Capítulo IX
El misterio del jazmín amarillo
Para Poirot era perfectamente cierta la afirmación de que estábamos adquiriendo constantemente información e hilábamos cada vez más fino en nuestros juicios sobre la forma de actuar de nuestros adversarios; pero yo opinaba que era necesario obtener algún éxito más tangible que éste.
Desde que habíamos entrado en contacto con los Cuatro Grandes, éstos habían cometido dos asesinatos, aparte de secuestrar a Halliday; por lo demás, había faltado muy poco para que mataran al propio Poirot Nosotros, en cambio, apenas si nos habíamos apuntado un tanto en este juego.
Poirot consideró con ligereza mis quejas.
—Hasta ahora, Hastings —dijo—, son ellos los que se ríen. Es la verdad, pero hay un proverbio que dice «ríe mejor el que ríe el último». ¿No es así? Y al final, mon ami, ya lo verá usted...
—Debe recordar, también —añadió—, que no nos enfrentamos con un criminal corriente sino con el segundo cerebro del mundo.
Me abstuve de complacer su engreimiento con la formulación de la pregunta obvia. Conocía la respuesta, o por lo menos sabía cuál iba a ser la respuesta de Poirot, y en lugar de ello traté sin éxito de obtener alguna información en relación con los pasos que estaba dando para seguir la pista del enemigo. Como de costumbre, me había tenido completamente a oscuras en lo que se refería a sus movimientos, pero deduje que estaba en contacto con agentes secretos que operaban en la India, China y Rusia; además sus ocasionales estallidos de vanagloria me hicieron pensar que por lo menos progresaba en su juego favorito de calibrar la mente de su adversario.
Había abandonado casi del todo el ejercicio de su profesión y sé que por aquel tiempo había tenido ocasión de rechazar algunos honorarios particularmente atrayentes. Aunque es verdad que investigó algunos casos que le intrigaron, los abandonaba en el momento en que se convencía de que no guardaban relación alguna con las actividades de los Cuatro Grandes.
Esta actitud suya era notablemente provechosa para nuestro amigo el inspector Japp, que ganó mucha fama resolviendo algunos casos en los que su éxito se debió en realidad a sugerencias hechas de manera casi despectiva por Poirot.
A cambio de tales servicios, Japp se comprometió a proporcionar detalles completos de cualquier caso que él considerara pudiera ser de interés para Poirot; así, cuando se le encargó el asunto que los periódicos denominaron «Misterio del Jazmín Amarillo», telegrafió a Poirot, preguntándole si no le importaría acercarse y echar una ojeada
Había transcurrido ya cerca de un mes desde mi aventura en la casa de Abe Ryland, cuando en respuesta a este telegrama nos encontramos solos en un compartimiento de ferrocarril, huyendo del humo y del polvo de Londres y con destino a la pequeña población de Market Handford, en el Worcestershire. Poirot estaba reclinado en su rincón.
—¿Cuál es exactamente su opinión sobre el asunto, Hastings? No respondí inmediatamente a ésta pregunta Sentí la necesidad de proceder con cautela.
—Parece todo tan complicado —dije prudentemente. —¿Verdad? —agregó Poirot, encantado.
—Supongo que el haber salido de esta forma tan precipitada es una clara indicación de que considera que la muerte del señor Paynter es un asesinato y no un suicidio ni el resultado de un accidente.
—No, no. Me interpreta mal, Hastings. Aun concediendo que el señor Paynter murió como consecuencia de un accidente particularmente terrible, quedan todavía por aclarar muchas circunstancias misteriosas.
—Eso es lo que yo quería decir cuando señalé que era tan complicado.
—Repasemos con calma y método los datos principales. Detállemelos, Hastings, de un modo ordenado y claro.
Empecé inmediatamente, esforzándome en ser todo lo ordenado y claro que me era posible.
—Hablemos en primer lugar —dije— del señor Paynter. Es un hombre de cincuenta y cinco años, rico, culto y un poco trotamundos. Durante los últimos doce años ha vivido poco tiempo en Inglaterra; sin embargo, y de una manera repentina, cansado quizá de sus incesantes desplazamientos, se compró una pequeña finca en el Worcestershire, cerca de Market Handford, y se dispuso a hechar raíces allí. Lo primero que hizo fue escribir a su único pariente, un sobrino, Gerald Paynter, hijo de su hermano menor, y sugerirle que se fuera a vivir con él e hiciera de Croftlands su propia casa (Croftlands es el nombre de la finca). Gerald Paynter, que es un joven artista sin dinero, accedió con gusto a la proposición y llevaba ya viviendo con su tío unos siete meses cuando ocurrió la tragedia.
