IX

Emboscada - El apache muerto - Terreno hundido

Un lago de yeso - Torbellinos

Caballos con ceguera de la nieve

Regresan los delaware - Verificación

La diligencia fantasma - Las minas de cobre

Intrusos - El caballo mordido por la serpiente

El juez hablando de hechos geológicos

El muchacho muerto - Sobre la paralaje y los equívocos a que conducen las cosas pasadas

Los ciboleros.

Se hallaban cruzando la margen occidental del lago seco cuando Glanton se detuvo. Volvió la espalda con una mano apoyada en el arzón de madera y miró hacia el sol que acababa de asomar sobre las calvas y moteadas montañas del este. El lecho del lago seco se veía uniforme y exento de huellas y las islas azules de las montañas sin base eran como templos flotantes en el vacío.

Toadvine y el chaval descansaron a caballo y contemplaron con los demás aquella desolación. Al fondo del lago surgió un mar frío y el agua invisible durante miles de años ondulaba plateada al viento matutino.

Parece una jauría de perros, dijo Toadvine.

Yo creo que son gansos.

De repente Bathcat y uno de los delaware volvieron grupas y fustigaron a gritos a sus caballos y la compañía hizo lo propio y empezaron todos a desfilar por la hondonada en dirección a la franja de maleza que marcaba la playa. Los hombres saltaban ya de sus caballos y los maneaban al instante con lazos que llevaban preparados. Cuando los animales estuvieron asegurados y ellos tendidos en el suelo al abrigo de las matas de gobernadora, listos para disparar, los jinetes ya estaban apareciendo por la parte más alejada del lecho seco, un tenue friso de arqueros montados que temblaban y vacilaban al calor creciente. Pasaron frente al sol y desaparecieron uno por uno y aparecieron otra vez y al sol eran negros y salían de aquel mar evaporado como fantasmas quemados, las patas de sus caballos levantando una espuma que no era real, y quedaron ocultos en el sol y ocultos en el lago y brillaron tenues y parecieron reunirse en un todo borroso y se separaron de nuevo y aumentaron por planos sucesivos en avatares siniestros y se fusionaron poco a poco y en el cielo que ya sugería el alba empezó a aparecer encima de ellos un aspecto infernal de sí mismos enormes e invertidos y las patas de los caballos que montaban increíblemente alargadas y pisoteando los altos y delgados cirros y los tremendos antiguerreros suspendidos de sus monturas inmensos y quiméricos y sus gritos salvajes resonando en aquel sustrato duro y llano como gritos de almas que se hubieran colado en el mundo de abajo por algún desgarro en la trama de las cosas.

Girarán hacia su derecha, gritó Glanton, y mientras eso decía así lo hicieron ellos, buscando el lado más favorable para sus arcos. Las flechas surcaron en parábola el cielo azul con el sol en las plumas y de repente ganaron velocidad y pasaron con un silbido menguante como un vuelo de patos salvajes. El primer rifle hizo fuego.

El chaval estaba tumbado boca abajo sujetando el enorme revólver Walke con las dos manos y disparando con pausa y esmero como si lo hubiera hecho ya en sueños. Los guerreros indios pasaban a menos de cien metros, unos cuarenta o cincuenta serían, y empezaron a desgranarse en los apretados estratos de calor y a dispersarse en silencio y perderse de vista al otro extremo del lago.

La compañía aprovechó para recargar sus armas.

Uno de los ponis yacía en la arena respirando regularmente y había otros en pie con flechas clavadas y aguantando con curioso estoicismo. Tate y Doc Irving fueron a atenderlos. Los demás se quedaron vigilando el lago seco.

Toadvine, Glanton y el juez salieron de las matas de gobernadora. Recogieron del suelo un mosquete de cañón rayado revestido de cuero crudo y con tachuelas de cabeza de latón de variadas formas incrustadas en la culata. El juez escudriñó la margen norte de la pálida playa por donde habían escapado los paganos. Le pasó el fusil a Toadvine y siguieron andando.

El muerto yacía en una charca arenosa. Estaba desnudo aparte de las botas y unos grandes calzones mexicanos. Las botas tenían puntera de borceguí y suelas de pelada y caña alta con los remates bajados y atados por las rodillas. La arena de la charca estaba oscura de sangre. Permanecieron al borde del lago seco aguantando el calor sin viento y Glanton lo hizo rodar empujando con su bota. Apareció el rostro, pintado, con arena pegada a las órbitas de los ojos, arena pegada a la grasa con que se había embadurnado el torso. Se podía ver el agujero que la bala del rifle de Toadvine le había abierto encima de la última costilla. Tenía el pelo largo y muy negro y empañado a causa del polvo y se le paseaban unos cuantos piojos. Había pinceladas de pintura blanca en sus mejillas y galones pintados encima de la nariz y figuras pintadas de rojo oscuro debajo de los ojos y en el mentón. Era viejo y tenía una vieja herida de lanza justo encima de la cadera y otra de sable en la mejilla izquierda que le llegaba al rabillo del ojo. Estas cicatrices estaban decoradas de punta a punta mediante imágenes tatuadas que, por mucho que el tiempo las hubiera oscurecido, carecían de referentes en el desierto circundante.

El juez se arrodilló cuchillo en mano y cortó la correa de la cartuchera de piel de felino que el indio llevaba encima y la yació en el suelo. Contenía una visera hecha de un ala de cuervo, un rosario de pepitas, varios pedernales, un puñado de balas de plomo. Contenía también un cálculo sacado de las entrañas de alguna bestia y el juez se lo metió en el bolsillo tras examinarlo. Los otros efectos los esparció con la palma de la mano como si su disposición pudiera encerrar algún significado. Luego rajó los calzones del muerto. Atado junto a sus oscuros genitales había un saquito y el juez lo arrancó también y se lo guardó en el bolsillo del chaleco. Por último, agarró las oscuras guedejas y las levantó del suelo y arrancó el cuero cabelludo. Luego se levantaron y regresaron, dejándolo allí tendido escudriñando con sus ojos ya secos el calamitoso avance del sol.

Cabalgaron el día entero por un sequedal elevado donde crecían barrilla y mijo. Por la tarde llegaron a un terreno hundido donde los cascos de los caballos resonaban de tal manera que estos hacían extraños y derramaban la vista como animales de circo y aquella noche mientras dormían sobre el suelo vibrante los hombres, todos ellos, oyeron el estruendo opaco de una roca cayendo en alguna parte debajo de ellos a la espantosa oscuridad del interior del mundo.

Al día siguiente atravesaron un lago de yeso tan fino que los ponis no dejaron el menor rastro. Los jinetes llevaban el contorno de los ojos embadurnado de carbón animal y algunos habían tiznado de negro los ojos de sus monturas. El sol reflejado en el hondón les quemaba la parte inferior de la cara y tanto la sombra del caballo como la del jinete eran del más puro índigo sobre la superficie de polvo blanco. En el desierto que se extendía al norte borbotones de polvo se erguían oscilantes y barrenaban la tierra y algunos dijeron haber oído hablar de peregrinos arrebatados hacia lo alto como derviches en aquellas fútiles espirales para caer destrozados y sangrantes en el lecho del desierto quién sabe si para ver la cosa que los había destruido irse dando tumbos como un yinn ebrio y disolverse de nuevo en los elementos de donde había surgido. De aquel torbellino no salía voz alguna y el viajero yacente y quebrantado tal vez gritara y tal vez rabiara en su agonía, pero ¿contra qué? Y si algún futuro viajero encontrara en la arena el caparazón seco y renegrido de ese peregrino, ¿cómo adivinaría el mecanismo de su perdición?

