A la deriva en el Bolsón de Mapimí- Sproule
Un árbol de bebés muertos - Escenas de una matanza
Zopilotes - Los asesinados de la iglesia
Una noche entre los muertos - Lobos
Lavanderas en el vado - A pie hacia el oeste
Espejismo - Encuentro con bandidos - El vampiro
Cavando un pozo - Encrucijada en pleno desierto
La carreta - Muerte de Sproule - Arrestados
La cabeza del capitán - Supervivientes
Camino de Chihuahua - La ciudad
La prisión - Toadvine.
Con la oscuridad, un solo individuo se levantó portentosamente de entre los recién asesinados y se escabulló al claro de luna. El sitio en donde había yacido estaba empapado de sangre y de orina de las vejigas vaciadas de los animales y anduvo sucio como estaba y hediendo cual pestilente progenie de la hembra encarnada de la guerra misma. Los salvajes estaban agrupados en terreno alto y se podía ver la luz de sus fogatas y oír sus extraños y lastimeros cánticos allá donde se habían instalado para asar las mulas. Se abrió camino entre hombres pálidos y tullidos, entre los espatarrados caballos, y tras orientarse por las estrellas se encaminó hacia el sur. La noche tomaba un millar de formas en los matorrales y él iba con la vista fija en el suelo que pisaba. Estrellas y luna menguante hacían de sus devaneos una sombra tenue en la oscuridad del desierto y los lobos aullaban en lo alto de la sierra dirigiéndose al norte, hacia la matanza.
Con luz de día se encaminó hacia unos afloramientos rocosos que distinguió como a un kilómetro al otro lado del valle. Estaba trepando ya entre los enormes bloques de piedra allí diseminados cuando oyó una voz que llamaba en medio de la inmensidad. Barrió el llano con la mirada pero no vio a nadie. Cuando la voz sonó de nuevo volvió la cabeza y se sentó a descansar y no tardó en ver algo que avanzaba cuesta arriba, un harapo de hombre que se encaramaba a los desprendimientos del talud. Midiendo mucho sus movimientos, volviendo la vista atrás. El chaval podía ver que nadie ni nada le seguía.
Llevaba una manta sobre los hombros y la manga de la camisa rasgada y oscura de sangre y el brazo en cuestión lo sostenía doblado sobre el pecho con la otra mano. Se llamaba Sproule.
Eran un grupo de ocho. Su caballo había recibido varias flechas y se había derrumbado por la noche mientras lo montaba y los demás, entre ellos el capitán, habían seguido adelante.
Se sentaron el uno junto al otro y vieron alargarse el día a sus pies en la llanura.
¿No has salvado nada de tus cosas?, dijo Sproule.
El chaval escupió y negó con la cabeza. Miró al otro.
¿Está muy mal ese brazo?
Los he visto peores, dijo Sproule.
Se quedaron mirando toda aquella extensión de arena y roca y viento.
¿Qué clase de indios eran?
No lo sé.
Sproule tosió fuerte en la mano cerrada y se arrimó el brazo ensangrentado. Que me zurzan si no son un claro aviso para cualquier cristiano, dijo.
Permanecieron a la sombra de un saliente de roca hasta pasado el mediodía, tras haber acondicionado con las manos en el polvo de lava gris un sitio donde dormir, y por la tarde se pusieron en camino siguiendo la estela de la batalla y en la inmensidad del paisaje eran muy pequeños y se movían muy despacio.
Por la tarde se dirigieron nuevamente hacia el lindero de roca y Sproule señaló a una mancha oscura en la cara de un risco pelado. Parecía una marca de antiguos fuegos. El chaval hizo visera con la mano. Las paredes estriadas del cañón ondeaban como pliegues de cortina por la acción del calor.
Eso podría ser un manantial, dijo Sproule.
Está bastante lejos.
Cuando veas agua más cerca, allá que iremos.
El chaval le miró y se echaron a andar.
El sitio se encontraba barranco arriba y de camino hubieron de pasar entre un fárrago de rocas y escoria y siniestras matas de bayoneta. Pequeños arbustos negros y oliváceos se marchitaban al sol. Avanzaron a traspiés por el agrietado lecho de arcilla de un cauce seco. Descansaron y siguieron adelante.
El manantial estaba en lo alto de unos salientes de roca viva, agua vadosa que se escurría entre la roca negra y resbaladiza y los gordolobos y guayacanes que formaban un pequeño y peligroso jardín suspendido. Al llegar al fondo del barranco e1 agua era apenas un chorrito y hubieron de inclinarse por turnos aplicando los labios a la piedra como devotos ante una efigie santa.
