Capítulo XIV



La rubia oxigenada

Los resultados del ataque de Poirot a la casa del Barrio Chino me habían decepcionado. En primer lugar, el jefe de la banda había logrado escapar. Cuando los hombres de Japp acudieron en respuesta al silbido de Poirot, se encontraron con cuatro chinos inconscientes en el vestíbulo; pero el hombre que me había amenazado con la muerte no figuraba entre ellos. Recordé después que, al obligarme a salir al umbral para atraer a Poirot hacia la casa, aquel hombre se había mantenido muy a retaguardia. Probablemente quedó fuera de la zona de peligro de la bomba de gas y consiguió escapar por una de las muchas salidas que después se descubrieron.

De los cuatro que quedaron en nuestras manos, no pudimos obtener información alguna. La investigación realizada por la policía no consiguió sacar a la luz nada que les relacionase con los Cuatro Grandes. Eran vecinos corrientes de clase baja y declararon ignorar por completo el nombre de Li Chang Yen. Un caballero chino los había contratado para un servicio en la casa situada junto al río y no sabían nada de sus asuntos privados.

Al día siguiente me había recuperado por completo, y de los efectos de la bomba de gas de Poirot sólo me quedaba un ligero dolor de cabeza Fuimos juntos hasta el barrio chino y buscamos la casa de la que había sido rescatado. Los locales consistían en dos casas ruinosas unidas por un pasaje subterráneo. Las plantas bajas y los pisos superiores de cada una de ellas carecían de muebles y se hallaban desiertas, las ventanas rotas estaban cubiertas por persianas medio podridas. Japp ya había estado buscando en los sótanos y había descubierto el secreto de la entrada a la cámara subterránea en la que me había cabido el honor de pasar aquella media hora tan desagradable. Una investigación más minuciosa confirmó la impresión experimentada por mí la noche anterior. Las sedas que colgaban de las paredes y que cubrían el diván, y las alfombras que se extendían por los suelos, eran de una primorosa artesanía. Aunque yo sabía muy poco de arte chino, no me resultaba difícil apreciar que todos los objetos de la habitación eran perfectos en su clase.

Con la ayuda de Japp y de algunos de sus hombres realizamos una investigación muy concienzuda del apartamento. Yo había acariciado grandes esperanzas de encontrar documentos importantes. Una lista, quizá, de algunos de los más importantes agentes de los Cuatro Grandes, o notas cifradas de algunos de sus planes; pero no descubrimos nada de esta suerte. Los únicos documentos que encontramos en todo el lugar fueron las notas que el chino había consultado mientras dictaba la carta para Poirot. Consistían en un expediente muy completo con todos nuestros antecedentes y una valoración de nuestros caracteres, así como sugerencias acerca de nuestros puntos débiles.

Poirot manifestó una alegría de lo más infantil con este descubrimiento. Personalmente, no podía comprender que tuviese valor alguno, tanto más cuanto que el recopilador de las notas estaba ridículamente equivocado en alguna de sus opiniones. Así se lo señalé a mi amigo cuando regresamos a nuestras habitaciones.

—Mi querido Poirot —dije—, ahora ya sabe lo que piensa el enemigo de nosotros. Parece tener una idea muy exagerada de la capacidad mental de usted e infravalora por el contrario de manera absurda la mía Pero no veo cómo el conocer esto nos pueda situar en mejor posición.

Poirot se rió de un modo bastante ofensivo.

—¿No lo ve, Hastings? Ahora es cuando podemos preparamos para algunos de sus métodos de ataque, pues estamos advertidos de varios de nuestros defectos. Por ejemplo, amigo mío, sabemos que usted debe pensar antes de actuar. Además, si se encuentra con una joven pelirroja en apuros deberá mirarla de soslayo.

Sus observaciones contenían algunas referencias absurdas a mi supuesto carácter impulsivo y parecían sugerir que yo era particularmente asequible a los encantos de las jóvenes con cabello de cierta tonalidad. Consideré la alusión de Poirot como del peor gusto, pero afortunadamente pude contraatacarle.

