Capítulo VI



La mujer de la escalera

Ésta fue toda la información que pudimos obtener de la señora Halliday. Volvimos rápidamente a Londres y al día siguiente salimos hacia el continente. Con una sonrisa algo triste, Poirot observó:

—Estos Cuatro Grandes están haciendo que me mueva, mon ami Corro arriba y abajo, por todo el terreno, como nuestro viejo amigo «el sabueso humano».

—Quizá lo encuentre en París —dije, sabiendo que se refería a un tal Giraud, uno de los detectives de más confianza de la Sûreté, a quien Poirot había conocido en una ocasión anterior.

Poirot hizo una mueca.

—Espero que no. No me tiene demasiado afecto.

—¿No será una tarea muy difícil? —pregunté—. Averiguar lo que hizo por la noche un inglés desconocido hace tres meses.

—Muy difícil, mon ami. Pero, como sabe muy bien, las dificultades alegran el corazón de Hércules Poirot.

—¿Cree que los Cuatro Grandes lo secuestraron?

Poirot asintió.

Nuestras indagaciones tuvieron que atravesar forzosamente viejos terrenos, y no conseguimos añadir gran cosa a lo que ya nos había dicho la señora Halliday. Poirot mantuvo una larga entrevista con el profesor Bourgoneau. En ella trató de aclarar si Halliday había mencionado algún plan para la noche. A decir verdad no tuvimos éxito alguno.

Nuestra siguiente fuente de información fue la famosa madame Olivier. Sentí gran emoción al subir los escalones de su chalet de Passy. Siempre me ha parecido extraordinario que una mujer haya llegado tan lejos en el mundo de la ciencia, porque siempre he pensado que para desempeñar tareas de esa naturaleza se necesita un cerebro puramente masculino.

La puerta la abrió un muchacho de unos 17 años, que me recordaba vagamente a un monaguillo por lo aparatoso de sus ademanes. Poirot se había tomado la molestia de concertar nuestra entrevista de antemano; sabía que madame Olivier nunca recibía a nadie sin cita previa, por hallarse inmersa en su labor de investigación la mayor parte del día.

Se nos hizo pasar a un pequeño salón, y poco después hizo acto de presencia la dueña de la casa. Madame Olivier era una mujer de gran estatura, acentuada por la larga bata blanca que usaba y por un gorro de tela a modo de toca de monja con el que se cubría la cabeza. Tenía una cara larga y pálida y unos maravillosos ojos negros que reflejaban el ardor de un entusiasmo casi fanático. Más que una mujer de nuestro tiempo parecía una antigua sacerdotisa. Tenía una mejilla desfigurada por una cicatriz, lo que me hizo recordar que su marido y colaborador había muerto tres años antes de resultas de una explosión en el laboratorio; ella había sufrido terribles quemaduras. Desde entonces se había apartado del mundo y se hallaba entregada con terrible energía a la labor de investigación científica. Nos recibió con fría cortesía.

—La policía me ha entrevistado muchas veces, señores. Me parece muy poco probable que pueda serles de alguna utilidad, ya que no pude ayudarles a ellos.

Madame, es posible que no le haga las mismas preguntas. En primer lugar, me gustaría saber de qué hablaron usted y el señor Halliday.

El deseo de Poirot pareció sorprenderle un poco.

—De qué habíamos de hablar sino de su trabajo. Del suyo y, por supuesto, del mío.

—¿Le mencionó él las teorías que había explicado recientemente en la comunicación que leyó ante la Asociación Británica?

—Claro que sí. Fue principalmente de eso de lo que hablamos.

—Sus ideas eran algo fantásticas, ¿no es así? —preguntó Poirot con tono indiferente.

—Algunas personas lo han creído así. Yo disiento de ese parecer.

—¿Las considera viables?

—Perfectamente viables. Mi propia línea de investigación ha sido algo similar, aunque su finalidad sea distinta. He estado investigando los rayos gamma emitidos por la sustancia Usualmente denominada radio C, un producto de la emanación de radio. En mis investigaciones me he encontrado con algunos fenómenos magnéticos muy interesantes. Tengo, claro está, una teoría sobre la verdadera naturaleza de la fuerza que denominamos magnetismo, pero todavía no ha llegado la hora de dar a conocer mis descubrimientos. Los experimentos del señor Halliday y sus puntos de vista fueron extremadamente interesantes para mí.