Pasaron la noche en una pequeña cueva justo encima de aquel punto, un viejo relicario de pedernal descantillado y esquirlas esparcidas por todo el lecho de piedra con cuentas de concha y huesos pulidos y el carbón de antiguas fogatas. Compartieron la manta y Sproule tosió quedamente en la oscuridad y de vez en cuando se levantaban para ir a beber a la piedra. Partieron antes de salir el sol y al amanecer estaban de nuevo en la llanura.
Siguieron el terreno pisoteado por los guerreros y a media tarde encontraron un mulo desfallecido que había sido alanceado y dejado por muerto y luego se toparon con otro. El sendero se estrechaba entre unas rocas y al poco rato llegaron a un arbusto del que colgaban bebés muertos.
Se detuvieron codo con codo, tambaleándose al asfixiante calor. A aquellas pequeñas víctimas, habría siete u ocho, les habían hecho agujeros en el maxilar inferior y así colgaban por la garganta de las ramas rotas de un mezquite mirando ciegos al cielo desnudo. Calvos y pálidos e hinchados, larvas de un ser inescrutable. Los náufragos continuaron, miraron hacia atrás. Nada se movía. Por la tarde arribaron a un pueblo en la llanura de cuyas ruinas aún salía humo y todos sus habitantes estaban muertos. Desde lejos parecía un horno de ladrillos derruido. Permanecieron a cierta distancia escuchando un buen rato el silencio antes de entrar.
Recorrieron lentamente las callejuelas de barro. Había cabras y ovejas en sus corrales y cerdos muertos en el lodo. Pasaron frente a chabolas de barro en cuyos portales y suelos yacían cadáveres en todas las posturas de la muerte, desnudos e hinchados y extraños. Encontraron platos de comida a medio consumir y un gato salió a sentarse al sol y los observó sin interés y el aire quieto y sofocante de la tarde iba cargado de moscas.
Al final de la calle había una plaza con bancos y árboles donde unos buitres se apiñaban en negras y repulsivas colonias. Un caballo yacía en mitad de la plaza y en un portal había gallinas picoteando restos de comida derramada. Estacas carbonizadas ardían sin llama allí donde los tejados se habían venido abajo y un burro aguardaba de pie en el pórtico de la iglesia.
Se sentaron en un banco y Sproule se llevó el brazo herido al pecho y se meció adelante y atrás y parpadeó al sol.
¿Qué quieres hacer?, dijo el chaval.
Conseguir un poco de agua.
Aparte de eso.
No sé.
¿Quieres que probemos a volver?
¿A Tejas?
No sé adónde si no.
No lo conseguiríamos.
Eso lo dices tú.
Yo ya no digo nada.
Estaba tosiendo otra vez. Se aguantaba el pecho con la mano buena, tratando de recobrar el resuello.
¿Qué tienes, un catarro?
No. Estoy tísico.
¿Tísico?
Sproule asintió. Vine aquí por motivos de salud.
El chaval le miró. Meneó la cabeza y se levantó y cruzó la plaza hacia la iglesia. Entre las viejas ménsulas de madera tallada había zopilotes agazapados y el chaval cogió una piedra y la tiró en aquella dirección pero los pájaros no se inmutaron.
Las sombras eran más largas ahora en la plaza y pequeñas pelotas de polvo viajaban por las calles de arcilla reseca. Los carroñeros ocupaban los ángulos superiores de las casas con sus alas extendidas en posturas de exhortación como pequeños obispos oscuros. El chaval volvió al banco y apoyó allí un pie y se acodó en la rodilla. Sproule no se había movido, seguía sujetándose el brazo.
Este cabrón me las hace pasar putas, dijo.
El chaval escupió y miró calle abajo. Será mejor que nos quedemos aquí esta noche.
¿Tú crees que no habrá problema?
¿Por qué lo dices?
¿Y si vuelven los indios?
Para qué iban a volver.
Ya. Pero ¿y si vuelven?
No volverán.
Se apretó el brazo.
Ojalá tuvieras un cuchillo, dijo el chaval.
Ojalá lo tuvieras tú.
Con un cuchillo se podría conseguir carne.
Yo no tengo hambre.
Creo que deberíamos explorar esas casas a ver qué encontramos.
Ve tú.
Necesitamos un sitio donde pasar la noche.
Sproule le miró. Yo no tengo por qué moverme, dijo.
Bueno. Haz lo que te dé la gana.
Sproule tosió y escupió. Esa es mi intención, dijo.
El chaval dio media vuelta y se alejó.
