Capítulo III



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Durante los días que siguieron a la visita del falso empleado del manicomio, tuve la esperanza de que volvería y me negué a abandonar el apartamento, siquiera fuera por un momento. Por lo que yo sabía, él no tenía ninguna razón para sospechar que hubiéramos caído en la cuenta de su artimaña. Pensé que podría volver y tratar de llevarse el cadáver, pero Poirot se burló de mi razonamiento.

Mon ami —dijo—, puede perder el tiempo en eso si quiere, pero yo tengo otras cosas que hacer.

—Entonces, Poirot —razoné—, ¿por qué corrió el riesgo de venir? Su visita tendría algún sentido si estuviera destinada a volver más tarde a por el cadáver. De ese modo podría al menos eliminar pruebas contra él; sin embargo, y tal como están las cosas, no parece haber logrado nada.

Poirot se encogió de hombros de un modo muy francés.

—Pero no se pone usted en el lugar del Número Cuatro, Hastings —dijo—. Habla de pruebas, pero ¿qué pruebas hay contra él? Es verdad que tenemos el cadáver. Pero ni siquiera podemos demostrar que el hombre fue asesinado: el ácido cianhídrico, cuando se inhala, no deja rastro. Además, no conocemos a ningún testigo que viera entrar a alguien en el apartamento durante nuestra ausencia ni hemos averiguado nada sobre los movimientos de nuestro difunto amigo Mayerling...

—No, Hastings, el Número Cuatro no ha dejado rastros, y él lo sabe. Su visita no fue más que una operación de reconocimiento. Quizá deseaba asegurarse de que Mayerling había muerto, pero lo más probable, creo yo, es que viniera a ver a Hércules Poirot para tener una conversación con el único adversario al que debe temer.

El razonamiento de Poirot me pareció típicamente egocéntrico, pero me abstuve de discutir.

—¿Y qué me dice de la investigación judicial? —pregunté. Supongo que allí explicará usted las cosas claramente y que facilitará a la policía una descripción completa del Número Cuatro.

—¿Y con qué fin? ¿Podemos presentar algo que impresione a un jurado indagador integrado por ingleses formalistas? ¿Tiene alguna utilidad nuestra descripción del Número Cuatro? No, les dejaremos que califiquen el hecho como «muerte accidental». Aunque no tengo muchas esperanzas, tal vez nuestro hábil asesino se felicite por haber engañado a Hércules Poirot en el primer asalto.

Como de costumbre, Poirot tuvo razón. No volvimos a ver al supuesto empleado, y la indagación judicial, en la que presté declaración, pero a la que Poirot ni siquiera asistió, no despertó interés alguno en el público.

Como, en vista de su proyectado viaje a América del Sur, Poirot había dado por concluidos sus asuntos antes de mi llegada, en este momento no tenía ningún caso entre manos; aunque él pasaba la mayor parte del tiempo en su apartamento, no conseguí que me comunicase gran cosa. Permanecía sentado en su sillón, absorto en meditaciones, y no daba pie a mis deseos de conversación.

Una mañana, aproximadamente una semana después del crimen, me preguntó si no me importaría acompañarle en una visita que deseaba hacer. Me complació, pues en mi opinión cometía una equivocación tratando de resolver las cosas enteramente por sí mismo. Además, yo deseaba cambiar impresiones con él sobre el caso. Pero no se mostró muy comunicativo. Ni siquiera me contestó cuando le pregunté adónde íbamos.

A Poirot le gusta envolverse en misterio. Si está en su mano no facilita una información hasta el último momento. En este caso, después de haber tomado sucesivamente un autobús y dos trenes y haber llegado a la vecindad de uno de los suburbios meridionales más deprimentes de Londres, aceptó por fin explicar el asunto.

—Vamos a ver, Hastings, al hombre que en este país sabe más de la vida clandestina de China.

—¿De veras? ¿De quién se trata?

—Un hombre del que usted nunca ha oído hablar, un tal John Ingles. En realidad, es un funcionario civil retirado, de inteligencia mediocre, que tiene la casa llena de curiosidades chinas con las que aburre a amigos y conocidos. Sin embargo, los que le conocen me han asegurado que el único hombre capaz de facilitarme la información que busco en este John Ingles.

