Capítulo XVII
El número cuatro gana una baza
Desde nuestro tranquilo retiro de las Ardenas observábamos el progreso de los asuntos del gran mundo. Estábamos abundantemente provistos de periódicos y Poirot recibía diariamente un abultado sobre que evidentemente contenía todo tipo de informes. Aunque nunca me enseñaba en su actitud si su contenido había sido satisfactorio o no. Nunca abandonó su convicción de que el plan desarrollado entonces era el único que tenía probabilidades de ser coronado por el éxito.
—Como cuestión de menor importancia, Hastings —observó un día—, yo temía continuamente ser el causante de su muerte. Y eso me ponía nervioso. Pero ahora estoy satisfecho. Aun en el caso de que descubran que el Hastings que desembarcó en América del Sur es un impostor (y no creo que lleguen a descubrirlo, pues no es probable que envíen un agente que le conozca a usted personalmente), lo único que creerán es que usted trata de burlarles de algún modo hábil, a su manera, y no prestarán mucha atención al descubrimiento de su paradero. De un hecho vital, mi supuesta muerte, están totalmente convencidos. Seguirán adelante y madurarán sus planes.
—¿Y luego? —pregunté con ansiedad.
—Pues luego, mon ami, ¡la gran resurrección de Hércules Poirot! En el último minuto reaparezco, siembro por doquier la confusión, y logro la suprema victoria de la forma que me caracteriza
Me di cuenta de que la vanidad de Poirot era de la variedad más resistente. Le recordé que en más de una ocasión los triunfos habían sido para nuestros adversarios. Pero yo debiera haber comprendido que era imposible reducir el entusiasmo de Hércules Poirot por sus propios métodos.
—Ya vé Hastings. Es como ese pequeño truco que se hace con las cartas y que sin duda usted conocerá. Se toman cuatro sotas, se dividen, una en la parte superior de la baraja, otra debajo, etc. Luego se corta y se baraja y vuelven a quedar juntas de nuevo. Hasta aquí he estado luchando contra uno de los Cuatro Grandes, luego contra otro. Pero déjeme que los junte, como las cuatro sotas en la baraja, y entonces, coup, ¡los destruiré a todos!
—¿Y cómo se propone reunirlos? —pregunté.
—Esperando el momento supremo. Estando perdu hasta que ellos se encuentren preparados para asestar su golpe.
—Eso puede significar una larga espera.
—¡Siempre impaciente, el bueno de Hastings! Pero no, no tendremos que esperar tanto. El hombre al que temían, es decir, Hércules Poirot, ya no es un obstáculo. Cosa de unos meses como máximo.
Al hablar de que alguien ya no es un obstáculo me acordé de Ingles y de su trágica muerte y me di cuenta de que todavía no le había dicho a Poirot nada acerca del chino moribundo del hospital de St. Giles.
Poirot escuchó con gran atención mi relato.
—¿El criado de Ingles, eh? Y las pocas palabras que pronunció parecían italianas. Es curioso.
—Por eso es por lo que sospeché que podría tratarse de una estratagema de los Cuatro Grandes.
—Su razonamiento es erróneo, Hastings. Emplee las pequeñas células grises. Si sus enemigos hubieran querido engañarle, se habrían asegurado que el chino hablase el inglés inteligible y simplificado que se habla en China No, el mensaje era auténtico. Cuénteme de nuevo todo lo que oyó.
—En primer lugar hizo una referencia al Largo de Handel. Se refirió después a algo que sonaba a «carrozza», que supongo que es «carruaje».
—¿Nada más?
—Bueno, justamente al final murmuró algo así como «cara» seguido de una palabra que parecía el nombre de una mujer. Me parece que dijo Zia. Pero no creo que esto tuviera relación con lo anterior.
—No suponga eso. Cara Zia es muy importante, sin duda muy importante.
—No comprendo...
—Mi querido amigo, usted nunca comprende. Aunque, de todos modos, los ingleses no saben geografía.
