Capítulo XVI



El chino moribundo

Incluso ahora se me hace insufrible el escribir sobre lo ocurrido durante aquellos días de marzo.

Poirot, el único, el inimitable Hércules Poirot, había muerto. El hecho de dejar mal colocada la caja de cerillas tenía algo de especialmente diabólico, lo que indudablemente debía llamar su atención y por consiguiente haría que se aprestase a colocarlas en su sitio, provocando así la explosión. Y el hecho de que, en realidad, hubiera sido yo el que precipitó la catástrofe nunca cesó de llenarme de un inútil remordimiento. Según el doctor Ridgeway, fue un gran milagro que yo no muriera y pudiese escapar con una simple y ligera conmoción.

Aunque pensé que había recobrado la conciencia casi inmediatamente, en realidad habían transcurrido veinticuatro horas. Hasta el atardecer del día siguiente no me fue posible, tambaleándome, llegar hasta la habitación contigua y ver con profunda emoción el sencillo ataúd de madera de olmo que contenía los restos de uno de los hombres más maravillosos que el mundo ha conocido jamás.

Desde el mismo momento en que recobré el conocimiento, sólo tuve un propósito en la mente: vengar la muerte de Poirot, y perseguir implacablemente a los Cuatro Grandes.

Pensé que Ridgeway pensaría lo mismo que yo acerca de este asunto, pero ante mi sorpresa el buen doctor se mostró incomprensiblemente indiferente.

—Vuelva a América del Sur —fue el consejo que me dio en todo momento—. ¿Por qué intentar lo imposible? Expresaba de la manera más delicada posible su opinión, que equivalía a lo siguiente: si Poirot, el irrepetible Poirot, había fracasado, ¿cabía alguna posibilidad de que yo tuviera éxito?

Pero yo era muy terco. Dejando a un lado cuestiones como la de si yo poseía las cualidades necesarias para seguir aquella tarea (y puedo decir de paso que no estaba completamente de acuerdo con las opiniones de Poirot en este orden de cosas), había trabajado tanto tiempo con mi compañero que conocía a la perfección sus métodos y me consideraba absolutamente capaz de hacerme cargo de la tarea en el punto en el que él la había dejado. Para mí, era una cuestión de amor propio. Mi amigo había sido vilmente asesinado. ¿Iba a regresar yo mansamente a América del Sur sin esforzarme en poner a los asesinos en manos de la justicia?

Le hablé de todo esto a Ridgeway, quien me escuchó con bastante atención.

—De todos modos —dijo él cuando hube terminado—, mi consejo no varía. Estoy sinceramente convencido de que el propio Poirot, si estuviera aquí, le invitaría a que regresase. En su nombre, le ruego, Hastings, que deje de lado esas manías y vuelva a su rancho.

Ante esto sólo cabía una respuesta. Haciendo un gesto negativo con la cabeza, el doctor, no dijo nada más.

Tardé un mes en recobrar completamente la salud. A finales de abril, solicité y obtuve una entrevista con el Ministro del Interior.

El comportamiento del señor Crowther me recordó el del doctor Ridgeway. Tuvo para mí palabras de consuelo, pero el resultado fue negativo. Aunque apreciaba la oferta de mis servicios, suave y consideradamente los declinó. Los documentos a que se había referido Poirot habían pasado a su poder y me aseguró que se tomarían todas las medidas posibles para hacer frente a la amenaza que se acercaba.

No tuve más remedio que sentirme satisfecho con aquel pobre consuelo. El señor Crowther terminó la entrevista instándome a que regresara a América del Sur. Su reacción me resultó profundamente insatisfactoria.

Supongo que en el lugar apropiado debiera haber descrito el entierro de Poirot. Fue una ceremonia solemne y conmovedora y el extraordinario número de ofrendas florales sobrepasó todo lo imaginable. Llegaron por igual de las clases sociales altas y bajas y constituyeron un testimonio evidente de la fama que mi amigo había alcanzado en su país de adopción. En cuanto a mí, estaba francamente dominado por la emoción cuando, junto a la tumba, pensaba en las experiencias y en los días felices que habíamos pasado juntos.

