Capítulo XI



Un problema de ajedrez

Poirot y yo solemos cenar en un pequeño restaurante del barrio de Soho. Estábamos allí una noche, cuando observamos la presencia de un amigo en una mesa contigua. Era el inspector Japp, y como había sitio en nuestra propia mesa, se acercó y se reunió con nosotros. Hacía algún tiempo que no nos veíamos.

—Ya no viene nunca a vernos —dijo Poirot en tono de reproche—. No nos hemos visto desde el asunto del Jazmín Amarillo, y de eso ya hace casi un mes.

—He estado en el norte. Por eso ha sido. ¿Cómo les van las cosas? ¿Los Cuatro Grandes pisan fuerte todavía, eh?

Poirot movió un dedo ante él a manera de reproche.

—¡Ah!, se burla usted de mí, pero los Cuatro Grandes existen.

—No me cabe duda alguna. Pero no son el eje del universo, como usted da a entender.

—Amigo mío, está muy equivocado. La mayor organización del mal en el mundo actual son esos «Cuatro Grandes». Lo que pretenden nadie lo sabe, pero nunca ha existido una organización tan criminal. La mejor inteligencia de China es quien los dirige, un millonario norteamericano y una mujer de ciencia francesa son otros dos miembros, y en cuanto al cuarto...

Japp interrumpió.

—Ya lo sé... ya lo sé. Tiene usted una idea fija acerca de todo esto. Se está convirtiendo en su pequeña manía, monsieur Poirot. Hablemos de alguna otra cosa para variar. ¿Le gusta el ajedrez?

—He jugado algunas veces, sí.

—¿Se enteró de ese curioso caso de ayer? Se enfrentaron dos jugadores de fama mundial y uno de ellos murió durante la partida.

—Algo leí sobré ello. El doctor Savaronoff, el campeón ruso, era uno de los jugadores, y el otro, el que sucumbió por un ataque cardiaco, era el brillante joven norteamericano Gilmour Wilson.

—Exactamente. Savaronoff venció a Rubinstein y de ese modo se convirtió en campeón de Rusia hace unos años. Se dijo que Wilson iba a ser un segundo Capablanca.

—Ha sido un suceso muy curioso —dijo Poirot, distraído—. Si no me equivoco, tiene usted un interés particular en el asunto.

Japp se echó a reír con cierto embarazo.

—Ha dado en el clavo, monsieur Poirot. Estoy perplejo, porque Wilson estaba perfectamente sano. No había ningún indicio de que pudiera sufrir del corazón. Su muerte es completamente inexplicable.

—¿Sospecha que el doctor Savaronoff lo haya quitado de en medio? —exclamé.

—No del todo —dijo Japp secamente—. No creo que ningún ruso sea capaz de asesinar a otro hombre con el simple fin de evitar una derrota en una partida de ajedrez; en cualquier caso, por lo que he podido averiguar, Savaronoff hubiera sido una víctima más lógica, ya que se le tiene por un hacha jugando al ajedrez... dicen que es el que le sigue a Lasker.

En actitud pensativa, Poirot hizo un gestó de afirmación con una inclinación de cabeza.

—Entonces, ¿cuál es exactamente su pequeña idea? —preguntó—. ¿Por qué envenenar a Wilson? Me imagino que tiene usted la sospecha de que hay veneno de por medio.

—Naturalmente. Cuando los médicos hablan de un fallo del corazón o de colapso cardiaco, lo único que quieren decir es que el corazón ha dejado de latir. Eso es lo que oficialmente dice un médico en el momento; pero a veces sucede que en privado nos da a entender que no está satisfecho.

—¿Cuándo se va a realizar la autopsia?

—Esta noche. La muerte de Wilson ha sido extraordinariamente repentina. Tenía un aspecto completamente normal y estaba moviendo una de las piezas sobre el tablero cuando de pronto cayó hacia adelante... ¡muerto!

