XI

En las montañas - Un viejo efraín

El delaware raptado - La batida - Otra validación

En el barranco - Las ruinas - Keet Seel (Keet Seel: en la lengua de los indios navajo, “vasijas rotas””. N. del T.) – El escarpe

Representaciones y cosas - El juez cuenta una historia

Un mulo perdido - Hoyas de mezcal

Escena nocturna con luna, flores, juez - La aldea

Glanton sobre cómo amansar animales

Camino estrecho.

Se adentraron en las montañas y el camino los llevó por bosques altos de pino, viento en los árboles, cantos aislados de pájaros. Los mulos sin herrar resbalaban en la hierba seca y las agujas de pino. Y en las cañadas azules de la ladera norte pequeños restos de nieve vieja. Siguieron los toboganes a través de un bosque de álamos temblones donde las hojas caídas parecían monedas doradas en la húmeda senda negra. Las frondas se agitaban como un mar de lentejuelas en los pálidos pasadizos y Glanton cogió una hoja por su pecíolo moviéndola como si fuera un pequeño abanico y la dejó caer y su perfección no se le escapó. Pasaron por un barranco estrecho donde las hojas estaban recubiertas de hielo y al atardecer cruzaron un puerto donde unas palomas salvajes se lanzaban en picado colándose por el paso a unos palmos del suelo, virando in extremis entre los caballos para precipitarse hacia el vacío azul de más abajo. Llegaron a un oscuro bosque de abeto y los pequeños ponis españoles aspiraron el aire enrarecido y al caer la noche justo cuando el caballo de Glanton estaba saltando un árbol caído un oso rubio y flaco surgió de la hondonada que había más allá y los miró erguido con sus empañados ojos porcinos.

El caballo de Glanton se engrifó y Glanton se pegó a los hombros del animal y sacó su pistola. Uno de los delaware iba justo detrás de él y el caballo que montaba estaba reculando y él trataba de enderezarlo dándole de puñetazos en la cabeza, y el oso giró hacia ellos su largo hocico en un gesto pasmado, a todas luces estupefacto, con algo asqueroso colgándole de la quijada y las fauces teñidas de sangre. Glanton disparó. La bala se incrustó en el pecho del oso y el oso se inclinó emitiendo un extraño gemido y agarró al delaware y lo levantó del caballo. Glanton disparó de nuevo al espeso collarín de piel en el momento en que el oso giraba sobre sí mismo y el hombre suspendido de las mandíbulas del animal los miró, pegada la mejilla a la jeta del oso y un brazo alrededor de su pescuezo como un tránsfuga loco en un gesto de retadora camaradería. Por todo el bosque una algazara de gritos y los golpes de los hombres tratando de someter a los caballos que chillaban. Glanton amartilló el arma por tercera vez cuando el oso giró con el indio colgándole de las fauces como un muñeco y pasó por encima de Glanton en un mar de pelo melífero manchado de sangre y un hedor a carroña y el olor a raíces de la propia bestia. El disparo sonó más y más fuerte, pequeño núcleo de metal que corría hacia los distantes cinturones de materia girando mudo hacia el oeste por encima de ellos. Sonaron varios escopetazos y la bestia se metió en el bosque con su rehén dando unos saltos horribles y se perdió de vista en la penumbra de los árboles.

Los delaware siguieron su pista durante tres días mientras el grupo avanzaba. El primer día vieron sangre y vieron donde e1 animal había parado a descansar y donde sus heridas habían restañado y al día siguiente siguieron las huellas dejadas en el mantillo de un bosque y al otro día el rastro era ya muy tenue y cruzaba una mesa alta y luego desaparecía. Buscaron algún indicio hasta que oscureció y durmieron en los desnudos pedernales y al día siguiente se levantaron y contemplaron aquella región salvaje y pedregosa que se extendía al norte. El oso había raptado a su congénere como una fiera de cuento de hadas y la tierra se los había tragado a ambos sin esperanza de rescate, de indulto. Fueron a por sus caballos y regresaron. En aquel elevado yermo solo se movía el viento. No dijeron nada. Eran hombres de otra época por más que tuvieran nombres cristianos y habían vivido toda su vida en una tierra virgen igual que sus padres antes que ellos. Habían aprendido a guerrear guerreando, generaciones perseguidas desde la costa atlántica a través de todo un continente, de las cenizas de Gnadenhutten a las praderas y de allí hasta las sangrientas tierras del oeste. Si bien el mundo albergaba muchos misterios, los límites de ese mundo no eran nada misteriosos, pues carecía de medida o lindero y contenía en él criaturas más horribles aún y hombres de otros colores y seres que ningún hombre había visto, sin embargo nada de ello más extraño de lo que sus propios corazones lo eran dentro de ellos, pese a toda la soledad y todas las fieras.

