Capítulo I



Un huésped inesperado

Sé de personas a las que les gusta la travesía del Canal de la Mancha; hombres que se sientan plácidamente en sus sillas de cubierta y, a la llegada, esperan el amarre del barco; sin ponerse nerviosos, recogen luego sus pertenencias y desembarcan. Yo nunca he logrado comportarme así. Desde el momento en que subo a bordo tengo la sensación de que el tiempo es demasiado corto para hacer nada concreto. Traslado mis maletas de un sitio a otro, y si bajo al salón para tomar algo, me trago la comida con la molesta sensación de que el barco puede llegar a puerto inesperadamente mientras estoy abajo. Quizá todo esto sea una simple herencia de los cortos permisos que le daban a uno durante la guerra, cuando parecía muy importante conseguir un lugar cerca de la pasarela y hallarse entre los primeros en desembarcar para no desperdiciar unos cuantos y preciosos minutos del permiso de tres o cinco días.

Aquella mañana de julio a la que me estoy refiriendo, mientras permanecía de pie junto a la barandilla y observaba cómo se acercaban los blancos acantilados de Dover, sentí verdadera admiración por los pasajeros que eran capaces de estar sentados con calma en sus sillas y ni siquiera levantaban los ojos para echar un primer vistazo a su país natal. Es posible que su caso fuera distinto del mío. Probablemente muchos de ellos sólo habían cruzado el canal para pasar el fin de semana en París, mientras que yo había permanecido los últimos dieciocho meses de mi vida en un rancho en la Argentina. Las cosas se me habían dado bien y tanto mi esposa como yo habíamos disfrutado de la vida libre y fácil de Sudamérica. Sin embargo, se me hizo un nudo en la garganta al contemplar como nos íbamos aproximando cada vez más a aquella costa familiar.

Tras desembarcar en Francia dos días antes, había realizado unas gestiones indispensables en ese país. Y ahora me hallaba camino de Londres, donde me proponía pasar unos meses, el tiempo necesario para visitar a unos viejos amigos y sobre todo a uno en particular: un hombrecillo con cabeza en forma de huevo y ojos verdes. ¡Hércules Poirot!

Me proponía darle una sorpresa. En mi última carta desde la Argentina no había hecho mención alguna a mi deseado viaje: mi decisión había sido tomada precipitadamente como consecuencia de ciertas complicaciones comerciales. Y me había entretenido imaginándome su alegría y sorpresa al contemplarme.

Yo sabía que no era probable que se hallase lejos de su cuartel general. Ya había quedado atrás la época en que sus casos le llevaban de un extremo a otro de Inglaterra. Su fama se había extendido y en adelante no permitiría que un caso absorbiera todo su tiempo. A medida que pasaban los años, estaba cada vez más convencido de que lo suyo era ser considerado como un «detective asesor» tan especializado como pueda serlo un médico de Harley Street. Siempre se había burlado de la muy extendida idea del sabueso humano que se disfrazaba admirablemente para seguir la pista de los criminales y que se detiene ante cada huella para medirla.

—No, amigo Hastings —me decía—, eso se lo dejaremos a Giraud y a sus amigos. Hércules Poirot tiene métodos propios. Orden y método y «las celulitas grises». Sentados cómodamente en nuestros sillones vemos las cosas que otros pasan por alto y no sacamos conclusiones precipitadas, como el benemérito Japp.

Así pues, no era de temer que Hércules Poirot se hallara muy lejos. Al llegar a Londres, dejé mi equipaje en el hotel y me dirigí directamente a su antiguo domicilio. ¡Qué conmovedores recuerdos traía aquella casa a mi memoria! Apenas me detuve a saludar a mi antigua patrona; subí a toda prisa las escaleras de dos en dos y llamé a la puerta de Poirot.

—Pase —gritó desde dentro una voz familiar.

Entré y me encontré a Poirot frente a mí. En sus brazos sostenía una pequeña maleta que dejó caer con estrépito al verme.

—¡Mon ami, Hastings! —exclamó—. ¡Mon ami, Hastings!

Y lanzándose hacia adelante me dio un gran abrazo. Nuestra conversación, incoherente e inconsecuente, fue una mezcla confusa de exclamaciones, preguntas impacientes, respuestas incompletas, mensajes de mi esposa y explicaciones sobre el objeto de mi viaje.