Pocos momentos después subíamos los escalones de «Los Laureles», residencia del señor Ingles. No advertí la existencia de ningún arbusto de laurel, por lo que deduje que el nombre se lo habían puesto con arreglo a la acostumbrada y oscura nomenclatura de los barrios periféricos de Londres.

Un sirviente de cara inexpresiva nos hizo pasar hasta la habitación en que se hallaba su patrono. El señor Ingles era un hombre fornido, de cara algo amarilla, con unos ojos hundidos de naturaleza particularmente reflexiva. Se levantó para recibimos, dejando a un lado una carta abierta que había tenido en la mano y a la que hizo referencia después de saludarnos.

—¿Quieren sentarse? Halsey me ha dicho que desean ustedes cierta información que quizá yo pueda facilitarles.

—Así es, monsieur. Quisiera saber si conoce a un hombre llamado Li Chang Yen.

—Eso es raro... muy raro. ¿Cómo ha podido oír hablar de ese hombre?

—Entonces, ¿le conoce?

—Lo vi una vez. Sé algo de él, aunque no tanto como quisiera. Me sorprende, sin embargo, que ninguna otra persona en Inglaterra haya tenido noticias suyas. Es un gran hombre a su modo, pertenece a la clase de los mandarines y ya sabe usted; pero esto no es lo esencial del asunto. Hay buenas razones para suponer que él es el hombre que está detrás de todo ello.

—¿Detrás de qué?

—De todo. De la intranquilidad mundial, de los problemas laborales que acosan a todas las naciones y de las revoluciones que estallan en algunos países. Hay personas, y no me refiero a los alarmistas sino a quienes saben de lo que hablan, que dicen que existe una fuerza oculta que tiene por objetivo nada menos que desintegrar la civilización. En Rusia, ya sabe usted, se pusieron de manifiesto muchos indicios que revelaban que Lenin y Trotsky eran simples marionetas al servicio de otro cerebro. Carezco de pruebas concretas que pudieran ser consideradas como válidas, pero estoy completamente convencido de que ese cerebro fue el de Li Chang Yen.

—¡Vamos! —protesté—. ¿No es eso un poco improbable? ¿Cómo pudo un chino tener tanta influencia en Rusia?

Evidentemente enfadado conmigo, Poirot frunció el ceño.

—Para usted, Hastings —dijo—, todo lo que no procede de su propia imaginación es improbable; yo, en cambio, estoy de acuerdo con este caballero. Pero continúe, se lo ruego, monsieur.

—No puedo asegurar qué es lo que espera conseguir exactamente de todo ello —prosiguió el señor Ingles—; pero supongo que su enfermedad es la misma que atacó a los grandes cerebros desde la época de Akbar y Alejandro hasta la de Napoleón: la codicia de poder y de supremacía personal. Hasta los tiempos modernos, para conquistar el mundo era necesario el concurso de una fuerza armada; pero, en este siglo de desasosiego, un hombre como Li Chang Yen puede utilizar otros medios. Tengo pruebas de que disponemos de cantidades ilimitadas de dinero para emplearlo en sobornos y en propaganda, y existen indicios de que domina alguna fuerza científica mucho más poderosa de lo que el mundo ha podido jamás imaginar.

Poirot seguía las palabras del señor Ingles con la mayor atención.

—¿Y en China? —preguntó—. ¿Actúa también allí?

El otro asintió con énfasis.

—También allí —dijo—, aunque me es imposible presentar una prueba válida ante un tribunal. Conozco personalmente a todos los hombres que pueden ejercer alguna influencia en la China actual, y puedo decirles esto: los hombres que ocupan los puestos más importantes carecen de personalidad. Son marionetas que mueve una mano maestra y esa mano es la de Li Chang Yen, Él es el cerebro que domina el Oriente actual. Nosotros no comprendemos el Oriente ni lo comprenderemos nunca. Li Chang Yen es, en cualquier caso, su espíritu impulsor. Como cabía esperar, nunca sale a escena; jamás abandona su palacio de Pekín. Es el que mueve los hilos. Los mueve desde allí y los, efectos se sienten muy lejos.

—¿Y no existe nadie que se le oponga? —preguntó Poirot.

El señor Ingles se inclinó hacia adelante en su silla.

—En los últimos cuatro años lo han intentado cuatro hombres —dijo lentamente—; hombres de carácter, honrados y con gran capacidad intelectual. Con el tiempo, cualquiera de ellos podría haber obstaculizado sus planes.