—¿Geografía? —exclamé—. ¿Qué tiene que ver con esto la geografía?
—Me figuro que monsieur Thomas Cook vendría más al caso.
Como de costumbre, Poirot se negó a decir nada más, lo que constituía una de sus costumbres más irritantes. Pero observé que su actitud se hizo extremadamente alegre, como si se hubiera apuntado algún tanto.
De un modo agradable, aunque algo monótono, pasaron los días. Había una buena biblioteca y deliciosos lugares para pasear, pero yo me enojaba algunas veces por la forzada inactividad de nuestra vida y me maravillaba del estado de plácida satisfacción en que vivía Poirot. No ocurría nada que perturbara nuestra tranquila existencia y hasta finales dé junio, es decir, muy cerca del límite del plazo que Poirot había previsto, no tuvimos noticias de los Cuatro Grandes.
Una mañana, a hora temprana, un automóvil subió hasta la casa. El acontecimiento era tan inusitado en nuestra pacífica existencia que me precipité a satisfacer mi curiosidad. Me encontré con que Poirot estaba hablando con un joven de cara agradable y de una edad próxima a la mía.
Me presentó.
—Hastings, le presento al capitán Harvey; es uno de los miembros más famosos del Servicio Secreto Británico.
—Me temo que de famoso no tengo nada —dijo el joven, riéndose.
—No es famoso salvo para los que le conocen; es lo que debería haber dicho. La mayoría de los amigos y conocidos del capitán Harvey le consideran un joven amable y poco inteligente, interesado solamente por el último baile de moda.
Ambos nos reímos.
—Bien, bien, vamos al asunto —dijo Poirot—. ¿Opina que ya ha llegado el momento, entonces?
—Estamos seguros de ello, señor. China fue aislada políticamente ayer. Lo que vaya a pasar allí nadie lo sabe. No ha llegado ninguna noticia de ninguna clase, ni telegráfica ni de otro tipo. Solamente una completa interrupción... ¡y el silencio!
—Li Chang Yen ha puesto de manifiesto sus intenciones. ¿Y los otros?
—Abe Ryland llegó a Inglaterra hace unas semanas. Desde ayer está en el Continente.
—¿Y madame Olivier?
—Madame Olivier salió de París anoche.
—¿En dirección a Italia?
—Efectivamente, señor. Por lo que hemos podido colegir ambos se dirigen al lugar que usted nos indicó, aunque no sé cómo pudo saberlo...
—¡Ah, ese triunfo no me corresponde a mí! Fue obra de Hastings. Él oculta su inteligencia, como es comprensible, pero se le dan muy bien estas cosas.
Harvey me miró con la debida apreciación y me sentí algo incómodo.
—Todo está en marcha, entonces —dijo Poirot. Estaba pálido y completamente serio—. Ha llegado el momento. ¿Está todo preparado?
—Todo lo que usted ordenó ha sido llevado a cabo. Los gobiernos de Italia, Francia e Inglaterra le apoyan. Todos ellos están colaborando en buena armonía
—De hecho, se ha formado una nueva Entente —observó Poirot con sequedad—. Me alegro de que Desjardeaux se convenciera al fin. Eh bien, entonces, empezaremos... o más bien empezaré. Usted, Hastings, se quedará aquí. Sí, se lo ruego. Le hablo en serio, amigo mío.
Yo estaba convencido de ello, pero Poirot bien sabía que no era probable que consintiera en quedarme atrás de ese modo. Nuestra discusión fue breve, pero decisiva
Poirot no admitió que estaba satisfecho de mi decisión hasta que no estuvimos en el tren, dirigiéndonos hacia París a toda velocidad.
—Porque tiene usted una misión que cumplir, Hastings. ¡Una misión importante! Sin usted, yo quizá fracasase. No obstante, consideré que tenía la obligación de insistir en que usted permaneciese al margen...
—¿Hay peligro, pues?
