Capítulo VIII



En la boca del lobo

Después de nuestra aventura en el chalet de Passy. volvimos apresuradamente a Londres. Allí le aguardaban a Poirot varias cartas. Leyó una de ellas con una curiosa sonrisa y luego me la entregó.

—Lea esto, mon ami.

Miré primero la firma «Abe Ryland», y recordé las palabras de Poirot: «el hombre más rico del mundo». La carta era breve e incisiva. En ella manifestaba su profunda insatisfacción por la razón aducida por Poirot para retirarse en el último momento del asunto que se le había ofrecido en América del Sur.

—Esto da mucho que pensar, ¿no le parece? —dijo Poirot.

—Supongo que es muy natural que se haya molestado un poco.

—No, no, no me ha entendido. Recuerde las palabras de Mayerling, el hombre que se refugió aquí para acabar muriendo en manos de sus enemigos. El Número Dos está representado «por una 'S' con dos líneas que la atraviesan, es decir, el signo del dólar; también por dos barras y una estrella. Cabe suponer, por tanto, que se trata de un súbdito estadounidense y que representa el poder de la riqueza». Añada a esas palabras el hecho de que Ryland me ofreció una enorme suma para que cayera en la tentación de salir de Inglaterra... y... ¿y qué me dice de ello, Hastings?

—Eso significa —dije mirándole— que sospecha usted que Abe Ryland, el multimillonario, es el Número Dos de los Cuatro Grandes.

—Su brillante intelecto ha captado la idea, Hastings. Sí, eso es lo que sospecho. El tono en que ha dicho multimillonario ha sido elocuente, pero permítame que subraye un hecho. Este asunto lo dirigen hombres situados en las altas esferas, y el señor Ryland tiene fama de no ser muy honrado en sus tratos comerciales. Es un hombre hábil, falto de escrúpulos, que dispone de toda la riqueza que necesita y cuyo deseo de poder no tiene límites.

Indudablemente había que decir algo en relación con lo afirmado por Poirot. Le pregunté cuándo se había formado una opinión definitiva sobre esta cuestión.

—A decir verdad, no puedo afirmar nada con seguridad. No puedo estar seguro, mon ami Permítame asignarle definitivamente el Número Dos a Abe Ryland y nos habremos acercado más a nuestro objetivo.

—Ryland acaba de llegar a Londres, según veo —dije yo señalando la carta—. ¿Irá a verlo para presentarle sus excusas personalmente?

—Podría hacerlo.

Dos días después, Poirot volvió a nuestras habitaciones en un estado de inconcebible agitación.

—Amigo mío, ¡se ha presentado una ocasión asombrosa, sin precedentes, una ocasión que no se repetirá nunca! Pero existe un peligro, un grave peligro. No debería ni siquiera pedirle que lo intentara

Si Poirot trataba de asustarme no lo iba a conseguir de ese modo, y así se lo hice saber. Expuso entonces, con menos incoherencia, su plan.

Al parecer Ryland buscaba un secretario inglés, alguien que supiera comportarse en sociedad y tuviese buena presencia. Poirot sugirió que solicitara yo el puesto.

—Lo haría yo mismo, mon ami —explicó excusándose—. Pero, como comprenderá, para mí es casi imposible disfrazarme del modo adecuado. Hablo muy bien el inglés, salvo cuando estoy emocionado; pero mi pronunciación me traicionaría. Y aunque tuviera que sacrificar mi bigote, no me cabe duda de que seguiría siendo reconocido como Hércules Poirot.

Como sus argumentos me parecieron lógicos, le dije que estaba dispuesto a representar el papel e introducirme entre la gente de Ryland.

—Pero le apuesto diez contra uno a que no me va a contratar —observé.

—Sí, sí lo hará. Prepararé para usted tales recomendaciones que no tendrá más remedio que aceptarle. El propio ministro del interior le recomendará.

A mí me pareció que esto era llevar las cosas un poco lejos, pero Poirot rechazó mis protestas.

—Sí, le recomendará con gusto. Investigué para él un pequeño asunto que podría haber causado un grave escándalo. Todo se resolvió con discreción y delicadeza y ahora, como dicen ustedes los ingleses, se posa en mi mano como un pajarito y come las miguitas.

