Capítulo XV
La terrible catástrofe
Fue después de la trágica muerte de la señorita Monro cuando empecé a darme cuenta de que se había producido un cambio en Poirot. Hasta aquel momento, su invencible confianza en sí mismo había resistido todas las pruebas. Pero parecía como si, al final, los efectos del largo esfuerzo empezasen a manifestarse. Se mostraba serio y pensativo y tenía los nervios alterados. Siempre que era posible evitaba toda conversación sobre los Cuatro Grandes y se entregaba a su trabajo cotidiano casi con el mismo entusiasmo que antes. No obstante, yo sabía que trabajaba en secreto en el gran asunto. Constantemente venían a visitarle individuos eslavos de aspecto singular y aunque no se dignaba a dar ninguna explicación sobre estas misteriosas visitas, me daba cuenta que estaba organizando una nueva defensa o arma de oposición con la ayuda de aquellos extraños de aspecto repulsivo. En una ocasión, y por puro azar, pude observar los asientos de su libreta del banco (él me había pedido que comprobara cierta pequeña partida) y me di cuenta de que había sido pagada una enorme suma (enorme incluso para Poirot, que en aquellos días ganaba mucho dinero) a cierto ruso que parecía tener en su apellido todas las letras del alfabeto.
Pero no me dio ninguna pista acerca de lo que se proponía emprender. Una y otra vez pronunciaba una misma frase. «Es una gran equivocación subestimar al adversario. Recuérdelo, mon ami.» Me di cuenta de que éste era el peligro que él se esforzaba en evitar a toda costa
Siguieron así las cosas hasta fines de marzo, hasta que una mañana Poirot me hizo una observación que me sorprendió mucho.
—Esta mañana, amigo mío, le recomiendo que se ponga su mejor traje. Vamos a visitar al ministro del interior.
—¿De veras? Eso es muy interesante. ¿Le ha llamado para que se haga cargo de algún caso?
—No se trata de eso exactamente. He sido yo el que he buscado la entrevista. Quizá recuerde usted que en cierta ocasión le hice al ministro un pequeño favor. Pues bien, desde entonces se muestra absurdamente entusiasmado con mis capacidades y estoy a punto de aprovecharme de esta actitud. Como sabe, el primer ministro francés, monsieur Desjardeaux, se encuentra en Londres. De resultas de una petición mía el ministro del interior británico ha conseguido que se halle presente en nuestra pequeña conferencia de esta mañana
El muy honorable Sydney Crowther, Secretario de Estado de Su Majestad para Asuntos Interiores, era una figura muy conocida y popular. Un hombre de unos cincuenta años de edad, de expresión burlona y mirada inteligente, nos recibió con su habitual amabilidad.
De pie, y dando la espalda a la chimenea, estaba un hombre alto y delgado con una barba negra puntiaguda y rostro despierto.
—Monsieur Desjardeaux —dijo Crowther—, permítame que le presente a monsieur Poirot, de quien quizá ya haya oído hablar. El francés inclinó la cabeza y estrechó la mano de Poirot. —Por supuesto que he oído hablar de usted —dijo afablemente—. ¿Y quién no?
—Es usted muy amable, monsieur —respondió Poirot inclinándose, con cara de satisfacción.
—¿No tiene nada que decirle a un viejo amigo? —preguntó una voz tranquila Un hombre se adelantó desde un rincón, junto a una gran estantería de libros.
Era nuestro antiguo amigo el señor Ingles. Poirot le estrechó la mano calurosamente.
—Y ahora, monsieur Poirot —dijo Crowther—, estamos a su disposición. Si no he entendido mal, usted dice que tiene que comunicarnos algo muy importante.
—Así es, monsieur. Hay hoy en el mundo una vasta organización... una organización criminal. Está dirigida por cuatro individuos, que se denominan los Cuatro Grandes. El Número Uno es un chino, Li Chang Yen; el Número Dos es el multimillonario norteamericano Abe Ryland; el Número Tres es una francesa, y tengo fundadas razones para creer que el Número Cuatro es un oscuro actor inglés llamado Claud Darrell. Estas cuatro personas han formado una banda para destruir el orden social existente y sustituirlo por un caos en el que ellos reinarían como dictadores.
—Increíble —murmuró el francés—. ¿Ryland mezclado en una operación de este tipo? Me parece una idea demasiado fantástica
—Monsieur, si no le importa pasaré a relatarle algunas de las actividades de los Cuatro Grandes.