Poirot asintió. Luego hizo una pregunta que me sorprendió.

Madame, ¿en dónde conversaron sobre esos temas? ¿Fue aquí mismo?

—No, monsieur. En el laboratorio.

—¿Puedo verlo?

—Desde luego.

Nos condujo hacia la puerta por la que había entrado. Daba a un pequeño pasillo. Atravesamos dos puertas más y nos encontramos en un gran laboratorio, con una colección impresionante de vasos de precipitación y crisoles así como un centenar de aparatos cuyos nombres seria incapaz de señalar. Allí se encontraban dos personas, ambas muy enfrascadas en un experimento. Madame Olivier hizo las presentaciones.

Mademoiselle Claude, una de mis ayudantes.

Una joven alta y de rostro serio nos saludó con una inclinación de la cabeza.

Monsieur Henri, un viejo y leal amigo.

El viejo amigo era un joven bajo y moreno, que se inclinó con cierta brusquedad.

Poirot miró a su alrededor. Además de la puerta por la que acabábamos de entrar había otras dos. Una, explicó madame, conducía al jardín, y la otra a una habitación menor dedicada también a la investigación. Poirot tomó nota de todo esto y señaló que ya podíamos volver al salón.

Madame, durante la entrevista con el señor Halliday, ¿estuvieron ustedes solos?

—Sí, monsieur. Mis dos ayudantes se hallaban en la habitación contigua, más pequeña.

—¿Pudieron ellos, o cualquier otra persona, oír su conversación?

Madame reflexionó y luego negó con la cabeza.

—No lo creo. Estoy casi segura de que no pudieron oírnos. Todas las puertas estaban cerradas.

—¿Podría haberse ocultado alguien en la habitación?

—Hay un gran armario en el rincón, pero sería absurdo...

—Pas tout à fait, madame. Una cosa más: ¿le dijo el señor Halliday qué planes tenía para aquella noche?

—No se refirió para nada a ello, monsieur.

—Muchas gracias, madame, y perdone las molestias que le haya podido ocasionar. No se moleste; no es necesario que nos acompañe.

Salimos al vestíbulo. En aquel momento entraba una señora por la puerta principal. Subió la escalera con rapidez y me causó impresión el luto riguroso que denota a una viuda francesa.

—Un tipo de mujer poco corriente —observó Poirot cuando salíamos.

—¿Madame Olivier? Sí, ella...

—Mais non, no me refiero a madame Olivier Cela va saris diré! No hay muchos genios de su clase. No, me refería a la otra señora, la que vimos en la escalera.

—No le pude ver la cara —señalé, mirándole fijamente—. Y no comprendo cómo pudo usted vérsela. Ni siquiera nos miró.

—Por eso es por lo que digo que era un tipo poco corriente —dijo Poirot con calma—. Una mujer que entra en su casa (supongo que es su casa, ya que entra con llave) y corre escaleras arriba sin mirar siquiera a dos visitantes extraños que se hallan en el vestíbulo es un tipo de mujer muy poco corriente. En realidad, es completamente anormal. Mille tonnerres! ¿Qué es esto?

Tiró de mí hacia atrás en el momento justo. Un árbol cayó derribado sobre la acera, no alcanzándonos por muy poco. Pálido y preocupado, Poirot se quedó mirando fijamente la escena.

—¡Nos hemos librado de milagro! Pero fue una torpeza: yo no sospechaba nada. Aunque realmente era difícil sospechar. Sí, pero si no llega a ser por mis rápidos ojos, los ojos de un gato, Hércules Poirot estaría ahora aplastado, lo que hubiera sido una terrible calamidad para nosotros. Y también usted, mon ami, aunque eso no hubiera sido una catástrofe nacional.

—Gracias —dije fríamente—. ¿Y qué vamos a hacer ahora?

—¿Hacer? —exclamó Poirot—. Vamos a pensar. Sí, aquí y ahora vamos a poner en ejercicio nuestras pequeñas células grises. Este Monsieur Halliday, vamos a ver, ¿estuvo realmente en París? Sí, ya que el profesor Bourgoneau, que le conoce, le vio y habló con él.

