Capítulo IV



La importancia de una pierna de cordero

El inspector sacó una llave de su bolsillo y abrió la puerta del Chalet de Granito. El día había sido bueno y seco, por lo que no era probable que nuestros pies dejasen huella alguna. No obstante, los limpiamos cuidadosamente antes de entrar.

De la oscuridad surgió una mujer que habló con el inspector; éste se hizo a un lado. A continuación nos dijo a nosotros:

—Eche usted un buen vistazo por ahí, señor Poirot, y vea todo lo que hay que ver. Volveré dentro de unos diez minutos. Por cierto, aquí está la bota de Grant. La he traído conmigo para que pueda comparar las huellas.

Entramos en el cuarto de estar; fuera, el ruido de los pasos del inspector dejó de oírse al poco. A Ingles le llamaron inmediatamente la atención unos objetos chinos que había en una mesa situada en un rincón y allí se dirigió para examinarlos. No pareció interesarse por la actividad de Poirot. Sin embargo, yo le observaba con profundo interés. El suelo estaba cubierto con linóleo de color verde oscuro que era el ideal para hacer ostensibles las huellas de pisadas. En el extremo más alejado, una puerta conducía a una pequeña cocina. Desde allí otra puerta daba acceso al fregadero (donde se hallaba situada la puerta trasera), y otra al dormitorio que había ocupado Robert Grant. Una vez explorado el terreno, Poirot comenzó sus observaciones con un monólogo en voz baja.

—Aquí es en donde yacía el cuerpo; esa gran mancha oscura y las salpicaduras que la rodean marcan el lugar. Se observan huellas de zapatillas y de botas del «número nueve», aunque en realidad apenas se distingan. Hay también dos grupos de huellas que van y vienen desde la cocina. Quienquiera que fuese el asesino, entró por aquí. ¿Tiene ahí la bota, Hastings? Démela.

La comparó cuidadosamente con las huellas.

—Sí, ambas las ha hecho el mismo hombre: Robert Grant. Llegó por aquí, mató al viejo y volvió a la cocina. Pisó la sangre. ¿Ve las huellas que dejó al salir? En la cocina no puede verse nada... Todo el pueblo ha pasado por aquí. Él entró en su habitación... no, primero volvió al lugar del crimen... ¿fue para llevarse las figuritas de jade? ¿o había olvidado algo que podría incriminarle?

—Quizá mató al viejo la segunda vez que entró —sugerí.

Mais non, no se ha fijado bien. Sobre una de las huellas manchadas con sangre y producidas al salir hay otra producida al entrar. Me pregunto para qué volvió. ¿Para llevarse las figuritas de jade, en las que pensó después? Todo ello es ridículo... estúpido.

—El caso es que se ha delatado a sí mismo de un modo irremediable.

N'est-ce pas? Le digo, Hastings, que esto va contra toda razón. Ofende a mis células grises. Entremos en su dormitorio... ¡Ah, sí! Aquí está el olor de sangre en el umbral y vestigios de huellas de pisadas manchadas de sangre. Las pisadas de Robert Grant, y solamente las suyas, cerca del cadáver. Y Robert Grant fue el único hombre que se acercó a la casa. Sí, debió ser así.

—¿Y qué me dice de la vieja? —aduje yo de pronto—. Ella estuvo sola en la casa, después de que Grant se fue por la leche. Podía haber cometido el asesinato y haberse marchado a continuación. Sus pies no tenían por qué dejar huellas si no había estado fuera.

—Muy bien, Hastings. Me estaba maravillando de que esa hipótesis no se le hubiera ocurrido a usted. Ya pensé en ella y la rechacé. Betsy Andrews es una mujer de este pueblo, muy conocida por aquí. No es posible que esté relacionada con los Cuatro Grandes; además, por lo que dicen todos, el viejo Whalley era un individuo robusto. Esto es obra de un hombre, no de una mujer.

—¿Y si los Cuatro Grandes tuvieran algún dispositivo diabólico oculto en el techo, algo que descendiera automáticamente y cortara la garganta del viejo y luego se retirara de nuevo?

—¿Cómo la escalera de Jacob? Ya sé, Hastings, que tiene una imaginación de lo más fértil; pero le ruego que la mantenga dentro de unos límites.

Me senté avergonzado. Poirot continuó yendo de un lado para otro, hurgando en las habitaciones y en los armarios con expresión de profunda insatisfacción en su rostro. De pronto profirió un aullido de emoción, que recordaba el de un perro de raza pomerana. Fui corriendo a reunirme con él. Estaba de pie en la despensa en una actitud espectacular. En su mano blandía una pierna de cordero.

—¡Mi querido Poirot! —exclamé—. ¿Qué le pasa? ¿Se ha vuelto loco de pronto?

—Mire, se lo ruego, esta pierna de cordero. ¡Pero mírela de cerca1

La miré lo más cerca que pude, pero no pude encontrar en ella nada fuera de lo común. Me pareció una pierna de cordero muy corriente y así se lo hice saber. Poirot me lanzó una mirada llena de desdén.