La de Poirot fue una narración subyugante. Aunque ya estaba familiarizado con todos los detalles, no pude evitar un estremecimiento al escuchar el escueto relato de nuestras aventuras y evasiones.
Cuando Poirot terminó, monsieur Desjardeaux y Crowther se miraron el uno al otro.
—Sí, monsieur Desjardeaux, creo que debemos admitir la existencia de los «Cuatro Grandes». Al principio, Scotland Yard no hizo demasiado caso; pero nos hemos visto obligados a admitir que monsieur Poirot tenía razón en muchas de sus afirmaciones. La única cuestión en la que discrepamos es la del alcance de sus objetivos. No tengo más remedio que opinar que monsieur Poirot... ejem... exagera un poco.
Como respuesta, Poirot expuso diez puntos principales. Se me ha pedido que ni siquiera ahora los dé a conocer al gran público, y por consiguiente me abstendré de hacerlo. Me limitaré a señalar que esos puntos trataban de los extraordinarios desastres de los submarinos que ocurrieron en cierto mes, así como de una serie de accidentes de aviación y aterrizajes forzosos. Según Poirot, todo esto era obra de los Cuatro Grandes, y de ello daba testimonio el hecho de que estuvieran en posesión de algunos secretos científicos hasta entonces desconocidos.
Llegamos así a la pregunta que yo había estado esperando que formulase el primer ministro francés.
—Ha dicho que el tercer miembro de esa organización es una francesa. ¿Tiene idea de cuál es su nombre?
—Es un nombre bien conocido, monsieur. Un nombre respetado. El Número Tres es nada menos que la famosa madame Olivier.
Al oír mencionar el nombre de la sucesora de los Curie, monsieur Desjardeaux saltó de su asiento, con visible emoción.
—¡Esto es imposible! ¡Absurdo! ¡Lo que acaba de decir es una afrenta para mi país!
Poirot movió la cabeza gravemente, pero no contestó.
Desjardeaux le miró estupefacto durante unos momentos. Luego su cara se serenó, miró al ministro del interior británico y se dio unos significativos golpecitos en la frente.
—Monsieur Poirot es un gran hombre —observó—. Pero incluso los grandes hombres tienen algunas veces pequeñas manías, ¿no es así? Y busca imaginarias conspiraciones en las altas esferas. Es un hecho bien conocido. ¿Está de acuerdo conmigo, verdad, señor Crowther?
El ministro del interior guardó silencio durante unos momentos. Luego habló con lentitud y como subrayando las palabras.
—La verdad es que no lo sé —dijo por fin—. Siempre he tenido y tengo todavía la mayor fe en monsieur Poirot; pero..., bien, esto cuesta un poco de trabajo creerlo.
—Y en relación con ese Li Chang Yen —continuó monsieur Desjardeaux—, ¿quién ha oído hablar de él?
—Yo —sugirió la voz inesperada del señor Ingles.
El francés puso sus ojos en Ingles, y éste le respondió con una plácida mirada adquiriendo más que nunca el aspecto de un ídolo chino.
—El señor Ingles —explicó el ministro de interior— es la máxima autoridad que tenemos sobre China.
—¿Y ha oído hablar de este Li Chang Yen?
—Hasta que monsieur Poirot vino a verme, yo creía ser la única persona en Inglaterra que conocía de la existencia de Li Chang Yen. Cuidado, monsieur Desjardeaux, no se llame luego a engaño. Sólo un hombre cuenta en la China de hoy: Li Chang Yen. Él es, quizá, y digo sólo quizá, la mayor inteligencia del mundo en el momento actual.
Monsieur Desjardeaux se quedó como petrificado. Momentos después, sin embargo, se rehizo.
—Es posible que exista algo de verdad en lo que usted dice, monsieur Poirot —dijo fríamente—. Pero en lo que se refiere a madame Olivier, está sin duda equivocado. Es una gloria de mi país y está consagrada únicamente a la causa de la ciencia.
Poirot se encogió de hombros y no respondió.
Se produjo una pausa y por fin mi pequeño amigo se puso en pie, con un aire de dignidad que no concordaba con su excéntrica personalidad.
—Eso es todo lo que tengo que decir, señores. Ya supuse que lo más probable era que no se me creyera. Pero al menos podrán estar ustedes en guardia. Mis palabras se grabarán en sus mentes y cada nuevo acontecimiento reforzará su poca fe actual. He creído necesario hablar ahora... más tarde quizá no pueda hacerlo.
—¿Quiere usted decir que...? —pregunto Crowther, impresionado por la seriedad del tono de Poirot.