Aquella noche se sentaron ante la lumbre como fantasmas con sus barbas y ropas polvorientas, arrobados, pirólatras. Los fuegos se apagaron y pequeños rescoldos correteaban por el llano y la arena se arrastró en la oscuridad durante toda la noche como un ejército de piojos en tránsito. Algunos caballos empezaron a chillar y al despuntar el día varios de ellos habían eñloquecido de ceguera y hubo que sacrificarlos. Cuando partieron, el mexicano al que llamaban McGill montaba su tercer caballo en otros tantos días. No podría haber tiznado los ojos del poni que había montado al venir del lago a no ser abozalándolo como a un perro, y el caballo que montaba ahora era más salvaje aún y solo quedaban tres animales en la caballada.

Al mediodía los dos delaware que habían partido por su cuenta a una jornada de marcha de Janos los alcanzaron cuando descansaban en un pozo minera1. Traían consigo el caballo del veterano, todavía ensillado. Glanton fue a donde estaba el animal y cogió las riendas que colgaban y lo guió hacia la lumbre. Una vez allí sacó el rifle de su carcaj y se lo pasó a David Brown y luego empezó a mirar en el zurrón prendido del arzón de la silla y arrojó al fuego los magros efectos del veterano. Desató las cinchas y aflojó los otros arreos y fue apilando las cosas encima del fuego, mantas, silla, todo, hasta que el cuero y la lana grasienta empezaron a despedir un maloliente humo gris.

Reanudaron la marcha. Se dirigían al norte y los delaware se encargaron de interpretar las señales de humo en las cumbres lejanas y dos días después el humo cesó y no vieron más señales. Al llegar a las estribaciones de la montaña divisaron una vieja diligencia polvorienta con seis caballos enganchados que pacían hierba seca en un pliegue de los áridos peñascos.

Un destacamento atajó hacia la diligencia y los caballos sacudieron la cabeza y se espantaron y echaron a trotar. Los jinetes los arrearon hondonada abajo y al poco rato estaban girando en círculo como caballitos de papel en un móvil y el carruaje traqueteando detrás con una rueda rota. El negro se acercó a pie agitando su sombrero y llamó a voces y se aproxímó a los caballos enyugados con el sombrero extendido ante él y habló a aquellos temblorosos animales hasta que pudo recoger las guías del suelo.

Glanton pasó junto a él y abrió la puerta de la diligencia. El interior del carruaje estaba salpicado de astillas de madera nueva y un hombre muerto se desplomó quedando colgado cabeza abajo. Había dentro otro hombre y un muchacho y estaban soterrados con sus armas en medio de un hedor que habría ahuyentado a un buitre de una carreta llena de vísceras. Glanton cogió las armas y la munición y se las pasó a los otros. Dos hombres subieron al techo de carga y cortaron las sogas y el toldo desgarrado y de sendas patadas bajaron un arcón y un viejo morral de correos y los forzaron. Glanton cortó las correas del morral con su cuchillo y volcó el contenido en la arena. Cartas remitidas a cualquier destino menos a aquel empezaron a desparramarse a la deriva barranco abajo. Había en el morral varios saquitos etiquetados que contenían muestras de mineral y Glanton los yació y con la bota esparció las muestras para examinarlas. Volvió a mirar en la diligencia y luego escupió y fue a examinar los caballos. Eran caballos americanos grandes pero muy deteriorados. Dio instrucciones para que soltaran a dos de ellos y luego hizo apartar al negro que esperaba junto al caballo de cabeza y agitó el sombrero. Los animales, desparejados y tirando de sus arneses, se precipitaron barranco abajo mientras la diligencia se balanceaba en sus ballestas de cuero y el muerto daba tumbos con medio cuerpo fuera de la puerta. Se difuminaron por el oeste en la llanura primero el sonido y luego la forma del grupo disolviéndose en el calor que desprendía la arena hasta que fueron solo una mota afanándose en aquel vacío alucinatorio y luego nada. Los jinetes siguieron adelante.

Toda la tarde cabalgaron en fila india por las montañas. Un pequeño halcón lanero gris los sobrevoló como si buscara el estandarte de la compañía y descendió hacia la llanura batiendo sus largas y puntiagudas alas. Cruzaron ciudades de arenisca en el crepúsculo de aquel día, dejando atrás castillo y torre del homenaje y atalaya labrada a viento y graneros de piedra al sol y a la sombra. Pisaron marga y terracota y escabrosidades de esquisto cuprífero y cruzaron una vaguada y salieron a un promontorio desde el cual se dominaba una caldera siniestra donde descansaban las ruinas abandonadas de Santa Rita del Cobre.

Vivaquearon allí sin agua y sin leña. Enviaron exploradores y Glanton se llegó hasta el borde del risco y se sentó a contemplar cómo la oscuridad se adueñaba de la sima para ver si allá abajo aparecía alguna luz. Los exploradores regresaron ya de noche y aún era oscuro por la mañana cuando la compañía montó y se puso en camino.

Bajaron a la caldera envueltos en un amanecer gris, cabalgando en fila india por las calles esquistosas entre viejas construcciones de adobe abandonadas desde hacía docenas de años cuando los apaches habían interceptado los convoyes de Chihuahua y puesto sitio a las minas. Los famélicos mexicanos habían partido a pie en su largo viaje hacia el sur pero ninguno llegó a su destino. Los americanos dejaron atrás escoria y escombros y las oscuras bocaminas y dejaron atrás la fundería alrededor de la cual había montículos de mineral y carros baqueteados por la intemperie y vagonetas blancas como el hueso a la luz del alba y siluetas metálicas de maquinaria abandonada. Cruzaron un arroyo pedregoso y siguieron por aquel terreno destripado hasta un otero en donde estaba el viejo presidio, un edificio de adobe grande y triangular con torreones en las esquinas. Había una única puerta en la pared que daba al este y al aproximarse vieron subir hacia el cielo el humo que habían percibido anteriormente en el aire.

Glanton golpeó la puerta con su garrote revestido de cuero como un viajero ante un hostal. Una luz azulada bañaba las colinas de las inmediaciones y los picos altos de más al norte recogían el único sol mientras toda la caldera estaba todavía en tinieblas. El eco de sus golpes rebotó en las imponentes paredes rajadas de roca y regresó. Los hombres esperaron montados. Glanton dio un puntapié a la puerta.

Salid de ahí si sois blancos, gritó.

¿Quién hay?, dijo una voz.

Glanton escupió.

¿Quién es?, dijeron.

Abrid, dijo Glanton.

Esperaron. Alguien descorrió cadenas al otro lado de la madera. La puerta crujió al abrirse hacia dentro y un hombre se plantó delante de ellos con el rifle apercibido. Glanton tocó a su caballo con las rodillas y este arrimó la cabeza a la puerta y la abrió del todo. La compañía entró.