Lo primero que hicimos fue contratar los servicios de un artista del maquillaje. El hombrecillo tenía una curiosa manera de volver la cabeza, de un modo parecido a como lo hacen las aves. Los movimientos del propio Poirot no eran muy diferentes. Me estuvo estudiando durante algún tiempo en silencio y luego se puso a trabajar. Cuando media hora después me miré en el espejo, me quedé asombrado. Unos zapatos especiales hicieron que mi estatura aumentara por lo menos en cinco centímetros. Mi chaqueta fue reformada con objeto de darme un aspecto larguirucho, flaco y débil. La habilidosa alteración de mis cejas confirió un aspecto totalmente distinto a mi cara. Me puse almohadillas entre los dientes y los carrillos, y el intenso bronceado de mi cara desapareció, así como el bigote. A un lado de la boca destacaba un diente de oro.

—Su nombre —dijo Poirot— es Arthur Neville. Que Dios le guarde, amigo mío: mucho me temo que va usted a moverse por lugares peligrosos.

A la hora indicada por el señor Ryland, me presenté en el Hotel Savoy con el corazón latiéndome fuertemente, y pedí ver al gran magnate.

Tras aguardar unos minutos, me hicieron subir a su suite.

Ryland estaba sentado ante una mesa. Frente a él tenía abierta una carta que con el rabillo del ojo pude ver estaba escrita de puño y letra por el mismísimo ministro del interior. Era la primera vez que veía al millonario norteamericano y, sin poderlo remediar, me causó una excelente impresión. Era un hombre alto y delgado, con la barbilla prominente y la nariz ligeramente aguileña. Sus ojos brillaban fríos y grises detrás de unas cejas salientes. Tenía el pelo espeso y gris, y en la comisura de la boca llevaba, con una inclinación un tanto chulesca, un largo puro (sin el cual, como supe después, nunca se le veía).

—Siéntese —gruñó.

Me senté. Golpeó con los dedos la carta que tenía frente a él.

—Según me dicen aquí, es usted el hombre adecuado y no es necesario que yo busque más. Dígame, ¿está al tanto de las cuestiones relacionadas con la alta sociedad?

Le dije que creía poderle satisfacer en ese aspecto.

—Quiero decir que, si invito a duques, condes y vizcondes, etc. a la finca que he adquirido en el campo, ¿será usted capaz de clasificarlos correctamente y ponerlos en donde corresponda alrededor de una mesa?

—Naturalmente —repliqué, sonriendo.

Siguió examinándome durante algunos minutos y por último me contrató. Lo que deseaba el señor Ryland era un secretario que estuviera familiarizado con la sociedad inglesa. Ya tenía un secretario y una taquígrafa norteamericanos.

Dos días después fui a Hatton Chase, la residencia del duque de Loamshire, que el norteamericano millonario había alquilado por un período de seis meses.

Mis obligaciones no representaron para mí dificultad alguna. En cierta época de mi vida había sido secretario particular de un antiguo diputado del parlamento, por lo que el papel que tenía que desempeñar me resultaba bastante familiar. Aunque el señor Ryland solía tener muchos invitados durante el fin de semana, los restantes días eran relativamente tranquilos. Veía poco al señor Appleby, el secretario norteamericano, pero me pareció un joven normal y agradable, muy eficiente en su trabajo. Aún veía menos a la señorita Martin, la taquígrafa. Se trataba de una bonita muchacha de unos veintitrés o veinticuatro años, con pelo castaño rojizo y ojos pardos que en algunas ocasiones podían parecer traviesos: bien es verdad que la mayor parte de las veces la joven bajaba formalmente la mirada. Me pareció que su jefe no era santo de su devoción, aunque, por supuesto, tenía un buen cuidado de no dejar traslucir sus sentimientos. Sin embargo, llegó un momento en que inesperadamente me hizo depositario de su confianza.

