Capítulo XII
Una trampa con un cebo
Estábamos a mediados de enero, en un característico día de invierno londinense, húmedo y sucio. Poirot y yo nos hallábamos sentados en sendos sillones bien arrimados al fuego. Yo era consciente de que mi amigo me miraba con una sonrisa burlona, cuyo significado me era imposible penetrar.
—Daría cualquier cosa por saber en qué está usted pensando —dije a la ligera.
—Pensaba, amigo mío, que cuando usted llegó mediado el verano, me dijo que se proponía pasar en este país un par de meses tan sólo.
—¿Dije eso? —pregunté con cierto embarazo—. No lo recuerdo.
La sonrisa de Poirot se hizo más amplia.
—Pues lo dijo, mon ami Desde entonces ha cambiado sus planes, ¿no es así?
—Sí... en efecto.
—¿Y por qué?
Lancé una imprecación y añadí:
—No creerá usted, Poirot, que voy a dejarle solo cuando se enfrenta con algo tan serio como los Cuatro Grandes, ¿verdad?
Poirot asintió suavemente con la cabeza.
—Eso es precisamente lo que pensaba. Usted es un amigo fiel, Hastings. Se ha quedado aquí para ayudarme. Y su esposa, la pequeña Cenicienta como usted la llama, ¿qué dice de todo esto?
—No se lo he contado con detalle, por supuesto, pero lo comprende. Ella sería la última en desear que le volviera la espalda a un amigo.
—Sí, sí, ella es también una amiga leal. Pero es posible que este asunto tarde bastante en resolverse.
Yo asentí, algo desalentado.
—Ya han pasado seis meses —dije pensativo—. ¿Y dónde nos encontramos? Usted sabe, Poirot que no puedo evitar el pensamiento de que debiéramos... bueno, hacer algo.
—¡Siempre tan enérgico, Hastings! ¿Y qué es exactamente lo que usted quisiera que hiciese?
Aunque ésta era una pregunta difícil, yo no pensaba cambiar de actitud.
—Debemos pasar a la ofensiva —insté—. ¿Qué hemos hecho durante todo este tiempo?
—Más de lo que usted cree, amigo mío. Después de todo, hemos establecido la identidad del Número Dos y del Número Tres y conocemos bastante bien los modos y métodos que emplea el Número Cuatro.
Me animé un poco. Tal como lo expresaba Poirot, las cosas no iban tan mal.
—No le quepa duda, Hastings: hemos adelantado mucho. Es verdad que no estoy en situación de acusar ni a Ryland ni a madame Olivier... ¿quién me iba a creer? ¿Recuerda que hubo un momento en que pensé que había acorralado a Ryland? Sin embargo, he dado a conocer mis sospechas en ciertas esferas, de las más altas. Lord Aldington, que me contrató para que le ayudara en el asunto del robo de los planos del submarino, conoce perfectamente toda mi información respecto a los Cuatro Grandes; aunque es posible que los demás tengan dudas, él tiene fe en mí. Aunque Ryland, madame Olivier y el propio Li Chang Yen sigan actuando como de costumbre, todos sus movimientos son seguidos puntualmente.
—¿Y el Número Cuatro? —pregunté.
—Como acabo de decir, estoy empezando a conocer y a entender sus métodos. Puede usted sonreír, Hastings; pero ahondar en la personalidad de un hombre, saber exactamente lo que hará en determinadas circunstancias... ése es el principio del éxito. Es un duelo entre nosotros dos. Y mientras él está descubriéndome constantemente su mentalidad, yo me esfuerzo en que sepa lo menos posible de la mía. Él se halla en plena luz, yo en la sombra. Le digo, Hastings, que cada día que paso aparentemente inactivo crece el temor que sienten hacia mí. —En cualquier caso, nos han dejado en paz —observé—. No han vuelto a atentar contra su vida, Poirot, ni nos han tendido emboscadas de ninguna clase.
—Así es —dijo Poirot pensativamente—. Y a decir verdad eso me sorprende un poco. Tanto más cuanto que existen varios modos evidentes de atacarnos en los que es indudable que ellos tienen que haber pensado ya. ¿Se da cuenta de lo que quiero decir?
—¿Está pensando en alguna máquina infernal? —aventuré.
Poirot chasqueó la lengua haciendo ostensible su impaciencia.