—¿Y qué me dice de usted? —pregunté—. ¿Va a tratar de curarse de su «arrogante vanidad»? ¿De su «afectado sentido del orden»?

Yo estaba citando de las notas y pude ver que no le agradaba mi réplica.

—¡Oh, sin duda, pero en algunas cosas ellos se engañan... tant mieux! Se enterarán a su debido tiempo. Entre tanto hemos aprendido algo, y saber es estar preparado.

Este último era su axioma favorito en los últimos tiempos. Tanto, que yo había empezado a aborrecer su mención.

—Sabemos algo, Hastings —continuó—. Sí, sabemos algo, y eso es bueno, peco no sabemos bastante. Debemos saber más.

—¿En qué sentido?

Poirot se arrellanó en su sillón, enderezó una caja de cerillas que yo había dejado descuidadamente en la mesa, y asumió una actitud que yo conocía muy bien. Vi que se preparaba para hablar extensamente.

—Fíjese, Hastings. Tenemos que enfrentamos con cuatro adversarios, es decir, con cuatro personalidades distintas. Con el Número Uno no hemos tenido nunca contacto personal. Solamente lo conocemos, por decirlo así, por la huella de su mente, y le diré de paso, Hastings, que empiezo a entender perfectamente su inteligencia. Se trata de una mente muy sutil y oriental. Todos los planes y estratagemas con que nos hemos encontrado han salido del cerebro de Li Chang Yen. El Número Dos y el Número Tres son también poderosos, tanto que hasta el momento son inmunes a nuestros ataques. No obstante, lo que constituye su salvaguarda es, por los caprichos del azar, también la nuestra. Su presencia es tan visible que sus movimientos han de ser ordenados cuidadosamente. Y así llegamos al último miembro de la banda, al hombre conocido con el Número Cuatro.

La voz de Poirot se alteró ligeramente, como siempre que hablaba de este particular individuo.

El Número Dos y el Número Tres consiguen éxitos y siguen indemnes su camino, debido a su notoriedad y a la posición segura de que disfrutan. El Número Cuatro tiene éxito por la razón opuesta: triunfa por el camino de la oscuridad. ¿Quién es? Nadie lo sabe. ¿Qué aspecto tiene? Tampoco lo sabe nadie. ¿Cuántas veces le hemos visto usted y yo? Cinco veces, ¿no es así? ¿Y podría alguno de nosotros decir sin faltar a la verdad que estaría seguro de reconocerlo de nuevo?

Me vi obligado a mover negativamente la cabeza al recordar las cinco personas distintas que, por increíble que pueda parecer, eran un mismo hombre. El fornido empleado del manicomio; el hombre de París, con su abrigo abrochado hasta arriba; James, el criado; el tranquilo joven médico del caso del Jazmín Amarillo y el maestro ajedrecista ruso. Ninguna de estas personas se parecía entre sí.

—No —dije desalentado—. No hay nada a lo que podamos agarrarnos.

Poirot sonrió.

—Por favor, no se entregue a tan entusiasta desesperación. Sabemos unas cuantas cosas.

—¿Qué clase de cosas? —pregunté con escepticismo.

—Sabemos que es un hombre de mediana estatura y tez blanca o intermedia. Si se tratase de un hombre alto de tez morena no hubiera podido hacerse pasar por el rubio y rechoncho doctor. Es un juego de niños, por supuesto, aumentar de estatura unos centímetros para hacer el papel de James, o el del maestro ajedrecista ruso. Su nariz debe ser corta y recta. Pueden añadirse elementos a una nariz mediante un hábil maquillaje, pero una nariz larga no puede reducirse con éxito en un momento. Además, debe ser un hombre bastante joven, que no pasa de los treinta y cinco años. Ya ve cómo hemos adelantado algo. Un hombre de entre treinta y treinta y cinco años, de mediana estatura y tez intermedia, que domina el arte del maquillaje y al que le faltan todos los dientes o casi todos.

—¿Qué?