—Hay muy pocos venenos que obren de este modo —objetó Poirot

—Ya lo sé. Espero que la autopsia nos ayude. Pero, ¿por qué podía desear nadie quitar de en medio a Gilmour Wilson? Eso es lo que me gustaría saber. Era un joven inofensivo y sin pretensiones que acababa de llegar de los Estados Unidos y por lo que sabemos carecía de enemigos.

—Parece increíble —dije pensativamente.

—Nada de eso —terció Poirot, sonriendo—. Estoy seguro de que Japp tiene ya su teoría.

—La tengo, monsieur Poirot. No creo que el veneno estuviera destinado a Wilson sino al otro hombre.

—¿Savaronoff?

—Sí. Savaronoff cayó en desgracia con los bolcheviques al estallar la Revolución. Incluso se habló de que lo habían matado. En realidad se escapó y durante tres años sufrió increíbles penalidades en las estepas de Siberia. Sus sufrimientos fueron tan grandes que acabó por convertirse en un hombre distinto. Sus amigos y conocidos dicen que apenas le habrían reconocido. Su cabello blanco y todo su aspecto es el de un hombre terriblemente envejecido. Está casi inválido y rara vez sale de su casa, en la que vive solo con una sobrina, Sonia Daviloff, y un criado ruso, en un piso cerca de Westminster. Es posible que todavía se considere un hombre marcado. Se mostró muy poco dispuesto a aceptar el desafío del norteamericano: se negó categóricamente varias veces y sólo cedió cuando los periódicos empezaron a escandalizarse por su «negativa antideportiva». Gilmour Wilson había estado retándole con una pertinacia verdaderamente yanqui, y al final logró su propósito. Ahora yo le pregunto, monsieur Poirot, ¿por qué se negaba a jugar? Pues porque no deseaba atraer la atención hacia él. No quería que nadie pudiera ponerse sobre su pista. Esta es mi solución: Gilmour Wilson fue asesinado por equivocación.

—¿No hay nadie que tenga una razón particular 'para obtener provecho de la muerte de Savaronoff?

—Bueno, supongo que su sobrina. Recientemente él entró en posesión de una inmensa fortuna que le había dejado madame Gospoja, cuyo marido monopolizaba el negocio del azúcar en el antiguo régimen. Tengo entendido que madame Gospoja y Savaronoff tuvieron un amorío, y que ella se negó resueltamente a dar crédito a ¡as noticias que corrían sobre la muerte del doctor en tiempos de la Revolución.

—¿Dónde tuvo lugar el torneo?

—En la propia residencia de Savaronoff. Como ya le he dicho, él está inválido.

—¿Acudieron muchas personas a presenciar la partida?

—Por lo menos una docena; probablemente más.

Poirot hizo una mueca expresiva.

—Mi buen amigo Japp. Me temo que su tarea no va a ser nada fácil.

—Una vez que sepa definitivamente que Wilson fue envenenado, podré continuar.

—Eso siempre que esté usted en lo cierto en cuanto a la suposición de que el veneno estaba destinado a Savaronoff, ¿no se le ha ocurrido pensar, entre tanto, que el asesino puede intentarlo de nuevo?

—Por supuesto que sí. Tengo a dos hombres vigilando la residencia de Savaronoff.

—Eso será muy útil para el caso de que alguien se presente allí con una bomba bajo el brazo —señaló Poirot secamente.

—Le veo muy interesado por este caso, monsieur Poirot —dijo Japp con un guiño—. ¿Le importaría darse una vuelta por el depósito de cadáveres y ver el cuerpo de Wilson antes de que los médicos empiecen la autopsia? Quién sabe, su alfiler de corbata puede estar torcido y ello podría darle una pista valiosa para resolver el misterio.

—Mi querido Japp, durante toda la cena mis dedos ardían de impaciencia por colocarle bien a usted su alfiler de corbata. ¿Me permite? ¡Ah!, así está mucho mejor. Sí, ¡no faltaba más!, vayamos al depósito.