Desmontaron en las grises tinieblas del recinto y ataron los caballos. Había allí varios carros viejos de suministros, algunos saqueados de sus ruedas por los viajeros. En una de las oficinas había un farol encendido y varios hombres estaban de pie en el umbral. Glanton cruzó el triángulo. Los hombres se apartaron. Pensábamos que eran indios, dijeron.

Eran cuatro supervivientes de un grupo de siete que había partido hacia las montañas en busca de metales preciosos. Llevaban tres días atrincherados en el viejo presidio tras huir del desierto perseguidos por los salvajes. Uno de ellos había recibido un disparo en la parte baja del pecho y estaba recostado en la pared de la oficina. Irving fue a echar un vistazo.

¿Qué han hecho por él?, dijo. No hemos hecho nada.

¿Y qué quieren que haga yo?

No le hemos pedido que haga nada.

Mejor, dijo Irving, porque no hay nada que hacer.

Los miró con calma. Asquerosos, harapientos, medio locos. Cada noche hacían incursiones al arroyo en busca de leña y agua y habían estado alimentándose de un mulo que yacía destripado y pestilente al fondo del patio. Lo primero que pidieron fue whisky y lo segundo tabaco. Solo tenían dos caballos y a uno de ellos le había mordido una serpiente estando en el desierto y el pobre animal tenía la cabeza monstruosamente hinchada y grotesca como una ideación equina sacada de una tragedia ática. Le había mordido en la nariz y sus ojos sobresalían de la cabeza informe con una expresión de horror y el animal trotó entre gemidos hacia los caballos de la compañía, cabeceando y babeando y resollando por los atascados conductos de su garganta. La piel se le había abierto en la testuz y el hueso le asomaba ahora entre blanco y sonrosado y sus pequeñas orejas parecían espiches de papel remetidos a cada lado de una bola de masa peluda. Al verlo acercarse, los caballos americanos empezaron a rotar y a separarse a lo largo de la pared y el otro se lanzó hacia ellos a ciegas. Hubo golpes y hubo coces y los caballos empezaron a girar en torno al perímetro. Un pequeño semental de capa manchada que pertenecía a uno de los delaware se destacó de la remuda y golpeó dos veces al monstruo y luego giró y le hundió los dientes en el pescuezo. El caballo loco emitió un sonido que hizo salir a los hombres a la puerta.

¿Por qué no lo matáis?, dijo Irving.

Cuanto antes muera, antes se pudrirá, dijeron los otros.

Irving escupió. ¿Pensáis comeros la carne habiéndole mordido una serpiente?

Se miraron. No lo sabían.

Irving meneó la cabeza y salió. Glanton y el juez miraron a los intrusos y los intrusos miraron al suelo. Algunas vigas del techo estaban medio caídas y el piso de la habitación estaba lleno de barro y escombros. Este ruinoso panorama lo iluminó ahora e1 sol sesgado de la mañana y Glanton vio que agachado en un rincón había un muchacho mexicano o mestizo de unos doce años. Estaba desnudo aparte de unos calzones viejos y unas improvisadas sandalias de piel sin curtir. Devolvió a Glanton una mirada de medrosa insolencia.

¿Quién es ese niño?, dijo el juez.

Se encogieron de hombros, apartaron la vista.

Glanton escupió y meneó la cabeza.

Apostaron guardias en lo alto de la azotea y desensillaron los caballos y los sacaron a pacer y el juez se llevó una de las acémilas y yació los cuévanos y fue a explorar las galerías. Por la tarde se sentó en el recinto a partir muestras de mineral con un martillo, feldespato muy rico en óxido de cobre y pepitas de metal nativo en cuyas lobulaciones orgánicas pretendía encontrar datos sobre el origen de la tierra, y organizó una clase improvisada de geología para un pequeño grupo que se limitaba a asentir y escupir. Varios le citaron las Escri tura para rebatir su ordenación de las eras a partir del caos primigenio y otras suposiciones apóstatas. El juez sonrió.

Los libros mienten, dijo.

Dios no.

No, dijo el juez. Dios no. Y estas son sus palabras.

Les mostró un pedazo de roca.

El habla por mediación de los árboles y las piedras.

Los harapientos intrusos se miraron asintiendo con la cabeza y no tardaron en darle la razón, a aquel hombre instruido, en todas sus conjeturas, cosa que el juez se ocupó de fomentar hasta que los hubo convertido en prosélitos del nuevo orden solo para después burlarse de ellos por ser tan tontos.

Aquella tarde el grueso de la compañía se acuarteló al raso sobre la arcilla seca del recinto. No había amanecido aún cuando la lluvia los obligó a entrar en los oscuros cubículos de la pared meridional. En la oficina del presidio habían encendido un llar bajo y el humo salía por el tejado ruinoso mientras Glanton y el juez y sus lugartenientes fumaban en pipa en torno al fuego y los intrusos permanecían aparte masticando el tabaco que les habían dado y escupiendo hacia la pared. El muchacho mestizo los miraba con sus ojos oscuros. Hacia el oeste en la dirección de las lomas pudieron oír aullidos de lobo que hicieron malfiarse a los intrusos y sonreírse a los cazadores. En una noche clamorosa de gañidos de coyote y gritos de búho el aullido de aquel viejo perro lobo era el único sonido que según ellos procedía de su forma verdadera, un lobo solitario, tal vez de hocico gris, colgado de la luna como una marioneta y alargando el hocico en su vagido.

La noche fue fría y el tiempo empeoró al arreciar el viento y la lluvia y las bestias salvajes de la región pronto se quedaron mudas. Un caballo asomó a la puerta su larga cara mojada y Glanton le miró y le habló y el caballo levantó la cabeza y enseñó los dientes y volvió a la noche lluviosa.

Los intrusos observaron aquello como observaban todo con ojos inquietos y uno de ellos se atrevió a decir que sería incapaz de hacer amistad con un caballo. Glanton escupió al fuego y miró al hombre que estaba allí sentado andrajoso y sin caballo y meneó la cabeza ante la asombrosa inventiva de la locura en todas sus formas y disfraces. La lluvia había menguado y en la quietud subsiguiente un largo trueno retumbó sobre sus cabezas y se extinguió entre las rocas y entonces la lluvia volvió con fuerza renovada, cayendo a cántaros por la negra abertura del techo y humeando y siseando en la lumbre. Uno de los hombres se levantó para arrimar los cabos podridos de unas vigas viejas y apilarlos sobre las llamas. El humo envolvió las pandeadas traviesas que no se habían venido aún abajo y una arcilla líquida empezó a fitrarse de la techumbre. Afuera la lluvia caía en cortinas de agua al son que tocaba el viento y el resplandor de la lumbre que salía por la puerta dibujaba una franja pálida en aquel mar somero a lo largo de la cual los caballos parecían espectadores atentos a algún acontecimiento inminente. De vez en cuando uno de los hombres se levantaba y salía y su sombra caía entre los animales y estos levantaban y bajaban la cabeza y escarbaban y seguían esperando bajo la lluvia.

