Capítulo V



La desaparición de un científico

En mi opinión personal, ni siquiera cuando un jurado absolvió a Robert Grant, alias Biggs, de la acusación de asesinato en la persona de Jonathan Whalley, quedó plenamente convencido el inspector Meadows de su inocencia. Las pruebas que él había acumulado contra Grant (sus antecedentes penales, el jade que había robado, las botas que encajaban tan exactamente en las huellas de las pisadas) eran demasiado completas para perturbar fácilmente su mente práctica; pero Poirot, obligado a prestar declaración muy en centra de sus deseos, convenció al jurado. Fueron presentados dos testigos que habían visto cómo el carro del carnicero llegaba hasta el chalet el lunes por la mañana, y el carnicero local declaró que su carro sólo pasaba por allí los miércoles y los viernes.

También hubo una mujer que, al ser interrogada, recordó haber visto al hombre de la carnicería abandonando el chalet; con todo, no fue capaz de proporcionar una descripción útil del sujeto. La única impresión que parecía haber dejado en la memoria de aquella mujer fue la de que iba bien afeitado, era de estatura mediana y tenía exactamente el mismo aspecto que un dependiente de carnicería. Ante esta descripción, Poirot se encogió de hombros filosóficamente.

—Es tal como se lo digo, Hastings —me señaló después del juicio—. Es un artista. No se disfraza con una barba falsa ni con gafas ahumadas. Altera sus facciones, sí; pero eso es lo menos importante. Por el momento, él es el hombre que quiere ser. Vive en su papel.

No tuve más remedio que admitir que el visitante que dijo proceder del manicomio de HanweII encajaba perfectamente con la idea que yo tenía de lo que debe parecer un empleado de un centro de esa naturaleza No hubiera dudado de él ni por un momento.

Todo era un poco desalentador, y la experiencia que tuvimos en Dartmoor no pareció ayudarnos mucho. Así se lo dije a Poirot, pero él no quiso reconocer que hubiéramos perdido el tiempo.

—Progresamos —dijo—, progresamos. Cada vez que entramos en contacto con ese hombre, conocemos un poco mejor su mentalidad y sus métodos. Por el contrario, él no sabe nada de nosotros ni de nuestros planes.

—En eso, Poirot —protesté—, él y yo nos hallamos por lo que parece en la misma situación. Para mí, es como si usted no tuviera ningún plan y estuviera sentado, aguardando a que él haga algo.

Poirot sonrió.

Mon ami, usted no cambia. Siempre es el mismo Hastings, despierto y dispuesto a saltar sobre sus gargantas. Quizá —añadió al oír que llamaban a la puerta— tenga ahora su oportunidad; quizá sea nuestro amigo el que entra.

Y se rió al ver mi decepción cuando los que entraron en la habitación fueron el inspector Japp y otro hombre.

—Buenas noches, monsieur—dijo el inspector—. Permítame que le presente al capitán Kent, del Servicio Secreto de los Estados Unidos.

El capián Kent era un norteamericano alto y delgado, con una cara singularmente impasible que parecía haber sido tallada en madera.

—Encantado de conocerles, caballeros —murmuró mientras estrechaba nuestras manos con gran energía.

Poirot echó otro leño más al fuego, y acercó más sillones. Yo saqué unos vasos, el whisky y el agua de seltz. El capitán bebió un buen trago y manifestó su agradecimiento.

—Afortunadamente, en su país todavía no se ha aprobado ninguna ley seca —observó.

—Y ahora vamos al grano —dijo Japp—. Monsieur Poirot me ha hecho cierta petición. Estaba interesado por cierto asunto que llamaremos de «Los Cuatro Grandes», y me pidió que le informara si alguna vez oía mencionar ese término en el curso de mis actividades oficiales. Aunque apenas intervine en el asunto, recordé su petición y cuando el capián se presentó con una historia bastante curiosa me dije enseguida: «Vamos a pasarnos por casa de monsieur Poirot».

Poirot miró al capitán Kent, y el norteamericano dio principio a su relato.