Yo, claro está, había estudiado cuidadosamente a todos los miembros de la casa. Algunos de los sirvientes habían sido contratados recientemente: uno de los criados, al parecer, y algunas de las doncellas. El mayordomo, el ama de llaves y el cocinero pertenecían al personal del duque, y habían accedido a seguir en la casa. Descarté a las doncellas por parecerme poco importantes. Examiné muy cuidadosamente a James, el segundo lacayo; pero estaba claro que no era más que un lacayo de segunda clase y solamente eso. Había sido contratado, por supuesto, por el mayordomo. Una de las personas que menos confianza me inspiró fue Deaves, el ayuda de cámara de Ryland, a quien éste se había traído de Nueva York. Aunque inglés de nacimiento y de modales irreprochables, yo abrigaba sin embargo vagas sospechas en relación con su persona.

Llevaba ya tres semanas en Hatton Chase y no se había producido ninguna clase de incidente con el que yo pudiera fundamentar nuestra teoría. No existía ningún indicio de las actividades de los Cuatro Grandes. Aunque el señor Ryland era un hombre de una fuerza y personalidad arrolladoras llegué a creer que Poirot había cometido una equivocación al relacionarlo con aquella terrible organización. De un modo casual oí incluso cómo hablaban de Poirot una noche durante la cena.

—Dicen que es un tipo extraordinario; pero a mí me parece más bien una persona que desiste fácilmente de lo que ha comenzado. ¿Que cómo lo sé? Hice un trato con él y me dejó plantado en el último minuto. No quiero saber nada más de ese monsieur Hércules Poirot de ustedes.

En momentos como aquéllos era cuando me parecían más fastidiosas las almohadillas que llevaba entre los dientes y los carrillos.

Por entonces, la señorita Martin me contó una historia bastante curiosa. Ryland había ido a pasar el día a Londres, y se había llevado consigo a Appleby. La señorita Martin y yo paseábamos por el jardín después del té. La joven me gustaba mucho por su modo de ser, natural y poco afectado. Comprendí que había algo que le preocupaba y ese algo salió por fin a la luz en la conversación.

—¿Sabe, comandante Neville —me dijo—, que estoy pensando en abandonar este empleo?

Me mostré algo asombrado y ella continuó atropelladamente.

—¡Ya sé que en cierto modo es estupendo conseguir un empleo así! Supongo que la mayoría de las personas me considerarían tonta por abandonarlo. Pero no soporto los malos tratos, comandante Neville. Escuchar palabrotas como si estuviéramos entre carreteros es más de lo que puedo aguantar. Ningún caballero haría tal cosa.

—¿Le habla Ryland en esa forma?

Ella afirmó.

—Por supuesto, tiene mal carácter y está siempre irritado. Eso es algo que no puede sorprenderle a nadie durante la jornada de trabajo. Pero dejarse arrebatar por esos accesos de violencia... por nimiedades. ¡Realmente me miró como si se dispusiera a matarme! Y, como ya le digo, por una cosa sin la menor importancia.

—Cuénteme qué pasó —le dije muy interesado.

—Como sabe, abro todas las cartas dirigidas al señor Ryland. Algunas se las paso al señor Appleby, de otras me ocupo yo personalmente; pero soy yo siempre quien hace la clasificación preliminar. Ahora bien, hay ciertas cartas que están escritas en papel azul y con un diminuto cuatro marcado en la esquina... perdón, ¿decía usted?

Yo no pude reprimir una exclamación ahogada, pero me apresuré a negar con la cabeza y le rogué que continuara.

—Bien, pues, como iba diciendo, llegan estas cartas y hay órdenes estrictas de no abrirlas nunca. Debo entregárselas directamente y sin abrir al señor Ryland. Por supuesto, siempre lo he hecho así. Pero ayer por la mañana hubo un volumen inusitadamente grande de correo y yo estaba abriendo las cartas con mucha prisa. Por equivocación abrí una de las cartas azules. Tan pronto como vi lo que había hecho, se la llevé al señor Ryland y le expliqué lo que me había pasado. Con gran sorpresa por mi parte, se puso extraordinariamente furioso. Como le decía me asusté muchísimo.

—¿Qué cree que podía contener la carta para que se alterara de ese modo?

Absolutamente nada, y eso es lo más curioso del caso. Yo la había leído antes de descubrir mi equivocación. Era muy breve y todavía la recuerdo palabra por palabra; en ella no había nada que pudiera contrariar a nadie.

—¿Dice que puede recordarla? —dije animándola a que la repitiera.