Los portales eran bajos y hubo de agachar la cabeza para salvar el travesaño de los dinteles, bajar escalones para entrar en los frescos aposentos. No había más muebles que algunos jergones para dormir, un arcón de madera para guardar harina. Fue de casa en casa. En una habitación el esqueleto de un pequeño telar negro y humeando. En otra un hombre con la carne chamuscada y tirante, los ojos cocidos en sus cuencas. En la pared de adobe había un nicho con figuras de santos vestidos con ropa de muñecas, las burdas caras de madera pintadas de vivos colores. Ilustraciones recortadas de un periódico viejo y pegadas a la pared, el pequeño retrato de una reina, un naipe de tarot que era el cuatro de copas. Había ristras de pimientos secos y unas cuantas calabazas. Una botella de cristal con hierbas dentro. Afuera un patio de greda con una cerca de ocote y un horno de arcilla totalmente hundido donde un bodrio negro temblaba en la luz interior.
Encontró un tarro con alubias y unas tortillas secas y lo llevó todo a la casa del final de la calle donde los rescoldos del tejado seguían consumiéndose y calentó la comida en las cenizas y comió en cuclillas como un desertor que saqueara las ruinas de la ciudad que ha abandonado.
Al volver a la plaza no vio a Sproule por ninguna parte. Todo estaba en sombras. Cruzó la plaza y subió los escalones de piedra hasta la puerta de la iglesia y entró. Sproule estaba en el atrio. Largos contrafuertes de luz caían de los ventanales de la pared oeste. No había bancos en la iglesia y el piso de piedra estaba cubierto de los cuerpos escalpados y desnudos y parcialmente devorados de unas cuarenta personas que se habían parapetado en aquella casa de Dios huyendo de los paganos. Los salvajes habían abierto agujeros en el techo y les habían disparado desde arriba y el suelo estaba sembrado de astiles de flecha allí donde se las habían arrancado a los muertos para quitarles la ropa. Habían arrastrado los altares y saqueado el tabernáculo y desalojado de su cáliz de oro al gran Dios durmiente de los mexicanos. Las efigies de los santos colgaban sesgadas de los muros como si hubiera habido un terremoto y en el piso del presbiterio yacía hecho pedazos un Cristo en su féretro de cristal.
Un gran charco de sangre comunal rodeaba a los asesinados. Había formado una especie de budín en el que se apreciaban numerosas huellas de lobos o perros y sus bordes se habían ido secando hasta adquirir el aspecto de una cerámica color vino. La sangre corría en oscuras lenguas por el suelo uniendo las lajas como una lechada y penetraba en el atrio donde las piedras estaban ahuecadas por los pies de los fieles y de sus padres antes que ellos y habíase abierto camino escalones abajo para gotear entre las huellas escarlata de los carroñeros.
Sproule se volvió y miró al chaval como si hubiera adivinado sus pensamientos pero el chaval solo meneó la cabeza. Trepaban moscas a los cráneos pelados de los muertos y moscas caminaban por las arrugadas cuencas de sus ojos.
Vamos, dijo el chaval.
Cruzaron la plaza que era casi de noche y bajaron por la calle estrecha. En el portal había un niño muerto con dos ratoneros sentados encima. Sproule agitó su mano buena para ahuyentarlos y los pájaros aletearon torpemente y silbaron pero sin echar a volar.
Partieron con la primera luz del alba mientras los lobos salían de los portales y se disolvían en la niebla de las calles. Tomaron la ruta del suroeste por donde habían venido los salvajes. Un pequeño arroyo arenoso, álamos, tres cabras blancas. Franquearon un vado donde había varias mujeres muertas junto a sus respectivas coladas.
Se afanaron durante todo el día por una terra damnata de escoria humeante, dejando atrás cadáveres abotagados de mulos o caballos. Por la tarde habían consumido ya todo el agua que llevaban. Durmieron sobre la arena y despertaron en la fría y oscura madrugada y siguieron caminando y recorrieron la capa de escorias al borde del desfallecimiento. Por la tarde encontraron inclinada sobre su vara una carreta cuyas grandes ruedas estaban hechas de un tronco de álamo y fijadas a los ejes mediante unas almillas. Se acurrucaron debajo aprovechando la sombra y durmieron hasta que oscureció y luego reemprendieron el camino.
La corteza de una luna que había estado todo el día en el cielo había desaparecido y siguieron el camino a través del desierto guiándose por las estrellas, con las Pléyades justo al frente y muy pequeñas y la Osa Mayor encaramada a las montañas de más al norte.
Este brazo apesta, dijo Sproule.
¿Qué?
Digo que mi brazo apesta.
¿Quieres que le eche un vistazo?
¿Para qué? No podrás hacer nada.
Bueno. Tú mismo.
Pues eso, dijo Sproule.