—¿Supongo que habrá alguien en mis antiguas habitaciones? —pregunté por último, una vez nos hubimos sosegado un poco—. Me gustaría alojarme de nuevo aquí, junto a usted.

La expresión del rostro de Poirot cambió con una rapidez sorprendente.

Mon dieu! ¡Pero qué chance épouvantable! Mire a su alrededor, amigo mío.

Por primera vez me di cuenta de lo que me rodeaba. Junto a la pared había un gran baúl de diseño prehistórico y no muy lejos estaba un conjunto de maletas ordenadas cuidadosamente por tamaños de mayor a menor. La deducción que cabía hacer era inequívoca.

—¿Se va usted?

—Sí.

—¿Adónde?

—A América del Sur.

—¿Cómo?

—Sí, es una gran casualidad, ¿verdad? Me dirijo a Río y todos los días me decía: no le diré nada en mis cartas. ¡Qué sorpresa se llevará el bueno de Hastings cuando me vea!

—¿Pero cuándo se va?

Poirot miró el reloj.

—Dentro de una hora.

—¿Pero no decía siempre que no habría nada que le indujera a hacer un largo viaje por mar?

Poirot cerró los ojos y se estremeció.

—No me hable de ello, amigo mío. Mi médico me asegura que nadie se muere por ello, y además es sólo por una vez. ¿Sabe? No volveré nunca... nunca.

Me acercó una silla.

—Siéntese, le explicaré lo que ha sucedido. ¿Sabe quién es el hombre más rico del mundo? ¿Más rico incluso que Rockefeller? Abe Ryland.

—¿Ese norteamericano rey del jabón?

—Exactamente. Uno de sus secretarios vino a verme. Hay un gran enredo en relación con una importante compañía de Río de Janeiro. Quería que investigase la cuestión sobre el terreno, pero me negué. Le dije que si me exponía los hechos le daría mi opinión como experto. Pero él no estaba facultado para hacerlo. Sólo se me facilitaría la información a mi llegada allí. Lo normal es que con esa contestación hubiese dado por terminado el asunto, pues dictar órdenes a Hércules Poirot es una auténtica impertinencia. Pero la cantidad que me ofrecía era tan increíble que por primera vez en mi vida me tentó el dinero. Lo suficiente como para vivir holgadamente el resto de mis días: ¡una verdadera fortuna! Y luego había un segundo atractivo: usted, amigo mío. Durante este último año y medio me he sentido un viejo solitario. Pensé para mí: ¿por qué no? Empiezo a sentirme hastiado de esta interminable resolución de problemas absurdos. He alcanzado fama suficiente. Voy a aceptar ese dinero y me voy a establecer en algún sitio cercano a las tierras de mi viejo amigo.

Aquella muestra de afecto por parte de Poirot me conmovió.

—Así es que acepté —continuó— y dentro de una hora debo salir para tomar el tren que me conducirá al barco. Una de las pequeñas ironías de la vida, ¿no es verdad? Pero he de admitir, Hastings, que de no haber sido tan grande la cifra de dinero que me han ofrecido quizá hubiera dudado, pues se da el caso de que últimamente he iniciado una pequeña investigación por mi cuenta. Dígame, ¿qué suele entenderse con la expresión «los Cuatro Grandes»?

—Supongo que esa expresión tuvo su origen en la Conferencia de Versalles; también están los famosos «Cuatro Grandes» del mundo del cine. Ese término se ha utilizado también para designar a personas de escasa importancia.

—Ya veo —dijo Poirot pensativamente—. He tropezado con la expresión en ciertas circunstancias en las que no es aplicable ninguna de esas explicaciones. Parece referirse a una banda de criminales internacionales o algo parecido. Sólo que...

—¿Qué? —le pregunté al ver que vacilaba.

—Que me imagino que se trata de algo en gran escala. No es más que una pequeña idea mía. ¡Ah! Pero he de terminar mi equipaje. Me queda muy poco tiempo.

—No se vaya —le dije—. Cancele su pasaje y salga en el mismo barco en que yo regreso.

Poirot se detuvo y me dirigió una mirada de reproche.

—¡Ah! Entonces no me ha entendido. He dado mi palabra, ¿comprende?, la palabra de Hércules Poirot. Ahora sólo una cuestión de vida o muerte podría detenerme.