Los que habían estado de guardia entraron en la oficina y se quedaron de pie humeando ante la lumbre. El negro se quedó en la puerta, ni dentro ni fuera. Habían visto al juez desnudo en lo alto de la muralla, inmenso y pálido en las revelaciones de los relámpagos, recorriendo a zancadas el perímetro y declamando al viejo estilo de la épica. Glanton observaba el fuego en silencio y los hombres se arrebujaron en sus mantas en los lugares más secos del suelo y pronto se quedaron dormidos.

Por la mañana había dejado de llover. El patio estaba encharcado y el caballo que había sido picado por la serpiente yacía muerto con la cabeza informe estirada en el lodo y los otros animales se habían agrupado en la esquina nordeste al pie del torreón y estaban cara a la pared. Hacia el norte las cumbres se veían blancas de nieve al sol recién aparecido y cuando Toadvine salió al aire libre el sol rozaba apenas la parte superior de los muros del recinto y el juez estaba en medio de aquella quietud vaporosa escarbándose los dientes con una espina como si acabara de comer.

Buenos días, dijo el juez.

Hola, dijo Toadvine.

Parece que va a aclarar.

No, si ya ha aclarado, dijo Toadvine.

El juez giró la cabeza y miró hacia el prístino cobalto del día visible. Un águila estaba cruzando el barranco con el sol muy blanco sobre su cabeza y en las plumas de su cola.

Pues sí, dijo el juez. Es verdad.

Los intrusos salieron y se dispersaron por el acantonamiento parpadeando como pájaros. Habían decidido de común acuerdo unirse a la compañía y cuando Glanton cruzó el patio con su caballo llevado de la mano el portavoz del grupo se adelantó para informarle de su decisión. Glanton no se dignó siquiera mirarle. Entró en el cuartel y recogió su silla y sus arreos. Mientras tanto, alguien había encontrado al muchacho.

Estaba boca abajo y desnudo en uno de los cubículos. Esparcidos por la arcilla del suelo había un gran número de osamentas viejas. Como si él, al igual que otros antes que él, hubiera encontrado casualmente la morada de algo hostil. Los intrusos formaron un corro silencioso en torno al cadáver. No tardaron en ponerse a hablar estúpidamente sobre los méritos y virtudes del muchacho muerto.

Los cazadores de cabelleras montaron en sus caballos y cruzaron el recinto hacia el portal ahora abierto al este para dar la bienvenida a la luz e invitarlos a viajar. Mientras ellos salían, los pobres diablos confinados en aquel lugar arrastraron al muchacho y lo dejaron en el barro. Tenía el cuello roto y al depositarlo en el suelo su cabeza cayó sobre el pecho y quedó extrañamente floja. Las colinas que había más allá del pozo de la mina se reflejaban grisáceas en los charcos del patio y la mula medio devorada yacía en el fango sin cuartos traseros como una estampa de los horrores de la guerra. Dentro del cuartel el hombre que había sido herido cantaba himnos religiosos cuando no maldecía a Dios. Los intrusos se quedaron de pie alrededor del muchacho con sus armas de fuego en posición de descanso como patética guardia de honor. Glanton les había dado media libra de pólvora de rifle y varios fulminantes y un pequeño lingote de plomo y mientras la compañía salía del recinto algunos se volvieron para mirarlos, tres hombres allí de pie sin expresión alguna. Nadie hizo adiós con el brazo. El moribundo estaba cantando tumbado junto a las cenizas y mientras partían les llegaron cánticos que recordaban de la infancia y siguieron oyéndolos mientras subían por el arroyo y cruzaban los enebros mojados aún de la lluvia. El moribundo cantaba con claridad y vehemencia y de buena gana los jinetes habrían aminorado el paso solo para oírle un rato más, pues también ellos poseían esas mismas cualidades.

Cabalgaron aquel día por colinas bajas sin otra vegetación que unos arbustos de hoja perenne. Por todas partes saltaban y se escondían ciervos en aquella pradera alta y los cazadores mataron varios sin desmontar y los destriparon y ios subieron a sus caballos y por la tarde habían conseguido un séquito de media docena de lobos de diversos tamaños y tonos que trotaban detrás de ellos en fila india, mirando hacia atrás para cerciorarse de que cada cual ocupara su puesto.

Al atardecer se detuvieron para encender un fuego y asar los venados. La noche los tenía cercados y no había estrellas. Hacia el norte vieron otras fogatas arder rojas y taciturnas en las colinas invisibles. Comieron y reanudaron la marcha, dejando la lumbre sin apagar, y mientras subían hacia las montañas aquel fuego pareció mudar de emplazamiento, ahora aquí, ahora allá, alejándose o moviéndose inexplicablemente en el flanco de su avance. Como un fuego fatuo rezagado en el camino y que todos podían ver pero del que nadie hablaba. Pues esa voluntad de engañar intrínseca a las cosas luminosas puede también manifestarse retrospectivamente y así, mediante la argucia de una etapa conocida de un trayecto ya realizado, puede llevar a los hombres a destinos engañosos.

Mientras recorrían la mesa aquella noche vieron aproximarse hacia ellos casi como su propia imagen un grupo de jinetes destacados en la oscuridad por el resplandor intermitente de un relampagueo seco allá en el norte. Glanton se detuvo sin desmontar y la compañía hizo otro tanto. Los jinetes silenciosos siguieron avanzando. Cuando estuvieron a un centenar de metros se detuvieron también y todos se pusieron a especular en silencio acerca de aquel encuentro.

¿Quiénes sois?, gritó Glanton.

Amigos, somos amigos.

Cada grupo estaba contando los efectivos del otro.

¿De dónde vienen?, dijeron los desconocidos.

¿Adónde van?, dijo el juez.

Eran ciboleros procedentes del norte y traían sus caballos cargados de carne seca. Vestían pieles cosidas con ligamentos de animales y por su forma de estar sobre sus monturas se adivinaba que raramente iban a pie. Portaban lanzas con las cuales cazaban los búfalos salvajes de la llanura y dichas armas estaban adornadas con borlas de plumas y paños de colores y algunos portaban arcos y otros fusiles de chispa con tapones empenachados en la boca del cañón. La carne seca iba empaquetada en pellejos de animal y aparte de las pocas armas que tenían eran tan ajenos a todo artilugio civilizado como los más toscos salvajes de aquella región.

Parlamentaron sin desmontar y los ciboleros encendieron cigarrillos y explicaron que se dirigían a los mercados de Mesilla. Los americanos habrían podido canjear algo de carne pero no llevaban consigo mercancía equivalente y la disposición al trueque les era extraña. Y así los dos grupos se separaron a medianoche, cada cual en la dirección por la que había venido el otro, buscando transformaciones sin fin en los trayectos de otros hombres como acontece a todo viajero.

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Tobin - Escararnuza a orillas del Little Colorado

La katabasis - De cómo apareció el sabio

Glanton y el juez - Nuevo rumbo

El juez y los murciélagos - Guano - Los desertores

Salitre y carbón de palo - El malpaís

Huellas de cascos - El volcán - Azufre

El molde - La matanza de los aborígenes.