—Esto es seguro, Hastings. Como empleado de manicomio, tenía los dientes rotos y descoloridos; en París eran uniformes y blancos; como doctor le sobresalían ligeramente y en el papel de Savaronoff tenía unos caninos inusitadamente largos. Nada altera tanto una cara como una dentadura distinta. ¿Se da cuenta de adónde nos conduce esto?

—No del todo —respondí cautelosamente.

—Dicen que un hombre lleva su profesión escrita en la cara.

—Él es un criminal —exclamé.

—Es un experto en el arte del maquillaje.

—Es lo mismo.

—Su afirmación es muy rotunda, Hastings, y me parece que no sería muy apreciada en el mundo del teatro. ¿No ve que ese hombre es, o ha sido, antes o después, un actor?

—¿Un actor?

—Pues claro que sí, hombre. Conoce al dedillo toda las técnicas teatrales. Con todo, existen dos clases de actores: el que se sumerge en su papel y el que logra imprimir su personalidad en él. Es de esta última clase de donde suelen surgir los actores empresarios. Se hacen con un papel y lo moldean para adaptarlo a su propia personalidad. Los miembros de la primera clase es muy probable que se pasen la vida haciendo la imitación de un personaje político en diferentes cabarets, o que se dediquen a hacer papeles de relleno en obras de repertorio. En esta primera clase es en donde debemos buscar a nuestro Número Cuatro. Es un consumado artista por la forma en que se identifica con cada uno de los papeles que representa.

Mi interés iba creciendo.

—¿De modo que usted piensa que puede seguir la pista de su identidad tomando como punto de partida su relación con la escena?

—Su modo de razonar es siempre brillante, Hastings.

—Podría haber sido mejor —dije fríamente—, si hubiera usted tenido la idea antes. Hemos perdido mucho tiempo.

—Está usted en un error, mon ami No hemos perdido más tiempo del que era inevitable. Mis agentes llevan varios meses en esa, tarea. Joseph Aarons es uno de ellos. ¿Se acuerda de él? Me han preparado una lista de los hombres que satisfacen los requisitos necesarios: jóvenes de unos treinta años de edad, con un aspecto más o menos indefinido, y con el don de desempeñar papeles muy diversos. Hombres, además, que han dejado definitivamente la escena en el curso de los últimos tres años.

—¿V bien? —dije, profundamente interesado.

—Como puede imaginar, la lista fue bastante larga. Llevamos algún tiempo dedicados a la tarea de eliminar individuos de ella. Y por último la hemos reducido a cuatro nombres. Son éstos, amigo mío.

Me dio una hoja de papel. Leí su contenido en voz alta.

«Ernest Luttrell, hijo de un párroco del norte de Inglaterra. Su moral siempre dejó algo que desear. Fue expulsado del colegio. Se inició en la escena a la edad de veintitrés años (seguía una lista de los papeles representados con fechas y lugares). Es toxicómano. Se cree que viajó a Australia hace cuatro años. No se ha podido establecer su paradero desde que abandonó Inglaterra. Treinta y dos años, 1,76 de estatura, no usa barba ni bigote, pelo castaño, nariz recta, tez blanca y ojos grises.

»John St. Maur. Nombre falso, pues el verdadero se desconoce. Parece proceder de algún barrio bajo londinense. Actuó en el teatro desde niño. Hizo imitaciones en los cabarets. No se sabe nada de él desde hace tres años. Unos 33 años, 1,75 de estatura, delgado, ojos azules y tez blanca.

«Austen Lee. Nombre falso. Su verdadero nombre es Austen Foly. Procede de buena familia. Siempre fue aficionado al teatro y se distinguió como actor en las representaciones teatrales de Oxford. Cuenta con un brillante historial de guerra. Actuó en... (seguía la lista usual. En ella se incluían muchas obras de repertorio). Es un entusiasta de la criminología. Sufrió una gran crisis nerviosa como consecuencia de un accidente de automóvil hace tres años y medio, y no ha vuelto a aparecer en escena desde entonces. Se desconoce su paradero actual. 35 años, 1,74 de altura, tez rubia, ojos azules y pelo castaño.