Encontraron la senda del grupo con la primera luz y al anochecer del día siguiente los habían alcanzado. El poni del guerrero ausente estaba ensillado con los caballos de repuesto y bajaron las alforjas y se repartieron sus pertenencias y ya nadie volvió a mencionar el nombre del desaparecido. Por la noche el juez fue a sentarse con ellos junto a la lumbre y les interrogó y dibujó un mapa en el suelo y lo examinó. Luego se puso de pie y lo borró con sus botas y por la mañana se pusieron todos en camino como si nada hubiera pasado.

El camino les llevó entre robles y encinas enanos y por un terreno pedregoso en las vetas de cuyas pendientes crecían árboles negros. Cabalgaron a pleno sol entre la hierba alta y por la tarde llegaron a una escarpa que tal parecía el margen del mundo conocido. Hacia el nordeste la llanura de San Agustín llameaba en la luz cada vez más pálida, la tierra silenciosa difuminándose en su larga curvatura bajo el telar de humo de los depósitos subterráneos de carbón que ardían allí desde hacía mil años. Los caballos recorrieron cautelosos el filo de la escarpa y los jinetes miraron con variadas expresiones aquella tierra vetusta y desnuda.

En días sucesivos atravesarían una región en donde las piedras podían asarte la carne de las manos y donde todo era roca. Cabalgaron en estrecha enfilada por una senda que era una alfombra de bolas de excrementos de cabra secos y cabalgaron apartando la cara de la pared de roca y del aire abrasador que despedía, estarcidas en la piedra las encorvadas siluetas negras de los montadores con una definición a la vez austera e implacable como formas capaces de violar su convenio con la carne que las había creado y continuar autónomas su camino sobre la roca desnuda sin encomendarse a sol, hombre ni dios.

Descendieron de aquella región por una profunda garganta, repiqueteando sobre las piedras, claros de fresca sombra azul. En la arena reseca del lecho del arroyo huesos viejos y restos de vasijas pintadas y grabados en la roca sobre sus cabezas pictogramas de caballos y pumas y tortugas y españoles a caballo con casco y adarga y desdeñosos de la piedra y del silencio y hasta del tiempo. Alojados en grietas y fallas un centenar de metros más arriba había nidos de paja y echazones de inundaciones antiguas y los jinetes oyeron el murmullo del trueno en la anónima lejanía y prestaron atención al estrecho pedazo de cielo que veían en espera de que una repentina oscuridad anunciara lluvia inminente, zigzagueando entre los prietos flancos del cañón, las piedras blancas de cuyo río seco eran redondas y lisas como huevos arcanos.

Acamparon aquella noche en las ruinas de una cultura antigua, un pequeño valle donde había un cauce de agua clara y buena hierba de montaña. Las viviendas de barro y piedra quedaban tapiadas por un peñasco que sobresalía sobre ellas y todo el valle estaba surcado por restos de viejas acequias. En la arena suelta había multitud de fragmentos de cerámica y trozos de madera renegridos y huellas de venados y otros animales lo cruzaban y volvían a cruzar en todas direcciones.

El juez recorrió las ruinas al atardecer. Las antiguas habitaciones estaban aún negras de humo de leña y entre las cenizas y las mazorcas secas había viejos pedernales y cacharros rotos. Varias escalas podridas de madera apoyadas aún en las paredes de las viviendas. Vagó por los kivas (kivas: aposentos grandes, normalmente usbterráneos, utilizados para ceremonias religiosas en ciertas aldeas indias. N. del T.) recogiendo pequeños artefactos y luego se sentó en un muro alto y estuvo escribiendo en su cuaderno hasta que oscureció.

La luna se elevó llena sobre el cañón y un silencio absoluto reinó en el pequeño valle. Tal vez eran sus propias sombras lo que mantenía alejados a los coyotes, pues no se los oía, como tampoco se oía viento ni pájaros en aquel paraje, tan solo el correr del riachuelo por la arena allí donde terminaba el trecho iluminado por las lumbres.

