cuento infantil inglés, ¿verdad? No, no, ellos son muy sutiles, pero no tanto como Hércules Poirot.

—¿Qué diablos insinúa, Poirot?

—Amigo mío, me he estado preguntando la razón de la visita de esta mañana. ¿Esperaba realmente nuestro visitante que aceptase su soborno o, por el contrario, quería asustarme para que abandonase mi tarea? Me parecía increíble. ¿Por qué vino entonces? Es ahora cuando comprendo todo el plan. Un plan muy ingenioso y muy bonito; la razón ostensible de sobornarme o asustarme; la imprescindible lucha que él no se molestó en evitar y que haría natural y razonable que se le cayera la cartera de cuero. Y, por último, ¡la trampa!: ¿calle de Echelles, a las once de la mañana? Creo que no, mon ami. Hercules Poirot no cae tan fácilmente en la trampa.

—¡Cielo santo! —dije entrecortadamente.

Poirot fruncía el entrecejo, como cuando no estaba satisfecho de sí mismo.

—Hay todavía una cosa que no entiendo.

—¿Cuál es?

—El momento elegido, Hastings. ¿No hubiera sido mejor atraerme de noche? ¿Por qué a esta hora tan temprana? ¿Es posible que algo esté a punto de ocurrir esta mañana? ¿Algo con respecto a lo cual están particularmente interesados de que Hércules Poirot se mantenga alejado?

Movió negativamente la cabeza

—Ya lo veremos. Me voy a quedar aquí, mon ami. Esta mañana no pienso moverme. Aguardaré aquí a que se produzcan los acontecimientos.

El requerimiento llegó exactamente a las once y media y en forma de telegrama. Poirot lo abrió y luego me lo dio. Era de madame Olivier, la famosa investigadora a quien habíamos visitado el día anterior en relación con el caso de Halliday. Nos pedía que fuéramos a Passy enseguida.

Obedecimos el requerimiento sin demorarnos un instante. Madame Olivier nos recibió en el mismo saloncito. De nuevo me sorprendió el maravilloso poder de esta mujer, con su larga cara de monja y sus ojos fulgurantes, la brillante sucesora de Becquerel y de los Curie. Fue al grano directamente.

—Señores, ustedes me entrevistaron ayer acerca de la desaparición del señor Halliday. He sabido ahora que ustedes volvieron a mi casa una segunda vez y manifestaron su deseo de ver a mi secretaria, Inez Veroneau. Ella abandonó la casa con ustedes y desde entonces no ha vuelto.

—¿Eso es todo, madame?

—No, monsieur, no lo es. Anoche entró alguien en el laboratorio y fueron sustraídos varios documentos valiosos. Los ladrones intentaron llevarse algo más precioso todavía, pero afortunadamente no consiguieron abrir la caja fuerte.

Madame, permítame que le ponga en antecedentes. Su última secretaria, madame Veroneau, era en realidad la condesa Rossakoff, una experta ladrona, y fue ella la responsable de la desaparición del señor Halliday. ¿Cuánto tiempo llevaba con usted?

—Cinco meses, monsieur. Lo que dice me asombra

—Sin embargo, es verdad. Esos documentos, ¿eran fáciles de encontrar? ¿No cree que los ladrones fueron informados del lugar en que se hallaban por alguna persona de la casa?

—Es bastante curioso que los ladrones supieran exactamente dónde tenían que buscar. ¿Cree que Inez...?

—Sí, no me cabe duda de que los ladrones actuaron basándose en la información que ella les facilitó. Pero, si no es indiscreción, ¿qué es lo que los ladrones no consiguieron encontrar? ¿Joyas?

Madame Olivier movió negativamente la cabeza sonriendo ligeramente.

—Algo mucho más precioso que eso —ella miró a su alrededor, luego se inclinó y bajando la voz, dijo—: radio, monsieur.

—¿Radio?

—Sí, monsieur. Estoy ahora en el punto más crítico de mis experimentos. Poseo personalmente una pequeña porción de radio y he conseguido más para el proceso en el que estoy trabajando. Aunque la cantidad real es pequeña, supone una gran parte de las existencias mundiales y representa un valor de millones de francos.

—¿Y dónde está?

—En una caja de plomo dentro de la caja fuerte. Ésta se construyó a propósito para que pareciera un modelo antiguo y estropeado, pero en realidad es un triunfo de la técnica de construcción de cajas de caudales. Probablemente ésa es la razón por la que los ladrones no consiguieron abrirla.

—¿Por cuánto tiempo ha de conservar ese radio en su poder?

—Solamente durante dos días más, monsieur. Para entonces habrán terminado mis experimentos.

Los ojos de Poirot brillaron.

—¿Y está enterada de ello Inez Veroneau? Porque entonces nuestros amigos volverán. No diga a nadie ni una palabra de mí, madame. Pero tenga la seguridad de que evitaré que le roben el radio. ¿Tiene usted una llave de la puerta que comunica el laboratorio con el jardín?

—Sí, monsieur. Aquí está, tengo un duplicado para mí. Y ésta es la llave de la puerta del jardín por la que se sale al pasadizo que hay entre este chalet y el siguiente.