«Claud Darrell. Se supone que éste es su nombre verdadero. Su origen está envuelto en cierto misterio. Actuó en cabarets y también en obras de repertorio. No parece tener amigos íntimos. Estuvo en China en 1919. Volvió a través de Estados Unidos. Desempeñó unos cuantos papeles en Nueva York. Una noche no apareció en escena y desde entonces no se ha vuelto a saber nada de él. La policía de Nueva York informó de que su desaparición fue misteriosa en extremo. Alrededor de 33 años, pelo castaño, tez blanca, ojos grises. 1,76 de estatura»

—Muy interesante —señalé, dejando el papel sobre la mesa—. ¿De modo que éste es el resultado de una investigación que ha durado meses? ¿Estos cuatro nombres? ¿De cuál de ellos sospecha?

Poirot hizo un gesto elocuente.

Mon ami, por el momento es una cuestión discutible. Me limitaré a señalarle que Claud Darrell ha estado en China y en Estados Unidos, hecho que no carece de significación, quizá, pero que no debe predisponernos indebidamente. Quizá sea una simple coincidencia

—¿Y cuál es el próximo paso? —pregunté ansiosamente.

—Las cosas están ya en marcha. Pondremos anuncios diarios cuidadosamente redactados. Pediremos a los amigos y parientes de uno u otro que se comuniquen con mi abogado en su oficina. Incluso él podría... ¡Aja!, el teléfono. Probablemente es, como de costumbre, alguien que se ha equivocado de número y que sentirá habernos molestado; pero puede ser... sí, puede ser... que haya surgido algo.

Crucé la habitación y descolgué el auricular.

—Sí, sí. Las habitaciones de monsieur Poirot, Sí, al habla Hastings. ¡Oh, es usted, señor McNeil! (McNeil y Hodgson eran los abogados de Poirot). Se lo diré, sí, estaremos ahí enseguida

Colgué el auricular y me volví a Poirot Sin poder ocultar mi emoción, le dije:

—Fíjese, Poirot, hay una mujer allí. Y es amiga de Claud Darrell. Se llama Flossie Monro. McNeil quiere que vaya usted.

—¡Al instante! —exclamó Poirot desapareciendo en su dormitorio y volviendo con el sombrero puesto.

Un taxi nos condujo inmediatamente a nuestro destino y nos hicieron pasar a la oficina particular del señor McNeil. Sentada en un sillón frente al abogado había una dama de aspecto algo extraño y que ya no disfrutaba de su primera juventud. Su cabello era de un amarillo excesivo y tenía las orejas cubiertas por los rizos; llevaba los párpados muy maquillados, y tampoco se había olvidado del colorete y del rojo de labios.

—¡Ah, aquí está monsieur Poirot! —dijo el señor McNeil—. Monsieur Poirot, ésta es la señorita... Monro, que ha venido muy amablemente a proporcionar cierta información.

—¡Es usted muy amable! —exclamó Poirot.

Se inclinó con gran cordialidad y estrechó calurosamente la mano de la dama.

Mademoiselle es como una flor en este viejo, seco y polvoriento despacho —añadió, sin preocuparse de los sentimientos del señor McNeil.

Esta descarada adulación no dejó de surtir efecto. La señorita Monro se sonrojó y sonrió afectadamente.

—¡Oh, vamos, vamos, señor Poirot! —exclamó—. Sé cómo son ustedes los franceses.

Mademoiselle, ante la belleza nosotros no somos mudos como los ingleses. Aunque yo no soy francés, soy belga.

—He estado en Ostende —dijo la señorita Monro.

El asunto, como habría dicho Poirot, marchaba espléndidamente.

—¿De modo que puede decirnos algo acerca del señor Claud Darrell? —continuó Poirot.

—Hubo un tiempo en que conocí al señor Darrell muy bien —explicó la dama—. Vi su anuncio, y como no tenía otra cosa que hacer y dispongo de mi tiempo, me dije: Unos abogados desean saber del pobre Claudie... quizá se trate de una fortuna en busca del verdadero heredero. Lo mejor será que me pase por allí enseguida

El señor McNeil se levantó.