—¡No, hombre, no! Apelo a su imaginación y no se le ocurre sugerir nada más sutil que bombas en la chimenea. Bueno, necesito unas cerillas. Voy a dar una vuelta a pesar del mal tiempo que hace. Perdone, amigo mío, pero ¿es posible que pueda usted leer simultáneamente El futuro de la Argentina, Espejo de la sociedad, La cría de ganado, El ovillo de color carmesí y Los deportes en las Montañas Rocosas?
Me eché a reír y admití que el único libro que en aquel momento atraía mi atención era El ovillo de color carmesí. Poirot movió la cabeza tristemente.
—¡Pues ponga los otros en la estantería! ¿Será posible que nunca le vea aplicar un orden y un método? Mon dieu, ¿para qué sirve entonces una estantería?
Me excusé humildemente y Poirot, después de colocar cada uno de los ofensivos libros en su sitio, salió y me dejó disfrutar sin interrupciones del volumen elegido.
Debo admitir, sin embargo, que estaba medio dormido cuando la señora Pearson llamó a la puerta y me despertó.
—Un telegrama para usted, señor.
Sin demasiado interés, rasgué el sobre anaranjado.
Luego me sentí como si me hubiera quedado petrificado.
Se trataba de un cable de Bronsen, el administrador de mi rancho sudamericano, y decía lo siguiente:
Señora Hastings desaparecida ayer. Temo haya sido raptada por una banda que se denomina a sí misma los Cuatro Grandes. Cablegrafíe instrucciones. Policía alertada pero no hay pista todavía.
Bronsen.
Con un gesto le indiqué a la señora Pearson que podía marcharse y me senté para leer atónito una y otra vez el contenido del cable. ¡La Cenicienta raptada! ¡En manos de los infames Cuatro Grandes! ¡Dios mío! ¿Qué podía hacer yo?
¡Poirot! Tenía que ver inmediatamente a Poirot. Él me aconsejaría. Los vencería de un modo o de otro. Dentro de unos minutos estaría de regreso. Debía esperar pacientemente hasta entonces. Pero Cenicienta... ¡en poder de los Cuatro Grandes!
Se oyó otra llamada a la puerta. La señora Pearson asomó su cabeza una vez más.
—Una nota para usted, señor. La ha traído un chino que está esperando abajo.
Se la arrebaté de las manos. Era una nota escrita con brevedad y sin rodeos.
«Si desea ver de nuevo a su esposa acompañe inmediatamente al portador de esta nota. No deje ningún mensaje a su amigo. De lo contrario, ella sufrirá las consecuencias.»
Estaba firmada con un gran cuatro.
¿Qué debía hacer? ¿Qué hubiera hecho cualquiera en mi lugar?
No disponía de tiempo para pensar. Sólo tuve en cuenta una imagen: Cenicienta en poder de aquellos diablos. Debía obedecer. No podía arriesgar ni un solo cabello de su cabeza. Debía acompañar a aquel chino y seguirle hasta donde me condujese. Era una trampa, de eso no cabía duda, y suponía mi captura y posiblemente mi muerte; pero me habían puesto como cebo a la persona que más quería yo en el mundo y no me atreví a vacilar.
Lo que más me molestaba era no poder dejar ni una sola palabra para Poirot. Podía ponerle sobre mi pista y quizá saliera todo bien. ¿Debería arriesgarme? En apariencia no estaba sometido a vigilancia, pero aun así dudé. Para el chino hubiera sido muy fácil subir y asegurarse de que me atenía a las órdenes que se me indicaban en la carta. ¿Por qué no lo hizo? Su abstención aumentó mis sospechas. Había recibido tantas pruebas de la omnipotencia de los Cuatro Grandes que les atribuía poderes casi sobrehumanos. Teniendo en cuenta lo que sabía de ellos, incluso la pequeña y andrajosa sirvienta podría ser uno de sus agentes.
No, no debía arriesgarme. Pero sí que podía hacer una cosa: dejar el telegrama. Él sabría entonces que la Cenicienta había desaparecido y a quién se debía su desaparición.
Todo esto pasó por mi imaginación en un tiempo menor del que se tarda en contarlo, y en poco más de un minuto me había puesto el sombrero y bajaba las escaleras.
El portador del mensaje era un chino alto e impasible, vestido con ropas limpias pero algo viejas. Hizo una inclinación y me habló. Su inglés era perfecto, aunque no podía evitar una ligera entonación cantarina.
