XXI

Náufragos del desierto - Retirada - Un escondite

El viento toma partido - El juez regresa

Una alocución - Los diegueños – San Felipe

Hospitalidad de los salvajes - En las montañas

Osos pardos - San Diego - El mar.

El chaval miró a Tobin pero el ex cura estaba impávido. Estaba ojeroso y postrado y nada parecía indicar que hubiera reparado en los viajeros que se aproximaban. Levantó ligeramente la cabeza y habló sin mirar al chaval.

Adelante, dijo. Sálvate tú.

El chaval cogió la cantimplora y la destapó y bebió agua y se la pasó a Tobin. El ex cura bebió y al cabo de un rato se levantaron los dos y giraron y se pusieron de nuevo en marcha.

Estaban muy mermados por sus heridas y el hambre y ofrecían un aspecto lamentable avanzando a trancas y barrancas. A eso del mediodía se habían quedado sin agua y se sentaron a contemplar la desolación que los rodeaba. Soplaba viento del norte. Tenían la boca muy seca. El desierto en el que estaban embarcados era un desierto absoluto y desprovisto de todo accidente y no había nada que pudiera señalar su avance. La tierra se perdía por igual en su curvatura hacia los cuatro puntos cardinales y de dichos límites estaban rodeados y de ellos eran lugar geométrico. Se levantaron y siguieron andando. El cielo era luminoso. No había otra pista que seguir más que los desperdicios dejados por otros viajeros, incluidos los huesos humanos expulsados de sus tumbas en las arenas festoneadas. Por la tarde el terreno empezó a empinarse y en la cresta de un esker bajo miraron hacia atrás y vieron al juez igual que antes a unos tres kilómetros en el llano. Siguieron andando.

La cercanía de un abrevadero estaba anunciada en aquel desierto por un número creciente de carcasas de animales muertos y así era ahora, como si los pozos estuvieran circundados por algún peligro letal para las bestias. Los viajeros miraron atrás. El juez quedaba oculto por el promontorio. Frente a ellos vieron los tablones blanquecinos de un carro y más adelante las formas de mulos y bueyes con el pellejo liso como una lona por la abrasión constante de la arena.

El chaval estuvo estudiando el panorama y luego retrocedió unos centenares de metros y se quedó mirando sus propias huellas someras en la arena. Miró la pendiente del esker que habían dejado atrás y se arrodilló y aplicó la mano al suelo y escuchó el tenue silbido silíceo del viento.

Cuando levantó la mano había una delgada arista de arena que el viento había arrastrado hacia ella y vio desvanecerse lentamente esta arista ante sus ojos.

Cuando regresó, el ex cura tenía un aspecto solemne y preocupado. El chaval se arrodilló y se lo quedó mirando.

Hemos de escondernos, dijo.

¿Escondernos?

Sí.

¿Y dónde piensas esconderte?

Aquí. Nos esconderemos aquí.

Eso es imposible, muchacho.

No.

¿Crees que no podrá seguir tu rastro?

El viento lo borrará. Ya lo ha hecho en esa pendiente de allá.

¿De veras?

No se ve nada.

El ex cura meneó la cabeza.

Vamos. Hemos de continuar.

No te puedes esconder.

Levanta.

El ex cura meneó la cabeza. Ah, muchacho, dijo.

Levanta, dijo el chaval.

Ve, márchate. Le animó con un gesto de la mano.

El chaval le habló. Holden no es nada. Tú mismo me lo dijiste. Los hombres están hechos del polvo de la tierra. Dijiste que no era una palá… pará…

Parábola.

Eso. Parábola. Que era la cruda realidad y que el juez era un hombre como cualquier otro.

Entonces enfréntate a él, dijo el ex cura. Hazlo si así lo crees.

El con un rifle y yo con una pistola. El con dos rifles. Levanta el culo.

Tobin se incorporó, tambaleante, se apoyó en el chaval. Partieron de nuevo, desviándose del rastro difuminado y dejando atrás el carro.

Pasaron junto al primero de los esqueletos y siguieron hasta un par de mulos que yacían muertos en sus arreos y el chaval se arrodilló y provisto de un pedazo de tabla empezó a excavar un refugio, vigilando el horizonte por el este mientras trabajaba. Luego se tumbaron al socaire de aquellos huesos pútridos como carroñeros saciados y esperaron la llegada del juez y el paso del juez si es que llegaba a pasar.