—¿Qué diablos insinúa? —exclamé.

—Eso fue el viernes por la mañana. Se le vio por última vez a las once de la noche del viernes; ¿pero se le vio de verdad entonces?

—El portero...

—Un portero que no había visto antes a Halliday. Entra un hombre, bastante parecido a Halliday: para eso hemos de confiar en el Número Cuatro. Pide sus cartas, sube la escalera, hace la maleta y sale del hotel a la mañana siguiente sin llamar la atención. Aquella noche nadie vio a Halliday. Y nadie le vio porque ya estaba en manos de sus enemigos. ¿Fue a Halliday a quien recibió madame Olivier? Sí, pues aunque no lo conocía en persona, un impostor no hubiera podido engañarla hablando de su especialidad. Llegó aquí, se entrevistó con ella y se marchó. ¿Qué sucedió a continuación?

Tomándome por el brazo, Poirot me hizo regresar casi a rastras al chalet.

—Vamos a ver, mon ami. Imagine que hoy es el día siguiente a la desaparición y que nos hallamos tras unas huellas de pisadas. A usted le gustan las huellas, ¿no es así? Van por aquí, son las de un hombre, las del señor Halliday... Tuerce a la derecha, como nosotros hicimos, anda deprisa. ¡Ah!, otros pasos le siguen, son pasos muy rápidos, los de una mujer. Vea, ella le alcanza; es una mujer delgada y joven, que usa velo de viuda «Perdone, monsieur, madame Olivier desea que vuelva». Él se detiene y se vuelve. Ahora bien, ¿a dónde le lleva la joven? Ella no desea ser vista con él. Es una coincidencia que le haya dado alcance precisamente en donde se abre un estrecho pasadizo que divide dos jardines. Ella le conduce por el pasadizo. «Por aquí llegaremos antes, monsieur». A la derecha está el jardín del chalet de madame Olivier, a la izquierda, el jardín de otro chalet. Y de ese jardín, fíjese bien, ha caído el árbol que casi nos aplasta. Las puertas de los dos jardines dan al pasadizo. Aquí es en donde le tienden a Halliday la emboscada. Aparecen unos hombres, lo reducen y lo trasladan al chalet de al lado.

—¡Válgame Dios!, Poirot —exclamé—, ¿pretende estar viendo todo eso?

—Lo veo con los ojos de la mente, mon ami. Así, y solamente así, pudo suceder. Vamos, volvamos a la casa.

—¿Quiere ver a madame Olivier de nuevo?

Poirot sonrió de un modo curioso.

—No, Hastings, quiero verle la cara a la señora con la que nos hemos cruzado en la escalera.

—¿Quién cree que es, una familiar de madame Olivier?

—Probablemente es una secretaria, una secretaria contratada no hace mucho.

El amable monaguillo nos abrió de nuevo la puerta.

—¿Te importa decirme —dijo Poirot— cómo se llama la señora, la señora viuda, que llegó hace un momento?

—¿Madame Veroneau? ¿La secretaria de madame?

—Eso es. Haz el favor de decirle que queremos hablar con ella un momento.

El muchacho se fue y al poco tiempo reapareció.

—Lo siento, pero madame Veroneau debe de haber salido otra vez.

—Creo que no —dijo Poirot con calma—. Dile que me llamo Hércules Poirot y que es importante que la vea enseguida antes de ir a la jefatura de policía.

De nuevo se fue nuestro mensajero. Esta vez la señora bajó. Entró en el salón y la seguimos. Se volvió y levantó su velo. Con gran asombro por mi parte reconocí a nuestra antigua antagonista, una aristócrata rusa, la condesa Rossakoff, que había planeado con gran inteligencia un robo de joyas en Londres.

—En cuanto le vi en el vestíbulo, me temí lo peor —observó lastimeramente.

—Mi querida condesa Rossakoff...

Ella hizo un movimiento de negación con la cabeza.

—Ahora Inez Veroneau —murmuró—. Española, casada con un francés. ¿Qué quiere de mí, monsieur Poirot? Es usted un hombre terrible. Me ha seguido desde Londres. Ahora, supongo, le contará a nuestra maravillosa madame Olivier quién soy yo y continuará con su persecución. Nosotros los pobres exiliados rusos hemos de ganarnos la vida, ya sabe.