—Su estilo narrativo es magistral —murmuró Poirot—. Según hablaba me estaba diciendo: es un libro el que habla y no mi amigo Hastings.
Sin prestar atención a Poirot, proseguí, entusiasmado con la historia.
—El señor Paynter tenía en Croftlands un servicio bastante completo: seis sirvientes además de su propio criado personal, un chino llamado Ah Ling.
—Su criado chino Ah Ling —murmuró Poirot. —El pasado martes, el señor Paynter se sintió indispuesto después de cenar y mandó a uno de los criados en busca de un médico. El señor Paynter, que se había negado a acostarse, recibió al médico en su estudio. Lo que pasó entre ellos no se supo entonces; pero antes de que el doctor Quentin se fuera, preguntó por el ama de llaves y mencionó el hecho de que le había puesto al señor Paynter una inyección; por lo que parece su corazón se hallaba muy débil, y el doctor recomendaba que no se le molestase, procediendo a continuación a formular algunas preguntas bastante curiosas acerca de los sirvientes: cuánto tiempo llevaban allí, de dónde procedían, etc.
»El ama de llaves respondió a estas preguntas lo mejor que pudo, aunque estaba algo intrigada en cuanto a su propósito. A la mañana siguiente se hizo un terrible descubrimiento. Una de las doncellas, al bajar, se encontró con un nauseabundo olor a carne quemada que parecía proceder del estudio del señor. Trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada por dentro. Con ayuda de Gerald Paynter y del chino se consiguió descerrajar la puerta. Al entrar se encontraron con un horrible espectáculo. El señor Paynter había caído sobre la estufa de gas y su cara y toda la cabeza se habían carbonizado de tal modo que era imposible reconocerle.
»En aquel momento no se sospechó que se tratase de otra cosa que de un terrible accidente. De tener que echarle la culpa a alguien habría que pensar en el doctor Quentin por dar a su paciente un narcótico y dejarle en tan peligrosa posición. Poco después se realizó un curioso descubrimiento.
«Había un periódico en el suelo. Por el lugar en que se encontraba, cabía suponer que se había deslizado desde las rodillas del anciano. Al darle la vuelta, se encontraron unas palabras garabateadas en él, débilmente trazadas con tinta. Cerca de la silla en que había estado sentado el señor Paynter había un escritorio y el dedo índice de la mano derecha de la víctima estaba manchado de tinta hasta su segunda articulación. Era evidente que, demasiado débil para sostener la pluma, el señor Paynter había sumergido su dedo en el tintero y había conseguido garabatear dos palabras en la superficie del periódico que sostenía. Las palabras en sí parecían completamente fantásticas: Jazmín Amarillo. No había escrito nada más.
»En Croftlands hay una gran cantidad de jazmines amarillos que trepan por las paredes y se pensó que el mensaje del moribundo hacía referencia a ellos, lo que demostraba que el pobre anciano desvariaba cuando lo escribió. Naturalmente, los periódicos, siempre a la caza de cualquier noticia fuera de lo común, se ocuparon del suceso con calor, refiriéndose al Misterio del Jazmín Amarillo, y ello aunque con toda probabilidad aquellas palabras carecieran por completo de importancia —¿Que carecen dé importancia, dice usted? —inquirió Poirot—. Bueno, si usted lo dice así será.
Le miré con ciertas dudas, pero no pude descubrir ningún indicio de burla en sus ojos.
—Más tarde —continué— surgían las sorpresas en la indagación judicial.
»Al llegar a este punto, me parece a mí, es en dónde usted lo hubiera pasado en grande.
»Se puso de manifiesto cierta animosidad contra el doctor. Para empezar, no era el médico de cabecera sino un interino contratado por un mes; el doctor Bolitho se hallaba fuera disfrutando unas bien ganadas vacaciones. Se sugería que su negligencia había sido la causa directa del accidente. Con todo, su declaración no tuvo nada de sensacional. El señor Paynter había estado aquejado de mala salud desde su llegada a Croftlands. Aunque el doctor Bolitho le había atendido durante algún tiempo, cuando el doctor Quentin vio por vez primera a su paciente algunos de los síntomas que éste presentaba le desconcertaron. Con anterioridad a la noche en que fue llamado después de la cena, el nuevo médico sólo le había asistido en una ocasión. Tan pronto como se quedó a solas con el señor Paynter, éste le relató una sorprendente historia. Para empezar, no se sentía en absoluto enfermo, según explicó, pero el sabor del curry que había ingerido durante la cena le había parecido extraño. Con una excusa se libró de Ah Ling durante algunos minutos y volcó el contenido de su plato en un tazón que entregó al médico con instrucciones de averiguar si contenía alguna sustancia fuera de lo común.