Siguieron adelante. Durante la noche oyeron por dos veces el cascabeleo de las pequeñas víboras de la pradera entre los matojos y eso les dio miedo. Al despuntar el día escalaron entre esquistos y roca volcánica bajo la pared de un pliegue monoclinal cuyas torretas se erguían como profetas de basalto y a la vera del camino vieron pequeñas cruces de madera apuntaladas en montones de piedra donde algún viajero había encontrado la muerte. El camino serpenteaba entre las colinas y los desamparados se afanaron subiendo y bajando, cada vez más negros bajo el sol, inflamados los ojos y los espectros pintados surgiendo a cada recodo. Trepando entre ocotillos y chumberas donde las rocas temblaban al sol, solo roca y nada de agua y la senda arenosa, y se turnaban atentos a algo verde que pudiera sugerir presencia de agua pero no había agua por ninguna parte. Comieron piñones que llevaban en una bolsa y siguieron andando. Al calor del mediodía y ya por la tarde cuando los lagartos pegaban su mentón de cuero a las rocas frescas repeliendo el mundo con sonrisas someras y ojos como láminas de piedra agrietada.
Coronaron la montaña al ponerse el sol y contemplaron una vista de muchos kilómetros. Allá abajo había un lago inmenso con las lejanas montañas azules bañándose en la quieta extensión de agua y el contorno de un halcón en lo alto y árboles que rielaban al sol y una ciudad distante y muy blanca contra el fondo azul y sombreado de unas colinas. Se sentaron a mirar. Vieron ponerse el sol bajo el horizonte mellado del oeste y lo vieron llamear tras las montañas y vieron oscurecerse la superficie del lago y disolverse en ella la forma de la ciudad. Durmieron entre las rocas, boca arriba como los muertos, y por la mañana cuando se levantaron no había ninguna ciudad como tampoco árboles ni lago. Solo una árida llanura polvorienta.
Sproule gruñó y se metió entre las rocas. El chaval le miró. Tenía ampollas en el labio inferior y por la camisa rota se le veía el brazo muy hinchado y una cosa repugnante había empezado a rezumar entre las manchas de sangre. Volvió la cabeza y contempló el valle.
Por allá viene alguien, dijo.
Sproule hizo caso omiso. El chaval le miró. No miento, dijo.
Indios, dijo Sproule. ¿Verdad?
No lo sé. Están demasiado lejos.
¿Qué piensas hacer?
No sé.
¿Qué ha pasado con el lago?
Ni idea.
Los dos lo vimos.
La gente ve lo que quiere ver.
Entonces ¿por qué no lo veo ahora? No será que no tenga ganas.
El chaval escrutó el llano.
¿Y si son indios?, dijo Sproule.
Seguramente lo son.
¿Dónde nos vamos a esconder?
El chaval escupió seco y se restregó la boca con el dorso de la mano. Un lagarto asomó bajo una piedra y levantando sus pequeños codos se agachó sobre aquellas partículas de espuma y bebió y regresó a la piedra dejando apenas una señal en la arena que se desvaneció casi al momento.
Esperaron todo el día. El chaval hizo varias salidas al barranco en busca de agua pero no encontró nada. En aquel purgatorio de arena no se movía otra cosa que las aves carnívoras. A media tarde divisaron jinetes en los toboganes del camino subiendo por donde ellos habían subido. Eran mexicanos.
Sproule estaba sentado con las piernas estiradas al frente. Y yo que me preocupaba por si me durarían las botas. Vamos, dijo. Ponte tú a salvo. Le despidió con un gesto de la mano.
Se habían refugiado a la escueta sombra de una repisa de roca. El chaval no respondió. No había pasado una hora que empezaron a oír el clop clop seco de los cascos entre las rocas y el tintineo de los arneses. El primer caballo en doblar el saliente y pasar por el desfiladero fue el bayo del capitán y llevaba puesta la silla del capitán pero no al capitán encima. Los refugiados se apartaron del camino. El grupo de jinetes venía quemado y ojeroso del sol y cuando descansaron sin desmontar pareció como si no pesaran nada. Eran siete, ocho quizá. Llevaban sombreros de ala muy ancha y chalecos de piel y escopetas puestas de través sobre la perilla de la silla y cuando pasaron su jefe hizo una inclinación de cabeza desde el caballo del capitán y se llevó el dedo al sombrero y siguieron su camino.
Sproule y el chaval los vieron pasar. El chaval los llamó a voces y Sproule se puso a correr como pudo detrás los caballos.
Los jinetes empezaron a tambalearse como borrachos. Sus cabezas iban de un lado a otro, sus risotadas resonaban en las rocas. Volvieron grupas y se quedaron mirando a los vagabundos con sonrisas de oreja a oreja.