—Quiero decir, señor, que desde que he descubierto la identidad del Número Cuatro, mi vida está en peligro. Tratará de destruirme a toda costa, y por algo se le denomina «el Destructor». Les saludo a todos ustedes, señores. A usted, monsieur Crowther, le entrego esta llave y este sobre sellado. He reunido todas las notas que he tomado sobre el caso y mis ideas en cuanto a la mejor forma de hacer frente a la amenaza que cualquier día puede estallar en el mundo. En el caso de que muera, monsieur Crowther, le autorizo a que se haga cargo de esos papeles y haga con ellos lo que le parezca más conveniente. Y ahora, señores, les deseo muy buenos días.
Desjardeaux se limitó a inclinarse fríamente, pero Crowther se levantó de un salto y le estrechó la mano.
—Me ha convencido usted, monsieur Poirot. Por fantástico que parezca el asunto, creo firmemente en la verdad de cuanto usted nos ha dicho.
Ingles salió al mismo tiempo que nosotros.
—No estoy decepcionado por la entrevista —dijo Poirot cuando nos alejábamos—. No esperaba convencer a Desjardeaux, pero por lo menos me he asegurado de que lo que yo sé no morirá conmigo. Y he hecho una o dos conversiones, Pas si mal!
—Como sabe, estoy de su parte —dijo Ingles—. Por cierto, saldré para China tan pronto como me sea posible.
—¿Lo cree prudente? —No —dijo Ingles secamente—. Pero es necesario. Debemos hacer lo que podamos.
—¡Ah, es usted un hombre valiente! —exclamó Poirot con emoción—. Si no estuviéramos en la calle le daría un abrazo.
Me parece que Ingles se sintió bastante aliviado.
—No creo que corra yo más peligro en China que usted en Londres —gruñó.
—Probablemente no le falta razón —admitió Poirot—. Espero que no tengan la fortuna de asesinar también a Hastings. Me llevaría un gran disgusto si así fuera.
Interrumpí la alegre conversación para observar que no tenía intención alguna de dejarme asesinar. Poco después Ingles se separó de nosotros..
Durante algún tiempo caminamos en silencio. Por fin Poirot realizó una observación totalmente inesperada.
—Creo... creo que tendré que meter en esto a mi hermano.
—¿Su hermano? —exclamé atónito—. No sabía que tuviera un hermano.
—Me sorprende usted, Hastings. ¿No sabe que todos los detectives célebres tienen hermanos que serían aún más célebres si no mediara su indolencia innata?
Como es bien sabido, Poirot adopta con frecuencia una actitud peculiar en la que no es fácil identificar lo que hay de burla y lo que hay de verdad. Ese modo de comportarse era muy evidente en aquel momento.
—¿Cuál es el nombre de su hermano? —pregunté tratando de adaptarme a su nueva idea.
—Achille Poirot —replicó Poirot seriamente—. Vive cerca de Spa, en Bélgica.
—¿A qué se dedica? —pregunté con cierta curiosidad, dejando a un lado lo que era ya casi una plena admiración por el carácter y disposición de la difunta madame Poirot en lo referente al clasicismo de sus gustos en cuanto a nombres de pila.
—No hace nada Como le digo, es un carácter indolente. Pero sus aptitudes apenas si desdicen de las mías, lo que no es poco.
—¿Tiene el mismo aspecto que usted?
—Es bastante parecido. Pero no es tan agraciado, y además no usa bigote.
—¿Es mayor o menor que usted? —Casualmente nacimos el mismo día.
—Su hermano gemelo —dije.
—Exactamente, Hastings. Ha sacado usted la conclusión correcta con una exactitud infalible. Pero ya hemos llegado a casa. Pongámonos a trabajar enseguida en ese pequeño asunto del collar de la duquesa.
Pero aquel pequeño asunto del collar de la duquesa debía esperar un poco. Nos aguardaba un caso completamente distinto.
Nuestra casera, la señora Pearson, nos informó inmediatamente de que una enfermera del hospital había venido a vernos y estaba esperando a Poirot.
La encontramos sentada en el gran sillón que había frente a la ventana. Era una mujer de aspecto agradable y mediana edad, vestida con un uniforme azul oscuro. Aunque se mostró un poco renuente a exponer sin más el asunto que la traía a nuestra presencia, Poirot consiguió enseguida que se sintiera cómoda y ella se dispuso a contar su historia.