A lo largo del día el juez había hecho varias incursiones a las rocas de la garganta por la que habían pasado y ahora acababa de extender en el suelo parte de un toldo de carro y estaba clasificando sus hallazgos y ordenándolos frente a la lumbre. En su regazo tenía el cuaderno de piel y fue cogiendo cada cosa, pedernal o cerámica o herramienta o hueso, y dibujándolos aplicadamente en su libro. Dibujaba con gran naturalidad y no se le vio arrugar aquella frente pelada ni fruncir aquellos labios extrañamente infantiles. Las yemas de sus dedos recorrieron el contorno de un mimbre antiguo adherido a un fragmento de arcilla cocida y lo plasmó también en su cuaderno con bonitos sombreados y gran economía de trazos. Es dibujante como es otras muchas cosas, y su destreza queda siempre en evidencia. De vez en cuando dirige la vista al fuego o a sus compañeros de armas o a la noche. Para terminar colocó ante él el escarpe de una armadura fabricada en algún taller de Toledo tres siglos atrás, un pequeño tapadero metálico frágil y comido por el verdín. De esto hizo el juez un croquis de perfil y en perspectiva, rotulando las dimensiones con su pulcra letra, haciendo anotaciones al margen.

Glanton le observaba. Cuando hubo terminado cogió el escarpe y lo examinó una vez más atentamente y luego hizo con él una pelota de chapa y lo arrojó al fuego. Reunió los otros artefactos y los lanzó también a las llamas y sacudió el toldo y lo guardó doblado junto con el cuaderno entre sus bártulos. Luego se sentó con las manos ahuecadas en el regazo y aparentemente satisfecho con el mundo, como si se le hubiera consultado a él en el momento de su creación.

Un tal Webster oriundo de Tennessee había estado mirando al juez y le preguntó qué se proponía hacer con todas aquellas notas y bocetos y el juez sonrió y le dijo que su intención era borrarlo todo de la memoria del género humano. Webster sonrió y el juez soltó una carcajada. Webster le miró de soslayo y dijo: Está claro que alguna vez has sido dibujante, esos dibujos se parecen bastante al original. Pero nadie puede meter todo el mundo dentro de un libro. Como tampoco nada de lo que sale dibujado en un libro es como aparece.

Bien dicho, Marcus, le espetó el juez.

Pero a mí no me dibujes, dijo Webster. Yo no quiero estar en tu libro.

El mío o el de cualquier otro, dijo el juez. Lo que ha de ser no se desvía ni una pizca del libro en que está escrito. ¿Cómo podría? Sería un libro falso, y un libro falso no es libro ni es nada.

Eres muy diestro planteando enigmas y no voy a medirme contigo a palabras. Pero procura que mi abollada jeta no aparezca en ese cuaderno porque no me gustaría que lo fueras enseñando a desconocidos.

El juez sonrió. Esté o no esté en mi libro, cada hombre reside temporalmente en su prójimo y este en aquel y así sucesivamente en una infinita cadena de ser y de testigo hasta los más remotos confines del mundo.

Prefiero ser yo mi propio testigo, dijo Webster, pero los demás habían empezado ya a echarle en cara su engreimiento, y además quién quería ver su maldito retrato y acaso pensaba que habría peleas para verlo el día que lo descubrieran y que quizá acabarían embreando el retrato a falta del original. Hasta que el juez levantó la mano y pidió una tregua y les dijo que los sentimientos de Webster iban por otro camino, que no estaban motivados por la vanidad y que una vez había retratado a un viejo indio hueco sin darse cuenta de que así encadenaba al hombre a su propia representación. Y es que no podía dormir por miedo a que un enemigo se llevara el retrato y lo desfigurara y tan fiel era el retrato que no soportaba la idea de que alguien lo arrugara o se lo pudiera tocar y atravesó con él el desierto en busca del paradero del juez y le pidió consejo sobre cómo preservar aquel objeto y el juez se lo llevó a las montañas y enterraron el retrato en el fondo de una cueva donde todavía debía de estar, que eluez supiera.

Webster escupió al oír aquello y se secó la boca y observó de nuevo al juez. Ese hombre, dijo, no era más que un salvaje ignorante y pagano.

En efecto, dijo el juez.

No es mi caso.