—¿Es usted el capitán Hastings?
—Sí —repliqué.
—Déme la nota, por favor.
Había previsto esta exigencia y le entregué el trozo de papel sin decir una palabra. Pero esto no fue todo.
—¿Recibió un telegrama, verdad? ¿Lo acaba de recibir de América de Sur, no es así?
Aunque quizá fuera tan sólo una sagaz suposición por parte del chino, de nuevo tuve ocasión de comprobar la excelencia de su sistema de espionaje. Bronsen estaba obligado a cablegrafiarme. Ellos esperarían hasta que me fuera entregado el cablegrama para actuar despiadadamente a continuación.
No tenía ningún objeto negar lo que era una verdad palpable.
—Sí —dije—. Recibí un telegrama.
—Tráigalo, por favor. Tráigalo inmediatamente.
Me rechinaron los dientes, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Subí corriendo la escalera y mientras lo hacía pensaba en confiarme a la señora Pearson, por lo menos en lo que se refería a la desaparición de Cenicienta. Se hallaba en el descansillo de la escalera, pero muy cerca de ella estaba una criada y vacilé. Si la mujer fuera una espía... las palabras de la nota saltaban a mis ojos: «...ella sufrirá las consecuencias». Entré en el cuarto de estar sin hablar.
Recogí el telegrama y estaba a punto de salir de nuevo cuando tuve una idea. ¿No podía dejar algún indicio que no significase nada para mis enemigos pero que Poirot pudiera encontrar significativo? Me abalancé hacia la estantería de libros y tiré cuatro de ellos al suelo. Poirot no dejaría de verlos, y después de su pequeña reconvención el hecho habría de parecerle inusitado. A continuación eché una paletada de carbón en el hogar y me las compuse para formar cuatro montones en el emparrillado. Había hecho todo lo que estaba en mi mano y rogaba a Dios que Poirot interpretara bien aquellos signos.
Bajé precipitadamente la escalera. El chino me pidió el telegrama, lo leyó, lo guardó en su bolsillo y con un movimiento de la cabeza me indicó que le siguiera
Fue una larga y fatigosa marcha. Tomamos un autobús y fuimos también durante un trecho considerable en tranvía. Nuestro camino nos conducía constantemente hacia el este. Atravesamos barrios extraños cuya existencia ni siquiera había sospechado. Me di cuenta de que marchábamos siguiendo una línea paralela a la de los muelles y de que por fin entrábamos en el corazón del barrio chino.
No pude evitar un estremecimiento. Sin embargo, mi guía continuaba andando trabajosamente, doblando esquinas y serpenteando a través de calles miserables y caminos inesperados. Por fin se detuvo en una casa ruinosa y golpeó cuatro veces en la puerta.
Abrió inmediatamente otro chino que se hizo a un lado para que pudiéramos pasar. El ruido que hizo la puerta al cerrarse tras de mí fue como un toque de difuntos para mis últimas esperanzas. Era indudable que estaba en poder del enemigo.
El segundo chino se hizo cargo de mí. Me condujo por unas desvencijadas escaleras hasta un sótano lleno de fardos y barriles que despedían un penetrante olor, como de especias orientales. Me sentí completamente envuelto en el ambiente tortuoso, sutil y siniestro del Oriente...
De pronto mi guía apartó los barriles y vi una abertura en la pared que daba acceso a un túnel de baja altura. Me hizo señas de que siguiera adelante. El túnel era bastante largo y tan bajo que tuve que seguir avanzando agachado. Al fin, sin embargo, se ensanchó para convertirse en un corredor y pocos minutos después nos encontramos en otro sótano.
El chino que me conducía se adelantó y golpeó cuatro veces en una de las paredes. Toda una sección del muro giró, dejando al descubierto una puerta estrecha. Pasé a través de ella y con gran asombro por mi parte me encontré en una especie de palacio de las Mil y Una Noches. Era una amplia cámara subterránea de techo bajo, adornada con ricas sedas orientales, brillantemente iluminada y con un olor a perfumes y especias. Había cinco o seis divanes cubiertos de seda y magníficas alfombras de artesanía china cubrían el suelo. En un extremo de la habitación había una especie de alcoba separada con cortinas. De detrás de ésta llegó una voz.
—¿Has traído a nuestro honorable huésped?