—Pues verá, monsieur Poirot: nunca me había sucedido una cosa como ésta. De la Hermandad Lark, a la que pertenezco, me enviaron a casa de un anciano caballero que reside en Hertfordshire: el señor Templeton. Se trata de un lugar y una familia muy agradables. La esposa, la señora Templeton, es mucho más joven que el marido, y éste tiene un hijo de su primer matrimonio. Este hijo vive con ellos. No me parece que el joven y la madrastra se lleven muy bien. Creo que él no es muy normal. Aunque no se trata exactamente de un retrasado mental, es decididamente torpe. Bueno, esta enfermedad del señor Templeton me resultó desde el principio muy misteriosa. A veces no parece que le ocurra nada y luego padece de pronto unos ataques gástricos con dolor y vómitos. El médico, sin embargo, no manifiesta ninguna preocupación, y no es a mí a quien corresponde decir nada. Y además...
Hizo una pausa y se sonrojó bastante.
—¿Sucedió algo que despertó sus sospechas? —sugirió Poirot.
—Sí.
Después de la sugerencia de Poirot, la mujer parecía encontrar dificultades para continuar.
—Observé que los sirvientes también hacían comentarios.
—¿Acerca de la enfermedad del señor Templeton?
—¡Oh, no! Acerca de...
—¿De la señora Templeton?
—Sí.
—¿De la señora Templeton y del doctor, quizá?
Poirot tenía un misterioso instinto para estas cosas. La enfermera le dirigió una mirada de agradecimiento y siguió.
—Ellos hacían comentarios. Yo misma tuve ocasión de verlos juntos en una ocasión... en el jardín...
Nuestra cliente no terminó la frase; parecía tan angustiada por menciones de carácter tan íntimo, que a ninguno de nosotros le pareció conveniente preguntar exactamente qué es lo que vio en el jardín. Había visto sin duda lo suficiente para formarse su opinión sobre la situación.
—Los ataques fueron empeorando. El doctor Treves dijo que todo era perfectamente natural, y que el señor Templeton no podía vivir mucho tiempo; pero en toda mi larga experiencia de enfermera no he visto nunca nada igual. Pensé que aquello era mucho más parecido a una especie de ...
Ella se detuvo, titubeando.
—¿Envenenamiento por arsénico? —dijo Poirot ayudándola a completar la frase. La mujer asintió.
—Además, el propio paciente dijo algo extraño: «Quieren acabar conmigo, los cuatro. Acabarán conmigo a pesar de todo». —¡Vaya! —dijo Poirot rápidamente.
—Esas fueron sus palabras exactamente, monsieur Poirot. En aquel momento él sufría mucho y apenas sabía lo que decía.
—«Acabarán conmigo... los cuatro» —repitió Poirot, pensativo—. ¿Qué cree que quiso decir con lo de «los cuatro»?
—Eso no lo sé, monsieur Poirot. Pensé que quizá se refería a su mujer, a su hijo, al doctor y quizá a la señorita Clark, la acompañante de la señora Templeton. Ellos podrían ser los cuatro, ¿no es así? Pensó quizá que todos se habían confabulado contra él.
—Eso es, eso es —dijo Poirot con voz preocupada—. ¿Y qué me dice de las comidas? ¿No podría tomar usted alguna precaución en ese sentido?
—Siempre hago lo que puedo. Pero, por supuesto, en algunas ocasiones la señora Templeton insiste en darle la comida ella misma; además, hay veces en que no estoy de servicio.
—Ya. ¿Y no está usted lo suficientemente segura de sus sospechas como para ir a la policía?
La cara de la enfermera mostró su horror ante tal idea. —Lo que he hecho, monsieur Poirot, es esto. El señor Templeton tuvo un ataque muy fuerte después de haberse tomado un tazón de sopa. Recogí una pequeña cantidad del fondo del tazón y la he traído conmigo. Alegué que mi madre estaba enferma y me han dado permiso por un día para visitarla; el señor Templeton estaba bastante bien y podía prescindir de mí.
La enfermera sacó una botellita que contenía un líquido oscuro y se la entregó a Poirot.
—Excelente, mademoiselle. Haremos que analicen esto inmediatamente. Si quiere hacer el favor de volver por aquí dentro de aproximadamente una hora, creo que podremos salir de dudas en cuanto a sus sospechas.
Después de solicitarle a nuestra visitante su nombre y las demás circunstancias necesarias para su identificación, Poirot la acompañó hasta la puerta. Luego escribió una nota y la mandó junto con la botella. Mientras esperábamos el resultado, y ante mi sorpresa, Poirot se divirtió comprobando la identidad de la enfermera.