—Pero no ve esto... y esto... y esto...

Y mostró cada uno de los «estos» con un golpe en el inofensivo trozo de carne, desalojando de ese modo pequeños trozos de hielo.

Poirot me acababa de acusar de ser en exceso imaginativo, pero ahora era yo quien opinaba que él me superaba con mucho en imaginación. ¿Creía en serio que aquellos pedazos de hielo eran cristales de un veneno mortal? Ésa era la única interpretación que yo podía dar a su extraordinaria agitación.

—Es carne congelada —le expliqué suavemente—. Importada, ya sabe, de Nueva Zelanda.

Me miró durante unos momentos y mostró luego una extraña risa.

—¡Qué maravilloso es mi amigo Hastings! Lo sabe todo, ¡lo que se dice todo! Como se suele decir se facilitan toda clase de informaciones. Éste es mi amigo Hastings.

Arrojó la pierna de cordero sobre su plato y la dejó en la despensa. Luego miró por la ventana.

—Aquí viene nuestro amigo el inspector. Está bien. He visto todo lo que quería ver.

Tamborileó con aire distraído en la mesa como si estuviera absorto en complicados cálculos y preguntó de pronto:

—¿Qué día de la semana es hoy, mon ami?

—Lunes —dije bastante asombrado— ¿Qué...?

—¡Ah!, lunes, ¿no es eso?, un mal día de la semana. Es una equivocación cometer un asesinato en lunes.

Volvió al cuarto de estar, golpeó el barómetro que había en la pared y echó una mirada al termómetro.

—Tiempo estable y veintiún grados. Un día de verano inglés, como es debido.

Ingles todavía estaba examinando piezas de cerámica china.

—No parece tener mucho interés en esta investigación, ¿eh, monsieur? —dijo Poirot.

El buen hombre sonrió flemáticamente.

—No es mi oficio. Soy experto en algunas cosas, pero no en todo. Así es que permanezco al margen y procuro no estorbar. En Oriente aprendí a ser paciente.

El inspector llegó con prisa, excusándose por haber estado fuera tanto tiempo. Aunque insistió en que recorriéramos de nuevo la mayor parte del terreno, pronto nos marchamos.

—He de agradecerle sus muchas atenciones, inspector —dijo Poirot, cuando regresábamos por la calle del pueblo—. Sólo hay una cosa más que me gustaría pedirle.

—¿Quiere ver el cadáver quizá, señor?

—¡Oh, no! ¡Válgame Dios! No tengo el menor interés. A quien quiero ver es a Robert Grant.

—Tendrá que volver conmigo a Moreton para verle, señor.

—Muy bien, así lo haré. Pero me gustaría hablar con él a solas.

El inspector se acarició el labio superior.

—Bueno, en cuanto a eso no sé si será posible, señor.

—Le aseguro que si puede usted ponerse en comunicación con Scotland Yard recibirá plena autorización.

—He oído hablar de usted, por supuesto, señor, y sé que nos ha hecho favores de vez en cuando. Pero va contra las normas.

—No obstante, es necesario —dijo Poirot con calma—. Y lo es por una razón: Grant no es el asesino.

—¿Cómo? Entonces, ¿quién es?

—Creo que el asesino es un hombre más joven. Fue hasta el Chalet de Granito en un carro, que dejó fuera. Entró, cometió el crimen, salió y se marchó de nuevo. Llevaba la cabeza descubierta y sus ropas estaban ligeramente manchadas de sangre.

—¡Pero todo el pueblo le habría visto!

—No necesariamente, si se dieron ciertas circunstancias.

—Si hubiese estado oscuro, quizá; pero el crimen se cometió en pleno día.

Poirot se limitó a sonreír.

—Y el caballo y el carro, señor... ¿Cómo podría usted saber eso? Por delante de la casa pasa un gran número de vehículos con ruedas. No puede verse la huella de uno en particular.

—Quizá no con los ojos del cuerpo; pero sí con los ojos de la imaginación.

El inspector me miró sonriendo y se tocó significativamente la frente. Yo estaba completamente desconcertado, pero tenía fe en Poirot. No se discutió más mientras regresábamos a Moreton con el inspector. A Poirot y a mí nos condujeron hasta donde estaba Grant y nos indicaron que durante la entrevista tenía que estar presente un policía. Poirot fue directamente al grano.

—Grant, sé que no ha cometido este crimen. Dígame a su modo, pero exactamente, lo que sucedió.

El detenido era un hombre de mediana estatura y facciones desagradables. Si alguien ha tenido alguna vez aspecto de presidiario era él.

—Le juro que yo no lo hice —gimoteó—. Alguien puso esas figuritas de vidrio entre mis cosas. Ha sido una trampa para echarme la culpa a mí, eso es lo que ha sido. Tal como dije, fui derecho a mis habitaciones cuando entré. No supe nada hasta que Betsy se puso a gritar. Le juro que yo no lo hice.

Poirot se levantó.

—Si no puede decirme la verdad, hemos terminado.