Me di cuenta de que la atención de Poirot estaba completamente cautivada por este nuevo problema. Hacía tanto tiempo que no había mostrado interés por ningún caso ajeno al de los Cuatro Grandes que me alegré mucho de verle de nuevo en forma.

Por mi parte, sentí una gran piedad al mirar el cuerpo inmóvil y la cara convulsa del desventurado joven norteamericano que había encontrado la muerte de un modo tan extraño. Poirot examinó atentamente el cadáver. Salvo una pequeña cicatriz en la mano izquierda, no había rastro de señales en ninguna parte del cuerpo.

—El médico dice que no se trata de un corte, sino de una quemadura —explicó Japp.

La atención de Poirot se desplazó luego al contenido de los bolsillos del muerto, que un agente de policía esparció para facilitar nuestra inspección. No había gran cosa que ven un pañuelo, llaves, un monedero lleno de billetes y algunas cartas sin importancia. Pero un objeto que se mantenía de pie atrajo el interés de Poirot.

—¡Una pieza de ajedrez! —exclamó—. Un alfil blanco. ¿Lo llevaba en el bolsillo?

—No, lo tenía asido en la mano. Nos costó mucho trabajo quitárselo de entre los dedos. Habrá que devolvérselo al doctor Savaronoff. Forma parte de un hermoso conjunto de piezas de ajedrez halladas en marfil.

—Permítame que sea yo quien se lo devuelva. Será un?, buena excusa para hacerle una visita.

—¡Vaya! —exclamó Japp—. ¿De modo que quiere intervenir en este caso?

—Lo confieso. Ha despertado usted mí interés con gran habilidad. —Eso está bien. Así saldrá de su ensimismamiento. Veo que el capitán Hastings también parece complacido. —Así es —dije riendo. Poirot se volvió de nuevo hacia el cadáver. —¿No puede facilitarme ningún otro detalle sobre él? —No creo.

—¿Ni siquiera que era zurdo?

—Es usted un adivino, monsieur Poirot. ¿Cómo lo ha averiguado? Era zurdo, en efecto. Aunque no creo que tenga nada que ver con el caso.

—Absolutamente nada —convino rápidamente Poirot al ver que Japp se enfurruñaba un poco—, No era mas que una broma. Ya sabe que me gusta gastárselas.

Salimos de allí en amigable disposición.

A la mañana siguiente nos pusimos en camino hacia el piso del doctor Savaronoff en Westminster.

—Sonia Daviloff —dije pensativo—. Es un nombre bonito. Poirot se detuvo y me lanzó una mirada de desesperación.

—¡Siempre buscando aventuras sentimentales! Es usted incorregible. ¿Qué le parecería si Sonia Daviloff resultara ser la condesa Vera Rossakoff, nuestra buena amiga y enemiga?

Al oír mencionar a la condesa, mi cara se ensombreció. —Poirot, no sospechará usted...

—No, de ningún modo. ¡Era una broma! Diga lo que diga Japp, mi preocupación por los Cuatro Grandes no ha llegado hasta ese extremo.

Un criado de rostro característicamente inexpresivo nos abrió la puerta del piso. Parecía extremadamente difícil que con aquella cara impasible se pudiera expresar alguna vez una emoción.

Poirot le hizo entrega de una tarjeta en la que ya había escrito unas palabras de introducción, y nos hicieron pasar a una habitación amplia y de techo bajo decorada con ricos tapices y curiosos objetos. Varios iconos maravillosos colgaban de las paredes y el suelo estaba cubierto con exquisitas alfombras persas. Sobre una mesa se veía un samovar.

Cuando examinaba uno de los iconos, que juzgaba de un valor considerable, me di la vuelta y observé que Poirot estaba echado boca abajo en el suelo. Por hermosa que fuera la alfombra, no percibí la necesidad de un examen tan próximo.

—¿Tan maravillosa le parece? —pregunté.

—¿Eh? ¡Oh! ¿Se refiere a la alfombra? No, no era la alfombra lo que estaba observando. Pero efectivamente es un bello ejemplar, demasiado bello para haberlo atravesado desconsideradamente con un clavo por su mitad. No, Hastings —dijo Poirot al ver que me acercaba—, el clavo no está ahí ahora. Pero ha quedado el agujero.