Excelente, dijo el juez, alcanzando su portamanteo. Entonces no te importa que te dibuje…

Me niego a posar para un retrato, dijo Webster. Pero no es lo que tú dices.

La compañía guardaba silencio. Alguien se levantó para avivar el fuego y la luna subió y se hizo pequeña sobre las ruinas y el riachuelo que entreveraba la arena en el lecho del valle brilló como el metal forjado y salvo el sonido que aquel producía no se oía nada más.

Juez, ¿cómo eran los indios de estos andurriales?

El juez levantó la vista.

Indios muertos diría yo. ¿Y tú, juez?

No tan muertos.

Como albañiles no eran del todo malos. Los salvajes que ahora viven por estos pagos no tienen ni idea.

No tan muertos, repitió el juez. Luego les contó otra historia y es la que sigue.

En la región occidental de los Alleghanys, cuando todavía era una tierra virgen, vivía hace años un hombre que tenía una guarnicionería al pie de la carretera federal. Su oficio era guarnicionero y de ahí el taller, mas apenas le sacaba partido, ya que por aquel pasaje pasaban pocos viajeros a caballo. Tan es así que adoptó la costumbre de disfrazarse de indio y apostarse unos kilómetros más arriba de su taller esperando a que pasara algún transeúnte para pedirle dinero. Hasta entonces nunca había hecho daño a nadie.

Un día acertó a pasar un hombre y el guarnicionero salió de detrás de un árbol con sus abalorios y sus plumas y le pidió unas monedas. El hombre era joven y se negó y adivinando que el guarnicionero era blanco le habló de un modo que hizo enrojecer de vergüenza al falso indio hasta el punto de que invitó al joven a que lo acompañara hasta su casa.

El guarnicionero vivía en una cabaña de madera que había construido él mismo y tenía esposa y dos hijos todos los cuales le tenían por loco y solo esperaban la oportunidad de huir de él y de aquel paraje inhóspito adonde los había llevado. Así que acogieron con agrado al huésped y la mujer le dio de cenar. Pero mientras comía, el viejo empezó a insistir otra vez para sacarle algún dinero y dijo que eran pobres como en efecto lo eran y el viajero le escuchó y luego sacó dos monedas que el viejo no había visto jamás y el viejo las cogió y las examinó y se las enseñó a su hijo varón y el joven terminó de cenar y le dijo que podía quedarse con las dos.

Pero la ingratitud abunda más de lo que os imagináis y, como no estaba satisfecho, el guarnicionero empezó a preguntarle si no tendría por casualidad otra moneda de aquellas para su esposa. El viajero apartó su plato y se encaró al viejo y le soltó un discurso y en aquel discurso el viejo oyó cosas que ya sabía pero había olvidado y oyó cosas nuevas que ligaban con las primeras. El viajero concluyó diciéndole al viejo que estaba perdido tanto para Dios como para los hombres y que no dejaría de estarlo mientras no aceptara a su hermano en su corazón como si fuera él mismo y no acudiera en auxilio de sus semejantes en algún lugar desértico del ancho mundo.

Mientras terminaba su alocución pasó por el camino un negro tirando de un coche fúnebre que transportaba a uno de su raza y el coche estaba pintado de rosa y el negro iba vestido con prendas de colores como un payaso de feria y el joven señaló a aquel negro que pasaba y dijo que incluso un negro tan negro…

Aquí el juez hizo una pausa. Había estado mirando fijamente la lumbre y levantó la cabeza y echó una ojeada en derredor. Su narración tenía mucho de recital. No había perdido el hilo de su relato. Sonrió a los que le estaban escuchando.

Dijo que incluso un maldito negro como aquel no era menos hombre entre los hombres. Y entonces el hijo del guarnicionero se levantó y se puso a orar, señalando hacia el camino y reclamando que se le hiciera un sitio al negro. Con estas palabras. Que se le hiciera un sitio. Como es natural, a estas alturas negro y coche fúnebre habían pasado de largo.

Ante esto el viejo se arrepintió de nuevo y juró que el muchacho tenía razón y la madre que estaba junto a la lumbre no daba crédito a sus oídos y cuando el viajero anunció que había llegado el momento de partir ella tenía lágrimas en los ojos y la niña salió de detrás de la cama y se agarró a las piernas del joven.

El viejo se brindó a acompañarlo un trecho para desearle buen viaje y asesorarle sobre cuál dirección tomar y cuál no, pues apenas había postes indicadores en aquella parte del mundo.