—Quizá recuerde haber leído, señor Poirot, que cierto número de torpederos y destructores se hundieron por haberse estrellado contra las rocas en la costa estadounidense. Como quiera que esto ocurrió después del terremoto japonés, la explicación oficial señaló que el desastre había sido consecuencia de una marejada originada por dicho terremoto. Sin embargo, hace poco se realizó una redada de maleantes y pistoleros y con ellos fueron aprehendidos ciertos documentos que cambiaron completamente el cariz del asunto. Parecían referirse a una organización denominada los «Cuatro Grandes» y daban una descripción incompleta de una potente instalación de radio: una concentración de energía inalámbrica mucho más potente que cualquier cosa hasta ahora conocida, y capaz de concentrar un haz de gran intensidad sobre un punto determinado. Aunque las afirmaciones que sobre este invento se hacían parecían manifiestamente absurdas, las envié al cuartel general por si allí pudieran interesarles, y uno de nuestros doctos profesores se enfrascó en su estudio. Por lo que parece, un científico británico presentó hace poco en la Asociación Británica una comunicación sobre esta cuestión. Según dicen todos, sus colegas no le concedieron gran importancia y pensaron que todo ello era un poco inverosímil y fantástico; pero el científico siguió en sus trece y declaró que él mismo estaba a punto de obtener éxito en sus experimentos.

Eh bien?—preguntó Poirot, con interés.

—Se sugirió que yo debería venir aquí y entrevistarme con ese caballero. Se trata de un hombre joven que se apellida Halliday. Por lo visto, es la principal autoridad en la materia, y yo tenía que obtener de él información encaminada a saber si la invención propuesta era viable a pesar de todo.

—¿Y lo era? —pregunté con impaciencia.

—Eso es precisamente lo que no sé. No he visto al señor Halliday y, por lo que me dicen, no es probable que lo vea.

—La verdad es —dijo Japp bruscamente— que Halliday ha desaparecido.

—¿Cuándo?

—Hace dos meses.

—¿Se denunció su desaparición?

—Naturalmente. Su esposa vino a vernos en un estado de gran agitación. Hicimos cuanto pudimos, pero desde el principio sabía que no obtendríamos resultado alguno.

—¿Por qué no?

—Nada podemos hacer... cuando un hombre desaparece en esa dirección. —Y Japp guiñó un ojo.

—¿En qué dirección?

—En la de París.

—¿De modo que Halliday desapareció en París?

—Sí, fue allí con motivo de una investigación científica, o por lo menos eso dijo. Pero ya sabe usted lo que quiere decir que un hombre desaparezca allí. O es obra de delincuentes comunes, lo cual pone punto final a la cuestión, o bien es una desaparición voluntaria, y puedo asegurarles que eso es lo más probable. El alegre París y todo eso, ya saben ustedes. La vida hogareña les pone enfermos. Halliday y su esposa no estaban en buenos términos antes de que él emprendiera el viaje, todo lo cual hace que el caso resulte particularmente claro.

—Me extraña —dijo pensativamente Poirot.

El norteamericano le miraba con curiosidad.

—Dígame, señor —parecía con si arrastrara las palabras—, ¿qué es eso de los Cuatro Grandes? —Los Cuatro Grandes —respondió Poirot— constituyen una organización internacional dirigida por un chino, al que se le denomina el Número Uno. El Número Dos es un norteamericano. El Número Tres es una francesa. El Número Cuatro, «el destructor», es un inglés.

—¿Conque una francesa, eh? —el americano dio un silbido—. Y Halliday desapareció en Francia. Quizá tenga alguna relación. ¿Cómo se llama ella?

—Lo ignoro. No sé nada sobre ella.

—Pero es una buena idea, ¿no? —sugirió el otro.

Poirot asintió mientras ponía en fila los vasos de la bandeja. Su pasión por el orden parecía más fuerte que nunca.

—¿Qué pretendieron al hundir esos barcos? ¿Son los Cuatro Grandes un truco publicitario alemán?

—Los Cuatro Grandes no actúan por cuenta ajena, monsieur le capitaine. Su objetivo es dominar el mundo.

El norteamericano se echó a reír, pero se interrumpió al ver la seriedad del rostro de Poirot.

—Usted se ríe, monsieur —dijo Poirot, moviendo negativamente un dedo ante él— No reflexiona... No utiliza las células grises del cerebro. ¿Quiénes son estos hombres que envían una parte de su armada a la destrucción simplemente como una prueba de su poder? No fue otra cosa, monsieur, que un ensayo de esa nueva fuerza de atracción magnética que ellos poseen.

—Continúe, monsieur —dijo Japp con buen humor—. He leído trabajos sobre supercriminales en más de una ocasión, pero nunca me he tropezado con ellos. Bueno, ya ha oído usted el relato del capitán Kent. ¿Puedo serle útil en algo más?

—Sí, mi buen amigo. Puede darme las señas de la señora Halliday... y también una tarjeta de presentación, si es tan amable.

Así es que al día siguiente salimos con destino a Chetwynd Lodge, cerca del pueblo de Chobham, en el condado de Surrey.