—Se trata de algo más serio que eso, madame —dijo Poirot, observándola—. Me propongo entrar en el chalet de al lado y liberar a monsieur Halliday, si todavía está con vida Lo sé todo, ya ve.

Ella se puso pálida de pronto y se mordió los labios. Sin embargo, habló con su acostumbrada firmeza.

—Todavía está vivo, pero no en el chalet. Vamos, monsieur, quiero hacer un trato con usted. La libertad para mí... y para usted el señor Halliday sano y salvo.

—Acepto —dijo Poirot—. Iba a proponerle el mismo trato. A propósito, ¿son los Cuatro Grandes sus patronos, madame?

La condesa volvió a palidecer, pero dejó sin respuesta la pregunta. En su lugar, preguntó si se le permitía telefonear, y cruzando hasta donde se hallaba el teléfono marcó un número.

—Es el número del chalet —explicó— en el que está ahora preso nuestro amigo. Puede dárselo a la policía, porque el nido estará vacío cuando lleguen. ¡Ah!, ya contestan. ¿Eres tú, André? Soy yo, Inez. El detective belga lo sabe todo. Manda a Halliday al hotel y vete.

Colgó el auricular y volvió hacia nosotros, sonriendo.

—¿Tendrá la bondad de acompañarnos al hotel, madame?

—Naturalmente. Esperaba que me lo pidiera.

Conseguí un taxi y los tres nos fuimos juntos. Por la cara que tenía Poirot, pude percibir que se hallaba perplejo. Todo resultaba demasiado fácil. Llegamos al hotel, y el portero se dirigió a nosotros.

—Ha llegado un caballero y está en sus habitaciones. Parece muy enfermo. Vino una enfermera con él pero ella se marchó enseguida.

—Perfectamente —dijo Poirot—, es un amigo mío.

Subimos juntos la escalera. Sentado en una silla al lado de la ventana estaba un individuo joven con cara demacrada que parecía hallarse en un estado de agotamiento extremo. Poirot se dirigió a él.

—¿Es usted John Halliday? —el joven asintió—. Enséñeme su brazo izquierdo. John Halliday tiene un lunar justamente debajo del codo izquierdo.

El hombre extendió su brazo. Allí estaba el lunar. Poirot se inclinó ante la condesa. Ésta se volvió y abandonó la habitación.

Una copa de coñac reanimó algo a Halliday.

—¡Dios mío! —murmuró—. He estado en el infierno... Esos hombres son como diablos. ¿Dónde está mi mujer? ¡Qué habrá pensado! Me dijeron que pensaría que... pensaría...

—No lo piensa —terció Poirot con firmeza—. Nunca perdió la fe en usted. Le esperan... ella y la niña.

—Loado sea Dios. Me parece imposible estar libre de nuevo.

—Ahora que ya se ha recuperado un poco, monsieur, me gustaría que nos contara desde el principio todo lo que le ha ocurrido.

Halliday le miró con una vaga expresión.

—No recuerdo nada —dijo.

—¿Cómo?

—¿Ha oído hablar de los Cuatro Grandes?

—Sé algo de ellos —dijo Poirot secamente.

—Usted no sabe lo que yo sé. Su poder es ilimitado. Si mantengo la boca cerrada, estaré a salvo; si digo una sola palabra, no sólo yo sino también mis seres más cercanos y queridos sufrirán de un modo espantoso. Es inútil discutir conmigo. Lo único que yo sé... es que no recuerdo nada.

Y poniéndose en pie salió de la habitación.

La cara de Poirot reflejaba su frustración.

—¿De modo que así están las cosas? —murmuró—. Los Cuatro Grandes han ganado de nuevo. ¿Qué es lo que tiene en la mano, Hastings?

Se lo entregué.

—La condesa escribió algo en este papel antes de marcharse —expliqué.

Lo leyó.

Au revoir. I.V.

Firmada con sus iniciales: I.V. Quizá no sea nada más que una coincidencia, pero, en números romanos representan un cuatro. Es extraño, Hastings, muy extraño.

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