—Sí—. Hizo una pausa durante unos momentos y a continuación repitió lentamente el contenido de la carta mientras yo anotaba las palabras con discreción. La carta decía así:


Distinguido señor Lo esencial ahora es que vea la propiedad. Si usted quiere incluir la cantera, entonces parece razonable diecisiete mil. Excesivo el once por ciento. El cuatro es suficiente. Le saluda atentamente

Arthur Leversham


La señorita Martin siguió diciéndome:

—Se refiere evidentemente a alguna propiedad que el señor Ryland pensaba comprar. Pero, francamente, considero que es peligroso un hombre que por una nimiedad es capaz de montar en cólera de ese modo. ¿Qué cree que debo hacer, señor Neville? Usted tiene más mundo que yo.

Tranquilicé a la joven y le indiqué que el señor Ryland sufría probablemente de la enfermedad propia de los miembros de su clase: la dispepsia. Al final la dejé bastante confortada. Con todo, yo no estaba tan satisfecho de mí mismo. Una vez que la muchacha se hubo ido y pude quedarme solo, saqué mi cuaderno de notas y escribí la carta de la que había tomado nota. ¿Qué significado tendría aquella aparentemente inocente misiva? ¿Se referiría a algún negocio que Ryland había emprendido y del que tenía gran interés en que no se escapara ningún detalle hasta que la operación se hubiera realizado? Esa era una posible explicación. Pero recordé el pequeño cuatro con el que se marcaban los sobres y pensé que, por fin, me hallaba sobre la pista de lo que estábamos buscando.

Toda aquella noche y la mayor parte del día siguiente lo pasé estudiando la carta... y de pronto hallé la solución. Era muy sencillo. La cifra cuatro era la guía. Leyendo una palabra de cada cuatro en la carta, aparecía un mensaje' completamente distinto:

«Esencial vea usted cantera diecisiete once cuatro».

Tampoco era difícil adivinar lo que significaban las tres cifras consecutivas. Diecisiete correspondía al diecisiete de octubre, que era el día siguiente; once era la hora, y cuatro la firma, que podía referirse al propio Número Cuatro o bien a la «marca», por decirlo de algún modo, de los Cuatro Grandes. También lo de la cantera era inteligible. En la finca había una gran cantera abandonada a cosa de media milla de la casa. Era un lugar solitario, ideal para una reunión secreta.

Durante unos momentos estuve tentado de llevar el asunto yo solo. Sería una gran satisfacción apuntarme un tanto, siquiera fuera por una sola vez, para poder jactarme ante Poirot.

Pero al final dominé la tentación. Éste era un gran asunto y yo no tenía derecho a actuar por mi cuenta poniendo quizá en peligro nuestras posibilidades de éxito. Por primera vez nos habíamos adelantado a nuestros enemigos. Ahora se trataba de llevar el asunto a feliz término y, aunque me costara reconocerlo, Poirot era de los dos el más inteligente.

Le escribí inmediatamente exponiéndole los hechos y explicándole lo urgente que era que escucháramos lo que se dijera en la entrevista. Si quería dejármelo a mí, santo y bueno. Pero le daba instrucciones detalladas de cómo llegar hasta la cantera desde la estación para el caso de que juzgase más prudente hallarse presente.

Llevé mi carta al pueblo y la eché al correo personalmente. Durante mi estancia me había podido comunicar con Poirot mediante el simple recurso de echar personalmente mis cartas al correo; pero acordamos que él no debía intentar comunicarse conmigo por si alguien interceptaba mi correspondencia.

Al atardecer del día siguiente yo ardía de impaciencia. No había invitados en la casa y estuve ocupado con el señor Ryland en su estudio durante todas las horas que precedieron a la noche. Había previsto que esto sería lo que ocurriría, por lo que no tenía esperanzas de poder recibir a Poirot en la estación. Sin embargo, confiaba en que podría terminar el trabajo antes de las once de la noche.

Poco antes de las diez y media, el señor Ryland miró el reloj y dijo que ya no podía más. No hice oídos sordos a su insinuación y me retiré discretamente. Me dirigí al piso superior como si fuera a acostarme, pero me deslicé silenciosamente por una escalera lateral y salí al jardín. Había tomado la precaución de ponerme un abrigo oscuro para ocultar la blancura de mi pechera blanca.