¿Qué quieren?, gritó el jefe.
Los jinetes se aguantaban la risa y se daban palmadas. Habían espoleado a sus caballos y ahora iban de acá para allá. El jefe miró a los dos de a pie.
¿Buscan a los indios?
Al oír esto, varios de los hombres desmontaron y empezaron a abrazarse y a llorar desconsoladamente. El jefe los miró y sonrió con sus enormes dientes blancos, hechos para forrajear.
Locos, dijo Sproule. Están todos locos.
El chaval miró al jefe. ¿Nos daría un trago de agua?, dijo.
El jefe se serenó y puso una cara muy larga. ¿Agua?, dijo.
No tenemos ni una gota, dijo Sproule.
Pero qué quiere, amigo. Esta región es muy seca.
Se llevó la mano a la espalda sin volverse y una cantimplora de cuero fue pasando de mano en mano entre los jinetes hasta llegar a él. El jefe la ofreció a los harapientos tras agitarla. El chaval retiró el tapón y bebió y jadeó y volvió a beber. El jefe alargó el brazo y dio unos golpecitos a la cantimplora. Basta, dijo.
Él siguió tragando. No pudo ver que la cara del jinete se ensombrecía. El hombre retiró un pie del estribo y de una limpia patada dejó al chaval sin cantimplora en un gesto estático de súplica mientras el recipiente giraba en el aire y los lóbulos de agua resplandecían al sol antes de chocar contra las rocas. Sproule fue a por la cantimplora y la enderezó rápidamente para que no siguiera perdiendo agua y se puso a beber, observando siempre por encima del borde. El jinete y el chaval se miraron. Sproule empezó a boquear y a toser.
El chaval cruzó hasta las rocas y le cogió la cantimplora. El jefe metió piernas a su caballo y desenvainó la espada que llevaba junto a una pierna e inclinándose al frente pasó la hoja por debajo de la correa y levantó la cantimplora. La punta de la espada estaba a cuatro dedos de la cara del chaval y la correa descansaba en la parte plana de la hoja. El chaval se había quedado quieto y el jinete le arrebató suavemente la cantimplora y la hizo resbalar por la hoja de la espada hasta que la tuvo a su lado. Se volvió entonces a sus hombres y sonrió y todos volvieron a las risotadas y los empujones simiescos.
De una sacudida hizo subir el tapón que colgaba de una tira de cuero y lo encajó con el pulpejo de la mano. Le lanzó la cantimplora al hombre que tenía detrás y miró a los vagabundos. ¿Por qué no se ocultan?, dijo.
¿De usted?
De mí.
Teníamos sed.
Mucha sed, ¿eh?
No respondieron. El hombre golpeaba el borrén de su silla con la parte plana de la espada y parecía estar buscando mentalmente las palabras adecuadas. Se inclinó ligeramente hacia ellos. Cuando los corderos se pierden en el monte, dijo, se les oye llorar. Unas veces acude la madre. Otras el lobo. Les sonrió y levantó la espada y volvió a meterla donde estaba antes y volvió grupas con elegancia y se lanzó al trote entre los otros caballos y los hombres montaron y le siguieron y al poco rato ya no se les veía.
Sproule no se movió de donde estaba. El chaval le miró pero el otro apartaba la vista. Estaba herido lejos de casa en un país enemigo y aunque sus ojos contemplaban aquellas piedras extranjeras que les rodeaban, el vacío que se extendía más allá parecía haberle sorbido el alma.
Bajaron de la montaña salvando las rocas con las manos extendidas al frente y sus sombras contorsionadas en el terreno irregular, como criaturas en busca de sus propias formas. Llegaron al valle de anochecida y se encaminaron por la tierra azul y ya fresca, al oeste las montañas erguidas en la tierra formando una hilera de pizarra mellada y un viento surgido de la nada que hacía escorarse y enroscarse la maleza seca.
Caminaron hasta el anochecer y durmieron en la arena como perros y llevaban un rato durmiendo así cuando algo negro llegó aleteando desde lo más oscuro y se posó en el pecho de Sproule. Largos dedos apuntalaron las alas membranosas con que mantenía el equilibrio mientras andaba por encima de él. Tenía la cara chata y arrugada, perversa, los labios crispados en una horrible sonrisa y los dientes azul claro a la luz de las estrellas. El animal se inclinó. Dibujó en el cuello de Sproule dos estrechos surcos y replegando las alas empezó a beber su sangre.
No con suficiente suavidad. Sproule despertó y levantó una mano. Luego chilló y el murciélago agitó las alas y cayó sentado encima de su pecho y se incorporó de nuevo y silbó y castañeteó los dientes.
