Capítulo XIII



El ratón cae en la trampa

A lo largo de una vida no es frecuente que el hombre se halle al borde de la eternidad, pero cuando pronuncié aquellas palabras en aquel sótano del East End londinense estaba completamente seguro de que eran las últimas que salían de mis labios en esta vida Me preparé para el choque con aquellas aguas tenebrosas que corrían por debajo y experimenté por anticipado el horror de la caída.

Sin embargo, con gran sorpresa por mi parte pude oír unas carcajadas emitidas en tono grave. Abrí los ojos. Obedeciendo una señal del hombre del diván, mis dos carceleros me llevaron al lugar que antes había ocupado frente a él.

—Es usted un hombre valiente, señor Hastings —dijo—. Los hombres de Oriente sabemos valorar la valentía He de confesar que esperaba que usted se comportase tal como lo ha hecho. Eso nos lleva al segundo acto de su pequeño drama. Ha sabido enfrentarse con su propia muerte, pero... ¿se enfrentará de igual modo con la muerte ajena?

—¿Qué quiere decir? —pregunté con voz ronca al tiempo que un miedo horrible me invadía.

—Supongo que no se habrá olvidado de la dama que está en nuestro poden la Rosa del Jardín.

Mudo de angustia, le miré fijamente.

—Creo, señor Hastings, que escribirá esa carta. Mire, aquí tengo un impreso de cablegrama. El mensaje que escribiré dependerá de usted y significará la vida o la muerte para su esposa.

La frente se me inundó de sudor. Mi torturador prosiguió sonriendo amistosamente y hablando con perfecta sangre fría:

—Vamos, capitán, sólo tiene que empuñar la pluma y escribir. Si no lo hace...

—¿Si no lo hago? —pregunté.

—Si no lo hace, la mujer que usted ama, morirá... y morirá lentamente. Mi jefe, Li Chang Yen, se divierte en sus ratos de ocio ideando nuevos e ingeniosos métodos de tortura...

—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Es usted el diablo! Eso no... usted no puede hacer eso... —¿Quiere que le describa algunos de sus dispositivos?

Sin ocuparse de mi grito de protesta, sus palabras fluyeron uniforme y serenamente hasta que con un grito de horror me tapé los oídos con las manos.

—Ya veo que es suficiente. Tome la pluma y escriba.

—No se atreverá ...

—Dice tonterías y usted lo sabe. Tome la pluma y escriba.

—¿Qué sucederá si lo hago?

—Su esposa quedará libre. Haré que envíen el cable inmediatamente.

—¿Cómo sabré que no me engaña?

—Se lo juro sobre las tumbas sagradas de mis antepasados. Además, juzgue por sí mismo: ¿por qué habría de desearle ningún daño? Nos habremos limitado a satisfacer nuestros objetivos.

—¿Y... y Poirot?

—Estará a salvo hasta que hayamos terminado nuestras actividades. Luego le dejaremos marchar.

—¿Jura también esto sobre las tumbas de sus antepasados?

—Lo he jurado una vez. Eso debe bastarle.

Me dio un vuelco el corazón. Estaba traicionando a mi amigo, ¿para qué? Por un momento dudé. Ante mis ojos surgió la terrible alternativa como una pesadilla. Cenicienta, en manos de estos demonios chinos, siendo torturada lentamente hasta morir...

Un gemido subió hasta mis labios. Empuñé la pluma. Quizá redactando cuidadosamente la carta pudiera transmitirle a Poirot un aviso. Era sólo una esperanza, una esperanza que no iba a tardar en desvanecerse sino un momento. La voz del chino surgió afable y cortés.

—Permítame que se la dicte.