El rastro de los gileños desapareció en días sucesivos a medida que se adentraban en las montañas. Encendieron lumbres con madera de acarreo pálida como el hueso y contemplaron en silencio cómo las llamas hacían guiñadas en la brisa nocturna que ascendía de aquellas pedregosas cañadas. El chaval estaba sentado con las piernas cruzadas remendando una cincha con un punzón que le había pedido prestado al ex cura Tobin y el secularizado le miraba trabajar.

Ya habías cosido alguna vez, dijo Tobin.

El chaval se frotó la nariz pasándose con vigor la manga grasienta de su camisa y dio vuelta a la correa sobre su regazo. Qué va, dijo.

Pues se te da muy bien. Más que a mí. El Señor no reparte sus dones equitativamente.

El chaval levantó la vista y luego volvió a su labor.

Es verdad, dijo el ex cura. Mira a tu alrededor. Fíjate en el juez.

Ya lo he hecho.

Puede que no sea de tu agrado, es lógico. Pero ese hombre es mañoso en todo. No le he visto ponerse a hacer nada sin que se le diera muy bien.

El chaval pasó el hilo engrasado por el cuero y tiró de él.

Habla holandés, dijo el ex cura.

¿Holandés?

Sí.

El chaval miró al ex cura y siguió remendando.

Lo habla porque yo le he oído. Cerca del Llano nos topamos con un grupo de peregrinos locos y el viejo que iba en cabeza se puso a hablar en holandés como si estuviéramos todos en su país y el juez le respondió en el mismo idioma. Glanton por poco se cae del caballo. Ninguno sabíamos que hablaba holandés. ¿Sabes lo que dijo cuando le preguntaron que dónde lo había aprendido?

¿Qué dijo?

Que de un holandés.

El ex cura escupió. Yo, ni con diez holandeses habría podido aprenderlo. ¿Y tú?

El chaval negó con la cabeza.

No, dijo Tobin. Los dones del Todopoderoso son repartidos en una balanza que le es peculiar. Sus cálculos no son equitativos y estoy seguro de que él sería el primero en reconocerlo si uno se atreviera a plantearle la cuestión.

¿A quién?

Al Todopoderoso, hombre. El ex cura meneó la cabeza. Dirigió la vista hacia donde estaba el juez. Ese coloso sin pelo. Viéndole no pensarías que es capaz de bailar mejor que el mismísimo diablo, ¿verdad? Pues es un bailarín consumado, eso no se lo quita nadie. Y encima toca el violín. Es el mejor violinista que he oído nunca y no hay más que hablar. El mejor. Sabe buscar atajos, disparar un rifle, montar a caballo, seguir la pista de un ciervo. Ha recorrido medio mundo. Él y el gobernador estuvieron hablando hasta la mañana y ahora era París y luego Londres y eso en cinco idiomas distintos, valía la pena pagar entrada para verlo. Y eso que el gobernador es un hombre muy culto, pero el juez…

El ex cura meneó la cabeza. Oh, quizá sea ese el modo en que el Señor muestra la poca importancia que concede a los hombres cultos. ¿Qué puede significar para quien todo lo sabe? Dios siente un amor desmedido por el hombre común y la sabiduría divina está presente en las cosas más pequeñas, de manera que acaso la voz del Todopoderoso habla con mayor hondura en aquellos que viven inmersos en el silencio.

Observó al chaval.

Ocurra lo que ocurra, dijo, Dios habla por boca de sus más humildes criaturas.

El chaval pensó que se refería a los pájaros o cosas que reptan pero el ex cura, que le observaba con la cabeza un poco ladeada, dijo: Nadie puede sustraerse a esa voz.

El chaval escupió al fuego y volvió a su remiendo.

Yo no oigo ninguna voz, dijo.

Cuando deje de sonar, dijo Tobin, sabrás que la has estado oyendo toda tu vida.

¿En serio?

Sí.

El chaval giró el cuero sobre su regazo. El ex cura le observó.

De noche, dijo Tobin, cuando los caballos pacen y la compañía duerme, ¿quién les oye pacer?

No les oye nadie, ya que están durmiendo.

Claro. Y si dejan de pacer, ¿quién es el que se despierta?

Todo el mundo.

Exacto, dijo el ex cura. Todo el mundo.

El chaval levantó la vista. ¿Y el juez? ¿Esa voz le habla también a él?

El juez, dijo Tobin. No respondió.

Yo ya le conocía, dijo el chaval. Le vi en Nacogdoches.

Tobin sonrió. No hay nadie en la compañía que no afirme haberse encontrado a ese pícaro redomado en alguna parte.

Tobin se frotó la barba contra el dorso de la mano. Nos salvó a todos, eso debo reconocerlo. Veníamos del Little Colorado y no nos quedaba una sola libra de pólvora. Ni una pizca. Y allí estaba él sentado en una roca en mitad del mayor desierto que hayas visto nunca. Subido a aquella roca como quien espera la diligencia. Brown pensó que era un espejismo. Le habría pegado un tiro si hubiera tenido algo con que disparar.

¿Y cómo es que os quedasteis sin pólvora?

La habíamos gastado toda con los salvajes. Aguantamos nueve días metidos en una cueva, perdimos casi todos los caballos. Eramos treinta y ocho hombres cuando partimos de Chihuahua y solo quedábamos catorce cuando el juez nos encontró. Hechos mierda, huyendo. Hasta el último de nosotros sabía que en aquella región dejada de la mano de Dios habría un barranco o un callejón sin salida o tal vez solo un montón de rocas y que allí nos tocaría resistir con nuestras armas vacías. El juez. Sí, al diablo lo que es del diablo.

El chaval se quedó con el hilván en la mano y el punzón en la otra. Miró al ex cura.

Habíamos estado en el llano toda la noche y parte de la mañana. Los delaware se detenían a cada momento y se apeaban para escuchar mejor. No había sitio donde esconderse. No sé qué diablos esperaban oír. Sabíamos que esos malditos estaban allí y eso para mí era información más que suficiente, no necesitaba más. Todos pensamos que no sobreviviríamos a aquella mañana. Estábamos todos pendientes del rastro que dejábamos a nuestra espalda, no sé hasta dónde se veía. Tal vez treinta kilómetros.

Fue hacia el meridiano de aquel día cuando nos topamos con el juez subido a su roca más solo que la una en mitad del páramo. Y es que no había otra roca que aquella. Irving dijo que el juez se la había llevado puesta. Yo le dije que era como un mojón para señalar su ubicación en mitad de la nada. Tenía al lado ese mismo rifle que usa ahora, todo engastado en plata alemana y el nombre que le había puesto incrustado en hilo de plata debajo de la quijera, en latín: «Et in Arcadia ego.» En alusión a su carácter letal. Es corriente que uno bautice a su escopeta. He conocido Dulceslabios y Oídme desde la Tumba y toda clase de nombres de mujer. Él es el primero y único que sé que le puso una inscripción sacada de los clásicos.

Y allí estaba. Sin caballo. Simplemente él y sus piernas cruzadas, sonriendo al ver que nos acercábamos. Como si nos hubiera estado esperando. Tenía una vieja mochila de lona y un viejo sobretodo de lana colgado del hombro. En la mochila había un par de pistolas y un buen surtido de monedas, de oro y plata. Ni siquiera tenía cantimplora. Era como… Parecía una aparición. Nos dijo que había viajado con una caravana y que había decidido seguir solo.