El chaval se había levantado y se disponía a arrojarle una piedra pero el murciélago dio un brinco y se perdió en la oscuridad. Sproule se tocaba el cuello y gimoteaba histérico y cuando vio al chaval mirándole allí de pie extendió hacia él acusadoramente sus manos ensangrentadas y luego se las llevó a las orejas y gritó lo que parecía que él mismo no iba a poder oír, un aullido lo bastante atroz para hacer una cesura en el pulso del mundo. Pero el chaval se contentó con escupir al espacio oscuro que había entre los dos. Conozco el paño, dijo. En cuanto os duele algo ya os duele todo.
Por la mañana cruzaron un aguazal seco y el chaval recorrió el cauce en busca de un pozo o una charca pero no había nada. Eligió una hoyada y se puso a cavar con un hueso y cuando había ahondado un par de palmos la arena se tomó húmeda y luego un poco más y un hilillo de agua empezó a llenar los surcos que él abría con los dedos. Se quitó la camisa y la apretó contra la arena y vio que se oscurecía y vio que el agua empezaba a subir entre los pliegues de tela y cuando le pareció que había suficiente hundió la cabeza en la excavación y bebió. Luego se sentó a esperar que se llenara otra vez. Repitió la operación durante más de una hora. Luego regresó por el aguazal con la camisa puesta.
Sproule no quiso quitarse la suya. Trató de aspirar el agua y lo que consiguió fue una bocanada de arena.
Podrías prestarme tu camisa, dijo.
El chaval estaba acuclillado en la grava seca del aguazal. Utiliza la tuya, dijo.
Al quitársela, la camisa se le pegó a la piel y salió un pus amarillo. Tenía el brazo horriblemente hinchado y descolorido y pequeños gusanos se afanaban en la herida abierta. Metió la camisa en el hoyo y se inclinó para beber.
Por la tarde llegaron a un cruce de caminos, cómo llamarlo si no. Un tenue rastro de carros que venía del norte y cruzaba el sendero por el que iban y continuaba hacia el sur. Escrutaron el paisaje buscando orientarse en medio de aquel vacío. Sproule se sentó donde se cruzaban los caminos y miró desde las grandes oquedades de su cráneo en donde tenía alojados los ojos. Dijo que no pensaba levantarse.
Allá abajo hay un lago, dijo el chaval.
Sproule no quiso mirar.
Centelleaba en la lejanía, un reborde de sal en toda la orilla. El chaval lo miró con detenimiento y así también los caminos. Al rato señaló hacia el sur. Yo creo que por ahí pasa más gente.
Tranquilo, dijo Sproule. Vete tú.
Como quieras.
Sproule le vio alejarse. Al cabo de un rato se levantó y le siguió.
Habrían andado unos tres kilómetros cuando se detuvieron a descansar un poco, Sproule sentado con las piernas al frente y las manos en el regazo y el chico en cuclillas un poco más allá. Parpadeando y barbudos y asquerosos.
¿Tú crees que son truenos?, dijo Sproule.
El chaval alzó la cabeza.
Escucha.
El chaval miró al cielo, ahora azul pálido, sin otra marca que el sol ardiendo como un agujero blanco.
Lo noto en el suelo, dijo Sproule.
No es nada.
Escucha.
El chaval se levantó y echó un vistazo. Hacia el norte un leve movimiento de polvo. Lo estuvo observando. Ni se elevaba ni se disipaba.
Era una carreta que daba tumbos por la llanura, tirada por un pequeño mulo. El cochero quizá se había dormido. Cuando vio a los fugitivos en el camino frenó al mulo y empezó a dar media vuelta y casi lo había conseguido pero el chaval se había adelantado ya y agarró la cabezada de cuero y tiró del animal hasta hacer que se detuviera. Sproule se acercó cojeando. Dos niños miraban desde la trasera de la carreta. Estaban tan pálidos de polvo, tan blanco tenían el pelo y tan arrugada la cara, que parecían dos pequeños gnomos. Al ver al chaval frente a él el cochero se echó atrás y la mujer que estaba a su lado se puso a gorjear con voz estridente y a señalar de un horizonte al otro pero el chaval saltó a la plataforma y Sproule le imitó como pudo y se tumbaron boca arriba mirando la recalentada cubierta de vaqueta mientras los dos niños se acurrucaban en el rincón y los observaban con sus ojos negros de ratón de monte y la carreta giró de nuevo al sur y partió con un creciente traqueteo de madera y metal.