Hizo una pausa. Consultó un puñado de notas y luego me dictó las palabras que siguen:


Querido Poirot: creo que estoy sobre la pista del Número Cuatro. Esta tarde vino a verme un chino y logró atraerme hasta aquí con un mensaje falso. Afortunadamente descubrí el engaño a tiempo y conseguí escabullirme. Luego se volvieron las tornas contra él y me las arreglé para seguirle por mi propia cuenta, y puedo decirle que lo hice a conciencia. He conseguido que un joven inteligente le lleve este mensaje. ¿Querrá hacer el favor de entregarle media corona? Eso os lo que le he prometido si consigue entregarle esta nota. Estoy vigilando la casa y no me atrevo a moverme de aquí. Esperaré hasta las seis de la tarde y si para entonces no ha venido usted trataré de entrar en la casa yo solo. No debemos perder esta gran oportunidad y, por supuesto, el muchacho pudiera no encontrarle. Pero si lo hace, haga que le traiga aquí inmediatamente. Y cúbrase esos preciosos bigotes por si alguien estuviera vigilando y le reconociera. Suyo,

A.H.


Cada palabra que escribía me hundía más profundamente en la desesperación. El plan era diabólicamente perfecto. Comprendí con qué perfección debían conocer cada detalle de nuestras vidas. La carta que me acababan de dictar podría haber sido escrita por mí. El saber que el chino que había ido a visitarme aquella tarde se había esforzado en «traerme hasta aquí con un mensaje falso» anulaba todas las ventajas que pudieran derivarse de la «señal» que le había dejado a Poirot con los cuatro libros. Se trataba de una trampa y yo me había dado cuenta de ello: eso era lo que Poirot pensaría También el momento estaba inteligentemente planeado. Al recibir la nota, Poirot tendría el tiempo justo para salir precipitadamente en compañía de su guía de aspecto inocente. Mi decisión de entrar en la casa le haría venir a toda prisa. Desde siempre había sentido una ridícula desconfianza hacia mis aptitudes. Estaría convencido de que iba a correr un peligro al no estar a la altura de la situación y vendría a toda prisa para hacerse cargo del mando de la operación.

Pero no había nada que hacer. Escribí lo que se me ordenó. Mi raptor tomó en sus manos la nota, la leyó, asintió con la cabeza en señal de aprobación y se la entregó a uno de los silenciosos servidores, que desapareció con ella detrás de uno de los tapices de seda de la pared que ocultaba una puerta.

Con una sonrisa, el hombre que tenía frente a mí tomó un formulario de cablegrama y después de rellenarlo me lo pasó.

Leí: «Suelten el pájaro blanco inmediatamente».

Di un suspiro de alivio.

—¿Lo enviará enseguida? —le insté.

Sonrió y negó con la cabeza.

—Lo enviaré cuando monsieur Hércules Poirot esté en mi poder. Hasta entonces no.

—Pero usted prometió...

—Si este plan fallase, tendría necesidad de nuestro pájaro blanco para persuadirle a usted e incitarle para que realizase ulteriores esfuerzos.

Me puse blanco de ira.

—¡Dios mío! Si usted...

Hizo un gesto con su mano larga, delgada y amarilla.

—Esté tranquilo. No creo que el plan falle. En el momento en que monsieur Poirot se halle en nuestras manos, cumpliré mi juramento.

—Si me engañase...

—Se lo he jurado por mis honorables antepasados. No tenga ningún temor. Quédese aquí entre tanto. Mientras estoy ausente mis criados le atenderán si necesita alguna cosa.

Me quedé solo en aquel extraño y lujoso nido subterráneo.

El segundo criado chino reapareció. Me trajeron algo de comer y de beber y me lo ofrecieron; yo lo rechacé. En el fondo me sentía enfermo... muy enfermo...

Fue entonces cuando reapareció el jefe con sus ropas de seda, alto y señorial. Él era quien dirigía las operaciones. Ordenó que a través del sótano y del túnel fuera llevado a la casa por la que había entrado. Una vez allí me hicieron entrar en una habitación situada a nivel del suelo. Aunque las ventanas tenían las persianas cerradas, a través de las rendijas se podía ver la calle. En la acera opuesta se hallaba un viejo andrajoso; cuando le vi hacer una señal dirigida a la ventana, comprendí que se trataba de uno de los miembros de la banda, en misión de vigilancia.

—Está bien —dijo mi amigo chino—. Hércules Poirot ha caído en la trampa. Viene hacia aquí... y no le acompaña nadie más que el muchacho que le guía Ahora, señor Hastings, tiene que desempeñar todavía un papel más. Si no le ve, no entrará en la casa. Cuando llegue a la parte de enfrente de la calle usted saldrá al umbral de la puerta y le indicará por señas que entre.