Davy quería dejarle allí. No le cayó bien su señoría y todavía no le cae bien. Glanton se limitó a observarlo. Habría hecho falta un día entero para saber qué opinaba de aquel personaje. Y aún hoy lo ignoro. Hay un secreto comercio entre ambos. Un convenio terrible. Qué sé yo. Te demostraré que llevo razón. Pidió que le trajeran las dos bestias de carga que nos quedaban y les cortó las cinchas y dejó caer los sacos y el juez montó y él y Glanton cabalgaron juntos y al momento estaban conversando como hermanos. El juez montaba a pelo como los indios y lo hacía con su mochila y su rifle apoyados en la cruz del animal y miraba a su alrededor con la mayor satisfacción del mundo, como si todo hubiera resultado como él había previsto y el día no hubiera podido salirle mejor.

Llevábamos poco rato cabalgando cuando él nos marcó un nuevo rumbo unos noventa grados al este. Señaló a una cordillera que estaría como a cincuenta kilómetros y nos dirigimos hacia allí y nadie preguntó con qué objeto. Glanton le había dado ya los detalles de la situación en la que se había metido por voluntad propia pero si le preocupaba en lo más mínimo estar desnudo de armas en medio del desierto con media nación apache pisándole los talones el juez se lo guardó para sí.

El ex cura hizo una pausa para encender de nuevo su pipa alargando la mano hacia e1 fuego para coger un carbón como hacían los exploradores indios y devolviéndolo después a las llamas como si allí estuviera mejor.

A ver, ¿qué crees tú que había en esas montañas?, ¿cómo se enteró él?, ¿cómo encontrarlo?, ¿cómo sacar partido de esa información?

Tobin pareció formularse las preguntas a sí mismo. Estaba contemplando el fuego y chupando su pipa. Llegamos a las estribaciones a media tarde y subimos por un arroyo seco y seguimos subiendo creo que hasta la medianoche y luego acampamos pero sin leña ni agua. Cuando se hizo de día los vimos a unos quince kilómetros de distancia en la llanura que se extendía al norte. Cabalgaban de cuatro y seis en fondo y no eran pocos y no tenían ninguna prisa.

Según dijeron los centinelas, el juez estuvo en vela toda la noche. Observando los murciélagos. Subía por la ladera y hacía anotaciones en un cuaderno que llevaba y luego volvía a bajar. Parece que estaba muy animado. Dos hombres habían desertado aquella noche y por tanto solo quedábamos doce y el juez trece. Yo me dedicaba a estudiarlo con calma, al juez. Entonces y ahora también. A ratos parecía un demente y a ratos no. De Glanton, en cambio, sé que está totalmente loco.

Partimos con la primera luz hacia un barranco arbolado. Estábamos en la vertiente norte y en la roca crecían sauces y alisos y cerezos, árboles pequeños. El juez paraba a hacer de botánico y luego nos alcanzaba. Lo juro por Dios. Iba metiendo hojas entre las páginas de su cuaderno. Yo nunca había visto nada igual, y todo el rato con los salvajes perfectamente visibles allá en el llano. A mí hasta me dio tortícolis de tanto mirarlos, y piensa que había un centenar de ellos.

Fuimos a salir a un terreno de pedernal donde todo eran enebros y continuamos sin más. No hubo ningún intento de despistar a sus rastreadores. Cabalgamos todo aquel día. No volvimos a ver a los salvajes porque se habían puesto al socaire de la montaña y estaban en las cuestas de más abajo. Tan pronto atardeció y los murciélagos empezaron a salir el juez alteró de nuevo el rumbo, montado en su caballo con la mano encima del sombrero mientras veía pasar a los animalitos. Acabamos desperdigados entre los enebros y hubo que parar para reagruparse y dejar descansar a los caballos. Nos sentamos casi de noche, nadie dijo nada. Cuando el juez volvió, Glanton y él conferenciaron en voz baja y luego nos pusimos en marcha.

Guiábamos a los caballos a pie. No había vereda, solamente rocas abruptas. Cuando llegamos a la cueva algunos pensaron que el juez era un papanatas si pretendía que nos escondiéramos allí. Pero no, era el nitro lo que buscaba. El nitro, entiendes. Dejamos todas nuestras pertenencias en la entrada de la cueva y llenamos nuestros cuévanos y mochilas y alforjas con tierra de la cueva y partimos al rayar el alba. Cuando llegamos a lo alto del promontorio que había más arriba y miramos hacia atrás vimos que los murciélagos entraban a chorro en aquella cueva, miles y miles de ellos, y siguieron haciéndolo durante cosa de una hora o más pero para entonces ya casi no podíamos verlos.

El juez. Lo dejamos en un collado, junto a un riachuelo de agua transparente. A él y uno de los delaware. Nos dijo que rodeáramos la montaña y que volviéramos a aquel lugar pasadas cuarenta y ocho horas. Descargamos todas las cosas en el suelo y nos llevamos los dos caballos y él y el delaware empezaron a tirar de los cuévanos y las alforjas riachuelo arriba. Me los quedé mirando y me dije que no volvería a ver nunca a aquel hombre.

Tobin miró al chaval. Nunca más. Pensé que Glanton le abandonaría. Seguimos adelante. Al día siguiente nos topamos en la montaña con los dos tipos que habían desertado. Colgaban boca abajo del mismo árbol. Los habían desollado, y te aseguro que eso no le favorece a nadie. Pero si los salvajes no lo habían adivinado aún, ahora lo sabían seguro. Que no teníamos ni una pizca de pólvora.

No íbamos a caballo sino que los guiábamos a pie, procurando que no resbalaran en las rocas, apretándoles el hocico si resoplaban. Pero en esos dos días el juez lixivió el guano de la cueva con agua del arroyo y ceniza de leña y lo hizo precipitar y luego construyó un horno de arcilla donde quemó carbón; de día apagaba el fuego y al caer la noche lo volvía a encender. Cuando los encontramos, él y el delaware estaban sentados en cueros en el riachuelo y primero pensamos que estaban borrachos pero a saber de qué. Toda la cresta de la montaña estaba repleta de apaches y él allí sentado. Se levantó al vernos llegar y fue hasta los sauces y volvió con un par de alforjas y en una había como ocho libras de cristales puros de salitre y en la otra unas tres libras de buen carbón de aliso. Había triturado el carbón en el hueco de una roca, se podría haber hecho tinta con aquel polvo. Cerró las bolsas y las puso a cada lado del arzón de la silla de Glanton y él y el indio fueron a por sus ropas, cosa que me alegró porque yo no había visto nunca un hombre adulto sin un pelo en el cuerpo y encima pesando ciento cincuenta kilos, que es lo que pesaba entonces y pesa ahora. Y puedo afirmarlo porque yo mismo sumé las pesas con mis propios ojos y sobrio en una balanza de pesar ganado en la ciudad de Chihuahua aquel mismo mes y año.