Por el camino le habló de la vida en aquel lugar salvaje donde uno veía a gente a la que no volvía a ver nunca más y en esas llegaron al cruce y allí el viajero le dijo al viejo que ya le había acompañado bastante y le dio las gracias y se despidieron el uno del otro y el desconocido siguió su camino. Pero el guarnicionero parecía incapaz de resignarse a perder su compañía y le llamó y le acompañó un trecho más. Y al poco rato llegaron a un lugar donde el camino atravesaba un frondoso bosque y en aquel lugar sombrío el viejo mató al viajero. Le mató con una piedra y le cogió la ropa y el reloj y el dinero y lo enterró junto al camino en una tumba poco honda. Luego volvió a su casa.

De camino se desgarró la ropa y se hizo sangre con un pedernal y le explicó a su mujer que unos ladrones los habían asaltado y que habían asesinado al viajero y solamente él había podido escapar. La mujer rompió a llorar y al cabo de un rato hizo que la llevara al lugar de los hechos y cogió unas primaveras silvestres que allí cecían en abundancia y las puso sobre la tumba y volvió muchas veces a aquel paraje hasta que ya no pudo andar.

El guarnicionero vivió para ver crecido a su hijo y nunca más volvió a hacer daño a nadie. En su lecho de muerte le llamó y le contó lo que había hecho. Y el hijo dijo que le perdonaba si es que a él le correspondía hacerlo y el viejo dijo que así era y luego murió.

Pero el joven no lo lamentó pues estaba celoso del muerto y antes de marcharse fue a visitar la tumba y retiró las piedras y sacó los huesos y los esparció por el bosque y luego se fue. Se fue al oeste y él mismo se convertiría en un asesino.

La vieja aún vivía por entonces y como no tenía conocimiento de lo que había pasado pensó que los animales salvajes habrían desenterrado los huesos dejándolos esparcidos por allí. Puede que no encontrara todos los huesos pero los que sí encontró los devolvió a la sepultura y luego los cubrió y apiló las piedras encima y siguió llevando flores a aquel lugar. Siendo ya muy vieja decía a la gente que el que estaba allí enterrado era su hijo y para entonces tal vez era así.

Aquí el juez levantó la vista, risueño. Se produjo un silencio y en seguida empezaron todos a expresar a gritos sus discrepancias.

No era guarnicionero sino zapatero, gritó uno, y al final se demostró que él no lo había hecho.

Y otro: No vivía en ningún despoblado, tenía un taller en el centro mismo de Cumberland, Maryland.

Nunca se supo de quién eran aquellos huesos. La vieja estaba loca, eso lo sabía todo quisque.

El del ataúd era hermano mío y trabajaba con una troupe de comediantes de Cincinnati, Ohio, y lo mataron de un tiro por una mujer.

Y así sucesivamente hasta que el juez levantó las dos manos reclamando silencio. Un momento, dijo. Esta historia tiene un corolario. A aquel viajero cuyos huesos ya nos son familiares le esperaba una joven esposa que estaba gestando un hijo del viajero. Pues bien, ese hijo, la existencia de cuyo padre en este mundo es histórica e hipotética ya antes de que el hijo vea la luz, va por el mal camino. Toda su vida llevará ante sí el ídolo de una perfección que jamás podrá alcanzar. El padre fallecido le deja sin patrimonio, pues es sobre la muerte del padre sobre lo que el hijo tiene derechos y esa es su herencia, mucho más que sus bienes. No llegará a conocer las mezquindades que templaron al hombre en vida. No le verá bregar con quimeras de cosecha propia. No. El mundo que hereda da al hijo un testimonio falso. Es un hombre arruinado por un dios yerto y nunca encontrará su propio camino.

Lo que es verdad de un hombre, dijo el juez, es verdad de muchos. Los antiguos pobladores de esta región se llamaban anasazis. Abandonaron esta tierra hostigados por la sequía o la enfermedad o las bandas de forajidos, abandonaron estos parajes hace siglos y no queda constancia de ellos. Existen en esta tierra como rumores o fantasmas y se los venera mucho. Los utensilios, el arte, los edificios: estas cosas son la condenación de las razas posteriores. Pero no hay nada a lo que estas puedan agarrarse. Los antiguos desaparecieron como fantasmas y ahora los salvajes rondan por estos cañones al son de antiguas risas. En sus chozos escuchan a oscuras el miedo que se va filtrando de las rocas. Toda progresión de un orden superior a uno inferior está jalonada por las ruinas y el misterio y por un vestigio de rabia sin nombre. Bien. He aquí a los padres muertos. Su espíritu está enterrado en la piedra. Yace sobre esta tierra con el mismo peso y la misma ubicuidad. Pues quienquiera que construye un refugio con cañas y pieles de animal se suma en espíritu al destino colectivo de las bestias y volverá al barro primordial sin apenas un grito. Pero quien construye con piedra busca alterar la estructura del universo y así ocurrió con estos albañiles por más primitivas que puedan parecernos sus construcciones.