—¿Cómo? —exclamé, irritado.

—Este papel lo desempeña usted solo. Recuerde cuál es el precio del fracaso. Si Hércules Poirot sospecha que algo está fuera de lugar y no entra en la casa, su esposa sufrirá las setenta muertes lentas. ¡Ah! Aquí está.

Con el corazón en la garganta y lleno de angustia miré a través de las rendijas de la persiana. En la figura que se acercaba por el lado opuesto de la calle reconocí enseguida a mi amigo, aunque llevaba vuelto hacia arriba el cuello de su abrigo y una enorme bufanda amarilla le ocultaba la parte inferior del rostro. Eran inconfundibles su manera de andar y su cabeza ovalada.

Poirot venía en mi ayuda con toda su buena fe, sin sospechar nada anómalo. Junto a él se hallaba un característico golfillo londinense, con la cara sucia y las ropas andrajosas.

Poirot se detuvo y miró hacia la casa, mientras el muchacho se la mostraba. Había llegado el momento de que yo actuara. Salí al vestíbulo. A una señal del chino alto, uno de los criados abrió la puerta.

—Recuerde el precio del fracaso —dijo mi enemigo con voz baja.

Crucé el umbral e hice una seña a Poirot. Él se apresuró a atravesar la calle.

—¡Vaya! De modo que está todo bien, amigo mío. Empezaba a sentirme intranquilo. ¿Consiguió entrar? Entonces, ¿está vacía la casa?

—Sí —dije con voz baja, esforzándome para que pareciera natural—. Debe haber una salida secreta en alguna parte. Entre y la buscaremos.

Volví a cruzar el umbral y Poirot se dispuso a seguirme inocentemente.

Fue entonces cuando me vino una idea a la cabeza. Comprendí claramente el papel que estaba desempeñando: el de Judas.

—¡Atrás, Poirot! —exclamé—. Sálvese. Es una trampa. No se preocupe por mí. Huya enseguida.

No había acabado aún de gritar cuando unas manos me atenazaron férreamente. Uno de los criados chinos saltó por delante de mí para apresar a Poirot.

Vi que este último saltaba hacia atrás con el brazo levantado y de pronto una densa humareda se produjo a mi alrededor, sofocándome... matándome...

Sentí que caía al suelo, ahogándome... Había llegado mi fin...

Volví en mí lenta y penosamente; todos mis sentidos estaban trastornados. Lo primero que vi fue la cara de Poirot. Estaba sentado frente a mí y en su rostro se reflejaba su ansiedad. Cuando se apercibió de que le miraba dio un grito de alegría.

—Por fin revive... vuelve en sí... ¡Todo va bien!, ¡mi amigo... mi pobre amigo!

—¿Dónde estoy? —dije penosamente.

—¿Dónde? ¡En su casa, nombre!

Miré a mi alrededor. Era verdad. Me hallaba en mi viejo ambiente familiar. Y en el emparrillado estaban los cuatro montoncitos de carbón que había separado cuidadosamente.

Poirot siguió mi mirada.

—Pues sí, ésa fue una gran idea suya... ésa y la de los libros. Si alguna vez me dijeran «Ese amigo suyo, ese Hastings, no tiene mucho talento, ¿verdad?», yo les replicaría «Está usted en un error». Fue una idea magnífica y soberbia la que se le ocurrió en aquel momento.

—¿Comprendió su significado?

—¿Acaso soy un imbécil? Por supuesto que lo entendí. No necesitaba más advertencia que ésa; además, tuve tiempo para madurar mis planes. De una manera o de otra los Cuatro Grandes se lo habían llevado a usted. ¿Con qué objeto? Estaba claro que no había sido por su cara, bonita y era igualmente evidente que no le habían secuestrado porque le temieran ni quisieran quitarle de en medio. No, su objeto era evidente. Le utilizarían como cebo para que el gran Hércules Poirot cayera en sus garras. Llevaba ya mucho tiempo preparado para algo así. Realicé mis pequeños preparativos y, poco después, como era de esperar, llegó un mensajero. Un inocente golfillo callejero. Fingí creérmelo todo y me dispuse a acompañarle. Fue una suerte que le permitieran salir al umbral. Mi único temor era que tuviera que deshacerme de ellos antes de llegar al lugar en que usted se hallaba oculto, que tuviera que buscarle, quizá en vano, después.