—¿Y bien? —pregunté.

—Todos están muertos. Uno escribió un artículo y mencionó el nombre de Li Chang Yen en relación con los disturbios de Pekín; no habían transcurrido dos días cuando fue apuñalado en la calle. No se logró capturar al asesino. Las ofensas hechas por los otros dos fueron análogas. En una conferencia o en un artículo, o simplemente en una conversación, cada uno de ellos relacionó el nombre de Li Chang Yen con motines o revoluciones. Una semana después todos ellos estaban muertos. Uno fue envenenado, otro murió de cólera sin existir epidemia y el tercero fue encontrado muerto en su lecho. La causa de la última muerte no pudo determinarse; pero un médico que vio el cadáver me dijo que estaba quemado y apergaminado como si una onda de energía eléctrica de increíble potencia hubiera pasado a través de él.

—¿Y Li Chang Yen? —preguntó Poirot—. Como es natural, no habrá ninguna pista que conduzca hacia él. Pero habrá algún tipo de indicios, ¿no?

El señor Ingles se encogió de hombros.

—Indicios... sí, por supuesto. Una vez encontré a un hombre que estaba dispuesto a hablar, un joven chino que, protegido de Li Chang Yen, había destacado por sus conocimientos de química. Acudió a mí un día y pude comprobar que estaba al borde de una crisis nerviosa. Me habló de unos experimentos en los que había intervenido en el palacio de Li Chang Yen bajo su dirección; se trataba de experimentos con culíes en los que se había puesto de manifiesto el desprecio más repugnante por la vida y el sufrimiento humanos. Sus nervios estaban completamente deshechos y se hallaba en el más lamentable estado de terror. Hice que se instalara en una habitación del piso alto de mi propia casa, con la intención de interrogarle al día siguiente; por supuesto, fue una estupidez por mi parte.

—¿Cómo lo mataron? —preguntó Poirot.

—Nunca lo sabré. Aquella noche me despertó el incendio de mi propia casa y tuve la suerte de escapar con vida. La investigación reveló que el fuego de sorprendente intensidad se había producido en el piso superior y que los restos de mi joven amigo químico habían quedado reducidos a cenizas.

Por la ansiedad con que había estado hablando, pude comprobar que habíamos tocado el tema favorito del señor Ingles y que incluso él se había dado cuenta de que había ido demasiado lejos; parecía como si se riera con el aire del que pide perdón.

—Pero, por supuesto —continuó—, carezco de pruebas y ustedes, como los otros, dirán simplemente que soy víctima de una obsesión.

—Nada de eso —dijo Poirot con calma—, tenemos fundadas razones para creer en lo que usted nos cuenta. Estamos particularmente interesados por Li Chang Yen.

—Es muy singular que usted le conozca No imaginaba que pudiera haber una sola persona en Inglaterra que tuviera alguna información sobre él. Me agradaría saber cómo consiguió enterarse de estas cosas... si no es indiscreción.

—No, monsieur, en absoluto. Un hombre buscó refugio en mi residencia Sufría una grave conmoción, pero consiguió decirnos lo suficiente como para interesarnos por ese Li Chang Yen. Describió a cuatro personas, los Cuatro Grandes, una organización de la que hasta ahora no habíamos tenido noticias. El Número Uno es Li Chang Yen, el Número Dos un norteamericano desconocido y el Número Tres una francesa igualmente desconocida; el Número Cuatro podría designarse como el ejecutivo de la organización: el destructor. Mi informante murió. Dígame, monsieur, ¿conocía usted acaso la expresión «Los Cuatro Grandes»?

—Sí, pero no la relacionaba con Li Chang Yen. He oído hablar de ella, o he leído algo hace poco... y también en circunstancias extrañas. ¡Ah!, ya sé.

Se levantó y se dirigió a un precioso armario taraceado y barnizado con laca Volvió con una carta en la mano.

—Aquí tiene usted. Es una nota de un viejo marino con el que me encontré una vez en Shangai. Un viejo vicioso de pelo cano al que supongo ya borracho y lloroso. Esto lo escribió en sus desvaríos de alcohólico.

