Capítulo XVIII



En el Felsenlabyrinth

No debí de estar inconsciente más de un minuto. Recobré el conocimiento cuando sentí que me llevaban entre dos hombres que me sostenían por debajo de los brazos soportando todo mi peso. Noté que me habían amordazado. Todo estaba absolutamente oscuro, pero me di cuenta de que nos hallábamos todavía en el interior del mismo hotel. A mi alrededor pude oír a las personas gritando y preguntando en todos los idiomas conocidos qué es lo que había pasado con las luces. Mis apresadores me hicieron bajar por una escalera. Pasamos a lo largo de un pasillo del sótano y luego a través de una puerta; por fin salimos de nuevo al aire libre tras atravesar una puerta de vidrio situada en la parte trasera del hotel. Un momento después alcanzamos un pinar.

Atisbé otra figura en situación similar a la mía y me di cuenta de que también Poirot había sido víctima de aquel atrevido coup.

El Número Cuatro había tenido éxito por simple audacia. Había empleado, por lo que pude colegir, un anestésico instantáneo, probablemente cloruro de etilo, rompiendo una pequeña ampolla debajo de nuestra nariz. Luego, y en la confusión de la oscuridad, sus cómplices, que probablemente habían sido huéspedes y que estaban sentados en la mesa contigua, nos habían amordazado y sacado de allí.

Me es imposible describir lo que ocurrió durante la hora siguiente. Nos llevaron prácticamente a rastras a través del bosque a un paso atropellado, marchando cuesta arriba todo el tiempo. Por fin salimos a un claro en la falda de una montaña y vi justo delante de nosotros una extraña agrupación de rocas y peñascos fantásticos.

Debía de ser el Felsenlabyrinth del que Harvey había hablado. Pronto estábamos recorriendo sus recovecos serpenteantes. Aquel lugar era como un laberinto ideado por algún genio maléfico.

Al poco nos detuvimos. Una roca enorme nos impedía el paso. Uno de los hombres pareció empujar alguna cosa cuando, sin un solo ruido, la enorme masa de roca giró sobre sí misma y puso al descubierto una pequeña abertura, como la de un túnel que conducía al interior de la montaña.

Nos arrastraron hacia aquella abertura Aunque el primer tramo del túnel era estrecho, un poco más allá se ensanchaba Entramos a continuación en una amplia cámara excavada en la roca e iluminada con luz eléctrica. Fue entonces cuando nos quitaron las mordazas. A una indicación del Número Cuatro, que estaba de pie frente a nosotros con una expresión de triunfo y burla en su cara, nos registraron y nos quitaron todos los objetos que llevábamos en los bolsillos, incluida la pequeña pistola automática de Poirot.

Me sentí súbitamente angustiado cuando arrojaron la pistola sobre la mesa Estábamos derrotados y sin ninguna esperanza, pues nos aventajaban en número. Había llegado nuestra última hora

—Bienvenido al cuartel general de los Cuatro Grandes, monsieur Hércules Poirot —dijo el Número Cuatro en tono de burla—. Ha sido un placer inesperado encontrarle de nuevo. Pero, ¿valía la pena volver desde la tumba solamente para esto?

Poirot no contestó. No me atreví a mirarle.

—Síganme —continuó el Número Cuatro—. Su llegada va a resultar algo sorprendente para mis colegas.

Nos indicó una puerta estrecha que se abría en el muro. Pasamos a través de ella y nos encontramos en otra cámara. Al final de ella se hallaba una mesa tras la cual se habían colocado cuatro sillas. La última estaba vacía, pero había sido envuelta con la capa de un mandarín. En la segunda, fumando un puro, estaba sentado el señor Abe Ryland. Inclinada hacia atrás en una tercera silla, con sus ojos fulgurantes y su cara de monja, se hallaba madame Olivier. El Número Cuatro se sentó en la cuarta silla.

Así pues, nos encontrábamos en presencia de los Cuatro Grandes.