Un cántaro de arcilla con agua colgaba del horcate por una correa y el chaval lo bajó y bebió un poco y se lo pasó a Sproule. Luego lo cogió otra vez y bebió el agua que quedaba. Tumbados en la cama del carromato entre cueros viejos y sal derramada, al cabo de un rato se durmieron.
Llegaron al pueblo que ya era de noche. Les despertó notar que la carreta ya no daba sacudidas. El chaval se incorporó y miró hacia afuera. Una calle de barro a la luz de las estrellas. El carro vacío. El mulo resollaba y pateó entre las limoneras. Al poco rato el hombre llegó de las sombras y los condujo por una calle estrecha hasta un patio y allí hizo recular al mulo hasta que la carreta quedó paralela a una pared y luego desenganchó el mulo y se lo llevó.
Se recostó en la plataforma inclinada. Hacía frío y tenía las rodillas encogidas bajo un pedazo de pellejo que olía a moho y orina y toda la noche durmió a intervalos y ladraron perros toda la noche y al alba cantaron unos gallos y pudo oír caballos en el camino.
Con la primera luz las moscas empezaron a cebarse en él. Al tocarle la cara le despertaron y él las ahuyentó con la mano. Al cabo de un rato se incorporó.
Estaban en un corral tapiado y había una casa hecha de cañizo y arcilla. Las gallinas se apartaron sin dejar de cloquear y picotear. Un niño salió de la casa y se bajó los pantalones y defecó en el patio y luego se levantó y volvió a entrar. El chaval miró a Sproule. Estaba tendido cara a las tablas del carro. Un enjambre de moscas rondaba su cuerpo parcialmente tapado por una manta. El chaval alargó la mano para sacudirlo. Estaba frío y tieso. Las moscas se apartaron y volvieron a posarse.
Estaba meando junto a la carreta cuando los soldados entraron a caballo en el corral. Lo apresaron y le ataron las manos a la espalda y miraron en la carreta y hablaron entre sí y después lo sacaron a la calle.
Fue conducido a un edificio de adobe y encerrado en una habitación pequeña. El chaval se sentó en el suelo mientras un muchacho le vigilaba con un viejo mosquete y los ojos desorbitados. Al poco rato vinieron a sacarlo otra vez.
Mientras era conducido por las estrechas calles de barro pudo oír cada vez más fuerte una especie de fanfarria. Primero le acompañaban niños y luego gente mayor y por último una muchedumbre de aldeanos de tez oscura vestidos de algodón blanco como enfermeros de alguna institución, las mujeres envueltas en rebozos oscuros, algunas con los pechos al aire, teñidas las caras de rojo con almagre y fumando puros pequeños. Cada vez eran más y los soldados con sus fusiles al hombro fruncieron el ceño y gritaron a los que empujaban y siguieron bordeando la alta pared de adobe de una iglesia hasta llegar a la plaza.
El bazar estaba en su apogeo. Una feria ambulante, un circo primitivo. Pasaron junto a robustas jaulas de sauce atestadas de víboras, de enormes serpientes de color lima procedentes de alguna latitud más meridional o granulosos lagartos con la boca negra húmeda de veneno. Un raquítico leproso viejo sostenía en alto puñados de tenias sacadas de un tarro y pregonaba sus remedios contra la solitaria y era zarandeado por otros boticarios impertinentes y por buhoneros y mendigos hasta que llegaron todos ante una mesa de caballete sobre la cual había una damajuana de cristal que contenía un mezcal translúcido. En dicho recipiente, con el pelo flotando y los ojos vueltos hacia arriba en una cara pálida, había una cabeza humana. Lo arrastraron entre gritos y aspavientos. Mire, mire, exclamaron al llegar a la mesa. Le instaron a estudiar aquella cosa y dieron vuelta a la damajuana hasta que la cabeza quedó mirando al chaval. Era el capitán White. Hacía poco en guerra contra los paganos. El chaval observó los ojos anegados y ciegos de su antiguo comandante. Miró luego a los aldeanos y a los soldados, todos pendientes de él, y escupió. No es pariente mío, dijo.
Lo encerraron en un viejo corral de piedra junto a otros tres refugiados de la expedición. Estaban sentados contra la pared aturdidos y parpadeando o bien daban vueltas al perímetro por el rastro seco de los mulos y caballos y vomitaban y cagaban mientras unos niños les abucheaban desde lo alto del parapeto.
Se puso a hablar con un chico flaco de Georgia. Yo estaba más enfermo que un perro, dijo el chico. Pensaba que me iba a morir y luego me dio miedo seguir viviendo. He visto a un hombre montando el caballo del capitán no muy lejos de aquí, dijo el chaval.