—Bien, monsieur Poirot, ¿le parece que les deje solos para que puedan charlar más tranquilamente?

—Es usted muy amable; pero le ruego que se quede. Acabo de tener una pequeña idea. Se acerca la hora del déjeuner. ¿Querrá mademoiselle hacerme el honor de comer conmigo?

Los ojos de la señorita Monro brillaron. Me dio la sensación de que no andaba muy boyante y que agradecía la oportunidad de disfrutar de una buena comida.

Minutos después íbamos en un taxi en dirección a uno de los restaurantes más caros de Londres. Una vez allí, Poirot ordenó un almuerzo de los más apetecibles y luego se dirigió a su invitada

—¿Qué vino prefiere, mademoiselle? ¿Qué tal si tomáramos champagne?

La señorita Monro no dijo nada... o quizá lo dijo todo.

El comienzo de la comida fue muy agradable. Poirot llenó la copa de la mujer con reflexiva asiduidad, y pasó gradualmente a su tema favorito.

—Pobre señor Darrell. Qué lástima que no esté con nosotros.

—Sí, es verdad —dijo con un suspiro la señorita Monro—. Pobre chico. Me pregunto qué habrá sido de él.

—¿Hace mucho tiempo que no le ve?

—Muchísimo tiempo... desde la guerra. Claudie era un muchacho divertido, muy reservado, nunca me dijo una palabra de sí mismo. Pero, por supuesto, todo encaja si es un heredero perdido. ¿Se trata de un título, señor Poirot?

—Es una simple herencia —dijo Poirot sin sonrojarse—. Pero, como comprenderá, quizá haya que proceder a una identificación. Es por eso por lo que es necesario que encontremos a alguien que le haya conocido muy bien. Usted parece que le conoció bien, ¿no es así, mademoiselle?

—No me importa decírselo, señor Poirot. Usted es un caballero. Sabe cómo ordenar un almuerzo para una señora. No puede decirse lo mismo de estos jóvenes de hoy. Como es usted francés, lo que voy a decirle no le sorprenderá. ¡Ah, ustedes los franceses! Bueno, Claudie y yo éramos dos jóvenes... ¿Qué otra cosa cabía esperar? Mis sentimientos hacia él todavía están llenos de afecto, aunque, he de confesarle que no me trató bien... no, en absoluto... no como debe tratarse a una dama. Todos son iguales cuando está de por medio la cuestión económica

—No, no, mademoiselle, no diga eso —contestó Poirot, llenando su copa una vez más—. ¿Podría hacerme una descripción del señor Darell?

—Físicamente era un hombre corriente —dijo Flossie Monro vagamente—. Ni alto ni bajo, ya sabe usted, pero muy bien plantado. Sus ojos tenían un color entre azul y gris. Y era más o menos rubio, supongo. Pero lo que sí puedo decir es que era un gran artista. Nunca vi a nadie que le alcanzara en su profesión. Hubiera tenido una gran fama de no haber sido por la envidia. No puede imaginarse, señor Poirot, realmente es imposible que se lo imagine, lo que los artistas tenemos que sufrir a causa de la envidia. Recuerdo que una vez en Manchester...

Tuvimos que armarnos de paciencia para escuchar una larga y complicada historia acerca de una pantomima y de la infame conducta del actor que representaba el papel principal. Poirot tardó un poco en conseguir que volviera a hablarnos de Claud Darrell.

Mademoiselle, nos interesa sobremanera todo lo que nos pueda decir acerca del señor Darrell. Las mujeres son excelentes observadoras: se dan cuenta de todo, perciben los más pequeños detalles que se les escapan a los hombres. He visto cómo una mujer identificaba a un hombre entre docenas de ellos, ¿y por qué cree que fue? Había observado que él tenía el hábito de golpearse la nariz cuando se hallaba nervioso. Un hombre nunca se habría fijado en algo como eso.