Un súbito ruido producido a nuestras espaldas hizo que yo me volviera y que Poirot se pusiera en pie rápidamente. En el umbral de la puerta estaba una muchacha. Nos miraba con atención no exenta de sospecha. Era de mediana estatura, con una cara bella aunque algo malhumorada, ojos azul oscuro y una cabellera muy negra y corta. Su voz parecía rica y sonora y su acento nada tenía que ver con el inglés.

—Me temo que mi tío no podrá verles. Está casi inválido.

—Es una lástima, aunque quizá tenga usted la amabilidad de ayudarnos. ¿Es usted mademoiselle Daviloff, no es así?

—Sí, soy Sonia Daviloff. ¿Qué es lo que desea saber?

—Estoy realizando algunas investigaciones acerca del triste asunto de anteanoche: la muerte del señor Wilson. ¿Qué puede decirme de ello?

La muchacha abrió mucho los ojos.

—Murió de un fallo cardiaco... cuando jugaba al ajedrez.

—La policía no está tan segura de que fuera un fallo cardiaco, mademoiselle.

La muchacha hizo un gesto de terror.

—Entonces era cierto —exclamó—. Iván tenía razón.

—¿Quién es Iván y por qué dice que tenía razón?

—Iván es el hombre que les ha abierto la puerta... y ya me había dicho que creía que Gilmour Wilson no había muerto de muerte natural sino que había sido envenenado por equivocación.

—¿Por equivocación?

—Sí, el veneno estaba destinado a mi tío.

Se había olvidado por completo de su desconfianza inicial y hablaba con vehemencia.

—¿Por qué dice eso, mademoiselle? ¿Quién podría desear envenenar al doctor Savanoroff?

Ella hizo un gesto negativo con la cabeza

—No lo sé. No estoy informada Y mi tío no querrá confiarse a mí, lo cual es natural, quizá. Él apenas me conoce. Me conoció cuando yo era una niña y desde entonces no ha vuelto a verme hasta que vine a Londres a vivir con él. Pero lo que sí sé es que teme algo. En Rusia tenemos muchas sociedades secretas y en cierta ocasión escuché algo que me hizo pensar que teme precisamente a una de esas sociedades. Dígame, monsieur —dio un paso hacia adelante y bajó la voz—, ¿ha oído hablar alguna vez de una sociedad denominada los Cuatro Grandes?

Poirot se llevó una sorpresa mayúscula El asombro hizo que abriera desmesuradamente los ojos.

—¿Por qué... qué sabe usted de los Cuatro Grandes, mademoiselle?

—¡Así que esa sociedad existe! Oí por casualidad que hablaban de ella y le pregunté a mi tío después. Nunca he visto un hombre más asustado. Se puso blanco y tembloroso. Les tenía mucho miedo, monsieur, un miedo muy grande. Estoy segura de ello. Y, por equivocación, mataron a Wilson.

—Los Cuatro Grandes —murmuró Poirot—. ¡Siempre los Cuatro Grandes! Ha sido una coincidencia sorprendente, mademoiselle. Su tío estaba todavía en peligro. Debo salvarle. Cuénteme ahora lo que sucedió exactamente aquella noche fatal. Enséñeme el tablero de ajedrez, la mesa, explíqueme cómo estaban sentados los hombres, en fin, todo.

La muchacha se dirigió al otro lado de la habitación y sacó una mesita. La parte superior constituía un primoroso trabajo de taracea, realizado a base de cuadros de plata y madera negra que representaban un tablero de ajedrez.

—Esta mesa se la enviaron como regalo a mi tío hace unas semanas, con el ruego de que la utilizara en la partida siguiente que jugase. Estaba en el centro de la habitación... así.