Nunca antes había sentido tan plenamente la realidad y la presencia de Li Chang Yen como en aquel momento en que me enfrentaba a su silla vacía A pesar de estar en la lejana China, seguía dominando y dirigiendo esta diabólica organización.

Madame Olivier profirió un ligero grito al vernos. Ryland, más dueño de sí mismo, se limitó a cambiar de comisura el puro que tenía en la boca y levantó sus cejas grisáceas.

Monsieur Hércules Poirot —dijo Ryland lentamente—. Ésta es una agradable sorpresa Nos engañó por completo. Creíamos que estaba muerto y enterrado. No importa; el plan se le ha malogrado.

Había un sonido acerado en su voz. Madame Olivier no decía nada, pero sus ojos fulguraban y me desagradaba la lentitud con que sonreía.

Madame y messieurs, les deseo buenas noches —dijo Poirot sosegadamente.

Algo inesperado, algo que yo no contaba con oír en su voz, me hizo mirarle. Estaba completamente tranquilo. Sin embargo, su aspecto era un tanto especial.

Se oyó luego un rumor de ropajes detrás de nosotros y entró la condesa Vera Rossakoff.

—¡Ah! —dijo el Número Cuatro—. Nuestra valiosa y fiel lugarteniente. Aquí tenemos a un antiguo amigo suyo, mi querida señora.

La condesa se revolvió con su habitual vehemencia de movimientos.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Pero si es mi hombrecito! ¡Ah! ¡Tiene las siete vidas de un gato! ¡Oh, hombrecito, hombrecito! ¿Por qué se mezcló en esto?

Madame —dijo Poirot, con una inclinación—. Yo, lo mismo que el gran Napoleón, estoy del lado de los grandes batallones.

Mientras él hablaba, vi en los ojos de la condesa un súbito destello de sospecha, e inmediatamente supe la verdad que subconscientemente ya había presentido.

El hombre que se hallaba junto a mí no era Hércules Poirot.

Se le parecía extraordinariamente. Tenía la misma cabeza en forma de huevo, el mismo aire de pavoneo, y el mismo tipo delicadamente regordete. Pero su voz era distinta y los ojos, en lugar de verdes, eran oscuros, y seguramente el bigote... ¿aquel famoso bigote...?

La voz de la condesa interrumpió mis reflexiones. Se adelantó y con voz excitada dijo:

—Les han engañado. ¡Este hombre no es Hércules Poirot!

El Número Cuatro profirió una exclamación de incredulidad, pero la condesa se inclinó hacia adelante y arrancó el bigote de Poirot. Quedó en su mano, y entonces, claro está, la verdad se puso de manifiesto. El labio superior del hombre estaba desfigurado por una pequeña cicatriz que alteraba completamente la expresión de su rostro.

—No es Hércules Poirot —dijo entre dientes el Número Cuatro—. Pero entonces, ¿quién puede ser?

—Yo lo sé —exclamé de pronto, y a continuación me interrumpí en seco, temeroso de haberlo echado todo a perder.

Pero el hombre al que todavía me referiré como a Poirot se volvió hacia mí en actitud de animarme a continuar.

—Dígalo si quiere. Ahora ya no importa. La estratagema ha tenido éxito.

—Es Achille Poirot —dije lentamente—. El hermano gemelo de Hércules Poirot.

—Imposible —terció Ryland bruscamente. Su agitación era evidente.

—El plan de Hércules ha salido maravillosamente bien —dijo Achille plácidamente.

El Número Cuatro se puso en pie de un salto, y con voz bronca y amenazadora dijo:

—¿Con que maravillosamente bien? —gruño—. ¿Se da cuenta de que antes de que hayan transcurrido unos minutos ustedes habrán muerto...?

—Sí —dijo Achille Poirot muy serio—. Me doy cuenta de ello. Es usted quien no se da cuenta de que un hombre puede estar dispuesto a pagar el éxito con su vida Durante la guerra hubo hombres que entregaron sus vidas por su país. Yo estoy dispuesto a entregar la mía por el mundo del mismo modo.