—Mon ami, donde están los Cuatro Grandes siempre hay peligro.
Al llegar a París fuimos en automóvil hasta la Gare de l'Est, y Poirot me comunicó por fin nuestro destino. Nos dirigíamos a Bolzano, en el Tirol italiano.
En un momento en que Harvey se ausentó, aproveché la oportunidad para preguntarle a Poirot por qué había dicho que el descubrimiento del lugar de la cita era obra mía
—Porque lo fue, amigo mío. No sé cómo Ingles se las arregló para hacerse con la información, pero lo hizo y nos la envió a través de su criado. Nos dirigimos, mon ami, a Karersee, que en italiano se llama ahora Lago di Carezzna Ya sabe lo que quiere decir su «Cara Zia» y también su «carrozza» y el «Largo». Lo de Handel ya fue cosa de su imaginación. Posiblemente alguna referencia a que la información venía de la «mano» de monsieur Ingles puso en marcha la asociación de ideas.
—¿Karersee? —pregunté—. Nunca he oído hablar de él.
—Siempre le he dicho que los ingleses no saben geografía Pero en realidad es un lugar de veraneo muy conocido a mil doscientos metros de altitud, en el corazón de los Alpes Dolomíticos.
—¿Y es en este lugar apartado en donde tienen su cita los Cuatro Grandes?
—Diga más bien su cuartel general. La señal ha sido dada y su intención es desaparecer del mundo y emitir órdenes desde su fortaleza en la montaña. He hecho algunas investigaciones. Allí se explotan canteras de piedra y yacimientos de mineral; la compañía, aparentemente una pequeña firma italiana, está en realidad controlada por Abe Ryland. Juraría que en el mismísimo corazón de la montaña ha sido excavada una vasta residencia subterránea, secreta e inaccesible. Desde allí, los jefes de la organización emitirán sus órdenes por radio a sus seguidores, que se hallan por millares en cada país. De aquel despeñadero de los Alpes Dolomíticos surgirán los dictadores del mundo. Mejor dicho: surgirían si no fuera por Hércules Poirot
—¿De verdad cree en todo eso, Poirot? ¿Qué me dice de los ejércitos y de los dispositivos de seguridad de nuestra civilización?
—¿Qué me dice de Rusia, Hastings? Esto será Rusia a una escala infinitamente mayor y con una amenaza adicional: la de que los experimentos de madame Olivier han avanzado mucho más allá de lo que ella ha dado a conocer. Creo que ha logrado liberar energía atómica y aprovecharla para sus fines. Sus experimentos con el nitrógeno del aire han sido muy notables y también ha experimentado en el terreno de la concentración de energía radioeléctrica, de forma que un haz de gran intensidad puede concentrarse en un punto dado. Nadie sabe exactamente hasta dónde ha progresado, pero es seguro que ha ido mucho más allá de lo que habitualmente confiesa Esa mujer es un genio. A su lado, los Curie no eran nada. Añada a su genio el poder de la riqueza casi ilimitada de Ryland y el cerebro de Li Chang Yen, la más refinada y criminal de las mentes, para dirigir y planear... Eh bien, no todo va a ser fácil para la civilización.
Sus palabras me hicieron pensar. Aunque Poirot era a veces dado a la exageración por su forma de expresarse, en realidad nunca parecía demasiado alarmista. Por primera vez me di cuenta de la lucha desesperada en la que estábamos empeñados.
Harvey no tardó en unirse a nosotros y el viaje continuó.
Llegamos a Bolzano alrededor de medio día Desde allí nuestro desplazamiento se realizaba en automóvil. En la plaza mayor de la población esperaban unos cuantos y grandes automóviles de color azul y los tres subimos a uno de ellos. Poirot, a pesar de que hacía calor, iba embozado hasta los ojos con un abrigo y unas gafas. La única parte visible de su cuerpo eran los ojos y las puntas de las orejas.