»A pesar de que el anciano confesaba no sentirse enfermo, el médico observó que la conmoción producida por la sospecha le había afectado manifiestamente y que ello se reflejaba en su corazón. Por consiguiente, le había puesto una inyección, no de un narcótico sino de estricnina.
»Con eso creo yo que queda el caso completado excepto en lo más esencial: el hecho de que el curry no ingerido, debidamente analizado, resultó contener opio en polvo en cantidad suficiente para haber matado a dos hombres.
Hice una pausa.
—¿Y sus conclusiones, Hastings? —preguntó Poirot con calma.
—Es difícil deducir conclusiones. Podría tratarse de un accidente. Y el hecho de que alguien intentara envenenarle la misma noche podría ser una mera coincidencia.
—¿Pero usted no lo cree así, verdad? ¡Prefiere pensar que se trata de un asesinato!
—¿Usted no?
—Mon ami, usted y yo no razonamos del mismo modo. No estoy tratando de decidir entre dos soluciones opuestas —asesinato o accidente—: eso surgirá cuando tengamos resuelto el otro problema, el misterio del «Jazmín Amarillo». Por cierto, ha omitido algo en su exposición.
—¿Se refiere a las dos líneas en ángulo recto que figuraban debajo de las palabras? No creo que puedan tener ninguna importancia.
—Lo que usted cree siempre le parece muy importante, Hastings. Pero pasemos del Misterio del Jazmín Amarillo al Misterio del Curry.
—Ya sé. ¿Quién echó veneno en él? ¿Por qué lo hizo? Podría formularse un centenar de preguntas. Ah Ling, por supuesto, lo preparó. Pero, ¿por qué iba a querer matar a su señor? ¿Es miembro de un tong o algo parecido? En los periódicos se mencionan cosas de ese tipo. El tong del Jazmín Amarillo. Tampoco hemos de olvidarnos de Gerald Paynter.
Interrumpí bruscamente mi discurso.
—Sí —concluyó Poirot, afirmando con la cabeza—. No hemos de olvidarnos de Paynter, como usted dice. Es el heredero de su tío. Aquella noche, sin embargo, cenaba fuera de casa.
—Podría haber tenido acceso a alguno de los ingredientes del curry —sugerí—. Y habría procurado hallarse fuera para no compartir la comida envenenada
Creo que mi razonamiento causó cierta impresión en Poirot. Nunca me había prestado una atención más respetuosa.
—Él regresa tarde —dije pausadamente, exponiendo un caso hipotético—. Ve luz en el estudio de su tío, entra y se encuentra con que su plan ha fracasado y empuja al anciano contra el fuego.
—El señor Paynter, que era un hombre vigoroso de cincuenta y cinco años, no se hubiera dejado quemar sin lucha, Hastings. Tal reconstrucción no es factible.
—Bien, Poirot —exclamé—, me temo que aquí se acaban los razonamientos. Veamos qué es lo que piensa usted.
Poirot me dirigió una sonrisa, hizo una profunda inspiración y empezó de modo pomposo.
—Suponiendo que se trata de un asesinato, surge enseguida esta pregunta: ¿por qué elegir precisamente este método? Sólo puede pensarse en una razón: el objetivo es confundir la identidad, quemar la cara hasta hacerla irreconocible.
—¿Qué? —exclamé—. ¿Cree que...?
—Tenga paciencia, Hastings: iba a seguir examinando esta teoría.
¿Hay algún motivo para pensar que el cadáver no es el del señor Paynter? ¿Cabe la posibilidad de que se trate del cadáver de otra persona? Examino estas preguntas y acabo por responder a ambas de modo negativo.
—¡Oh! —exclamé—. ¿Y entonces?
Poirot parpadeó un poco.
—Y entonces me digo: «puesto que hay algo que no consigo entender, convendría que investigara el asunto. No debo dejarme absorber por completo por el caso de los Cuatro Grandes». ¡Vaya! Estamos llegando. ¿Dónde se ha escondido mi cepillo de ropa? Aquí está. Le ruego que me cepille, amigo mío, y luego le prestaré el mismo servicio.
—Sí —dijo Poirot pensativamente, mientras guardaba el cepillo—, no debe uno dejarse llenar por una idea. He estado corriendo ese peligro. Imagínese, amigo mío, que incluso aquí, en este caso, corro ese peligro. Esas dos líneas que mencionó, un trazo hacia abajo y una línea en ángulo recto con la anterior, ¿no son el comienzo de un cuatro?
—¡Válgame Dios!, Poirot —exclamé riéndome.
—Le parecerá absurdo, pero veo la mano de los Cuatro Grandes en todas partes. Conviene que apliquemos nuestra inteligencia en un milieu completamente distinto. ¡Ah! Ahí está Japp, que viene a nuestro encuentro.