—¿Deshacerse de ellos, dice usted? —pregunté débilmente—. ¿Sin ayuda?

—¡Oh! En cuanto a eso, no fue nada del otro jueves. Si uno se prepara por adelantado, esto es sencillo. Ése es el lema del boy scout, y es un buen lema, por cierto. Yo estaba preparado. No hace mucho tiempo le presté un servicio a un individuo muy famoso que había trabajado mucho durante la guerra en relación con un gas venenoso. Ideó para mí una pequeña bomba, sencilla y fácil de transportar. Uno no tiene más que lanzarla, todo se llena de humo y los que lo aspiran pierden el conocimiento. Inmediatamente hice sonar un silbato y al instante llegaron unos cuantos hábiles compañeros de Japp que estaban vigilando esta casa mucho antes de que llegase el muchacho, y que se las arreglaron para seguirme durante todo el camino hasta Limehouse. Surgieron rápidamente y se hicieron cargo de la situación.

—Pero, ¿cómo no perdió usted también el conocimiento?

—También en eso tuve suerte. Nuestro amigo el Número Cuatro (que fue sin duda quien redactó esa ingeniosa carta) se permitió una pequeña broma con mi bigote que hizo extremadamente fácil para mí el ajustar una mascarilla debajo de la bufanda amarilla.

—Ya recuerdo —exclamé con ansiedad. Con la palabra «recuerdo» me vino a la memoria algo que había olvidado temporalmente: Cenicienta...

Caí hacia atrás dando un gemido.

Debí estar inconsciente de nuevo durante unos minutos. Cuando me recobré, Poirot trataba de introducirme entre los labios un poco de coñac.

—¿Qué le sucede, mon ami? ¿Qué pasa ahora? Dígamelo.

Se lo conté todo, palabra por palabra, estremeciéndome mientras lo hacía. Poirot profirió un grito.

—¡Amigo mío! ¡Amigo mío! ¡Pero cuánto debe usted haber sufrido! ¡Y yo sin saber nada de esto! Tranquilícese. ¡Todo va bien!

—¿Quiere decir que la encontrará? Pero si está en América del Sur. Para cuando lleguemos allí... mucho antes, ella habrá muerto... y sabe Dios de qué horrible modo.

—No, no, no me ha comprendido. Se halla sana y salva. Ni por un momento ha estado en manos de esos hombres.

—Pero yo recibí un cablegrama de Bronsen.

—No, no, no fue así. Usted recibió un cablegrama de América del Sur firmado por Bronsen, lo cual es muy distinto. Dígame, ¿nunca se le ocurrió que una organización de esta clase, con ramificaciones en todo el mundo, podría asestarnos fácilmente un golpe sirviéndose de la pequeña Cenicienta, a quien usted ama tanto?

—No, nunca —repliqué.

—Bueno, pues a mí sí se me ocurrió. No le dije nada porque no quería intranquilizarle innecesariamente; pero tomé medidas por mi cuenta. Todas las cartas de su esposa parecen haber sido enviadas desde el rancho; pero en realidad ella estaba en un lugar al que había hecho que la condujeran hace más de tres meses.

Le miré durante un largo rato.

—¿Está seguro de eso?

Parbleu! Del todo. ¡Le torturaron con una mentira!

Volví la cabeza a un lado mientras Poirot me ponía la mano sobre el hombro. Había algo en su voz que no había escuchado nunca antes.

—Sé muy bien que a usted no le gusta que le abrace ni manifieste mi emoción. Me comportaré de un modo muy británico. No dirá nada. Nada en absoluto. Sólo esto: que en esta nuestra última aventura todos los honores le corresponden a usted, y feliz el hombre que tiene un amigo como el que yo tengo.

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