No hubieron de esperar mucho. Apareció sobre el promontorio e hizo una pausa breve antes de empezar a bajar, él y su babeante mayordomo. El terreno que se extendía ante él era ondulado y aunque se lo podía reconocer perfectamente desde el promontorio el juez no examinó la zona ni pareció haber perdido de vista a los fugitivos. Descendió la cuesta y echó a andar por el llano con el idiota delante atado por una traílla. Llevaba los dos rifles que habían pertenecido a Brown y llevaba cruzadas sobre el pecho dos cantimploras y llevaba asimismo un cebador y un cuerno y su portamanteo y una mochila de lona que seguramente había sido también de Brown. Cosa rara, llevaba un parasol hecho de jirones podridos de pelleja tensados sobre un armazón de costillas aseguradas mediante tiras de cincha. El mango había sido la pata delantera de algún animal y el juez que ya se acercaba apenas iba vestido con confetis, pues su indumento había sido rasgado aquí y allá para ajustarse a su físico. Con aquel tétrico paraguas y el idiota tirando de la traílla por su collar de cuero parecía un empresario degenerado huyendo de una feria y de la ira de los ciudadanos a quienes había embaucado.

Avanzaron por el páramo y el chaval tumbado boca abajo en el bañadero de arena los miró a través de las costillas de los mulos muertos. Distinguió sus propias huellas y las de Tobin viniendo por la arena, borrosas y redondeadas pero huellas al fin, y observó al juez y observó las huellas y escuchó la arena moverse en el suelo del desierto. El juez estaba como a un centenar de metros cuando se detuvo y examinó el terreno. El idiota quedó a gatas como un lémur desprovisto de pelo, inclinándose contra la traílla. Agitó la cabeza y olfateó el aire como si lo hubieran adiestrado para seguir rastros. Había perdido su sombrero, o quizá el juez había alzado el embargo, pues ahora llevaba unas curiosas babuchas burdamente confeccionadas con un trozo de cuero y ajustadas a las plantas de sus pies mediante envueltas de cáñamo rescatadas de un accidente en el desierto. El imbécil tiraba del collar y graznaba, los antebrazos colgando a la altura del pecho. Cuando sobrepasaron el carro y siguieron adelante el chaval supo que estaban más allá de donde él y Tobin se habían apartado del rastro. Miró las huellas: formas tenues que retrocedían por la arena hasta desvanecerse por completo. El ex cura le agarró del brazo y le avisó señalando hacia el juez que pasaba y el viento agitó los jirones de pellejo de la carcasa y juez e idiota pasaron de largo y se perdieron de vista.

Se quedaron quietos y en silencio. El ex cura se incorporó un poco y echó un vistazo. Luego miró al chaval. El chaval bajó el percutor de la pistola.

No volverás a tener una oportundiad como esta.

El chaval se guardó la pistola en el cinto y se puso de rodillas y echó un vistazo.

¿Y ahora qué?

El chaval no respondió.

Estará esperándonos en el siguiente pozo.

Que espere.

Podríamos volver al riachuelo.

¿Y qué haríamos?

Esperar a que pase algún grupo.

¿De dónde van a venir? No hay ninguna barcaza.

Pero hay animales que van a abrevar allí.

Tobin estaba mirando entre los huesos y los pellejos. Al ver que el chaval no decía nada levantó la vista. Volvamos allá, dijo.

Me quedan cuatro balas, dijo el chaval.

Se levantó y dirigió la vista hacia el terreno barrido por el viento y el ex cura se incorporó y miró también. Lo que vieron fue al juez que regresaba.

El chaval maldijo y se tumbó en el suelo. El ex cura se agachó. Se metieron en el bañadero y con la barbilla apoyada en la arena como lagartos vieron pasar de nuevo al juez por delante de ellos.

Con el tonto atraillado y su equipaje y el parasol inclinado contra el viento como una gran flor negra pasó entre los pecios y siguió hasta lo alto del esker de arena. Una vez arriba dio media vuelta y el imbécil se acuclilló junto a él y el juez bajó el parasol y dirigió la palabra al vacío que le rodeaba.

El cura te ha metido en esto, chico. Sé que tú no te esconderías. Sé también que no tienes madera de asesino común. He pasado dos veces frente a tu punto de mira y lo haré una tercera vez. ¿Por qué no te dejas ver?

Ni asesino, gritó el juez, ni partisano tampoco. En tu corazón hay un punto defectuoso. ¿Creías que no me daba cuenta? Tú fuiste el único que te amotinaste. Fuiste el único que guardaste en tu alma un poco de clemencia para con los paganos.

El imbécil se irguió y se llevó las manos a la cara y gimoteó extrañamente antes de volverse a sentar.

¿Crees que he matado a Brown y a Toadvine? Están vivos como tú y yo. Vivos y en posesión de los frutos por ellos elegidos. ¿Lo entiendes? Pregúntale al cura. El cura lo sabe. El cura no miente.