Fuimos montaña abajo sin batidores ni nada. A lo bestia. Estábamos muertos de sueño. Era de noche cuando ganamos el llano y una vez que los caballos descansaron hicimos recuento y montamos para seguir adelante. La luna estaba tres cuartos llena y creciendo y parecíamos jinetes de circo, tan silenciosos, los caballos como sobre cáscaras de huevo. No teníamos manera de saber dónde estaban los salvajes. El último indicio que habíamos tenido de su proximidad eran aquellos pobres imbéciles desollados en el árbol. Nos dirigimos al oeste a través del desierto. Doc Irving iba delante de mí y brillaba tanto que casi le podía contar los pelos de la cabeza.

Cabalgamos toda la noche y de amanecida cuando la luna ya estaba baja encontramos una jauría de lobos. Se escabulleron y volvieron al rato, haciendo tan poco ruido como el humo. Se desperdigaban y atajaban y rodeaban a los caballos. Con todo el descaro del mundo. Nosotros les arreábamos con las trabas y ellos se escabullían, no se oía otra cosa que su respiración, a no ser que lanzaran quejidos o dieran dentelladas. Glanton se detuvo y las alimañas giraron en redondo y se largaron y volvieron otra vez. Dos delaware desandaron un trecho torciendo un poco a la izquierda (son más valientes que yo) y allí encontraron la pieza. Era un antílope, un macho joven muerto la tarde anterior. Estaba medio consumido y nos lanzamos sobre él con los cuchillos y nos llevamos la poca carne que quedaba y nos la comimos cruda montados a caballo. Era la primera carne que probábamos en seis días. Teníamos unas ganas locas de probarla. Buscando piñones en la montaña como si fuéramos osos y lo contentos que nos poníamos si encontrábamos. A los lobos les dejamos poco más que los huesos, pero yo nunca mataría a un lobo y sé que hay otros que sienten como yo.

En todo este tiempo el juez apenas había abierto la boca. Amaneció y nos encontrábamos al borde de un extenso malpaís y su señoría fue a tomar posiciones sobre unas rocas volcánicas que había allí y empezó a soltarnos un discurso. Fue como un sermón, pero no un sermón cualquiera. Más allá de ese malpaís había un pico volcánico y el sol que acababa de salir lo teñía de muchos colores y unos pequeños pájaros oscuros flotaban en el viento y el viento agitaba el viejo sobretodo que el juez llevaba puesto y luego señaló a la solitaria montaña y se embarcó en una oración cuyo objeto todavía desconozco y concluyó diciéndonos que la madre tierra, como la llamó, era redonda como un huevo y contenía dentro de sí todas las cosas buenas. Luego llevó de las riendas al caballo que había estado montando por aquellas escorias negras y vidriosas, un terreno tan traicionero para el hombre como para la bestia, y nosotros detrás del juez como discípulos de una nueva fe.

El ex cura hizo una pausa y golpeó la pipa apagada contra el talón de su bota. Miró al juez que estaba con el torso desnudo hacia las llamas como tenía por costumbre. Se volvió y miró al chaval.

El malpaís. Era un laberinto. Subías a toda prisa un pequeño promontorio y de repente te veías rodeado de grietas tan profundas que no te atrevías a saltarlas. Los bordes de cristal negro y puntiagudo y abajo puntiagudas rocas de sílex. Guiábamos a los caballos con el máximo cuidado y aun así les sangraban los cascos. Nuestras botas estaban destrozadas. Trepando a aquellos viejos rellanos resquebrajados comprendías cómo habían ido las cosas, las rocas derretidas habían quedado arrugadas como un budín viejo, la tierra se había hundido hasta su núcleo líquido. Donde que nosotros sepamos está localizado el infierno. Pues la tierra es un globo en el vacío y en verdad no tiene un arriba y un abajo y en esta compañía hay hombres aparte de yo mismo que han visto pequeñas huellas de patas hendidas en la piedra tan claras como el ir y venir de una cervatilla, pero ¿qué cervatilla ha pisado jamás rocas derretidas? No pretendo refutar las Escrituras pero es posible que haya habido pecadores tan rematadamente malos que el fuego del infierno los expulsara de su seno y no me cuesta imaginar que en tiempos pasados fueron pequeños diablos los que traspasaron con sus horcas ese vómito incandescente a fin de recuperar aquellas almas que por error habían sido escupidas de su lugar de condenación hacia los confines del mundo. Sí. Es solo una idea, nada más. Pero en el orden del universo ha de haber un punto en donde los dos mundos se toquen. Y algo dejó aquellas marcas de pezuñas en la lava pues yo las vi con mis propios ojos.

El juez, bueno, el juez no apartaba la vista de aquel cono de muerte que se elevaba en pleno desierto como un enorme chancro. Nosotros le seguíamos solemnes como búhos y cuando volvió la cabeza se echó a reír al ver las caras que traíamos. Llegados al pie de la montaña, lo echamos a suertes y enviamos dos hombres por delante con los caballos. Les vi alejarse. Uno de ellos está ahora mismo aquí y yo le vi alejarse con esos caballos por la escoria como si fuera un condenado a muerte.

Y no es que nosotros no estuviéramos condenados. Cuando levanté la vista él iba ya cuesta arriba, me refiero al juez, con su zurrón al hombro y el rifle a modo de alpenstock. Y lo mismo hicimos todos los demás. No habíamos cubierto la mitad de la ascensión cuando divisamos a los salvajes en la llanura. Seguimos trepando. Yo pensaba que, a malas, nos arrojaríamos al cráter, todo menos dejarnos atrapar por aquellos desalmados. Creo que era mediodía cuando por fin llegamos arriba. Estábamos rendidos. Y los salvajes a menos de quince kilómetros. Miré a mis compañeros y la verdad es que no se les veía muy aguerridos. Habían perdido toda dignidad. Tenían todos buen corazón, y lo tienen aún, y no me gustaba verlos así y pensé que el juez había caído sobre nosotros como una maldición. Pero resultó que yo estaba equivocado. Al menos en esa ocasión. Ahora tengo otra vez mis dudas.

El juez fue el primero en llegar al borde del cono pese a su enorme corpachón y se quedó mirando en derredor como si hubiera ido a contemplar la vista. Luego se sentó y empezó a descamar la roca con su cuchillo. Uno a uno fuimos llegando mientras él permanecía sentado de espaldas a aquella sima y nos dijo a todos que hiciéramos lo que él. Era azufre vivo. Una roncha de azufre todo alrededor del cráter, amarillo intenso con algunas escamas pequeñas de sílice que brillaban, pero en general puras flores de azufre. Nos pusimos a rascar las rocas y fuimos desmenuzando el azufre con los cuchillos hasta que reunimos un par de libras y entonces el juez cogió las alforjas y fue hasta un hueco en las rocas y derramó el carbón y el nitro y lo mezcló todo con la mano y luego echó encima el azufre.

Llegué a pensar que nos pediría que derramáramos nuestra sangre allí dentro como francmasones pero no hubo tal. El juez siguió amasando con las manos hasta dejarlo aquello bien seco y mientras tanto los salvajes en el llano cada vez más cerca y cuando volví la cabeza el juez estaba de pie, ese inmenso patán sin pelo, se había sacado la picha y estaba meando sobre la mezcla, meando con aires de desquite, y entonces nos exhortó a que hiciéramos otro tanto.