Poirot examinó la mesa con una atención que a mí me pareció completamente innecesaria Su manera de llevar adelante la investigación no era probablemente la más adecuada. Muchas de las preguntas parecían no tener objeto alguno. Además, el efecto que producía era que saltaba por encima de las cuestiones verdaderamente esenciales. Llegué a la conclusión de que la inesperada mención de los Cuatro Grandes le había sacado de sus casillas.

Tras examinar la mesa durante un minuto y estudiar la posición exacta que había ocupado, pidió se le mostraran las piezas de ajedrez. Sonia Daviloff se las llevó en una caja. Examinó unas cuantas de un modo superficial.

—Un juego exquisito —murmuró algo distraído. Sin embargo, no hizo ninguna pregunta sobre las bebidas que se habían consumido durante la partida o sobre las personas que habían estado presentes.

Me aclaré la garganta significativamente. —No cree usted, Poirot, que... Él me interrumpió perentoriamente.

—No piense, amigo mío. Deje eso para mí. Mademoiselle, ¿no podríamos hacer algo para ver a su tío?

Una ligera sonrisa se dibujó en la cara de la muchacha. —Sí, podrá verle. Comprenda que forma parte de mis obligaciones entrevistar primero a todos los extraños.

Salió de la sala. Oí un murmullo de voces en la habitación contigua y momentos después reapareció y nos condujo a la habitación de la que acababa de salir.

El hombre que se hallaba tendido en un sofá tenía una figura imponente. Era alto y delgado, con enormes y pobladas cejas. Su barba tenía un notable color blanco, y su cara aparecía demacrada como consecuencia del hambre y las penalidades: el doctor Savanoroff tenía una personalidad inequívoca Observé la forma peculiar de su cabeza, inusitadamente alta. Había oído decir que los jugadores de ajedrez tienen cerebros de gran tamaño. Se comprendía fácilmente que el doctor Savaronoff fuera el segundo mejor jugador del mundo. Poirot se inclinó.

Monsieur le docteur, ¿podría hablar con usted a solas? Savanoroff se dirigió a su sobrina. —Déjanos, Sonia.

Ella abandonó la habitación obedientemente. —Usted me dirá, señor.

—Doctor Savaronoff, recientemente entró usted en posesión de una enorme fortuna. Si muriese inesperadamente, ¿quién la heredaría?

—He hecho testamento dejándoselo todo a mi sobrina, Sonia Daviloff. No creerá usted...

—No creo nada, pero usted no había visto a su sobrina desde que era niña. No sería difícil que otra persona representase su papel. Savaronoff quedó estupefacto ante esta indicación. Poirot continuó. —Respecto a este punto basta con lo que le he dicho. Le pongo sobre aviso. Eso es todo. Me gustaría que me describiera la partida de ajedrez que jugó la otra noche. —¿Qué entiende por describir?

—Bueno, no soy jugador de ajedrez, pero tengo entendido que existen varios modos de empezar por ejemplo... el gambito, ¿no lo llaman así?

El doctor Savaronoff sonrió ligeramente.

—¡Ah!, ahora le comprendo. Wilson hizo una apertura Ruy López, que es una de las más seguras que existen y la que se adopta con mayor frecuencia en los torneos y partidas.

—¿Y cuánto tiempo llevaban jugando cuando ocurrió la tragedia?

—Debió ser alrededor del tercer o cuarto movimiento cuando de pronto Wilson cayó sobre la mesa. Parecía fulminado por un rayo.

Poirot se levantó para marcharse. Aunque formuló su última pregunta como si careciera por completo de importancia, yo sabía que no era así.

—¿Comió o bebió alguna cosa?

—Un whisky con soda, me parece.

—Gracias, doctor Savaronoff. No le molesto más.

Iván se hallaba en el vestíbulo, dispuesto a acompañarnos hasta la puerta. Poirot se quedó retrasado en el umbral.

—¿Sabe usted quién vive en el piso de abajo?

—Sir Charles Kingwell, un diputado, señor. Aunque ha sido alquilado recientemente.

—Gracias.

Al salir nos sumergimos en la brillante luz solar invernal.