Fue entonces cuando pensé que aunque también estaba dispuesto a dar mi vida, hubiera preferido que se me hubiera consultado al respecto con anterioridad. Recordé las muchas veces en que Poirot me había invitado a abandonar la empresa y me tranquilicé.

—¿Y puede saberse de qué modo se beneficiará el mundo de la entrega de su vida? —preguntó Ryland sarcásticamente.

—Veo que no se da cuenta de la verdadera esencia del plan de Hércules. Para empezar, su escondite lo conocíamos hace algunos meses, y prácticamente todos los visitantes el personal del hotel y otras muchas personas que se hallan en los alrededores son policías u hombres del Servicio Secreto. Se ha formado un cordón alrededor de la montaña. Ustedes quizá dispongan de más de una salida, pero aun así no pueden escapar. El propio Poirot está dirigiendo las operaciones desde fuera. Mis botas fueron untadas anoche con una preparación de semillas de anís, antes de que saliese a la terraza en lugar de mi hermano. Varios sabuesos están siguiendo la pista que les conducirá infaliblemente a la roca del Felsenlabyrinth. Como ven, nos hagan lo que nos hagan a nosotros, ustedes están envueltos en una red. No pueden escapar.

De pronto madame Olivier se echó a reír.

—Está equivocado. Hay un modo de escapar y, lo mismo que a Sansón, nos permite al mismo tiempo destruir a nuestros amigos. ¿Qué les parece?

Ryland miraba fijamente a Achille Poirot.

—Supongamos que está mintiendo —dijo con voz ronca.

El otro se encogió de hombros.

—Dentro de una hora amanecerá. Entonces podrán comprobar por sí mismos que digo la verdad. A estas horas ya deben haber encontrado la entrada del Felsenlabyrinth.

Mientras hablaba se oyó una lejana reverberación y un hombre entró corriendo y gritando incoherentemente. Ryland se levantó de un salto y se fue. Madame Olivier se dirigió al extremo de la estancia y abrió una puerta de cuya existencia no me había dado cuenta. Atisbé en el interior un laboratorio perfectamente equipado que me recordó el de París. El Número Cuatro también se levantó rápidamente y se fue. Volvió con el revólver de Poirot, que entregó a la condesa.

—No hay peligro de que se escapen —dijo siniestramente—. Pero es mejor que disponga usted de esto.

A continuación salió de nuevo.

La condesa se dirigió hacia nosotros y examinó atentamente a mi compañero durante algún tiempo. De pronto se echó a reír.

—Es usted muy listo, monsieur Achille Poirot —dijo burlonamente.

Madame, hablemos de negocios. Es una suerte que nos hayan dejado solos. ¿Cuál es su precio?

—No le entiendo. ¿A qué precio se refiere?

Madame, usted puede ayudarnos a escapar. Conoce el secreto para salir de este refugio. Y yo le pregunto: ¿cuál es el precio?

Ella se rió de nuevo.

—¡Más del que podría pagar, hombrecillo! ¡Con todo el dinero del mundo no podría comprarme!

Madame, no hablo de dinero. Soy un hombre inteligente. No obstante, hay una cosa indudable: todo el mundo tiene su precio. A cambio de la vida y la libertad, me comprometo a satisfacer su mayor deseo.

—¡De modo que es usted mago!

—Puede llamarme como quiera.

La condesa abandonó de pronto su actitud jocosa, y habló con apasionada amargura

—¡Necio! ¡Mi mayor deseo! ¿Acaso puede vengarme de mis enemigos? ¿Puede devolverme la juventud y la belleza y un corazón alegre? ¿Puede devolver la vida a los muertos? Achille Poirot la observaba con gran curiosidad.

—¿Cuál de las tres cosas, madame? Elija.

Ella se rió sarcásticamente.

—¿Me enviará quizá el Elixir de la Vida? Vamos, haré un trato con usted. Una vez tuve un hijo. Encuéntremelo... y quedará libre.