De todos modos estábamos medio locos. Nos pusimos en fila. Los delaware también. Todos salvo Glanton y había que ver la cara que ponía. Sacamos nuestros miembros y allá que empezamos a mear y el juez de rodillas amasando con los brazos desnudos y la orina le salpicaba y él venga a gritar que meáramos, joder, que meáramos por nuestras almas o es que no veíamos a los pieles rojas. Y a todo esto sin dejar de reír y convirtiendo aquella masa en un asqueroso mazacote negro, un batido diabólico a juzgar por lo mal que olía y no es que él fuera el pastelero del infierno, digo yo, y entonces sacó su cuchillo y empezó a allanar la cosa sobre las rocas que miraban al sur, extendiéndola a capas finas con la hoja del cuchillo y observando el sol por el rabillo del ojo y todo manchado y apestando a orines y azufre y sin dejar de sonreír y blandiendo el cuchillo con tal destreza que parecía como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. Y cuando terminó se volvió a sentar y se limpió las manos en el pecho y observó a los salvajes y todos hicimos lo mismo.

Habían llegado al malpaís y tenían un rastreador siguiendo todos nuestros pasos por las rocas desnudas, volviendo cuando no había camino para avisar a los demás. Yo no sé qué rastro seguiría. El olor quizá. Al poco rato los oímos hablar un poco más abajo. Entonces nos vieron.

Solo Dios sabe lo que pensaron. Estaban desperdigados por la colada y uno de ellos señaló hacia arriba y todos miraron. Atónitos, sin duda. Imagínate ver a once hombres encaramados en el borde de aquel atolón escaldado como aves desorientadas. Se pusieron a parlamentar y nosotros pensamos que tal vez mandarían un grupo a buscar nuestros caballos pero no lo hicieron. Su codicia pudo con todo lo demás y empezaron a subir hacia el cono trepando como posesos por la lava para ver quién llegaba primero.

Teníamos, calculo yo, una hora. Observamos a los salvajes y observamos aquella masa infecta secarse en las rocas y observamos una nube que se dirigía hacia el sol. Poco a poco nos olvidamos de las rocas y hasta de los salvajes porque la nube parecía ir derecha al sol y habría necesitado casi una hora para cruzar por delante y esa era la última hora que nos quedaba de vida. Pues bien, el juez estaba sentado haciendo anotaciones en su cuaderno y vio la nube igual que todos los demás y dejó el cuaderno y observó y lo mismo hicimos todos. Nadie decía nada. No había nadie a quien maldecir ni nadie a quien rezar, solo mirábamos. Y la nube alcanzó una esquina del sol y siguió pasando y no hubo sombra sobre nosotros y el juez cogió su librillo y siguió con sus entradas como antes. Yo le observé. Poco después bajé a tocar con la mano un trozo de aquel mazacote. Despedía calor. Rodeé el borde del cráter y los salvajes subían por los cuatro costados pues no había una ruta que facilitara la ascensión en aquella pendiente pelada. Miré si había piedras que pudiéramos arrojarles pero no había ninguna más grande que un puño, solo gravilla y placas de escoria. Miré a Glanton y vi que estaba observando al juez y parecía haber perdido el juicio.

Entonces el juez cerró su cuaderno y cogió su camisa y la extendió sobre el hueco en la roca y nos dijo que le subiéramos la cosa aquella. Todos sacamos los cuchillos y nos pusimos a raspar y él nos previno de que no sacáramos chispas a aquellos pedernales. La amontonamos encima de su camisa y él se puso a cortarla y desmenuzarla con su cuchillo. Entonces gritó: Capitán Glanton.

Capitán Glanton. ¿Te imaginas? Pues eso dijo, y luego: Cargad ese cañón giratorio y veamos qué es lo que tenemos aquí.

Glanton se acercó con el rifle y llenó el cargador a tope y preparó los dos cañones y asentó dos balas y cebó el arma e hizo ademán de acercarse al borde. Pero no era eso lo que el juez quería.

Al fondo de esa cosa, dijo, y Glanton no puso ninguna pega. Bajó por el borde interior de la sima hasta llegar el final de aquel horroroso humero y agarró el arma y apuntó hacia abajo y amartilló y disparó.

Ni en un día entero de viaje oirás semejante ruido. Todavía me da temblequera. Disparó los dos cañones y nos miró a nosotros y luego al juez. El juez se limitó a hacer un gesto con la mano y siguió moliendo la masa y luego nos gritó a todos que llenásemos los cebadores y las cofias y así lo hicimos, por turnos, rodeando al juez como comulgantes. Y cuando todos hubimos pasado él llenó su cebador y sacó sus pistolas y se puso a cebarlas. El primero de los salvajes estaba ya a menos de doscientos metros cuesta abajo. Nos disponíamos a lanzarnos sobre ellos pero tampoco era eso lo que el juez quería. Hizo fuego hacia la caldera, espaciando los disparos, y agotó las cinco cámaras de cada pistola y nos dijo que no nos dejásemos ver mientras recargaba las armas. Todo aquel tiroteo había dado que pensar a los salvajes pues ellos creían que nos habíamos quedado sin pólvora. Y entonces el juez va y se acerca al borde y llevaba consigo una camisa de buena tela blanca que había sacado de su zurrón y la agitó para que la vieran los pieles rojas y les gritó algo en español.

Si le hubieras oído se te habrían saltado las lágrimas. Todos muertos excepto yo, gritó. Tened piedad. Todos muertos. Y venga a agitar la camisa. Dios, eso los hizo subir chillando por la cuesta y el juez se volvió a nosotros con esa sonrisa suya y nos dijo: Caballeros. Eso fue todo. Tenía las pistolas metidas en el cinto por la parte de atrás y cogió una con cada mano y el juez es ambidestro como una araña, sabe escribir con las dos manos y lo digo porque yo le he visto hacerlo, y se puso a matar indios. No hizo falta que nos animara a imitarle. Dios, qué carnicería. En la primera descarga matamos a una docena y no paramos. Antes de que el último pobre diablo llegara al pie de la cuesta ya había cincuenta y ocho salvajes muertos entre los cascajos. Patinaban por la pendiente como paja por una tolva, unos caían hacia acá, otros hacia allá, formando una cadena al pie de la montaña. Apoyamos nuestros rifles en el reborde de azufre y matamos a nueve más que corrían por la lava. Como en una caseta de tiro, ni más ni menos. Incluso hacíamos apuestas. El último al que disparamos estaba casi a un kilómetro de la boca de nuestras armas y encima corriendo a matar. Todos los tiros fueron certeros, ni un solo error con aquella pólvora misteriosa.

El ex cura se volvió y miró al chaval. Y esa fue la primera vez que vi al juez Holden. Es un caso a estudiar.

El chaval miró a Tobin. ¿Y de qué es juez?, dijo.

¿De qué es juez?

Sí. De qué es juez.

Tobin miró hacia la lumbre. Eh, muchacho, dijo. Baja la voz. Te va a oír. Ese hombre tiene orejas de zorro.

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