—Gracias, madame. Esta noche acuéstese como de costumbre. No tema nada y confíe en mí. Pero no diga nada a nadie, ni siquiera a sus ayudantes... ¿mademoiselle Claude y monsieur Henri, no es así? Sobre todo ni una palabra a ellos.

Poirot salió del chalet frotándose las manos de satisfacción.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —pregunté.

—Ahora, Hastings, nos disponemos a salir de París en dirección a Inglaterra.

—¿Cómo?

—Haremos nuestras maletas, comeremos y nos dirigiremos a la Estación del Norte.

—Pero... ¿y el radio?

—He dicho que nos disponemos a salir hacia Inglaterra, no que vayamos a llegar allí. Reflexione un momento, Hastings. Con toda seguridad nos vigilan y siguen. Nuestros enemigos deben creer que regresamos a Inglaterra y, por supuesto, no lo creerán a menos que nos vean subir al tren y partir.

—¿Quiere decir que nos escabulliremos en el último minuto?

—No, Hastings. Nuestros enemigos no quedarán satisfechos si no salimos de bona fide.

—¡Pero el tren no para hasta Calais!

—Parará si pagamos para que lo haga.

—¡Vamos, Poirot! No pensará usted en pagar para que le detengan el expreso. Se negarían.

—Mi querido amigo, ¿no se ha fijado nunca en la manivela de la señal de alarma? Tengo entendido que la multa por su uso indebido es de 100 francos.

—¿Va usted a tirar de ella?

—Lo hará más bien un amigo mío, Pierre Combeau. Entonces, mientras él discuta con el revisor y dé todo un espectáculo, cuando todos los pasajeros estén ansiosos por saber lo que ocurre, usted y yo desapareceremos tranquilamente.

Llevamos a cabo el plan de Poirot tal como estaba previsto. Pierre Combeau, un antiguo e íntimo conocido de Poirot, y que evidentemente conocía a la perfección los métodos de mi amigo, dio su conformidad al plan. Hizo sonar la señal de alarma justamente cuando llegamos a las afueras de París. Combeau «hizo una escena» al estilo francés, y Poirot y yo pudimos abandonar el tren sin que nadie se interesara por nuestra partida. Lo primero que hicimos fue adoptar un aspecto completamente distinto. Poirot había traído consigo en un maletín las prendas necesarias. Nos convertimos en dos vagabundos vestidos con ropas oscuras y sucias. Cenamos en un oscuro mesón y a continuación emprendimos el regreso a París.

Eran cerca de las once de la noche cuando llegamos a las proximidades del chalet de madame Olivier. Antes de deslizarnos en el pasadizo miramos en las dos direcciones de la calle. El lugar se hallaba perfectamente desierto. Si de una cosa podíamos estar seguros era de que nadie nos seguía.

—No creo que estén aquí todavía —me susurró Poirot—. Es posible que no vengan hasta mañana por la noche, pero ellos saben perfectamente bien que el radio sólo estará aquí durante dos noches.

Con mucho cuidado hicimos girar la llave en la cerradura de la puerta del jardín. Se abrió sin ningún ruido y entramos.

Ocurrió entonces algo completamente inesperado. Eran más de diez los hombres que nos habían estado esperando y en un momento nos rodearon. La resistencia era inútil, por lo que tuvimos que dejarnos amordazar y maniatar. Como dos fardos desvalidos nos levantaron del suelo y, con gran sorpresa por mi parte, nos llevaron en dirección a la casa, en lugar de alejarnos de ella. Con una llave abrieron la puerta que conducía al laboratorio y nos introdujeron en él. Uno de los hombres se agachó ante una gran caja fuerte. La puerta de ésta se abrió. Sentí una desagradable sensación en la columna vertebral. ¿Irían a metemos allí como fardos y dejar que nos asfixiáramos lentamente?

Sin embargo, ante mi sorpresa, vi que en el interior de la caja fuerte había unos peldaños que conducían a un nivel inferior al del suelo. Fuimos empujados por este estrecho paso y finalmente salimos a una gran cámara subterránea. Allí estaba de pie una mujer, alta e imponente, que tenía cubierto el rostro con una máscara de terciopelo negro. Por sus gestos autoritarios se veía claramente que ella era la que mandaba. Los hombres nos arrojaron al suelo y nos dejaron solos con la misteriosa criatura enmascarada. Había pocas dudas sobre su identidad. Ésta era la francesa desconocida, el Número Tres de los Cuatro Grandes.

Ella se arrodilló junto a nosotros y nos libró de las mordazas, pero no así de las ataduras. Luego, levantándose y situándose delante de nosotros, se quitó de pronto la máscara con un rápido gesto.

¡Era madame Olivier!

Monsieur Poirot —dijo en tono burlón—. El gran, el maravilloso v único monsieur Poirot. Ayer por la mañana le hice llegar un aviso. Usted prefirió hacer caso omiso de él pensando que su inteligencia podría vencernos. ¡Y ahora le tengo aquí!