Levantó el parasol y se ajustó sus bultos. Quizá, gritó, quizá hayas visto este lugar en sueños. O que vendrías a morir aquí. Luego bajó del esker y pasó una vez más por el osario guiado por el tonto hasta quedar ambos temblorosos e insustanciales en el calor que despedía la arena y después desaparecieron por completo.

Habrían muerto si los indios no les hubieran encontrado. Durante la primera parte de la noche habían tenido a Sirio a su izquierda en el horizonte del suroeste y a la Ballena vadeando el vacío allá arriba y a Orión y Betelgeuse girando sobre sus cabezas y habían dormido acurrucados y tiritando en la oscuridad de la llanura para despertar con e1 cielo totalmente cambiado y las estrellas que les habían servido de guía ausentes del firmamento, como si su sueño hubiera comprendido estaciones enteras. En el amanecer castaño rojizo vieron a los salvajes semidesnudos agachados o de pie todos en hilera sobre un promontorio más al norte. Se levantaron y siguieron adelante, tan largas y estrechas sus sombras levantando con cómica cautela cada una de sus delgadas piernas articuladas. Al oeste las montañas se veían blancas contra el despuntar del día. Los aborígenes avanzaron por la arista de arena. Al poco rato el ex cura se sentó y el chaval se quedó de pie con la pistola en la mano y los salvajes bajaron de las dunas y a intervalos se fueron aproximando por el llano como trasgos pintados.

Eran diegueños. Iban armados con arcos cortos y rodearon a los viajeros y se arrodillaron y les dieron a beber agua de una calabaza. Habían visto otros peregrinos y en peores condiciones que aquellos. Vivían a duras penas de aquella tierra y sabían que nada salvo una persecución implacable podía dejar a un hombre en tan lamentable estado y cada día esperaban ver aquella cosa salir de su terrible incubación en la casa del sol y agruparse en el borde del mundo oriental y que fueran ejércitos, plagas, pestilencias o algo innombrable ellos seguían esperando con extraña ecuanimidad.

Condujeron a los refugiados al campamento que tenían en San Felipe, una serie de chozas de cañas de tosca factura donde se alojaba una población de inmundas e indigentes criaturas vestidas en su mayoría con las camisas de algodón de los argonautas que por allí habían pasado, camisas y nada más. Les pusieron delante un estofado caliente de lagartos y ratones servido en cuencos de arcilla y una especie de piñole hecho de saltamontes secos y machacados y se acuclillaron con gran solemnidad para verlos comer.

Uno de ellos alargó la mano y rozó la culata de la pistola que el chaval llevaba al cinto y la retiró otra vez. Pistola, dijo.

El chaval siguió comiendo.

Los salvajes asintieron a cabezadas.

Quiero mirar su pistola, dijo el hombre.

El chaval no respondió. Cuando el otro hizo ademán de coger el revólver el chaval le interceptó la mano y se la apartó. Al momento el hombre lo intentó de nuevo y el chaval volvió a apartarle la mano.

El hombre sonrió. Hizo un tercer intento. El chaval se puso el cuenco entre las piernas y sacó la pistola y la montó y apoyó la boca del cañón en la frente del hombre.

Se quedaron muy quietos. Los demás observaban sin perder detalle. Al poco rato el chaval bajó la pistola y la desamartilló y se metió el arma por el cinto y cogió el cuenco para seguir comiendo. El hombre señaló a la pistola y habló a sus amigos y ellos asintieron y se quedaron sentados como antes.

¿Qué les pasó a ustedes?

El chaval observó al hombre con sus ojos oscuros y hundidos por encima del cuenco.

El indio miró al ex cura.

¿Qué les pasó a ustedes?

El ex cura, con su negra y apelmazada gorguera, giró completamente el torso y miró al que había hablado. Luego miró al chaval. Estaba comiendo con los dedos y se los chupó y se los secó en la mugrienta pernera de su pantalón.

Los yumas, dijo.

Tragaron aire y chascaron las lenguas.

Son muy malos, dijo el portavoz.

Desde luego.

¿No tienen compañeros?

El chaval y el ex cura se miraron.

Sí, dijo el chaval. Muchos. Señaló vagamente hacia el este. Llegarán. Muchos compañeros.

Los indios recibieron la noticia sin inmutarse. Una mujer les trajo más piñole pero llevaban demasiados días sin comer para tener apetito y rechazaron el ofrecimiento.

Por la tarde se bañaron en el arroyo y durmieron en el suelo. Al despertar estaban siendo observados por un grupo de niños desnudos y unos cuantos perros. Cuando pasaron por el campamento vieron a los indios sentados en una repisa de roca contemplando incansablemente la tierra que se extendía al este por lo que de allá pudiera venir. Nadie les mencionó al juez y ellos no preguntaron. Fueron escoltados por los perros y los niños hasta el límite del campamento y tomaron el camino que subía por unas colinas bajas en donde el sol empezaba a ponerse.