—¡Qué ocurrencia! —exclamó la señorita Monro—. Supongo que es cierto. Ahora que pienso en ello, recuerdo que Claudie siempre jugueteaba con el pan en la mesa. Colocaba un trozo entre los dedos y luego lo golpeaba ligeramente para recoger las migas. Se lo he visto hacer centenares de veces. Sería capaz de reconocerlo en cualquier parte gracias a esa singularidad suya.

—¿No es eso precisamente lo que le decía? La maravillosa observación de una mujer. ¿Y le habló a él alguna vez de esa costumbre suya, mademoiselle?

—No, no lo hice, señor Poirot. ¡Ya sabe cómo son los hombres! No les gusta que una se fije en las cosas, especialmente cuando les parece que se las van a afear. Nunca le dije una palabra, pero muchas veces sonreía para mis adentros cuando lo hacía. Él ni siquiera se daba cuenta de que lo hacía

Poirot asintió son amabilidad. Observé que su mano temblaba un poco cuando la extendió para alcanzar su copa.

—Como medio para establecer la identidad disponemos siempre de la escritura —observó—. Supongo que habrá tenido ocasión de observar alguna carta escrita por el señor Darrell.

Flossie Monro negó con la cabeza con aire apesadumbrado.

—No era de las personas que escriben. Nunca me escribió una línea en su vida.

—Es una lástima —dijo Poirot.

—Pero le voy a decir algo que le interesará —señaló de pronto la señorita Monro—. Conservo una fotografía. ¿Le servirá de algo?

—¿Que tiene una fotografía de Darrell?

Poirot casi saltó de su asiento.

—Es muy antigua: tendrá ocho años por lo menos.

Ça ne fait rien! ¡No importa que sea antigua ni que esté descolorida! ¡Ah, ma joi, qué suerte! ¿Me permitirá que le eche una mirada a esa fotografía, mademoiselle?

—Por supuesto.

—Quizá pueda permitirme incluso que saque una copia. No tardaría mucho en devolvérsela.

—Naturalmente.

La señorita Monro se levantó.

—Bien, tengo que irme. Me alegro mucho de haberle conocido a usted y a su amigo, señor Poirot.

—¿Y la fotografía? ¿Cuándo podré disponer de ella?

—La buscaré esta noche. Creo que sé en dónde está. Se la enviaré inmediatamente.

—Un millón de gracias, mademoiselle. No ha podido ser usted más amable. Espero que pronto podamos disponer de tiempo para comer juntos otra vez.

—Cuando quiera —dijo la señorita Monro—. Por mí, encantada.

—Déjeme ver, creo que no tengo sus señas.

Dándose importancia, la señorita Monro sacó una tarjeta de su bolso y se la entregó a Poirot. Era una tarjeta algo sucia y las señas originales habían sido tachadas y sustituidas a lápiz por otras.

Luego, con gran despliegue de inclinaciones y ademanes por parte de Poirot, nos despedimos de la señora y nos marchamos.

—¿Cree realmente que esa fotografía es tan importante? —pregunté a Poirot.

—Sí, mon ami. La cámara fotográfica no miente. Se puede ampliar una fotografía y captar los rasgos más salientes, que de otro modo permanecerían inadvertidos. Luego hay un millar de detalles, como la forma de las orejas, que nadie nos podrá describir con palabras. Sí, no cabe duda de que nos ha salido al paso una gran oportunidad. Por eso es por lo que me propongo tomar medidas de precaución.

Al acabar de hablar se dirigió al teléfono. Dio un número que yo sabía era el de una agencia de detectives privados que Poirot utilizaba algunas veces. Sus instrucciones fueron claras y concretas. Dos hombres debían dirigirse a la dirección que él les señalaba y, en términos generales, tenían que velar por |a seguridad de la señorita Monro. La seguirían a todas partes.

Poirot colgó el teléfono y volvió hacia donde yo me encontraba. —¿Cree realmente que eso es necesario, Poirot? —pregunté. —Puede serlo. No cabe duda de que a usted y a mí nos vigilan; puesto que es así, pronto sabrán con quién hemos estado comiendo hoy. Y es posible que el Número Cuatro huela el peligro.