—Y eso no es probable que suceda —murmuré con tristeza—. A menos que en el último instante se abra la puerta y entre un huésped inesperado.

De pronto nos llamó la atención un ruido procedente de la habitación interior.

—¿Qué es eso? —exclamé.

Ma foi!—dijo Poirot—. Parece como si su «huésped inesperado» estuviera en mi dormitorio.

—Pero en su dormitorio no puede haber nadie: no hay más puerta que la que comunica con esta habitación.

—Su memoria es excelente, Hastings. Sólo cabe deducir que...

—¡La ventana! ¿Es un ladrón, entonces? Pero es muy difícil trepar hasta ahí, por no decir imposible.

Me levanté y me dirigí hacia la puerta, cuando me detuvo el ruido producido por alguien que trataba de abrirla desde el otro lado.

Se abrió la puerta lentamente y el umbral enmarcó la figura de un hombre cubierto de polvo y barro de pies a cabeza. Su cara era delgada y estaba demacrada. Nos miró durante un momento, luego se tambaleó y cayó al suelo. Poirot se precipitó hacia él y levantando la vista me dijo:

—Alcánceme el coñac, deprisa.

Eché enseguida un poco de coñac en un vaso y se lo llevé. Poirot se las arregló para hacerle beber y juntos lo levantamos y llevamos al sofá. Al cabo de unos minutos abrió los ojos y miró a su alrededor con el aspecto del que tiene la mente en blanco.

—¿Qué es lo que desea, monsieur? —inquirió Poirot.

El hombre abrió sus labios y habló mecánicamente con voz extraña.

Monsieur Hércules Poirot, calle Farraway 14.

—Sí, sí. Soy yo.

El hombre no parecía entender y se limitó a repetir en el mismo tono:

Monsieur Hércules Poirot, calle Farraway 14.

Poirot le hizo varias preguntas. Unas veces el hombre no contestaba; otras repetía la misma frase. Poirot me hizo señas para que telefonease.

—Llame al doctor Ridgeway.

Afortunadamente el médico estaba en casa, y como ésta se encontraba a la vuelta de la esquina, a los pocos minutos se presentó.

—¿Qué sucede?

Poirot le dio una breve explicación y el médico empezó a examinar a nuestro extraño visitante, el cual no parecía darse cuenta en absoluto de su presencia ni de la nuestra.

—¡Hum! —exclamó el doctor Ridgeway una vez que hubo terminado de examinar a aquel hombre—. Curioso caso.

—¿Fiebre cerebral? —sugerí.

El doctor no pudo ocultar su escepticismo.

—¡Fiebre cerebral! ¡Fiebre cerebral! No existe tal cosa. Eso es una invención de los novelistas. No, este hombre ha sufrido alguna conmoción. Vino aquí impulsado por una idea persistente, la de encontrar a monsieur Poirot, calle Farraway 14, y repite esas palabras mecánicamente sin tener la menor idea de lo que significan.

—¿Afasia? —dije con ansiedad.

Esta nueva sugerencia no debió parecerle al doctor tan fuera de lugar como la anterior. No respondió, pero le entregó una hoja de papel y un lápiz.

—Veamos lo que hace con esto —observó.

Aunque durante algunos momentos el hombre no se movió, de pronto empezó a escribir febrilmente. Con igual brusquedad se detuvo y dejó caer el papel y el lápiz al suelo. El médico los recogió y movió negativamente la cabeza

—Aquí no hay nada Sólo ha garabateado el número cuatro una docena de veces, cada una de ellas más grande que la anterior. Supongo que pretende escribir el número de esta casa. Es un caso interesante, muy interesante. ¿Puede mantenerle usted aquí hasta esta tarde? He de irme ahora al hospital, pero volveré después y haré lo que sea necesario. No quiero perderme un caso tan curioso.

Le expliqué que Poirot se iba y que yo me proponía acompañarle hasta Southampton.

—No importa. Dejen al hombre aquí. No creará dificultades; está completamente agotado. Probablemente dormirá ocho horas seguidas. Hablaré con esa excelente patrona suya y le diré que le eche un vistazo de vez en cuando.

Y el doctor Ridgeway se marchó con su habitual rapidez. Poirot terminó de hacer su equipaje sin perder de vista el reloj.