Llegaron a Warner’s Ranch la tarde siguiente y recobraron fuerzas en las termas sulfurosas que allí había. No se veía un alma. Siguieron adelante. Hacia el oeste la región era ondulada y herbosa y al fondo había montañas que llegaban hasta la costa. Aquella noche durmieron entre cedros enanos y por la mañana la hierba estaba helada y pudieron oír cantos de pájaros que parecían un ensalmo contra las plomizas playas del vacío de donde acababan de subir.

Todo aquel día remontaron un valle alto poblado de yucas y rodeado de picos graníticos. Por la tarde bandadas de águilas pasaron frente a ellos remontando el desfiladero y en las herbosas terrazas pudieron ver las siluetas enormes de unos osos paciendo como reses en un brezal alto. Quedaban bolsas de nieve al abrigo de los resaltos de piedra y por la noche nevó ligeramente. La niebla avanzaba en escollos por las pendientes cuando partieron tiritando al amanecer y vieron en la nieve reciente las huellas de los osos que habían bajado a oler el viento antes de que clareara.

Aquel día no hubo sol, solo una palidez en la bruma, y la región estaba blanca de escarcha y los arbustos eran como isómeros polares de sus propias formas. Carneros salvajes subían como espectros por aquellos barrancos pedregosos y el viento bajaba arremolinado y frío y gris de las brumas nevadas, una región humeante de vapores silvestres que se colaban por e1 paso como si allá arriba el mundo estuviera en llamas. Hablaban cada vez menos entre ellos y al final callaron por completo, como suele ocurrir cuando los viajeros se aproximan al término de un trayecto. Bebieron en los fríos arroyos de montaña y lavaron sus heridas y mataron una cierva joven junto a una fuente y comieron lo que pudieron y ahumaron tiras finas de carne para el viaje. Aunque no vieron más osos sí vieron indicios de su proximidad y salvaron varias pendientes antes de encontrar un sitio donde pernoctar a un par de kilómetros de su campamento de caza. Por la mañana cruzaron un lecho de aerolitos agrupados en el brezal como huevos osificados de algún pájaro primitivo. Caminaron por la línea de sombra al pie de la montaña dejándose calentar apenas por el sol y aquella tarde divisaron por primera vez el mar, a sus pies, azul y sereno bajo la capa de nubes.

El sendero serpenteaba colina abajo e iba a parar al camino carretero. Lo siguieron por donde las ruedas trabadas habían patinado y los calces de hierro habían arañado la roca y allá abajo el mar se oscureció hasta quedar negro y el sol se puso y todo el paisaje se volvió azul y frío. Durmieron a tiritonas bajo un saliente arbolado entre el ulular de los búhos y la fragancia de los enebros mientras las estrellas hervían en la noche insondable.

Atardecía cuando al día siguiente entraron en San Diego. El ex cura fue a buscar un médico para los dos pero el chaval se dedicó a errar por las calles de barro seco y pasadas las hileras de cabañas cruzó el guijarral y llegó a la playa.

Ramales de algas ambarinas formaban un musgo elástico en la línea de marea. Una foca muerta. Más allá de la rada interior una franja de arrecife dibujando una línea delgada como algo que hubiera zozobrado allí y sobre lo cual el mar echara los dientes. Se acuclilló en la arena y observó el sol en la superficie martilleada del agua. Islotes de nubes embarcados en otro mar de color salmón. Aves acuáticas en silueta. Playa abajo la resaca golpeaba sorda. Había allí un caballo con la mirada fija en las aguas oscuras y un potrillo que daba cabriolas y se alejaba trotando y volvía.

Se quedó sentado mientras el sol se hundía siseando en las olas. El caballo se recortaba oscuro contra el cielo. El oleaje tronaba en las tinieblas y el manto negro del mar subía y bajaba a la luz de las estrellas y las largas olas encrespadas saltaban pálidas de la noche y rompían en la playa.

Se levantó y volvió la cabeza hacia las luces de la ciudad. Las balsas de marea brillantes como cubilotes entre las rocas oscuras donde gateaban los fosforescentes cangrejos de mar. Al pasar por las barrilleras miró hacia atrás. El caballo no se había movido. Las luces de un barco guiñaron en las olas. El potro estaba pegado al caballo con la cabeza gacha y el caballo miraba hacia lo lejos, más allá del saber del hombre, allí donde las estrellas se ahogan y las ballenas transportan su alma inmensa por el negro mar inconsútil.

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