—Poirot, la verdad es que no creo que su actuación haya sido muy brillante en esta ocasión. Sus preguntas me parecieron fuera de lugar.

—¿Lo cree así, Hastings? —me miró con aire suplicante, y añadió—: Sí, es verdad, me sentí bouleversé. ¿Qué habría preguntado usted?

Consideré la cuestión cuidadosamente y luego expuse a grandes rasgos mi plan a Poirot. Él parecía escucharme con gran interés. Mi monólogo duró casi hasta llegar a casa.

—Excelente y muy completo, Hastings —dijo Poirot, mientras introducía su llave en la puerta y me precedía al subir la escalera—. Pero completamente innecesario.

—¡Innecesario! —exclamé asombrado—. Si el hombre fue envenenado...

—¡Vaya! —exclamó Poirot abalanzándose sobre una nota que se hallaba encima de la mesa—. Es de Japp. Lo esperaba.

Me la entregó. Era un mensaje breve y concreto. No se habían encontrado vestigios de veneno y nada parecía indicar de qué forma había muerto el hombre.

—Ya ve —dijo Poirot—, nuestras preguntas hubieran sido completamente innecesarias.

—¿Adivinó esto de antemano?

—«Prediga el probable resultado de la mano» —recordó Poirot un reciente problema de bridge al que yo había dedicado mucho tiempo—. Mon ami, cuando uno tiene éxito en una cosa así, no se dice que lo ha adivinado.

—No sea quisquilloso —dije con impaciencia—. ¿Había previsto esto?

—Sí, en efecto.

—¿Por qué?

Poirot metió la mano en el bolsillo y sacó un alfil blanco.

—Se ha olvidado de devolverle su alfil al doctor Savaronoff —exclamé.

—Está en un error, amigo mío. Ese alfil sigue todavía en mi bolsillo izquierdo. Este otro lo tomé de la caja de ajedrez que mademoiselle Daviloff tuvo la amabilidad de permitir que examinara. El plural de un alfil es dos alfiles.

Pronunció la «s» final con un gran siseo. Yo estaba completamente desconcertado.

—Pero, ¿por qué se lo llevó?

Parbleu, quería saber si eran exactamente iguales.

Los dejó en la mesa uno junto a otro.

—Bien, por supuesto —dije yo—, son exactamente iguales.

Poirot los miró con la cabeza ladeada.

—Le confieso que lo parecen. Pero uno no debe dar ningún hecho por sentado hasta que lo haya podido comprobar. Tráigame por favor mi pequeña balanza.

Con infinito cuidado pesó las dos piezas de ajedrez. Luego se volvió hacia mí con la cara iluminada por el triunfo.

—Estaba en lo cierto. Ya ve cómo tenía razón. ¡Es imposible engañar a Hércules Poirot!

Se precipitó hacia el teléfono y aguardó con impaciencia.

—¿Es usted, Japp? ¡Ah! Es usted. Aquí Hércules Poirot. Vigile al criado Iván. De ningún modo deje que se le escape de entre las manos. Sí, sí, tal como le digo.

Colgó el auricular y se volvió hacia mí.

—¿Todavía no se ha dado cuenta, Hastings? Se lo explicaré. Wilson no fue envenenado sino electrocutado. Una fina varilla de metal atraviesa cada una de estas piezas de ajedrez. La mesa estaba preparada de antemano y dispuesta en un determinado lugar de la habitación. Al colocar el alfil sobre uno de los cuadrados de plata, la corriente pasó a través del cuerpo de Wilson, matándole instantáneamente. La única huella que dejó en el cuerpo de Wilson fue una quemadura eléctrica en su mano izquierda, porque era zurdo. La «mesa especial» era un mecanismo extremadamente ingenioso. La mesa que yo examiné era un duplicado perfectamente inocente. La reemplazaron por la otra inmediatamente después del crimen. El mecanismo fue accionado desde el piso de abajo que, recuerde, fue alquilado amueblado. Pero por lo menos tuvo que haber un cómplice en el piso de Savaronoff. La muchacha es un agente de los Cuatro Grandes, que trabaja para heredar el dinero de Savaronoff.