Nadie decía nada. El juez estaba medio desnudo y sudaba pese a que la noche era fría. Finalmente el ex cura Tobin levantó la vista.

A mí me parece, dijo, que tanto un hijo como otro están a la par en cuanto a desventajas. Por tanto, ¿cómo hay que criar a un hijo?

A edad temprana, dijo el juez, deberían encerrarlos en un foso con perros salvajes. Deberían obligarlos a descifrar mediante las oportunas pistas cuál de tres puertas no guarda leones salvajes. Deberían hacerlos correr desnudos por el desierto hasta que…

Ya basta, dijo Tobin. He formulado la pregunta con la máxima seriedad.

Y yo la respuesta, dijo el juez. Si Dios pretendiera interferir en la degeneración del género humano, ¿no lo habría hecho ya? Los lobos se matan selectivamente. ¿Qué otra especie podría hacerlo? ¿Acaso la raza humana no es más depredadora aún? El mundo nace y florece y muere pero en los asuntos de los hombres no hay mengua, el mediodía de su expresión señala el inicio de la noche. Su espíritu cae rendido en el apogeo de sus logros. Su meridiano es a un tiempo su declive y la tarde de su día. ¿Le gusta el juego? Muy bien, pues que apueste algo. Esto que ves aquí, estas ruinas que tanto asombran a las tribus de salvajes, ¿no crees que volverán a existir algún día? Sí. Y otro más. Con otras personas, otros hijos.

El juez echó una ojeada a su alrededor. Estaba sentado frente a la lumbre sin otra cosa que el pantalón y tenía las palmas de las manos apoyadas en las rodillas. Sus ojos eran dos rendijas vacías. Nadie en la compañía tenía la menor idea de lo que implicaba su manera de estar sentado, pero se parecía tanto a un icono que todos mostraron cautela y hablaron circunspectos entre ellos como si temieran despertar a algo que era preferible mantener dormido.

Al día siguiente perdieron un mulo mientras cabalgaban de anochecida por la cornisa occidental. El mulo resbaló por la pared del cañón y lo que llevaba en los cuévanos explotó sin sonido en el aire seco y sofocante y el mulo cayó a sol y a sombra, girando en el vacío hasta perderse de vista en una sima de espacio azul que lo eximió para siempre de la memoria de todos aquellos seres vivos que existen. Glanton descansó sin desmontar y contempló la profundidad adamantina que se abría a sus pies. Un cuervo había echado a volar desde los riscos y giraba y graznaba. En la luz aguda la pared de roca viva mostraba extraños contornos y los jinetes se veían muy pequeños sobre el promontorio incluso para sus propios ojos. Glanton miró brevemente hacia lo alto, como si en aquel perfecto cielo de porcelana hubiera algo que indagar, y luego arreó a su caballo chascando la lengua.

Cruzando las mesas altas en días sucesivos empezaron a encontrar hoyos calcinados en el suelo allí donde los indios habían cocido mezcal y pasaron por extraños bosques de maguey -el aloe o pita- con inmensos tallos en flor que medían más de diez metros de alto. Cuando ensillaban los caballos al amanecer escrutaban las pálidas montañas al norte y oeste por si había rastro de humo. No lo había. Los batidores habrían partido antes de que el sol empezara a salir y no regresarían hasta la noche, guiándose en el descoordenado desierto por la pálida luz de las estrellas o en la negrura más absoluta donde la compañía descansaba entre las rocas sin lumbre ni pan ni camaradería como una pandilla de simios. Acuclillados en silencio comiendo carne cruda que los delaware habían matado con flechas en el llano y durmiendo entre los huesos. Una luna en forma de lóbulo salvó el perfil negro de las montañas y difuminó las estrellas por el este y en la cresta más cercana los blancos capullos de unas yucas bailaron al viento y por la noche llegaron murciélagos de algún infierno del mundo y agitando sus alas membranosas como oscuros colibríes satánicos libaron la boca de dichas flores. Un poco más lejos y ligeramente elevado sobre un resalto de piedra arenisca estaba el juez, pálido y desnudo. Levantó una mano y los murciélagos se retiraron confusos y bajó la mano y siguió como estaba y poco después vinieron a chupar el néctar otra vez.

