Capítulo II
El hombre del manicomio
Afortunadamente, el tren había parado cerca de una estación. No fue preciso andar mucho hasta encontrar un garaje en donde pudimos alquilar un coche. Media hora después regresábamos a toda velocidad hacia Londres. Sólo entonces se dignó Poirot a satisfacer mi curiosidad.
—¿No lo ve? Lo mismo me pasaba a mí. Pero ahora ya lo veo. Hastings, me estaban quitando de en medio.
—¿Qué?
—Sí. Con mucha habilidad. Tanto el lugar como el método fueron elegidos con gran conocimiento y perspicacia. Tienen miedo de mí.
—¿Quiénes?
—Esos cuatro genios que se han asociado para actuar fuera de la ley. Un chino, un norteamericano, una francesa y otra persona. Quiera Dios que regresemos a tiempo, Hastings.
—¿Cree que nuestro visitante está en peligro?
—Con toda seguridad.
La señora Pearson nos saludó al llegar. Haciendo caso omiso de las muestras de asombro que dio al ver a Poirot, le pedimos información. Sus noticias nos tranquilizaron. Ni había llamado nadie ni nuestro huésped había dado señales de vida.
Con un suspiro de alivio subimos a las habitaciones. Poirot cruzó el cuarto exterior y entró en el interior. Luego me llamó con voz extrañamente agitada
—Hastings, ha muerto.
Corrí para reunirme con él. El hombre estaba en donde lo habíamos dejado, pero muerto, y debía estarlo desde hacía tiempo. Salí a toda prisa a por un médico. Sabía que Ridgeway no habría vuelto todavía. Sin embargo, encontré a un médico casi inmediatamente y volví con él.
—Este pobre hombre está muerto, en efecto. ¿Ha amparado usted a un vagabundo, eh?
—Algo por el estilo —dijo Poirot de un modo evasivo—. ¿Cuál fue la causa de la muerte, doctor?
—Es difícil saberlo. Quizá haya sido algún ataque. Presenta síntomas de asfixia. ¿Tienen gas instalado?
—No, la casa sólo dispone de luz eléctrica.
—Y las dos ventanas están abiertas. Diría que lleva muerto unas dos horas. Supongo que dará usted parte a quien corresponda. ¿No es así?
El médico se marchó y Poirot hizo las gestiones necesarias por teléfono. Después, y con cierta sorpresa por mi parte, llamó a nuestro antiguo amigo el inspector Japp y le rogó que acudiese.
Tan pronto como se completaron los trámites, la señora Pearson apareció con los ojos redondos como platos.
—Se ha presentado aquí un hombre de Hanwell, del manicomio. ¿Ha visto algo semejante? ¿Debo hacerle pasar?
Asentimos, y la patrona trajo a nuestra presencia a un hombre corpulento, vestido de uniforme.
—Buenos días, caballeros —dijo con aire jovial—. Me parece que tienen aquí a uno de mis pájaros. Anoche se nos escapó.
—Estuvo aquí —dijo Poirot con calma.
—No se escaparía de nuevo, ¿verdad? —preguntó el individuo, con cierta preocupación.
—Está muerto.
El hombre pareció más aliviado que otra cosa.
—¿De veras? Bueno, quizá haya sido mejor para todos.
—¿Era... peligroso?
—¿Quiere decir que si padecía de manía homicida? No, en absoluto. Era inofensivo. Lo que padecía era una muy aguda manía persecutoria. Siempre estuvo diciendo que una sociedad secreta china había hecho que le encerraran. Todos dicen lo mismo.
Sentí un escalofrío.
—¿Cuánto tiempo llevaba encerrado? —preguntó Poirot.
—Unos dos años.
—Comprendo —dijo Poirot con calma—. ¿No se le ocurrió a nadie que pudiera estar cuerdo?
El loquero se echó a reír.
—Si hubiera estado en sus cabales, ¿por qué habríamos de tenerlo en un manicomio? Todos dicen que están en su sano juicio, ya sabe usted.
Poirot no añadió nada más. Condujo al hombre para que viera el cadáver. Lo identificó inmediatamente.
—Es él, desde luego —dijo el empleado del manicomio, y añadió cruelmente—: Era un tipo divertido, ¿eh? Bueno, caballeros, será mejor que me marche y tome las medidas necesarias. Les liberaremos del cadáver lo antes posible. Me temo que si se realiza una investigación judicial tendrán ustedes que comparecer. Buenos días, señores.
E inclinándose con bastante torpe/a salió de la habitación arrastrando los pies.
Minutos después llegó Japp, el inspector de Scotland Yard, tan desenvuelto v atildado como de costumbre.
—Aquí me tiene, monsieur Poirot. ¿En que puedo serle útil? Tenia entendido que se había marchado a no sé qué playas tropicales.
—Mi buen Japp, quiero saber si ha visto antes a este hombre.
Llevó a Japp al dormitorio. Con cara de asombro, el inspector miró fijamente al cadáver que se hallaba sobre la cama.