A comienzos de mayo, me había trazado un plan de campaña. Pensé que lo mejor que podía hacer era seguir una idea de Poirot: colocar anuncios solicitando información respecto de Claud Darrell. Con este propósito, inserté un anuncio en diversos periódicos matutinos, y estaba sentado en un pequeño restaurante del Soho, juzgando el efecto del anuncio, cuando un pequeño párrafo emplazado en otra parte de la página del periódico me causó una desagradable impresión.

Con muy pocas palabras, se informaba de la misteriosa desaparición del señor John Ingles en el vapor Shangai, poco después de que éste hubiese zarpado de Marsella.

Aunque el tiempo había sido perfectamente bueno, se temía que el infortunado caballero hubiese caído al mar. El párrafo terminaba con una breve referencia a los largos y distinguidos servicios prestados a China por el señor Ingles.

La noticia era desagradable. Descubrí en la muerte de Ingles un motivo siniestro. Ni por un momento me convenció la explicación del accidente. Ingles había sido asesinado y en su muerte se veía claramente la mano de los malditos Cuatro Grandes.

Estaba todavía enfrascado en las reflexiones sobre la muerte de Ingles, cuando me sorprendió el comportamiento del hombre que tenía sentado frente a mí. Hasta aquel momento no le había prestado mucha atención. Era un hombre delgado, moreno, de mediana edad, tez pálida, con una pequeña barba terminada en punta. Se había sentado frente a mí tan silenciosamente que apenas noté su llegada.

Pero su comportamiento era en aquellos momentos decididamente peculiar, por decirlo del modo más suave. Inclinándose hacia adelante, me ofreció deliberadamente la sal y dejó cuatro montoncitos alrededor del borde de mi plato.

—Usted me perdonará —dijo con voz melancólica—. Dicen que servir a un extraño la sal es como ayudarle a sufrir.

Luego, rodeando su comportamiento de cierta trascendencia, repitió sus operaciones con la sal en el propio plato. El símbolo cuatro era demasiado manifiesto para que resultara inadvertido. Le miré inquisitivamente. No podía decirse que se pareciera de ningún modo al joven Templeton ni a James el criado ni a ninguna otra de las varias personalidades con que nos habíamos tropezado. No obstante, yo estaba convencido de que me hallaba ante el temible Número Cuatro en persona. En su voz pude observar un cierto parecido con la del extraño del abrigo abrochado hasta arriba que nos había visitado en París.

Miré a mi alrededor, indeciso en cuanto a lo que debería hacer. Leyendo mis pensamientos, él se sonrió y movió negativa y suavemente la cabeza.

—No se lo aconsejaría —observó—. Recuerde las consecuencias de su precipitada acción en París. Permítame asegurarle que mí retirada está bien garantizada. Si me permite expresarme así, sus ideas tienden a ser un poco toscas, señor Hastings.

—¡Es usted un canalla! —dije conteniendo mi rabia—, ¡el demonio personificado!

—Está acalorado... simplemente un poco acalorado. Su difunto y llorado amigo le habría dicho que un hombre que mantiene la calma tiene siempre una gran ventaja.

—¡Y se atreve a hablar de él! —exclamé—. El hombre a quien usted asesinó tan vilmente. Y viene aquí a...

Me interrumpió.

—He venido aquí con los mejores propósitos. Para aconsejarle que vuelva enseguida a América del Sur. Si lo hace así, habrá terminado esta cuestión en lo que a los Cuatro Grandes se refiere. Ni usted ni los suyos serán molestados en forma alguna. Le doy mi palabra.

Me reí despectivamente.

—¿Y si me niego a obedecer sus órdenes?

—No se trata de una orden. Digamos que es un aviso.

En su tono se adivinaba una fría amenaza.

—El primer aviso —dijo lentamente—. Demostrará poseer una gran prudencia si no lo desatiende.

Luego, y antes de que pudiera darme cuenta de cuál era su intención, se levantó y se alejó rápidamente hacia la puerta. Me puse en pie de un salto y cuando me disponía a perseguirle tuve la mala suerte de tropezar directamente con un hombre enormemente gordo que me cerró el paso. Cuando pude librarme del estorbo mi presa acababa de cruzar la puerta; la siguiente demora me la produjo un camarero que llevaba una enorme pila de platos y que se precipitó hacia mí sin el menor aviso. Cuando quise llegar a la puerta no había rastro del hombre delgado y de barba oscura.