—De acuerdo, madame. Trato hecho. Su hijo le será devuelto. Le doy mi palabra... Le doy la palabra del propio Hércules Poirot

De nuevo la extraña mujer se echó a reír. Esta vez de una manera prolongada e incontenible.

—Mi querido monsieur Poirot, me temo que le he puesto una pequeña trampa. Su promesa de encontrar a mi hijo es muy amable por su parte, pero ocurre que sé que no puede lograrlo, y así las cosas, sería un trato un tanto unilateral, ¿no le parece?

Madame, le juro por lo más sagrado que le devolveré a su hijo.

—Antes le pregunté, monsieur Poirot, si podría devolver la vida a los muertos.

—¿Luego el niño está muerto?

—Sí.

Él dio un paso hacia adelante y tomó a la condesa por la muñeca.

Madame, yo... el que habla, jura una vez más. Devolveré la vida a su hijo.

Ella se le quedó mirando fijamente como fascinada.

—Usted no me cree. Le demostraré que lo que digo es verdad. Déme la cartera que me quitaron.

Ella salió de la estancia y volvió con la cartera. Durante todo el tiempo mantuvo el revólver en la mano. Pensé que las posibilidades que Achille Poirot tenía de engañarla eran más bien escasas. La condesa Vera Rossakoff no era ninguna estúpida.

—Ábrala, madame. Levante la solapa de la izquierda. Ahora saque esa fotografía y mírela.

Extrañada, ella sacó lo que parecía ser una pequeña fotografía. Tan pronto como la vio profirió un grito y se balanceó como si se fuera a caer. A continuación, casi se abalanzó sobre mi compañero.

—¿Dónde?, ¿dónde?, dígamelo, ¿dónde?

—Recuerde el trato, madame.

—Sí, sí, confiaré en usted. Rápido, antes de que vuelvan.

Asiéndolo de la mano lo sacó a toda prisa y silenciosamente de la habitación. Yo les seguí. Desde la cámara exterior nos condujo al túnel por el que antes habíamos entrado; al cabo de un corto trecho, el túnel se bifurcaba Ella tomó el camino de la derecha Una y otra vez el pasaje se dividía, pero ella seguía' conduciéndonos sin vacilar ni dudar sobre el camino que debía tomar y aumentando la velocidad de la marcha

—Ojalá lleguemos a tiempo —dijo jadeando—. Debemos encontrarnos a cielo abierto antes de que se produzca la explosión.

Seguimos marchando. Comprendí que aquel túnel conducía directamente a través de la montaña y que tendría su salida en otro valle. El sudor corría por mi frente, pero seguí avanzando con todas mis fuerzas. A lo lejos, por fin¡ vi el resplandor de la luz del día. Cada vez estábamos más cerca El lugar estaba lleno de arbustos verdes, y nos vimos obligados a apartarlos para proseguir nuestro camino. Estábamos de nuevo al aire libre y la débil luz del amanecer lo teñía todo de un color rosado.

El cordón de que había hablado Poirot era una realidad. Apenas hubimos salido, tres hombres cayeron sobre nosotros, pero nos soltaron con un grito de asombro.

—Deprisa —gritó mi compañero—. Rápido... no hay tiempo que perder...

Pero él no estaba destinado a perecer. La tierra tembló bajo nuestros pies. Se produjo un terrorífico estallido y toda la montaña pareció disolverse. Fuimos lanzados por el aire.

Por fin recobré el conocimiento. Estaba en una cama extraña de una habitación también extraña. Alguien se hallaba sentado junto a la ventana Se volvió y vino junto a mí.

Era Achille Poirot... o, quizá era...

Una voz irónica y bien conocida despejó todas las dudas que pudiera tener.