—¿E Iván?

—Tengo muy fundadas sospechas de que Iván es nada menos que el famoso Número Cuatro.

—¿Cómo?

—Sí. Se trata indudablemente de un maravilloso actor. Lo que entre la gente de teatro se llama una «barba». Puede representar cualquier papel.

Recordé nuestras pasadas aventuras; el empleado del manicomio, el joven de la carnicería, el afable doctor, todos el mismo hombre y todos absolutamente distintos entre sí.

—Es asombroso —dije por fin—. Todo encaja. Savaronoff barruntó que algo se tramaba y por eso es por lo que se mostraba tan poco dispuesto a jugar la partida.

Poirot me miró sin hablar. Luego se volvió bruscamente de espaldas y empezó a pasear de un lado a otro de la habitación.

—¿Tiene por casualidad un libro de ajedrez, mon ami? —dijo de pronto.

—Creo que lo debo tener por ahí.

Tardé algún tiempo en encontrarlo, pero por fin pude llevárselo a Poirot, el cual se hundió en un sillón y empezó a leerlo con gran atención.

Al cabo de un cuarto de hora sonó el teléfono. Contesté. Era Japp. Iván había abandonado el piso llevando consigo un gran bulto. Saltó a un taxi que le aguardaba y empezó la caza. Con toda evidencia trataba de despistar a sus perseguidores. Al final pareció que lo había logrado y fue entonces cuando se dirigió a una gran casa vacía situada en Hampstead. La casa estaba rodeada.

Le conté todo esto a Poirot. Se limitó a mirarme como si apenas comprendiera lo que le estaba diciendo. Levantó la vista del libro de ajedrez.

—Escuche esto, amigo mío. Esta es la apertura Ruy López: 1. P4R - P4R; 2. CR3AR - CD3AD; 3. AR5CD. Se plantea entonces la cuestión de cuál es la mejor tercera jugada de las negras. Las negras podían elegir entre varias defensas. Fue la tercera jugada de las blancas la que mató a Gilmour Wilson, es decir, AR5CD. Sólo la tercera jugada... ¿no le dice nada esto?

Yo no tenía ni la menor idea de lo que quería decir y así se lo manifesté.

—Supongo, Hastings, que, mientras estaba usted sentado en esta silla, oyó que se abría y cerraba la puerta principal, ¿que pensaría de ello?

—Pensaría que alguien se fue, supongo.

—Sí. Pero siempre hay dos modos de considerar las cosas. Alguien salió o alguien entró... Son dos cosas totalmente diferentes, Hastings. Con todo, si optó por la solución errónea, al poco tiempo surgirá alguna pequeña discrepancia que le demostrará que estaba equivocado.

—¿Qué quiere decir todo esto?

Poirot se puso en pie de un salto con súbita energía.

—Quiere decir que he sido un perfecto imbécil. ¡Deprisa, deprisa, vamos al piso de Westminster! Quizá lleguemos a tiempo todavía.

Salimos rápidamente y tomamos un taxi. Poirot no respondió a mis ansiosas preguntas. Subimos las escaleras de dos en dos. Aunque nuestras repetidas llamadas al timbre y golpes en la puerta no obtuvieron respuesta alguna, escuchando atentamente pude distinguir un gemido cavernoso procedente del interior.

El portero disponía de una llave y tras una breve discusión consintió en utilizarla.

Poirot fue directamente a la habitación interior. Nos recibió una bocanada de cloroformo. En el suelo estaba Sonia Daviloff, amordazada y atada, con un gran rollo de algodón saturado de cloroformo sobre la nariz y la boca. Poirot se lo quitó y tomó las medidas necesarias para que se restableciera. Poco después llegó el médico. Poirot le confió la muchacha y se apartó a un lado conmigo. El doctor Savaronoff no apareció por ninguna parte.