Por lo visto nada había pasado, el camarero me ofreció mil disculpas y el hombre gordo estaba sentado plácidamente en una mesa ordenando su almuerzo. Nada parecía indicar que ambos sucesos fueran algo más que un simple accidente. No obstante, a mí no me pareció que aquello fuera casual. Sabía muy bien que había agentes de los Cuatro Grandes en todas partes.

No será necesario decir que no hice caso del aviso que recibí. Triunfaría o moriría por la buena causa. Entre tanto, sólo habían llegado hasta mí dos respuestas a los anuncios. Ninguna de ellas me proporcionó ninguna información valiosa. Procedían de actores que habían trabajado con Claud Darrell en una época u otra. Ninguno de ellos le conocía íntimamente, y nada nuevo pude averiguar en relación con el problema de su identidad y de su paradero actual.

Transcurrieron diez días hasta que recibí una nueva señal de los Cuatro Grandes. Estaba cruzando Hyde Park, absorto en mis pensamientos, cuando una voz, rica en persuasivas inflexiones extranjeras, me saludó.

—¿Es usted el señor Hastings, verdad?

Junto a la acera acababa de detenerse un automóvil de gran tamaño del que se asomaba una mujer. Exquisitamente vestida de negro, con unas perlas maravillosas, reconocí a la dama a quien primeramente identificamos con el nombre de condesa Vera Rossakoff. Por una razón u otra, Poirot siempre sintió una misteriosa inclinación por la condesa. Algo en su flamante extravagancia había atraído a Poirot. En los momentos de entusiasmo él acostumbraba decir que ella era una mujer como pocas. Nunca pareció influir en su opinión el hecho de que estuviera alineada contra nosotros y del lado de nuestros peores enemigos.

—¡No siga adelante! —dijo la condesa—. Tengo algo muy importante que decirle. Y no intente detenerme tampoco, pues seria inútil. Usted siempre fue un poco estúpido... sí, sí, así es. Demuestra su estupidez una vez más al empeñarse en despreciar el aviso que le enviamos. El que le traigo es el segundo aviso. Abandone Inglaterra inmediatamente. No le servirá de nada quedarse aquí. Se lo digo francamente. Nunca logrará nada.

—En ese caso —dije fríamente—, parece raro que todos ustedes tengan tanto interés en verme fuera del país.

La condesa se limitó a encogerse de hombros.

—Por mi parte, creo que lo que acaba de decir es también estúpido. Yo le dejaría aquí para que jugara un poco y se divirtiera; pero los jefes, como comprenderá, temen que una información suya pueda ser de gran ayuda a personas más inteligentes que usted. De ahí que deba ser exterminado.

La condesa no parecía valorar en exceso sus capacidades. Le oculté mi enfado. Sin duda esta actitud suya la adoptaba expresamente para irritarme y transmitirme la idea de que yo era poco importante.

—Naturalmente sería muy fácil eliminarle —continuó—; pero a veces soy muy sentimental. He intercedido por usted. Tiene una bella esposa en algún lejano lugar, ¿no es así?, y al hombrecillo muerto le hubiera gustado saber que a usted no le iban a matar. Siempre me gustó Poirot, ya lo sabe. Era inteligente... ¡verdaderamente inteligente! Si no hubiera sido un caso de cuatro contra uno, creo que habría podido con nosotros. Se lo confieso francamente... ¡él fue mi maestro! Envié una corona al entierro como símbolo de mi admiración... una enorme corona de rosas de color carmesí. Las rosas de ese color reflejan mi temperamento.

La escuchaba en silencio y con creciente disgusto.

—Tiene el aspecto de una mula cuando baja las orejas y cocea. Bien, ya le he dado el aviso. Recuerde, el tercer aviso llegará de mano del Destructor...

Hizo un gesto y el coche se alejó con gran rapidez. Anoté mecánicamente la matrícula, pero sin la esperanza de que sirviera para algo. Los Cuatro Grandes no solían descuidar los detalles. Volví a casa un poco más sereno. Sólo un hecho estaba claro entre todas las palabras de la condesa: mi vida se hallaba verdaderamente en peligro. Aunque no tenía intención de abandonar la lucha, comprendí que debía andarme con cuidado y adoptar las máximas precauciones.