—El tiempo pasa con una rapidez increíble. Bueno, Hastings, no puede decirse que le he dejado sin nada que hacer. Es un caso francamente interesante. Un hombre que viene de lo desconocido. ¿Quién es? ¿Qué es? ¡Ah! Sapristi, daría dos años de vida porque mi barco retrasara el viaje veinticuatro horas. Pero hay que disponer de tiempo... tiempo. Quizá pasen días o incluso meses antes de que pueda contarnos lo que vino a decirnos.

—Haré lo que pueda, Poirot —le aseguré. Trataré de ser un sustituto eficiente.

—Sí...

En su forma de contestar observé cierta vacilación. Tomé en mis manos la hoja de papel.

—Si tuviera que escribir una novela —dije sin pensarlo mucho—, entretejería esto con su última excentricidad y la denominaría El Misterio de los Cuatro Grandes.

Mientras hablaba señalé las cifras escritas con lápiz. Fue entonces cuando me llevé un gran susto, pues nuestro inválido salió de pronto de su estupor, se irguió en su silla y dijo clara y distintamente:

—Li Chang Yen.

Tenía el aspecto de un hombre que ha sido despertado de pronto. Poirot me hizo señas de que me callara. El hombre siguió. Hablaba con voz clara y alta, y algo en su expresión me hizo pensar que estaba citando algún informe o lección escrita.

—A Li Chang Yen se le puede considerar el cerebro de los Cuatro Grandes. Es la fuerza que los domina y los motiva. Por consiguiente, lo he denominado el Número Uno. El Número Dos rara vez es mencionado por su nombre, su símbolo es una «S» con dos líneas que la atraviesan, es decir, el signo del dólar; también por barras y una estrella. Cabe suponer, por tanto, que se trata de un súbdito estadounidense y que representa el poder de la riqueza. Parece indudable que el Número Tres es una mujer y de nacionalidad francesa. Quizá sea una de las sirenas del demi-monde, pero en definitiva nada se sabe de ella. El Número Cuatro...

Su voz desfalleció y se quebró. Poirot se inclinó hacia adelante.

—Sí —apuntó con ansiedad—, ¿el Número Cuatro?

Sus ojos estaban fijos en el rostro del hombre. Un terror invencible parecía dominarle; sus facciones se deformaban y retorcían.

—El destructor —dijo el intruso con voz entrecortada. Luego, en una convulsión final, cayó hacia atrás desmayado.

Mon dieu! —susurró Poirot—, entonces yo tenía razón. Estaba en lo cierto.

—¿Cree usted...?

Me interrumpió.

—Llévelo a mi casa. No puedo perder un minuto más si quiero alcanzar el tren. Aunque a decir verdad preferiría perderlo. ¡Se lo digo en serio! Pero he dado mi palabra ¡Vamos, Hastings!

Dejamos a la señora Pearson, la patrona, encargada de atender al misterioso visitante, nos fuimos y alcanzamos el tren cuando ya estaba a punto de salir. Poirot se mostraba alternativamente silencioso y locuaz. Miraba por la ventanilla como un hombre perdido en sueños, y era evidente que no oía una sola palabra de las que yo le dirigía. Luego, volviendo a animarse de pronto, me abrumaba con órdenes y me recomendaba encarecidamente que le tuviese informado por cable.

Guardamos un largo silencio inmediatamente después de pasar por Woking. Como es costumbre, el tren no hacía ninguna parada hasta llegar a Southampton; sin embargo, una señal lo obligó a detenerse.

—¡Ah! Sacré mille tonnerres! —exclamó Poirot de pronto—. He sido un imbécil. Por fin lo veo claro. Es indudable que ha sido la divina providencia quien ha detenido el tren. Salte, Hastings; salte del tren, le digo.

En un instante abrió la puerta del vagón y saltó sobre la vía.

—Tire las maletas y salte usted.

Le obedecí cuando ya el tren reanudaba su marcha.

—Y ahora, Poirot —dije algo exasperado—, ¿puede decirme a qué viene esto?

—Es que amigo mío, acabo de ver la luz.

—Esa luz —dije irónicamente— me lo aclara todo.

—Así debería ser —agregó Poirot—, pero me temo... me temo mucho que no sea así. Si puede llevar dos de estas maletas, creo que me las arreglaré con las restantes.

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