—Veamos, me resulta familiar... y además me precio de tener buena memoria. ¡Cómo! ¡Pero si es Mayerling!
—¿Y quién es, o era, Mayerling?
—No es ninguno de los nuestros. Se trata de un muchacho del servicio secreto que se fue a Rusia hace cinco años. Nunca volvimos a saber nada de él. Siempre supusimos que los bolcheviques se lo habían cargado.
—Todo encaja —dijo Poirot, cuando Japp se marchó—, salvo el hecho de que parece haber muerto de muerte natural.
Con un entrecejo fruncido, que revelaba su insatisfacción, Poirot se quedó contemplando el cadáver. Un soplo de aire levantó los visillos de la ventana y mi amigo dirigió una mirada penetrante hacia ellos.
—Supongo que abrió usted las ventanas cuando lo puso en la cama, ¿verdad, Hastings?
—No, no lo hice —repliqué—. Me parece recordar que estaban cerradas.
Poirot levantó la cabeza de pronto.
—Cerradas... y ahora están abiertas. ¿Qué puede significar eso?
—Que alguien entró por ellas —sugerí.
—Es posible —concedió Poirot. Hablaba distraídamente y sin convicción. Después de unos momentos añadió:
—No es eso exactamente lo que pienso, Hastings. No me intrigaría este hecho si sólo estuviera abierta una ventana. Lo que resulta curioso es que estén abiertas las dos.
Penetró rápidamente en la otra habitación.
—La ventana de la sala de estar está abierta también y la habíamos dejado cerrada ¡Vaya!
Se inclinó sobre el hombre muerto y examinó las comisuras de su boca minuciosamente. De pronto levantó la vista.
—Ha estado amordazado, Hastings. Lo amordazaron y luego lo envenenaron.
—¡Cielo santo! —exclamé asombrado—. Supongo que cuando le hagan la autopsia averiguaremos lo que ha pasado.
—No averiguaremos nada Lo asesinaron haciéndole inhalar ácido cianhídrico concentrado. Le obstruyeron con él la nariz. Luego los asesinos abrieron todas las ventanas y se fueron. El ácido cianhídrico es extremadamente volátil, pero tiene un acentuado olor de almendras amargas. Al no dejar rastro alguno de olor ni de juego sucio, los médicos podrían atribuir la muerte a cualquier causa natural. De modo que este hombre pertenecía al Servicio Secreto, Hastings. Y hace cinco años desapareció en Rusia.
—Los dos últimos años ha estado en el manicomio —dije—. ¿Pero en dónde estuvo durante los tres años anteriores?
Poirot negó con la cabeza y luego me asió del brazo.
—El reloj, Hastings, mire el reloj.
Seguí su mirada hasta la repisa de la chimenea. El reloj estaba parado y señalaba las cuatro.
—Mon ami alguien lo ha tocado. Todavía tenía cuerda para tres días. Es un reloj con cuerda para ocho días. ¿Comprende?
—¿Y qué pretendían con eso? ¿Darnos una pista falsa para que pareciera que el crimen tuvo lugar a las cuatro?
—No, no. Ponga en orden sus ideas, mon ami. Ponga a trabajar sus celulitas grises. Es usted Mayerling. Ha oído usted algo, quizá, y se da perfecta cuenta de que está condenado. Dispone del tiempo justo para dejar una señal. Las cuatro, Hastings. El Número Cuatro, el destructor. ¡Ah! ¡Una idea! Entró deprisa en la otra habitación y descolgando el teléfono pidió que le pusieran con Hanwell.
—¿Hablo con el manicomio? Tengo entendido que hoy se ha producido una fuga. ¿Qué dice? Un momento, por favor. ¿Quiere repetirme eso? ¡Ah!, parfaitement.
Colgó el auricular y se volvió hacia mí.
—¿Ha oído, Hastings? No se ha producido ninguna fuga.
—¿Pero el hombre que vino... el empleado? —dije.
—Me pregunto... Me sorprende mucho.
—¿Quiere decir...?
—El Número Cuatro; el destructor.
Me quedé pasmado mirando a Poirot. Momentos después, al recuperar el habla dije:
—Lo reconoceremos en cuanto le veamos de nuevo, y eso ya es algo. Era un hombre de una personalidad muy marcada.
—¿Lo era, mon ami? Yo creo que no. Parece fornido y francote, y tenía la cara roja, un grueso bigote y voz ronca. A estas horas ya no concurrirá en él ninguna de esas circunstancias; por lo demás, sus ojos son inclasificables y otro tanto ocurre con sus orejas. Usa una perfecta dentadura postiza. La identificación no es una cosa tan fácil como usted cree. La próxima vez...
—¿Cree usted que habrá una próxima vez? —le interrumpí. Poirot se puso muy serio.
—Es un duelo a muerte, mon ami. Usted y yo de un lado, los Cuatro Grandes del otro. Han ganado la primera baza; pero su plan para quitarme de en medio ha fracasado. En el futuro... ¡tendrán que habérselas con Hércules Poirot!