—Pues claro, amigo mío, soy yo. Mi hermano Achille se ha ido a casa de nuevo: a la tierra de los mitos. En ella estuvo todo el tiempo. No sólo el Número Cuatro sabe interpretar un papel. Belladona en los ojos, el sacrificio del bigote y la auténtica cicatriz de una herida que me infligí y que me causó mucho dolor hace dos meses; pero no podía arriesgarme a falsificarla ante los ojos de águila del Número Cuatro. Y el toque final, el hecho de que usted supiera y creyera que existía una persona como Achille Poirot. La ayuda que me proporcionó fue valiosísima ¡La mitad del éxito del coup se le debe a usted! El quid del asunto era hacerles creer que Hércules Poirot se hallaba todavía en libertad dirigiendo las operaciones. Por otra parte, todo era verdad, las semillas de anís, el cordón de policías, etc.

—¿Pero por qué no envió realmente un sustituto?

—Y dejarle a usted en peligro sin estar a su lado. ¡Buena opinión le merezco! Además, siempre tuve la esperanza de que la condesa nos sacaría de allí.

—¿Cómo diablos se las arregló para convencerla? Le contó una historia poco creíble para que se la tragase... todo eso del niño muerto.

—La condesa tiene mucha más perspicacia que usted, mi querido Hastings. Al principio le engañó mi disfraz, pero no tardó en darse cuenta. Cuando ella dijo «Es usted muy listo, monsieur Achille Poirot», yo sabía que había adivinado la verdad. Tenía que jugar mi gran triunfo en aquel momento.

—¿Todo aquel galimatías sobre devolver la vida a los muertos?

—Exactamente... pero, ya ve, yo dispuse del niño desde el primer momento.

—¿Cómo?

—¡Claro que sí! Usted ya conoce mi lema: hay que estar preparado. Tan pronto como averigüé que la condesa Rossakoff estaba mezclada con los Cuatro Grandes hice todas las averiguaciones posibles sobre sus antecedentes y me enteré de que había tenido un hijo que al parecer había muerto. Averigüé también que existían discrepancias en el caso, lo que me hizo pensar que, después de todo, podría estar vivo todavía. Al final conseguí localizar al muchacho: el pobre estaba casi muerto de hambre. Lo llevé a un lugar seguro y obtuve una fotografía de él en su nuevo alojamiento. De ese modo, cuando llegó la ocasión, tuve dispuesto mi pequeño coup de théatre.

—Es usted maravilloso, Poirot. ¡Absolutamente maravilloso!

—Además, me alegró mucho el poder hacerlo. Nunca he ocultado mi admiración por la condesa. Hubiera sentido mucho que pereciera en la explosión.

—No me he atrevido todavía a preguntarle: ¿Qué ha pasado con los Cuatro Grandes?

—Ya se han recuperado todos los cadáveres. El del Número Cuatro quedó completamente irreconocible: tenía la cabeza destrozada. Hubiese preferido que no hubiera sido así. Me hubiese gustado estar seguro... pero no hablemos más de ello. Mire esto.

Me entregó un periódico en el que estaba marcado un párrafo. En él se informaba de la muerte por suicidio de Li Chang Yen, el organizador de la reciente y fracasada revolución.

—Mi gran oponente —dijo Poirot muy serio—. Estaba escrito que nunca nos encontraríamos en persona. Cuando recibió las noticias del desastre aquí ocurrido eligió la salida más sencilla. Tenía una gran inteligencia, amigo mío, una gran inteligencia, pero me hubiese gustado ver la cara del hombre que era el Número Cuatro... suponiendo que, después de todo... pero me estoy poniendo demasiado romántico. Él está muerto. Sí, mon ami, juntos hemos hecho frente y derrotado a los Cuatro Grandes; y ahora usted regresará para unirse a su encantadora esposa y yo... yo me retiraré. El gran caso de mi vida profesional ha concluido. Cualquier otra cosa parecerá insignificante después de esto. Así pues, me retiraré. Es posible que me dedique a cultivar aguacates. ¡Incluso es posible que me case y organice mi vida de manera muy diferente! Se rió a carcajadas ante esta idea, pero observé en él cierta turbación. La verdad es que... los hombres pequeños siempre admiran a las mujeres altas y llamativas...

—Casarme y organizar mi vida —dijo de nuevo—. ¿Quién sabe?

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