—Excelencia, aquí está —replicó mi guía.
—Haz pasar a nuestro huésped —fue la respuesta.
Una mano invisible descorrió las cortinas y me encontré frente a un inmenso diván en el que se hallaba sentado un alto y delgado oriental vestido con ropas maravillosamente bordadas. A juzgar por la longitud de las uñas de los dedos, se trataba de un hombre importante.
—Siéntese, se lo ruego, señor Hastings —dijo, acompañando estas palabras con un ademán—. Me agrada comprobar que ha accedido a mi petición de venir inmediatamente.
—¿Quién es usted? —pregunté—. ¿Li Chang Yen?
—Claro está que no. No soy sino el más humilde de sus servidores. Cumplo sus mandatos, eso es todo... como lo hacen otros muchos de sus servidores en otros países... en América del Sur, por ejemplo.
Di un paso hacia adelante.
—¿Dónde está mi esposa? ¿Qué han hecho ustedes?
—Se halla en lugar seguro, en donde nadie puede encontrarla. Hasta ahora no ha sufrido daño alguno. Observe que digo hasta ahora.
Al verme frente a este demonio sonriente un frío estremecimiento recorrió mi columna vertebral.
—¿Qué quieren ustedes? —exclamé—. ¿Dinero? —Mi querido señor Hastings. Puedo asegurarle que no tenemos puestas nuestras miras en sus pequeños ahorros. Perdone, pero no es una sugerencia muy inteligente por su parte. Me figuro que su colega no la habría hecho.
—Supongo —dije penosamente— que querían ustedes atraparme en su tela de araña. Pues bien, lo han conseguido. He venido aquí con los ojos abiertos. Hagan lo que quieran conmigo y libérenla. Ella no sabe nada y no tiene ninguna utilidad para ustedes. La han utilizado para atraparme. De acuerdo; ya lo han conseguido y ello zanja la cuestión.
El sonriente oriental se acarició su lisa mejilla, observándome de refilón con sus ojos estrechos.
—Corre usted demasiado —dijo como ronroneando—. Eso no zanja nada en absoluto. En realidad, el «atraparle», como dice, no es realmente nuestro objetivo. Pero a través de usted confiamos en atrapar a su amigo monsieur Hércules Poirot.
—Me temo que eso no lo conseguirán —dije con una risa contenida
—Lo que sugiero es esto —prosiguió el chino como si no me hubiera oído—: escribirá a monsieur Poirot una carta que le inducirá a venir apresuradamente a reunirse con usted.
—No haré tal cosa —exclamé furiosamente.
—Las consecuencias de su negativa serán sumamente desagradables.
—¡Al diablo con las consecuencias!
—¡La alternativa podría ser la muerte!
Aunque un desagradable estremecimiento corrió por mi espalda, hice un esfuerzo por conservar una actitud insolente.
—No sirve de nada amenazarme ni intimidarme. Guarde sus amenazas para los chinos cobardes.
—Mis amenazas son muy reales, señor Hastings. Le vuelvo a preguntar, ¿escribirá esa carta?
—No lo haré, y lo que es más, usted no se atreverá a matarme. En seguida tendría a la policía detrás.
Inmediatamente mi interlocutor dio una palmada. Aparecieron dos sirvientes chinos y me maniataron ambos brazos. Su jefe les dijo algo que no pude entender y me arrastraron por el suelo hasta un lugar situado en un rincón de la gran cámara. Uno de ellos se agachó y de pronto, sin el menor aviso, el piso cedió bajo mis pies. De no haber sido porque el otro hombre me sujetó me hubiera precipitado por la abertura que había debajo de mí. Era negra como la tinta y pude oír el ruido del agua que corría por el fondo.
—El río —dijo mi interrogador desde el diván—. Piénselo bien, capitán Hastings. Si se niega de nuevo, irá de cabeza a la eternidad; encontrará la muerte en las oscuras aguas que corren por ahí abajo. Por última vez, ¿escribirá esa carta?
No soy más valiente que el común de los hombres. He de confesar francamente que estaba mortalmente asustado. Aquel demonio chino hablaba en serio; de eso podía estar seguro. Era el adiós a este amable viejo mundo. Sin poderlo remediar, mi voz vaciló un poco cuando respondí:
—¡Por última vez, no! ¡Al diablo con su carta1
Luego, involuntariamente, cerré los ojos y recé en voz baja.