—Pero, jefe...

—Usted entró en el cuarto de estar. Usted sabia que su patrón había muerto y estaba preparándose para huir cuando la buena de Betsy hizo su terrible descubrimiento.

El hombre se quedó mirando fijamente a Poirot con la boca abierta

—Vamos, ¿fue así o no? Le digo solemnemente, bajo mi palabra de honor, que su única oportunidad depende de que hable con sinceridad.

—Me arriesgaré —dijo el hombre de pronto—. Fue como dice. Entré, y fui directamente hacia el patrón. Y allí estaba, muerto en el suelo y rodeado de sangre. Entonces me asusté. Ellos descubrirían mis antecedentes y con toda seguridad dirían que había sido yo quien le había matado. Sólo pensé en huir... enseguida... antes de que lo encontraran...

—¿Y las figuritas de jade?

El hombre se mostró indeciso.

—Verá usted...

—¿Las cogió por una especie de regresión al instinto, por decirlo así? Había oído decir a su patrón que las figuritas eran valiosas y pensó que ya puesto era mejor liarse la manta a la cabeza Eso lo comprendo. Ahora bien, contésteme a esto. Cuando se llevó las figuritas, ¿era la segunda vez que entraba en el cuarto de estar?

—No entré una segunda vez. Con una había tenido bastante.

—¿Está seguro de eso? —Completamente seguro.

—De acuerdo. ¿Cuándo salió usted de la cárcel?

—Hace dos meses.

—¿Cómo consiguió ese empleo?

—Por medio de una de esas sociedades de ayuda a los presos. Un individuo vino a mi encuentro cuando salí de la cárcel.

—¿Cómo era?

—No era exactamente un cura, pero lo parecía. Llevaba un sombrero de fieltro negro y hablaba de un modo un tanto rebuscado. Tenía un diente roto y llevaba gafas. Su nombre era Saunders. Dijo que esperaba que yo me hubiera arrepentido y que él me podría encontrar un buen puesto de trabajo. Fui a ver al viejo Whalley con su recomendación.

Poirot se levantó una vez más.

—Gracias. Ahora ya lo sé todo. Tenga paciencia.

Se detuvo en el umbral de la puerta y añadió:

—¿Le dio Saunders un par de botas?

Grant se quedó pasmado.

—Sí, me las dio. ¿Pero cómo lo sabe usted?

—Mi oficio consiste en saber cosas —dijo Poirot muy serio.

Después de conversar brevemente con el inspector, los dos nos fuimos al parador del Ciervo Blanco, y pedimos huevos con tocino y sidra de Devonshire.

—¿Ha aclarado algo ya? —preguntó Ingles con una sonrisa.

—Sí, el caso está ya suficientemente claro; pero me va a costar mucho trabajo demostrar mi teoría. Whalley fue asesinado por orden de los Cuatro Grandes; pero no fue Grant quien lo hizo. Un hombre muy hábil le consiguió a Grant el empleo y planeó deliberadamente hacer de él un chivo expiatorio, lo que no resultó difícil debido a los antecedentes penales de Grant. Compró dos pares de botas. Dio uno de ellos a Grant y se quedó con el otro. Fue muy sencillo. Mientras Grant estaba fuera de la casa y Betsy charlaba en el pueblo (que es lo que probablemente hizo todos los días de su vida), el asesino llegó calzando las botas duplicadas, entró en la cocina, pasó al cuarto de estar y derribó al viejo de un golpe. Luego le cortó la garganta. Volvió a la cocina, se quitó las botas, se puso otro par y llevando en las manos el primer par salió hasta su carro y se marchó.

Ingles miró fijamente a Poirot.

—Queda todavía una pega. ¿Por qué no le vio nadie?

—¡Ah! Estoy convencido de que ahí es en donde entra la habilidad del Número Cuatro. Todo el mundo lo vio y, sin embargo, nadie lo vio. ¡Se presentó en un carro de carnicero!

Proferí una exclamación.

—¿La pierna de cordero?

—Exactamente, Hastings, la pierna de cordero. Todo el mundo juró que nadie había estado en el Chalet de Granito aquella mañana; sin embargo, en la despensa encontré una pierna de cordero todavía congelada. Era lunes, por lo que la carne debía haber sido repartida aquella mañana. Si la hubieran llevado el sábado, con este tiempo caluroso, no habría permanecido congelada durante el domingo. Por consiguiente, alguien había estado en el chalet: un hombre que no atrajera la atención por dejar aquí o allí una huella de sangre.

—¡Tremendamente ingenioso! —exclamó Ingles aprobando lo que acababa de decir Poirot.

—Sí, el Número Cuatro es muy inteligente.

—¿Tanto como Hércules Poirot?

Mi amigo me lanzó una mirada de reproche con aire solemne.

—Hay bromas que no debe permitirse, Hastings —dijo sentenciosamente—. ¿Acaso no he salvado a un inocente de ser enviado al patíbulo? Para un día de trabajo creo que es más que suficiente.

Загрузка...