Yo no sabía si esto se debía a la precaución o a su exagerado temor a resfriarse. El viaje en automóvil duró un par de horas y fue verdaderamente maravilloso. En los primeros kilómetros, el camino serpenteaba por enormes riscos y cascadas. Luego salimos a un fértil valle que nos acompañó durante un buen trecho y, más adelante, todavía serpenteando constantemente hacia arriba empezaron a aparecer los desnudos picos roqueños con densos pinares en su base. Todo el lugar era agreste y hermoso. Surgió por último una serie de curvas cerradas en una carretera que discurría a través de pinares y pronto llegamos a un gran hotel.
Nos habían reservado habitaciones y, guiados por Harvey, fuimos directamente a ellas. Estaban orientadas hacia los picos rocosos y las largas laderas de pinares que conducían hasta ellos. Poirot los señaló con un gesto.
—¿Es allí? —preguntó en voz baja.
—Sí —replicó Harvey—. Hay un lugar denominado Felsenlabyrinth, compuesto por grandes peñascos apilados de un modo fantástico. Un camino serpentea entre ellos. Aunque las canteras están a la derecha de ese lugar, creemos que la entrada se halla probablemente en el Felsenlabyrinth.
Poirot asintió.
—Vamos, mon ami —me dijo—. Bajemos y sentémonos en la terraza para disfrutar del sol.
—¿Lo considera prudente? —pregunté.
Se encogió de hombros.
Había un sol maravilloso. En realidad el resplandor resultaba demasiado intenso para mí. En lugar de té tomamos café con nata. Luego subimos a nuestras habitaciones y deshicimos nuestro escaso equipaje. Poirot estaba de muy mal humor, perdido en una especie de ensueño. Varias veces movió la cabeza.
Yo había estado bastante intrigado por la presencia de un sujeto que había salido de nuestro tren en Bolzano, donde le esperaba un coche particular. Se trataba de un hombre de pequeña estatura y una cosa me llamó la atención en él: iba casi tan embozado como Poirot. Más embozado todavía porque, a decir verdad, además del abrigo y la bufanda utilizaba unas enormes gafas azules. Yo estaba convencido de que nos hallábamos ante un emisario de los Cuatro Grandes. Poirot, sin embargo, no parecía impresionado por mi idea. Cuando al asomarme por la ventana de mi dormitorio informé de que el hombre en cuestión se paseaba por los alrededores del hotel, admitió que quizá tuviera razón.
Propuse a mi amigo que no bajáramos a cenar, pero él insistió en hacerlo. Entramos en el comedor algo tarde y nos condujeron a una mesa situada junto a la ventana. Al sentamos, nos llamó la atención una exclamación y el estrépito producido por la caída de algunas piezas de loza. Una fuente de judías verdes había sido volcada sobre un hombre que se hallaba sentado en la mesa contigua a la nuestra El jefe de comedor hizo su aparición y pidió excusas en tono grandilocuente.
Poco después, una vez que el camarero autor del desaguisado nos hubiera servido la sopa, Poirot le habló.
—Ha sido un desafortunado accidente. Pero usted no tuvo la culpa.
—¿Monsieur lo vio? Efectivamente, no tuve la culpa. El caballero casi saltó de su silla. Creí que le iba a dar un ataque. No me fue posible evitarlo.
Vi relucir en los ojos de Poirot aquella luz verde que tan bien conocía y cuando el camarero se fue me dijo en voz baja:
—¿Has visto, Hastings, el efecto que produce Poirot en carne y hueso?
—¿Cree usted...?
No tuve tiempo de continuar. Sentí la mano de Poirot sobre mi rodilla cuando me susurró emocionadamente:
—Fíjese, Hastings, fíjese. ¡Su hábito de desmigar el pan! ¡Es el Número Cuatro!
En efecto, el hombre sentado en la mesa contigua a la nuestra, con su cara inusitadamente pálida, golpeaba mecánicamente contra la mesa un pequeño trozo de pan.