Cuando llevaba recorrido un buen trecho miré por casualidad encima de mi hombro y vi que el señor Ryland acababa de salir de su estudio por la ventana francesa que daba al jardín. Se disponía a acudir a la cita. Avivé el paso para poder tomarle una clara delantera y llegué a la cantera casi sin aliento. No parecía haber nadie por allí y serpenteando me metí en una espesa maraña de matorrales, dispuesto a esperar acontecimientos.

Diez minutos después, exactamente a las once, llegó Ryland con el sombrero inclinado sobre los ojos y el inevitable puro en la boca. Echó una rápida ojeada alrededor y a continuación se internó en las oquedades de la cantera que había más abajo. Al momento oí un bajo murmullo de voces. Evidentemente el hombre, u hombres, quienesquiera que fueran, habían llegado antes a la cita. Con precaución salí serpenteando de entre los arbustos, centímetro a centímetro, tomando las máximas precauciones para no hacer ruido y casi arrastrándome avancé por un sendero de fuerte pendiente. Tanto me acerqué que solamente una roca me separaba de los hombres que hablaban. Amparado por la oscuridad rodeé la roca y me encontré frente a la boca de una negra pistola automática dé aspecto siniestro!

—¡Manos arriba! —dijo el señor Ryland concisamente—. Le esperaba Estaba sentado a la sombra de la roca, por lo que no podía verle la cara; pero el tono amenazador de su voz era desagradable. Luego sentí un aro de frío acero en mi nuca y Ryland bajó su pistola.

—Está bien, George —dijo arrastrando las sílabas—. Tráelo aquí.

Lleno de rabia para mis adentros, fui conducido a un lugar entre las sombras en el que el invisible George (que supuse sería el impecable Deaves) me amordazó y ató hasta inmovilizarme.

Ryland habló de nuevo en un tono que me resultaba difícil reconocer de tan frío y amenazador que era.

—Éste va a ser el fin de ustedes dos. Se han interpuesto en el camino de los Cuatro Grandes más allá de lo conveniente. ¿Ha oído hablar alguna vez de los corrimientos de tierras? Aquí se produjo uno de ellos hará un par de años. Esta noche se va a producir otro. Lo he preparado todo perfectamente. Ese amigo suyo no parece llegar a las citas con mucha puntualidad.

Me estremecí horrorizado. ¡Poirot! Dentro de unos momentos entraría directamente y por su propio pie en la trampa. A mí me era imposible advertirle. Mi única esperanza residía en que hubiera preferido dejar el asunto en mis manos y se hubiera quedado en Londres. De haber venido, tendría que haber llegado ya.

Con cada minutó que transcurría, mis esperanzas aumentaban. De pronto, esas esperanzas quedaron reducidas a la nada Oí ruido de pasos, de pasos cautelosos, pero pasos al fin y al cabo. Me retorcí angustiado por mi impotencia. Procedían del sendero. Al poco Poirot en persona apareció, con la cabeza un poco ladeada y escudriñando las sombras.

Oí el gruñido de satisfacción que emitió Ryland al levantar la automática y gritar «Manos arriba». Deaves se lanzó hacia adelante de un salto y quedó a la espalda de Poirot. Se había completado la emboscada.

—Es un placer conocerle, monsieur Hércules Poirot —dijo cruelmente el norteamericano.

El dominio de sí mismo del que hacía gala Poirot era maravilloso. No se inmutó lo más mínimo. Pero vi que sus ojos escudriñaban la oscuridad.

—¿Y mi amigo? ¿Está aquí?

—Sí, han caído ustedes dos en la trampa: la trampa de los Cuatro Grandes —y se echó a reír.

—¿Una trampa? —inquirió Poirot.

El norteamericano no quiso perder la oportunidad de hacer un juego de palabras:

—¿Todavía no ha «caído» usted?

—Sí, he entendido que aquí hay una trampa —dijo Poirot suavemente—. Pero está usted equivocado, monsieur. Es usted quien ha caído en ella, no mi amigo y yo.

—¿Qué?

Aunque Ryland levantó la automática, por la expresión de su mirada comprendí que titubeaba.

—Si dispara, cometerá un asesinato presenciado por diez pares de ojos y será ahorcado por ello. Este lugar está rodeado desde hace una hora por hombres de Scotland Yard. Es un jaque mate, señor Abe Ryland.