Mientras repasaba todos estos hechos y trataba de encontrar la mejor línea de acción, sonó el teléfono. Crucé la habitación y descolgué el auricular.

—Dígame. ¿Quién habla?

Me respondió una voz vigorosa

—Le hablan del hospital de St. Giles. Han ingresado a un chino apuñalado en la calle. No puede vivir mucho tiempo. Le llamamos porque hemos encontrado en su bolsillo un trozo de papel con su nombre y dirección.

Aunque la llamada me sorprendió mucho, tras un momento de reflexión dije que acudiría enseguida. Sabía que el hospital de St. Giles estaba junto a los muelles y pensé que el chino podía proceder de algún barco.

Durante el camino sospeché que pudiera tratarse de una trampa. Dondequiera que estuviese el chino, podría hallarse la mano de Li Chang Yen. Recordé la aventura de la Trampa del Cebo. ¿Se trataría de un ardid por parte de mis enemigos?

Una pequeña reflexión me convenció de que en cualquier caso una visita al hospital no podría perjudicarme. Lo probable era que más que un ardid, se tratara de una «pista falsa». El chino moribundo me haría alguna revelación que me obligaría a actuar y que daría por resultado el ponerme en manos de los Cuatro Grandes. Lo que debía hacer era mantener la mente despierta y al tiempo que fingía credulidad ponerme secretamente en guardia.

Al llegar al hospital de St. Giles y dar a conocer el asunto que me traía hasta el lugar, me condujeron enseguida al pabellón de accidentados, a la cama del hombre en cuestión. El chino yacía absolutamente inmóvil, con los ojos cerrados, y sólo un débil movimiento del pecho testimoniaba que todavía vivía. Un médico se hallaba junto a la cama tomándole el pulso.

—Está casi muerto —me susurró—. Usted por lo visto le conocía, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Nunca le había visto antes.

—Entonces, ¿por qué llevaba su nombre y dirección en el bolsillo? ¿No es usted el señor Hastings?

—Sí, pero no entiendo muy bien esto.

—Es curioso. De su documentación se deduce que ha trabajado en casa de un hombre llamada Ingles, un funcionario público retirado. Ah, ¿le conocía? —añadió rápidamente el ver mi gesto de sorpresa.

¡El criado de Ingles! Luego yo le había visto antes. A decir verdad, nunca me había caracterizado por mi habilidad para distinguir un chino de otro. Debió acompañar a Ingles camino de China, regresando a Inglaterra con un mensaje después de la catástrofe. Era esencial que pudiera escuchar lo que me tenía que decir.

—¿Se halla consciente? —pregunté—. ¿Puede hablar? El señor Ingles era un buen amigo mío, y es posible que este pobre individuo sea portador de un mensaje para mí. Según parece, el señor Ingles cayó por la borda de un barco hace unos diez días.

—Se halla consciente, pero dudo que tenga fuerzas para hablar. Ha perdido mucha sangre. Puede administrarle un estimulante, por supuesto; pero ya hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano en ese sentido.

No obstante, le administró una inyección, y yo permanecí junto a la cama esperando una palabra, o una señal, que podría ser muy valiosa. Pero pasaron los minutos y no dio señales de vida.

De pronto tuve un presentimiento siniestro. ¿No habría caído ya en la trampa? ¿Y si este chino estuviera fingiendo el papel del criado de Ingles y fuera en realidad un agente de los Cuatro Grandes? ¿No sabía que ciertos sacerdotes chinos eran capaces de simular la muerte? Yendo aún más allá, Li Chang Yen podría mandar una pequeña banda de fanáticos que fueran capaces de sacrificar sus vidas a las órdenes de su jefe. Debía estar en guardia.

Mientras cruzaban mi mente estos pensamientos, el hombre que se hallaba en la cama se agitó, abrió los ojos y murmuró algo incoherente. Luego fijó su mirada en mí. No dio muestras de conocerme, pero enseguida me di cuenta de que trataba de hablarme. Fuera amigo o enemigo, debía escuchar lo que tuviera que decirme.