—No, no, amigo mío —declaró—. Hago bien en tener tanto cuidado. No se olvide de que los Cuatro Grandes nos acosan.
No tardó en obtener la información de que una enfermera cuyo nombre era Mabel Palmer era miembro de la Hermandad Lark y había sido enviada a cuidar del enfermo en cuestión.
—Hasta ahora, toda va bien —dijo con un guiño—. Y aquí viene de nuevo la enfermera Palmer y también el informe de nuestro analista.
Tanto la enfermera como yo aguardamos ansiosamente mientras Poirot leía el informe del analista.
—¿Contiene arsénico? —preguntó ella, casi sin aliento.
Poirot negó con la cabeza y dobló el papel.
—No.
Los dos quedamos enormemente sorprendidos.
—No contenía arsénico —continuó Poirot—, pero sí antimonio. En vista de ello, no dirigiremos inmediatamente a Hertfordshire. Quiera Dios que no sea demasiado tarde.
Decidimos que el plan más sencillo consistía en que Poirot apareciese realmente como detective, pero que el motivo ostensible de su visita fuera preguntar a la señora Templeton por una criada que anteriormente tuvo ésta a su servicio, cuyo nombre había obtenido de la enfermera Palmer y de quien Poirot diría que se hallaba complicada en el robo de unas joyas.
Era ya tarde cuando llegamos a Elmstead. Dejamos que la enfermera Palmer nos precediera unos veinte minutos, para que no pareciese extraño que llegásemos juntos.
Nos recibió la señora Templeton, una mujer alta y morena, de movimientos sinuosos y ojos intranquilos. Observé que cuando Poirot anunció su profesión, ella pareció desagradablemente sorprendida. Pese a todo, respondió a su pregunta acerca de la criada con suficiente rapidez. Luego, para probarla, Poirot contó una larga historia de un caso de envenenamiento en el que había figurado una esposa culpable. Los ojos de Poirot no dejaron por un momento de observar el rostro de la mujer y, por más que lo intentó, ella no pudo ocultar su creciente agitación. De pronto, y con unas palabras incoherentes de excusa, salió precipitadamente de la habitación.
No estuvimos solos mucho tiempo, porque al poco entró un hombre fornido con un bigote pequeño y pelirrojo. Llevaba quevedos e hizo su propia presentación:
—Soy el doctor Treves. La señora Templeton me ha pedido que la excuse. No se encuentra bien, como usted comprenderá, a causa de la tensión nerviosa provocada por la preocupación que siente por su marido y todo eso. Le he recomendado que se acueste y tome un poco de bromuro. Pero ella espera que se queden y coman con nosotros sin cumplidos. Yo seré su anfitrión. Por aquí hemos oído hablar mucho de usted, monsieur Poirot, y tenemos la intención de sacar el máximo partido posible de su estancia. ¡Ah, aquí está Micky!
En la habitación entró un joven que andaba con paso vacilante. Tenía la cara redonda y las cejas levantadas, lo que le daba un curioso aspecto, como si estuviera permanentemente sorprendido. Sonrió torpemente y nos estrechó la mano. Se trataba evidentemente del hijo deficiente mental.
Poco después subimos todos a comer. El doctor Treves abandonó la habitación —para abrir alguna botella de vino, pensé— y de pronto la fisonomía del muchacho sufrió un cambio sorprendente. Se inclinó hacia adelante mirando a Poirot.
—Usted ha venido por mi padre —dijo, asintiendo con la cabeza—. Yo lo sé. Sé muchas cosas, pero nadie se da cuenta de ello. Mi madre se alegrará de que se muera mi padre; así se podrá casar con el doctor Treves. No es mi madre de verdad, ya sabe usted. A mí ella no me gusta. Quiere que muera mi padre.
Naturalmente, todo esto resultó bastante desagradable. Afortunadamente, antes de que Poirot tuviera tiempo de replicar, volvió el doctor y tuvimos que sostener una conversación forzada. De pronto, Poirot se echó hacia atrás en su silla al tiempo que profería un cavernoso quejido. Su cara estaba retorcida por el dolor.
—¿Qué le ocurre, mi buen amigo? —exclamó el doctor.
—Un súbito espasmo. No, no necesito su ayuda, doctor. ¿Podría acostarme arriba un momento?
Su petición fue atendida inmediatamente y yo le acompañé al piso superior, donde Poirot se echó en la cama quejándose constantemente.