Lanzó un curioso silbido y, como por arte de magia, aquel lugar se pobló de policías, que apresaron a Ryland y a su ayuda de cámara y los desarmaron. Tras decir unas cuantas palabras al oficial encargado de la operación, Poirot me asió por el brazo y me alejó de allí.

Una vez fuera de la cantera me estrechó entre sus brazos calurosamente.

—Está usted vivo e ileso. Es estupendo. No sabe cuántas veces me he reprochado el haberle dejado venir.

—Estoy perfectamente bien —dije zafándome de su abrazo—. Pero estoy un poco a oscuras. ¿Cayó en la cuenta de su estratagema, no es así? —¡Lo esperaba! ¿Por qué otro motivo cree que permití que viniera? Su nombre falso, su disfraz, ¡ni por un momento estaban destinados a engañar a nadie!

—¿Cómo? —exclamé—. Usted no me dijo nada.

—Como ya le he dicho muchas veces, Hastings, tiene usted un carácter tan transparente y honrado que a menos que usted mismo esté engañado, es imposible que engañe a otros. A usted le descubrieron desde el primer momento e hicieron lo que yo esperaba que harían en cuanto pusieran en funcionamiento las células grises: utilizarle como cebo. Le echaron la chica... Por cierto, mon ami, como dato interesante desde el punto de vista psicológico, ¿tiene el pelo rojo?

—¿Se refiere a la señorita Martin? —pregunté fríamente—. Su cabello tiene una delicada tonalidad rojiza, pero...

—¡Estos individuos son épatants! Hasta han estudiado la psicología de usted. ¡Oh!, sí, amigo mío, la señorita Martin estaba metida en el asunto. Ella le repite la carta junto con el cuento del ataque de ira del señor Ryland. Usted toma nota de ella, se estruja los sesos. La clave está bien preparada: es difícil pero no demasiado. Usted la descubre y me avisa para que venga.

»Pero lo que ellos no saben es que yo estoy esperando precisamente que todo esto suceda Inmediatamente voy a ver a Japp, dispongo las cosas y, como ha podido observar, ¡hemos triunfado!

Yo no me sentía especialmente complacido con Poirot y así se lo dije. A primeras horas de la madrugada regresamos a Londres en un tren que transportaba leche; como puede suponerse, el viaje no resultó especialmente agradable.

Acababa de bañarme y estaba entregado a agradables pensamientos relacionados con el desayuno cuando oí la voz de Japp en el cuarto de estar. Me puse una bata y salí corriendo.

—Bonito descubrimiento el que nos ha hecho usted esta vez —decía Japp—. Ha quedado muy mal, Poirot. Es la primera vez que le veo dar un tropezón.

La cara de mi amigo reflejaba su perplejidad. Japp prosiguió:

—Así es que nosotros tomándonos en serio todo eso de la Mano Negra y resulta que desde principio a fin fue cosa del lacayo.

—¿Del lacayo? —dije con voz entrecortada.

—Sí, James o como quiera que se llame. Parece ser que apostó en el comedor de los criados a que «su señoría», eso va por usted, señor Hastings, le tomaría por el viejo y que le haría creer un montón de majaderías sobre una banda denominada los Cuatro Grandes.

—¡Imposible! —exclamé.

—Aunque usted no se lo crea. Llevé a nuestro caballero directamente a Hatton Chase y allí resultó que el verdadero Ryland estaba acostado y dormido; el mayordomo, la cocinera y sabe Dios cuántos más, no dejaban de repetir lo de la apuesta. No fue más que una broma estúpida, eso es lo que fue. El propio ayuda de cámara se prestó a tomar parte en la burla.

—De modo que ése es el motivo de que se mantuviera en la sombra —murmuró Poirot.

Una vez que se hubo marchado Japp, nos miramos mutuamente.

—Hastings, ahora sabemos con seguridad —dijo Poirot por último— que Abe Ryland es el Número Dos de los Cuatro Grandes. La mascarada por parte del lacayo tuvo por objeto asegurar una salida en caso de apuro. Y el lacayo...

—Sí —dije en voz baja.

—Es el Número Cuatro —dijo Poirot muy serio.

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