Aunque me incliné sobre la cama, los sonidos entrecortados carecían de significado para mí. Creí captar la palabra inglesa «hand» (mano), pero no era dado distinguir en qué contexto la utilizaba. Volvió a pronunciarla de nuevo y esta vez pude escuchar otra palabra, la palabra «largo». Cuando comprendí la significación de la posible yuxtaposición de las dos me quedé asombrado.

—¿El Largo de Handel? —pregunté.

El chino pestañeó rápidamente en señal de asentimiento y añadió otra palabra italiana: «carrozza». Otras dos o tres palabras más murmuradas en italiano llegaron a mis oídos. A continuación el hombre cayó hacia atrás bruscamente.

El médico me apartó. Todo había terminado. El chino había muerto.

Salí del hospital completamente desconcertado.

«El Largo de Handel» y una «carrozza». Si no recordaba mal, la palabra italiana «carrozza» significaba «carruaje». ¿Qué querrían decir aquellas sencillas palabras? El hombre era chino, no italiano, ¿por qué había hablado en italiano? Si era un criado de Ingles, tenía que conocer el inglés. Todo el asunto resultaba profundamente misterioso. Durante el trayecto de regreso a casa traté de descifrar el enigma. ¡Ah, si Poirot hubiera estado allí para resolver el problema con su ingenio relampagueante!

Abrí la puerta de la calle con mis llaves y subí lentamente hasta mi habitación. Sobre la mesa había una carta que abrí con bastante indiferencia. Sin embargo, al cabo de un momento quedé clavado en el suelo.

Se trataba de una comunicación de una firma de abogados.

Distinguido señor. Siguiendo instrucciones de nuestro fallecido cliente monsieur Hércules Poirot, le enviamos la carta adjunta. Dicha carta nos la confió una semana antes de su muerte con instrucciones de que, caso de que él falleciera, se la entregáramos a usted en determinada fecha.

Le saludan atentamente, etc.

Examiné cuidadosamente la carta que se acompañaba. Era indudablemente de Poirot. Conocía perfectamente sus rasgos caligráficos. Con el corazón angustiado pero al mismo tiempo con gran interés, la abrí.

Mon Cher Ami Cuando reciba la presente yo habré dejado de existir. En lugar de derramar lágrimas por mí, siga mis instrucciones. Inmediatamente después de recibir esta carta, regrese a América del Sur. No sea terco y haga lo que le digo. No le pido que emprenda este viaje por razones sentimentales sino porque es necesario. ¡Forma parte del plan de Hércules Poirot! A una persona con una inteligencia como la de mi amigo Hastings, no es necesario añadirle nada más.

¡Abajo los Cuatro Grandes! Le saludo, amigo mío, desde más allá de la tumba.

Siempre suyo

Hércules Poirot

Leí una y otra vez aquella asombrosa carta. Una cosa era evidente: aquel hombre extraordinario había previsto de tal modo todas las eventualidades, que ni siquiera su propia muerte alteraba la secuencia de su plan. Yo habría de desarrollar la parte activa... La suya era la del genio director. Al otro lado del mar sin duda encontraría instrucciones completas. Mientras tanto, mis enemigos, convencidos de que mi marcha se debía a su aviso, dejarían de ocuparse de mí. Yo podría volver sin que lo sospecharan y provocar estragos entre ellos.

Ahora ya no había nada que obstaculizara mi salida inmediata.

Envié cablegramas, reservé mi pasaje y una semana después me embarqué en el Ansonia, con rumbo a Buenos Aires.

Cuando el barco acababa de zarpar, un camarero me trajo una nota. Me explicó que se la había entregado un caballero corpulento vestido con un abrigo de pieles que había sido el último en abandonar el barco antes de que levantaran las pasarelas.

El contenido de la nota no podía ser más conciso. Decía escuetamente: «Es usted prudente». En el lugar de la firma figuraba un gran cuatro. ¡Podía sentirme satisfecho!

El mar no estaba demasiado revuelto. La cena no fue mala y, al igual que la mayoría de mis compañeros de viaje, decidí jugar unas cuantas partidas de bridge. Luego me retiré a mi camarote y dormí como un leño, tal cual suele ocurrirme cuando viajo por mar.