La señora Halliday nos recibió enseguida. Era una mujer alta y rubia, de ademanes nerviosos e impacientes. La acompañaba una bonita niña de unos cinco años.

Poirot explicó el propósito de su visita.

—¡Oh!, monsieur Poirot, no sabe lo que me alegro y lo que le agradezco que haya venido. Ya he oído hablar de usted, por supuesto. Usted no será como esos hombres de Scotland Yard, que no escuchan ni tratan de comprender. Y la policía francesa es igual de mala o quizá peor, creo yo. Todos están convencidos de que mi marido se fue con otra mujer. ¡Pero no fue así! Él estaba entregado por entero a su trabajo. La mitad de nuestras riñas fueron por esa causa. Se interesaba más por sus investigaciones que por mí.

—Los ingleses son así —dijo Poirot suavemente—. Y si no es el trabajo, son los juegos, el deporte. Ellos se toman todas esas cosas au grand sérieux. Ahora, madame, cuénteme exactamente, con todo detalle y lo más metódicamente que le sea posible, las circunstancias exactas de la desaparición de su marido.

—Mi marido se fue a París el jueves 20 de julio. Tenía que visitar a algunas personas relacionadas con su trabajo, entre ellas a madame Olivier.

Poirot hizo un gesto de asentimiento al oír el nombre de la famosa química francesa que había eclipsado incluso a madame Curie por la brillantez de sus descubrimientos. Había sido condecorada por el gobierno francés y era una de las personalidades más destacadas del momento.

—Mi marido llegó allí al anochecer y se fue enseguida al hotel Castiglione, que está en la calle del mismo nombre. A la mañana siguiente tuvo una entrevista con el profesor Bourgoneau, con el que estaba citado. Su comportamiento fue normal y agradable. Los dos hombres tuvieron una conversación muy interesante y se acordó que él presenciara algunos experimentos en el laboratorio del profesor al día siguiente. Almorzó solo en el café Royal, se fue a dar un paseo por el Bois, y luego visitó a madame Olivier en la casa que ésta tiene en Passy. También allí su comportamiento fue completamente normal. Se marchó alrededor de las seis. Probablemente cenó a solas en algún restaurante, aunque esto lo ignoramos. Volvió al hotel alrededor de las siete y se fue directamente a su habitación, tras preguntar si habían llegado cartas para él. A la mañana siguiente salió del hotel y ya no se le volvió a ver.

—¿En qué momento abandonó el hotel? ¿A la hora en que normalmente lo haría para acudir a la cita en el laboratorio del profesor Bourgoneau?

—No se sabe. Nadie le vio salir del hotel. Pero sabemos que no le sirvieron el petit déjeuner, lo que parece indicar que salió temprano.

—¿No pudo salir de nuevo durante la noche?

—No lo creo. Su cama estaba deshecha y si hubiera salido a esa hora el portero de noche lo hubiera recordado.

—Es una observación muy acertada, madame. Podemos considerar, pues, que él abandonó el hotel a la mañana siguiente muy temprano y que esto es tranquilizador desde un punto de vista. No es probable que fuera víctima de la agresión de un delincuente a esa hora. Ahora bien, ¿dejó todo su equipaje en el hotel?

La señora Halliday pareció titubear antes de contestar, pero por fin dijo:

—No... debía llevar con él una maleta pequeña

—Hum —dijo Poirot pensativo—, me pregunto a dónde iría aquella noche. Si lo supiéramos, tendríamos mucho camino adelantado. ¿Con quién se entrevistó?... Ahí está el misterio. Madame, personalmente no estoy muy de acuerdo con el punto de vista de la policía Ellos dicen siempre «Cherchez la femme». Sin embargo, es evidente que algo ocurrió aquella noche para que su marido alterase sus planes. Dice usted que preguntó si había cartas para él al volver al hotel. ¿Sabe si recibió alguna?

—Solamente una y debió ser la que yo le había escrito el día en que salió de Inglaterra.

Poirot permaneció sumido en sus pensamientos durante todo un minuto y luego se puso en pie bruscamente.

—Bien, madame, la solución del misterio está en París. Me voy allí ahora mismo.

—Ya hace mucho tiempo que desapareció mi marido, monsieur.

—Ya, ya Pero es en París en donde debemos buscarle.

Dio la vuelta para abandonar la habitación; sin embargo, con la mano en el pomo de la puerta, se detuvo.

—Dígame, madame, ¿recuerda si su marido habló alguna vez de «los Cuatro Grandes»?

—Los Cuatro Grandes —repitió ella pensativamente—. No, creo que no.

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