—¿Qué significa todo esto? —pregunté desconcertado. —Significa que ante dos deducciones iguales elegí la equivocada Me oyó decir que sería fácil representar el papel de Sonia Daviloff porque su tío no la había visto desde hacía muchos años.

—¿Y bien?

—Pues que la deducción exactamente contraria era también posible. Era igualmente fácil que alguien suplantara al tío.

—¿Cómo?

—Savaronoff murió al estallar la Revolución. El hombre que pretendía haber escapado de tan terribles penalidades, el hombre que estaba tan cambiado «que sus propios amigos apenas lo podían reconocer», el hombre que reclamó y obtuvo una enorme fortuna...

—Sí. ¿Quién era?

El Número Cuatro. No es de extrañar que se asustara cuando Sonia le dijo que había escuchado una de sus conversaciones privadas sobre los «Cuatro Grandes». De nuevo se me ha escapado de entre las manos. Adivinó que al final yo había dado con la verdadera pista, por lo que envió al honrado Iván a un tortuoso recado quimérico, cloroformizó a la muchacha y escapó. A estas horas habrá realizado la mayor parte de los valores que le dejó madame Gospoja.

—Entonces ¿quién fue el que intentó matarle?

—Nadie intentó matarle. Wilson fue desde el principio la víctima prevista.

—Pero, ¿por qué?

—Amigo mío, Savaronoff era el segundo gran jugador del mundo. Lo más probable es que el Número Cuatro ni siquiera conociera los rudimentos del ajedrez. Le era imposible jugar una partida de esa categoría. Trató de poner en práctica todo lo que sabía para evitar el desafío. Al fracasar, el destino de Wilson estaba decidido. Debía evitarse a toda costa que se descubriera que el gran Savaronoff no sabía jugar al ajedrez. A Wilson le gustaba mucho la apertura Ruy López y era seguro que la utilizaría. El Número Cuatro dispuso que la muerte llegara a la tercera jugada, antes de que surgieran las complicaciones de la defensa.

—Pero, mi querido Poirot —insistí—, ¿nos enfrentamos con un loco? He seguido el hilo de su razonamiento y admito que debe usted tener razón, pero... ¡matar a un hombre simplemente para mantener una apariencia! Creo que debe haber medios más sencillos para salvar una dificultad como ésa. Podía haber dicho que el médico le había aconsejado que se mantuviera apartado de las tensiones que producen las partidas.

Poirot arrugó la frente.

Certainement, Hastings —dijo—, había otras soluciones, pero ninguna tan convincente. Además, usted parte de la suposición de que siempre hay que evitar el matar a un hombre, ¿no es así? La mente del Número Cuatro no funciona de ese modo. Yo me pongo en su lugar, cosa que a usted le es imposible. Procuro imaginar sus pensamientos. El disfrutar con su papel de maestro en esa partida. Sin duda ha asistido a otros torneos de ajedrez. Se sienta y frunce el entrecejo como si estuviera pensando; da la impresión de que medita grandes planes, y desde el principio hasta el fin se está riendo por dentro. Es consciente de que sólo conoce dos jugadas y de que eso es todo lo que necesita saber. Una vez más, le gusta prever los acontecimientos y hacer que su rival sea su propio ejecutor en el momento exacto en que le venga bien al Número Cuatro... Sí, Hastings, empiezo a comprender la psicología de nuestro amigo.

Me encogí de hombros.

—Bueno, supongo que tiene razón, pero no consigo comprender cómo alguien esté dispuesto a correr un riesgo que puede evitar fácilmente.

—¡Riesgo! —bufó Poirot—. ¿Dónde está el riesgo? ¿Seria capaz Japp de resolver el problema? No. Si el Número Cuatro no hubiera cometido una pequeña equivocación no correría ningún riesgo.

—¿Y cuál fue su equivocación? —pregunté, aunque ya suponía cuál era la respuesta.

Mon ami, se olvidó de las células grises de Hércules Poirot.

Poirot tiene sus virtudes, pero la modestia no es precisamente una de ellas.

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