Me desperté con la sensación de que me estaban sacudiendo persistentemente. Aturdido y desconcertado, vi que uno de los oficiales del barco estaba junto a mi litera Cuando vio que me sentaba dio un suspiro de alivio.

—Gracias a Dios que he logrado que al final se despierte. No veía la manera de conseguirlo. ¿Duerme siempre así?

—¿Qué pasa? —pregunté todavía aturdido y sin haberme despertado del todo—. ¿Ha ocurrido algo malo en el barco?

—Espero que sepa mejor que yo de qué se trata —replicó secamente—. Órdenes especiales del Almirantazgo. Un destructor está aguardando por usted.

—¿Cómo? —exclamé—. ¿En medio del océano?

—Parece un asunto muy misterioso, pero eso ya no es de mi incumbencia. Han enviado a bordo a un joven que ocupará su lugar y hemos tenido que prestar juramento de guardar el secreto. ¿Quiere levantarse y vestirse?

Totalmente incapaz de ocultar mi asombro, hice lo que se me decía. Arriaron un bote y fui trasladado a bordo del destructor. Allí fui recibido cortésmente, pero no obtuve más información. El comandante tenía instrucciones de desembarcarme en cierto lugar de la costa belga. Allí terminaba su conocimiento del asunto y su responsabilidad.

Todo fue como un sueño. La única idea que acudía una y otra vez a mi cabeza era la de que todo debía formar parte del plan de Poirot. Debía seguir adelante ciegamente, confiando en mi fallecido amigo.

Fui desembarcado en el lugar previsto. Allí me aguardaba un automóvil y pronto corríamos rápidamente por las llanuras flamencas. Aquella noche dormí en un pequeño hotel de Bruselas. Al día siguiente proseguimos el viaje. Atravesamos una región boscosa y montañosa. Me di cuenta de que penetrábamos en las Ardenas y de pronto recordé que Poirot había dicho que tenía un hermano que vivía en Spa.

Sin embargo, no fuimos a la propia población de Spa. Dejamos la carretera principal y serpenteamos por las frondosas fragosidades de las colinas hasta que atravesamos una pequeña aldea y llegamos a una casa blanca aislada en lo alto de la falda de la montaña. El automóvil se detuvo enfrente de la puerta verde de la casa.

La puerta se abrió cuando me apeaba del automóvil y un viejo criado se inclinó en el umbral.

Monsieur le capitaine Hastings? —dijo en francés—. Están esperando a monsieur le capitaine. Si quiere hacer el favor de seguirme.

Me condujo a través del vestíbulo y abriendo una puerta se hizo a un lado para dejarme pasar.

Parpadeé un poco, pues la habitación estaba orientada hacia poniente y el sol de la tarde la inundaba. Luego se aclaró mi visión y vi una figura que me aguardaba y que me daba la bienvenida con las manos extendidas.

Era... imposible, no podía ser... pero, efectivamente, lo era.

—¡Poirot! —exclamé, y por una vez no intenté escapar del abrazo con que me abrumó.

—Pues sí, efectivamente soy yo. ¡No es tan fácil matar a Hércules Poirot!

—Pero Poirot... ¿Por qué?

—Una ruse de guerre, amigo mío, una ruse de guerre. Ahora está todo preparado para nuestro gran coup.

—¡Pero podría habérmelo dicho!

—No, Hastings, no podía Nunca, nunca, podría haber desempeñado usted el papel que desempeñó en el entierro. Fue perfecto. No podía dejar de convencer a los Cuatro Grandes.

—Pero lo que he sufrido...

—No crea que carezco de sentimientos. En parte, el engaño lo preparé a causa de usted. A mí no me importaba poner en peligro mi propia vida, pero tenía mis dudas en cuanto a estar arriesgando continuamente la suya Así es que después de la explosión, tuve una idea muy brillante. El buen Ridgeway me ayudó a llevarla a buen fin. Yo estoy muerto, usted regresa a América del Sur. Pero, mon ami, eso último es lo que usted no hubiera querido hacer. Al final tuve que preparar la carta de los abogados y un largo galimatías. Pero, sea como fuere, lo importante es que ahora está usted aquí. Y aquí nos quedaremos, perdus, hasta que llegue el momento del último gran coup: la derrota definitiva de los Cuatro Grandes.

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