En voz alta leyó la siguiente carta:


Querido señor:

Quizá no me recuerde, pero una vez le hice un gran favor en Shangai. Hágame usted ahora uno a mí. Necesito dinero para salir del país. Aunque estoy bien escondido aquí, o por lo menos eso creo, cualquier día pueden matarme. Me refiero a los Cuatro Grandes. Es una cuestión de vida o muerte. Dispongo de mucho dinero; pero no me atrevo a llegar a él por temor a que averigüen en dónde estoy. Envíeme doscientas libras en billetes. Tenga la seguridad de que se las devolveré. Se lo prometo. Le saluda atentamente.

Jonathan Whalley.


—Está fechada en el Chalet de Granito, Hoppaton, Dartmoor. Creí que se trataba de un método burdo de sacarme doscientas libras, cantidad de la que no me hubiera sido fácil prescindir. Si le sirve de algo...

Y le entregó la carta a Poirot.

Je vous remercie, monsieur. Voy a Hoppaton ahora mismo.

—¡Caramba! Esto es muy interesante. ¿Le importaría que les acompañase? —Me encantaría contar con su compañía, pero debemos ponernos en camino inmediatamente. Saliendo ahora mismo no llegaremos a Dartmoor hasta el anochecer.

John Ingles se apresuró y no tardamos en salir los tres de Paddington en tren, con dirección a la parte occidental del país. Hoppaton era un pueblecito que se arracimaba en una hondonada situada justamente enfrente de unos terrenos pantanosos. Al pueblo se llegaba por una carretera de nueve millas que nacía en Moretonhampstead. A pesar de que llegamos alrededor de las ocho, como era una tarde del mes de julio, la luz diurna era intensa todavía.

Pasamos por la estrecha calle del pueblo y nos detuvimos para preguntar a un viejo aldeano sobre el camino que debíamos seguir.

—El Chalet de Granito —dijo el viejo reflexionando—, ¿quieren ir al Chalet de Granito? ¿eh?

Le aseguramos que eso era efectivamente lo que queríamos.

El viejo señaló un pequeño chalet gris situado al final de la calle.

—Allí está el chalet. ¿Quieren ver al inspector?

—¿Qué inspector? —preguntó Poirot bruscamente—; ¿qué quiere decir?

—Entonces, ¿todavía no se han enterado del crimen? Al parecer es un asunto muy grave. Hablan de charcos de sangre.

Mon dieu! —murmuró Poirot—. Entonces tengo que ver enseguida a ese inspector.

Cinco minutos más tarde nos encerrábamos con el inspector Meadows. Éste adoptó al principio una actitud un tanto fría, pero ante el nombre mágico del inspector Japp de Scotland Yard sus modales se suavizaron.

—Sí, señor, fue asesinado esta mañana. Un asunto chocante. Telefonearon a Moreton y vine enseguida. A primera vista parecía un caso misterioso. El viejo, que tenía unos setenta años y por lo que he oído ora aficionado a empinar el codo, yacía en el suelo del cuarto de estar. Se le apreciaba una contusión en la cabeza y le habían cortado la garganta de oreja a oreja. Había sangre por todas partes, como puede usted comprender. La mujer que le guisaba, Betsy Andrews, nos dijo que su patrono tenía varias figuritas chinas de jade, que le dijo eran muy valiosas. Pues bien, las figuritas han desaparecido. Hasta ahí parecía tratarse de un caso de agresión y robo; pero esta solución ofrecía toda clase de dificultades. El viejo tenía dos personas en la casa. Una de ellas era la ya mencionada Betsy Andrews, una mujer de Hoppaton. Pero estaba también una especie de criado, Robert Grant. Grant había ido a la granja en busca de leche, como hace todos los días, y Betsy había salido a charlar con una vecina. Ella sólo estuvo fuera veinte minutos —aproximadamente entre las diez y las diez y media— y el crimen debe haberse cometido en ese lapso de tiempo. Grant fue el primero que volvió a la casa. Entró por la puerta trasera, que estaba abierta porque aquí nadie las cierra (al menos en pleno día); puso la leche en la despensa y se fue a su habitación a leer el periódico y fumar. No tenía ni la menor idea de que hubiese ocurrido algo inusitado. Por lo menos, eso es lo que dice. Luego llegó Betsy, entró en el cuarto de estar, vio lo que había sucedido y salió gritando como para despertar a los muertos. Y eso es todo lo que ha pasado, contado con absoluta escrupulosidad. Alguien entró mientras ellos dos estaban fuera, y mató al pobre viejo. Pero enseguida me llamó la atención el hecho de que el asesino debía ser un fulano con mucha sangre fría. Tuvo que llegar directamente por la calle del pueblo o saltar a través del patio trasero de alguna casa. Como puede ver, el Chalet de Granito está rodeado de casas por todas partes. ¿Cómo es posible que nadie lo viera?