Unos veinte minutos más tarde sonó el teléfono. Fui yo quien contestó. Una voz brusca me preguntó.

—¿Es usted el señor Poirot? Le hablo desde el hospital de St. James. Hace diez minutos nos han traído a una mujer que ha sufrido un accidente en la calle. Se trata de la señorita Flossie Monro. Ha solicitado ver urgentemente al señor Poirot. Debe usted venir enseguida No vivirá mucho tiempo.

Le repetí estas palabras a Poirot, cuya cara se puso blanca —Deprisa, Hastings. Tenemos que correr como el viento. Un taxi nos llevó al hospital en menos de diez minutos. Preguntamos por la señorita Monro y nos condujeron inmediatamente al pabellón de accidentados. Una enfermera con gorro blanco nos recibió en la puerta. Poirot leyó en su cara. —¿Ha muerto, verdad? —Hace seis minutos. Poirot se quedó como petrificado.

La enfermera, malinterpretando su emoción, empezó a dirigirle palabras de consuelo.

—No sufrió, y en sus últimos momentos permaneció inconsciente. Fue atropellada por un automóvil, ya sabe usted, y el conductor del automóvil ni siquiera se detuvo. Qué vileza, ¿verdad? Espero que alguien haya tomado el número de la matrícula.

—Tenemos la suerte en contra —dijo Poirot en voz baja. —¿Le gustaría verla?

La enfermera nos condujo y la seguimos. La pobre Flossie Monro, con su colorete y su cabello teñido, yacía con gran placidez y con una ligera sonrisa en los labios.

—Sí—murmuró Poirot—, tenemos la suerte en contra, pero... ¿es la suerte?

Levantó su cabeza como si hubiera tenido una idea de pronto. —¿Es la suerte, Hastings? Si no lo es... si no lo es... Le juro, amigo mío, ante el cadáver de esta pobre mujer, que seré implacable cuando llegue el momento.

—¿Qué quiere decir? —pregunté.

Pero Poirot se había vuelto hacia la enfermera y le pedía ansiosamente información. Pudimos obtener una lista de los objetos encontrados en el bolso. Poirot ahogó una exclamación al leerla.

—¿Ve usted, Hastings, ve usted?

—¿Qué es lo que hay que ver?

—No se menciona ningún llavín. Pero indudablemente ella debía llevarlo. Fue atropellada a sangre fría y la primera persona que se inclinó sobre ella le sustrajo la llave del bolso. Pero quizá lleguemos a tiempo. Es posible que no hayan podido encontrar enseguida lo que buscaban.

Otro taxi nos condujo a la dirección que Flossie Monro nos había dado, un sólido bloque de viviendas en un barrio bastante desagradable. Transcurrió algún tiempo antes de que pudiéramos entrar en el piso de la señorita Monro, pero por lo menos tuvimos la satisfacción de saber que nadie había salido de allí mientras estábamos de guardia fuera.

Finalmente pudimos entrar. Era evidente que alguien se nos había anticipado. El contenido de los cajones y armarios estaba esparcido por el suelo. Las cerraduras habían sido forzadas. Parecía como si al que había registrado el piso le hubiera faltado tiempo.

Poirot empezó a buscar en medio de aquel caos. De manera repentina dio un grito al tiempo que se enderezaba y levantaba algo. Era un marco anticuado de fotografía... vacío.

Le dio la vuelta lentamente. En el dorso tenía pegada una pequeña etiqueta redonda: la etiqueta del precio.

—Costó cuatro chelines —comentó.

—Mon dieu! Hastings, fíjese. Es una etiqueta recién puesta. La pegó aquí el hombre que se llevó la fotografía, el hombre que estuvo aquí antes que nosotros, pero que sabía que vendríamos. Por consiguiente, la dejó para nosotros. Me estoy refiriendo a Claud Darrell, el Número Cuatro.

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