En su rostro se reflejaba una fría malignidad que me dejó helado hasta la médula. ¡Qué contraste tan grande con el fulgor de sus ojos! Estaba loca... loca... ¡con la locura del genio!

Poirot no dijo nada. Tenía la boca abierta y miraba fijamente a madame Olivier.

—Bien —dijo ella suavemente—, esto es el fin. NOSOTROS no podemos permitir que nuestros planes sean obstaculizados. ¿Tiene usted alguna última petición que hacer?

Nunca, ni antes ni después de entonces, me he sentido tan cerca de la muerte. Poirot estuvo espléndido. Ni se acobardó, ni palideció; simplemente la miraba fijamente, con gran interés.

—Me interesa enormemente su psicología, madame —dijo con calma—. Es una lástima que disponga de tan poco tiempo para estudiarla. Sí, tengo que hacerle una petición. Según tengo entendido, al condenado siempre se le permite fumar un último cigarrillo. Llevo encima mi pitillera. Si usted me permitiera... —y miró hacia sus ligaduras.

—¡Ah, sí! —dijo ella riendo—. ¿Le gustaría que le desatara las manos, no es así? Es usted muy inteligente, monsieur Hércules Poirot, ya lo sé. No le desataré las manos; pero le buscaré un cigarrillo.

Ella se arrodilló junto a Poirot, sacó la pitillera, cogió un cigarrillo y se lo puso entre los labios.

—Y ahora una cerilla —dijo ella, levantándose.

—No es necesario, madame —el tono de voz de Poirot me sorprendió. Ella lo observó también, porque se detuvo.

—No se mueva, se lo ruego, madame. Si lo hace, lo sentirá. ¿Conoce las propiedades del curare? Los indios de América del Sur lo utilizan como veneno para las flechas. Basta un arañazo para ocasionar la muerte. Algunas tribus emplean una pequeña cerbatana. Yo también tengo una pequeña cerbatana construida de forma que parezca un cigarrillo. Sólo tengo que soplar... ¡Ah!, se sobresalta usted. No se mueva, madame. El mecanismo de este cigarrillo es muy ingenioso. Se sopla y un diminuto dardo parecido a una espina de pescado atraviesa rápidamente el aire y da en el objetivo. Usted no desea morir, madame. Por consiguiente, le ruego que libere a mi amigo Hastings de sus ataduras. No puedo usar mis manos, pero puedo volver la cabeza... así... de modo que sigue usted dentro del radio de acción de esta arma, madame. No cometa ningún error, se lo ruego.

Lentamente, con las manos temblorosas y la cara convulsa por la rabia y el odio, se inclinó e hizo lo que se le había ordenado. Quedé libre. Poirot me dio instrucciones.

—Sus ataduras servirán ahora para la señora, Hastings. Eso es. ¿Está bien sujeta? Haga entonces el favor de desatarme. Fue una suerte que ella despidiese a sus secuaces. Confiemos en que la fortuna nos siga sonriendo y nos permita salir de aquí sin obstáculos.

Un minuto después, Poirot estaba de pie a mi lado. Saludó a madame con una inclinación.

—A Hércules Poirot no se le elimina tan fácilmente, madame. Que pase usted bien la noche.

Aunque la mordaza le impidió replicar, me asustó la mirada feroz que nos dirigió. Deseé fervientemente no volver a caer en sus manos nunca más.

Tres minutos después estábamos fuera del chalet y atravesábamos rápidamente el jardín. La calle estaba desierta y no tardamos en alejarnos de aquella zona:

Luego Poirot dijo, casi a gritos: —Me merezco todo lo que esa mujer me ha dicho. Soy tres veces imbécil, un desgraciado animal, treinta y seis veces idiota. Me enorgullecía de no haber caído en su trampa. Sabían que adivinaría sus intenciones. Contaban con ello. Eso lo explica todo... La facilidad con que se rindieron. Halliday... todo. Madame Olivier era la que daba las órdenes, y Vera Rossakoff, sólo su lugarteniente. Madame necesitaba las ideas de Halliday...; ella tenía el talento necesario para rellenar las lagunas que le tenían perplejo. Sí, Hastings, ahora sabemos quién es el Número Tres: ¡probablemente la investigadora más destacada del mundo! Imagínese. La inteligencia oriental, la ciencia occidental... y otros dos sujetos cuyas identidades desconocemos todavía. Pero debemos averiguarlo. Mañana regresaremos a Londres y pasaremos al ataque.

—¿No va a denunciar a madame Olivier a la policía?

—No me creerían. Piense que es uno de los ídolos de Francia. Y nosotros no podemos demostrar nada Podremos considerarnos afortunados si ella no nos denuncia a nosotros.

—¿Cómo?

—Piense en ello. Nos encuentran de noche en el laboratorio con unas llaves que ella jurará que jamás nos entregó. Nos sorprenden en la caja fuerte; la amordazamos y la atamos y a continuación huimos. No se haga ilusiones, Hastings. La bota no está en la pierna que corresponde... ¿no lo dicen así ustedes los ingleses?

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