Glanton no estaba dispuesto a dar marcha atrás. Sus cálculos respecto al enemigo incluían toda clase de dobleces. Siempre hablaba de emboscadas. Incluso él, siendo tan orgulloso, no acababa de creerse que un grupo de diecinueve hombres hubiera ahuyentado a todo ser humano de un área de veinticinco mil kilómetros cuadrados. Cuando dos días después los batidores regresaron una tarde e informaron de que habían visto los poblados apaches abandonados Glanton no quiso correr riesgos. Acamparon en la mesa y encendieron fuegos para despistar y pasaron la noche con los rifles a punto tumbados en aquel brezal abrupto. Por la mañana fueron a por los caballos y descendieron a un valle donde se veían algunas chozas de cañas y restos de viejas lumbres. Echaron pie a tierra y registraron los chamizos, frágiles estructuras hechas de arbolejos y hierbas hundidos en el suelo y curvados en su parte superior para darles una forma abovedada, encima de los cuales quedaban trozos de piel o mantas viejas. Por todo el suelo había huesos y fragmentos de pedernal o de cuarcita y encontraron trozos de vasijas y cestas viejas y morteros de piedra rotos y pilas de vainas secas de mezquite y una muñeca de paja y un primitivo violín de una sola cuerda que estaba aplastado y un pedazo de collar hecho de pepitas de melón.

La puerta de los chamizos les llegaba a la cintura y miraba al este y pocas de aquellas viviendas eran lo bastante altas para poder estar de pie dentro. El último chamizo que Glanton y David Brown registraron estaba defendido por un perro grande y bravío. Brown desenfundó su pistola pero Glanton le retuvo. Dobló una rodilla y habló al animal. El perro se agazapó al fondo de la choza, enseñando los dientes y moviendo la cabeza de un lado a otro con las orejas pegadas al cráneo.

Te va a morder, dijo Brown.

Tráeme un trozo de cecina.

Se acuclilló y le habló al perro. El perro le observaba.

No querrás amansar a ese cabrón, dijo Brown.

Puedo amansar cualquier bicho que coma. Trae esa cecina.

Cuando Brown volvió con la carne seca el perro estaba lanzando nerviosas miradas. Al salir del cañón rumbo al oeste el perro trotaba cojeando un poco detrás del caballo de Glanton.

Dejaron atrás el valle siguiendo un viejo rastro en la piedra y cruzaron un puerto con los mulos encaramados como cabras a los bordes. Glanton guiaba a su caballo a pie y animaba a los otros a seguirle y aun así la noche les sorprendió en aquel paraje, escalonados a lo largo de una falla en la pared del congosto. Glanton los condujo sin dejar de maldecir a través de la más negra oscuridad pero el camino se había vuelto tan estrecho y el terreno tan traicionero que se vieron obligados a parar. Los delaware regresaron a pie tras haber dejado sus caballos en lo alto del paso, y Glanton los amenazó con matarlos a todos si eran atacados en aquel sitio.

Pasaron la noche cada cual a los pies de su caballo entre dos fuertes desniveles, uno hacia las alturas y otro hacia el abismo. Glanton estaba sentado en cabeza de la columna con las pistolas delante. Observaba al perro. Reemprendieron la marcha por la mañana y al poco rato encontraron al resto de los batidores y sus caballos y los mandaron de nuevo a explorar. No abandonaron las montañas en todo el día y si Glanton durmió nadie le vio hacerlo.

Los delaware calculaban que el pueblo había sido abandonado hacia diez días y que los gileños se habían dispersado en pequeños grupos hacia todas las direcciones posibles. No había camino que seguir. La compañía siguió adelante en fila india. Los batidores estuvieron ausentes durante dos días. Al tercero llegaron al campamento con sus caballos al borde de la muerte. Aquella mañana habían visto fuegos en lo alto de una mesa azulada a ochenta kilómetros en dirección sur.

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