Le estudié cuidadosamente. Su cara, completamente afeitada e hinchada, era de una palidez pastora y enfermiza, con grandes bolsas bajo los ojos. Unas líneas profundas iban desde la nariz hasta las comisuras de la boca Su edad podría estar comprendida entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años. No se parecía en nada a ninguno de los personajes que el Número Cuatro había representado con anterioridad. E indudablemente, si no hubiera sido por el pequeño hábito de desmigar el pan, del que evidentemente era por completo inconsciente, yo habría jurado sin vacilar que nunca había visto al hombre.
—Le ha reconocido —murmuré—. No debería haber bajado.
—Mi excelente Hastings, he fingido estar muerto durante tres meses sólo con esta finalidad.
—¿Para asustar al Número Cuatro?
—Para asustarle en el momento en que deba actuar rápidamente o no hacerlo en absoluto. Y nosotros tenemos esta gran ventaja: él no sabe que le hemos reconocido. Se cree seguro con su nuevo disfraz. Bendita sea Flossie Monro por habernos dado a conocer el pequeño detalle de las migas.
—¿Qué sucederá ahora? —pregunté.
—¿Qué puede suceder? Reconoce al único hombre que teme, milagrosamente resucitado de entre los muertos, en el preciso momento en que los planes de los Cuatro Grandes están en su punto más candente. Madame Olivier y Abe Ryland almorzaron aquí hoy y se cree que fueron a Cortina. Sólo nosotros sabemos que ellos se han retirado a su escondite. ¿Hasta qué punto estamos informados? Eso es lo que el Número Cuatro se está preguntando en este momento. No se atreve a correr ningún riesgo. Yo debo ser suprimido a toda costa Eh bien, dejémosle que trate de suprimir a Hércules Poirot. Estoy preparado para hacerle frente.
Al acabar de hablar, el hombre de la mesa contigua se levantó y se fue.
—Se ha ido para hacer sus preparativos —dijo Poirot plácidamente—. ¿Tomamos el café en la terraza, amigo mío? Creo que será más agradable. Subiré a la habitación a buscar un abrigo.
Salí a la terraza, un poco nervioso. La seguridad de Poirot no me satisfacía del todo. Sin embargo, mientras estuviéramos en guardia nada podría sucedemos. Resolví mantenerme completamente alerta.
Transcurrieron más de cinco minutos antes de que Poirot se me uniera de nuevo. Con sus usuales precauciones contra el frío, vino embozado hasta las orejas. Se sentó a mi lado y tomó su café con una mezcla de admiración y reconocimiento a su calidad.
—Sólo el café que se consume en Inglaterra es malo —observó—. En el Continente saben lo importante que es para la digestión que el café esté bien hecho.
Al acabar de hablar, el hombre dé la mesa contigua apareció súbitamente en la terraza. Sin vacilación se nos acercó y arrastró una tercera silla hasta nuestra mesa.
—Espero que no les importe que me una a ustedes —dijo en inglés.
—En absoluto, monsieur —respondió Poirot.
Me sentí muy intranquilo. Era verdad que nos encontrábamos en la terraza de un hotel, rodeados de gente por todas partes. Pero yo no estaba satisfecho: sentía la presencia del peligro.
Entre tanto, el Número Cuatro charlaba de un modo perfectamente natural. Parecía imposible que se tratase de alguien que no fuera un turista auténtico. Describió excursiones y viajes en automóvil, presumiendo de ser una autoridad en todo lo relacionado con los parajes de los alrededores.
Sacó una pipa de su bolsillo y empezó a encenderla. Poirot asió su pitillera de diminutos cigarrillos. Al colocar uno entre sus labios, el extranjero se inclinó con una cerilla.
—Permítame que se lo encienda.
Mientras hablaba, sin el menor aviso, se apagaron todas las luces. Se oyó un tintineo de vidrios y alguien puso bajo mi nariz algo que me sofocaba...