En los primeros momentos llegué a creer que Poirot se había puesto verdaderamente enfermo, pero rápidamente me di cuenta de que —como él mismo hubiera dicho— estaba haciendo comedia: su objeto era quedar solo en el piso superior cerca de la habitación del enfermo.
Por Consiguiente, no me causó ninguna sorpresa el hecho de que, en el momento en que nos quedamos solos, Poirot saltara vivazmente del lecho.
—Deprisa, Hastings, por la ventana. Fuera hay hiedra Podemos bajar por ella antes de que empiecen a sospechar.
—¿Bajar?
—Sí, debemos salir de esta casa enseguida. ¿No lo vio durante la comida?
—¿Al médico?
—No, al joven Templeton. Me refiero a su costumbre de jugar con el pan. ¿Recuerda lo que nos dijo Flossie Monro antes de morir? Claud Darrell tenía el hábito de golpear el pan en la mesa para recoger las migas. Hastings, ésta es una gran conspiración y el joven de mirada extraviada es nuestro astuto enemigo... ¡El Número Cuatro! ¡Aprisa!
No me entretuve en discutir. Por increíble que todo pudiera parecer, lo prudente era no demorarse. Nos deslizamos por la hiedra lo más silenciosamente que nos fue posible y corrimos en línea recta hacia la pequeña población en la que se hallaba la estación de ferrocarril. Llegamos a tiempo de alcanzar el último tren, el de las ocho treinta y cuatro, que nos dejaría en Londres a las once de la noche.
—Era una estratagema —dijo Poirot pensativamente—. ¿Cuántos formaban parte de ella, me pregunto? Sospecho que la familia Templeton está constituida en su totalidad por agentes de los Cuatro Grandes. ¿Querían atraernos simplemente? ¿O era algo más sutil que todo eso? ¿Pretendían representar una comedia y mantenerme interesado hasta que ellos tuvieran tiempo de hacer...? ¿Qué es lo que pretendían hacer, me pregunto ahora?
Se quedó muy pensativo.
Al llegar a nuestro alojamiento, me contuvo en la puerta del cuarto de estar.
—Atención, Hastings. Tengo mis sospechas. Déjeme entrar primero.
Así lo hizo y, con cierto regocijo por mi parte, tomó la precaución de pulsar el interruptor de la luz eléctrica con un viejo chanclo. Luego dio vuelta a la habitación como si fuera un gato en casa extraña, precavida y delicadamente, en guardia frente a cualquier peligro. Le observé durante algunos momentos, permaneciendo obedientemente junto a la pared en donde me había dejado.
—Está todo bien, Poirot —dije con impaciencia.
—Así parece, mon ami, así parece, pero vamos a asegurarnos.
—¡Bobadas! —dije—. Encenderé el fuego y me fumaré una pipa. ¡Vaya, hombre! Fue usted el que usó las cerillas la última vez y no las volvió a poner en su sitio como de costumbre... Exactamente lo que usted me echa a mí siempre en cara.
Extendí mi mano. Oí el grito de advertencia de Poirot... le vi saltar hacia mí... mi mano tocó la caja de cerillas.
Luego un destello de luz azulada... un ruido ensordecedor... y la oscuridad...
Cuando volví en mí me encontré con el rostro familiar de nuestro viejo amigo el doctor Ridgeway inclinado sobre mí. Sus facciones expresaron una sensación de alivio.
—No se mueva —me dijo con dulzura—. Se encuentra usted bien. Ha sufrido un accidente, ya sabe.
—¿Y Poirot? —murmuré.
—Está usted en mi casa. Todo marcha bien.
Un frío temor atenazó mi corazón. La ausencia de Poirot despertó en mí un miedo horrible.
—¿Y Poirot? —volví a repetir—. ¿Qué le ha pasado a Poirot?
Él comprendió que no tenía más remedio que decírmelo y que era inútil evadirse por más tiempo.
—Por milagro, usted escapó, ¡pero Poirot no!
Proferí un grito
—¿No habrá muerto? Dígame, por favor, ¿no estará muerto?
Ridgeway inclinó la cabeza en señal de asentimiento y sus facciones revelaron la emoción que sentía.
Con la energía que puede proporcionar la desesperación, logré sentarme en la cama.
—Es posible que Poirot haya muerto —dije débilmente—. Pero su espíritu sobrevive. ¡Yo continuaré por la senda que nos ha marcado! ¡Mueran los Cuatro Grandes!
Y luego me desplomé desmayado.