El inspector hizo una pausa que subrayó con un ademán de triunfo.

—¡Ajá! Ya comprendo lo que quiere decir —dijo Poirot—. ¿Quiere continuar?

—Sí, señor. Aquí hay gato encerrado, me dije. Y empecé a mirar a mi alrededor. Esas figuritas de jade... un vulgar vagabundo, ¿iba a darse cuenta de que tenían valor? En cualquier caso, era una locura intentar una cosa así a plena luz del día. Suponga que el viejo hubiera gritado pidiendo ayuda —Supongo, inspector —dijo el señor Ingles—, que la contusión en la cabeza se la hicieron antes de matarlo.

—Exacto, señor. Primero el asesino lo golpeó para hacerle perder el sentido y luego le cortó la garganta. Eso es evidente. ¿Pero cómo demonios llegó o se fue? En un pueblecito como éste, los extraños llaman enseguida la atención. Examiné detenidamente los alrededores. Llovió la noche anterior y había huellas de pisadas bastante claras que iban y venían de la cocina. En el cuarto de estar sólo había dos grupos de huellas (las de Betsy Andrews terminaban en la puerta): las del señor Whalley, que llevaba zapatillas, y las de otro hombre, que había pisado las manchas de sangre. Seguí esas huellas ensangrentadas. Tenían su origen en la cocina, no más allá. Ése es el punto número uno. En el umbral de la puerta de Robert Grant había una mancha apenas perceptible, aunque sin duda se trataba de sangre. Ése es el punto número dos. El punto número tres es que cuando encontré las botas de Grant (él se las había quitado) vi que coincidían con las huellas. Esto zanjaba la cuestión: había sido un asunto interno. Así pues, detuve a Grant. ¿Y qué cree usted que encontré empaquetado en su baúl de viaje? Las figuritas de jade y un documento que demuestra que Robert Grant es en realidad Abraham Biggs y está en libertad provisional. Fue condenado hace cinco años por delito grave y allanamiento de morada.

El inspector hizo una pausa triunfal.

—¿Qué les parece, caballeros?

—Creo —dijo Poirot—, que el caso parece bastante claro... En realidad, de una claridad sorprendente. Este Biggs, o Grant, debe ser un hombre muy tonto y falto de instrucción, ¿verdad?

—En efecto, es un individuo inculto y vulgar. No tiene idea de lo que puede significar una huella.

—¡Es evidente que no lee novelas policíacas! Bien, inspector, le felicito. ¿Podemos echar una ojeada al lugar del crimen?

—Yo mismo les llevaré allí enseguida Me gustaría que viera usted las huellas de que le he hablado.

—A mí también me gustaría verlas. Sí, sí, será muy interesante.

Salimos inmediatamente. El señor Ingles y el inspector se adelantaron notablemente. Hice que Poirot se retrasara un poco para poder hablar con él de lo que nos había dicho el inspector.

—¿Qué piensa usted, Poirot? ¿Hay algo más de lo que se ve?

—Ésa es precisamente la cuestión, mon ami. Whalley explicaba con bastante claridad en su carta que los Cuatro Grandes andaban en su busca, y usted y yo sabemos que lo de los Cuatro Grandes no es un cuento de duendes para niños. Sin embargo, todo parece indicar que ese Grant fue quien cometió el crimen. ¿Por qué lo hizo? ¿A causa de las figuritas de jade? ¿O es un agente de los Cuatro Grandes? Confieso que esto último parece lo más probable. Por valioso que sea el jade, no es probable que un hombre como él se diera cuenta de ello... En cualquier caso, las figuritas no son lo suficientemente valiosas como para cometer un asesinato por ellas. (Eso, par exemple, debió ocurrírsele al inspector.) Podía haber robado el jade y haber huido a continuación en lugar de cometer un brutal asesinato. Sí, me temo que nuestro amigo de Devonshire no ha hecho uso de sus celulitas grises. Ha medido las huellas y se ha olvidado de reflexionar y estructurar sus ideas con el orden y el método necesarios.

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