Sí, dijo el de Georgia. Los mataron a él y a Clark y a otro chico que nunca supe cómo se llamaba. Llegamos al pueblo y al día siguiente ya nos habían metido en el calabozo y el mismo hijo de perra estuvo aquí con sus guardianes y bebiendo y jugando a las cartas, él y el jefe, para ver quién se quedaba el caballo del capitán y quién las pistolas. Supongo que has visto la cabeza del capitán.
Sí. Es lo peor que he visto en toda mi vida.
Alguien debió ponerla en conserva hace ya tiempo. En realidad deberían hacerlo con la mía. Por haber hecho caso de aquel imbécil.
A medida que el día avanzaba fueron cambiando de pared en busca de un poco de sombra. El chico de Georgia le habló de sus camaradas expuestos sobre losas en el mercado, fríos y muertos. El capitán con la cabeza cortada en mitad de un bañadero y casi devorado por cerdos. Arrastró el talón por el polvo y excavó un poco para apoyarlo allí. Piensan llevarnos a Chihuahua, dijo.
¿Cómo lo sabes?
Eso dicen. Yo no lo sé.
¿Quién es el que lo dice?
Ese marinero de allá. Chapurrea un poco el idioma. El chaval miró al hombre de marras. Meneó la cabeza y escupió seco.
Durante todo el día grupos de niños encaramados a las paredes los observaron y los señalaron sin parar de hablar y chillar. Rodeaban el parapeto e intentaban mear sobre los que dormían a la sombra pero los presos estaban ojo avizor. Algunos les tiraban piedras pero el chaval cogió una del tamaño de un huevo que había caído al polvo y con ella tumbó a un niño pequeño que cayó de la pared sin más ruido que un golpe sordo cuando aterrizó en el suelo por el otro lado.
Ahora sí que la has hecho buena, dijo el de Georgia.
El chaval le miró.
Dentro de un momento los tenemos aquí armados de látigos y qué sé yo.
El chaval escupió. No van a venir para que les hagamos tragarse los látigos.
Y no lo hicieron. Una mujer les llevó cuencos de alubias y tortillas socarradas en un plato de arcilla sin cocer. Parecía preocupada y les sonrió a todos, y disimulados entre los pliegues de su chal había traído dulces y en el fondo de las alubias había trozos de carne que procedían de su propia mesa.
Tres días después tal como se presagiaba partían hacia la capital montados en pequeños mulos con ajuagas.
Cabalgaron cinco días por el desierto y la montaña y cruzaron pueblos polvorientos donde la gente salía para verlos pasar. La escolta en variadas galas raídas por los años, los prisioneros en harapos. Les habían dado mantas y por la noche acurrucados frente a la lumbre en pleno desierto, quemados por el sol y demacrados y envueltos en dichos sarapes, parecían los peones más insondables de Dios. Ningún soldado hablaba inglés y se dirigían a ellos con gruñidos o gestos. Iban armados de cualquier manera y tenían mucho miedo de los indios. Liaban su tabaco en perfollas de maíz y se sentaban en silencio junto a la lumbre y escuchaban la noche. Hablaban, cuando lo hacían, de brujas y cosas peores y se empeñaban en distinguir de entre los demás gritos alguna voz o grito en la oscuridad que no pertenecía a un animal. La gente dice que el coyote es un brujo. Muchas veces el brujo es un coyote.
Y los indios también. Muchas veces gritan como los coyotes.
¿Y eso qué es?
Nada.
Un tecolote. Nada más.
Quizá.
Cuando marcharon por el desfiladero y miraron la ciudad a su pies el sargento de la expedición ordenó el alto y habló con el hombre que iba detrás de él y este a su vez desmontó y sacó de su alforja unas tiras de cuero crudo y fue adonde los presos y les indicó por señas que cruzaran las muñecas y extendieran los brazos, enseñándoles cómo con sus propias manos. Los ató uno por uno de esta guisa y luego siguieron adelante.
Entraron en la ciudad bajo una baqueta de asaduras y desperdicios, empujados como reses por las calles adoquinadas entre gritos procedentes de la soldadesca que repartía sonrisas como le correspondía y saludaba entre las flores y copas ofrecidas, conduciendo a los maltrechos buscadores de fortuna por la plaza donde una fuente escupía agua y la gente ociosa observaba sentada en sus butacas de pórfido blanco y dejaron atrás el palacio del gobernador y atrás la catedral en cuyos cornisamentos se habían posado unos buitres así como entre los nichos de la fachada esculpida junto a las figuras del Cristo y de sus apóstoles, las aves mostrando sus propias oscuras levitas en posturas de una extraña benevolencia mientras a su alrededor las cabelleras secas de unos indios ondeaban al viento colgadas de cuerdas, los largos cabellos opacos meciéndose como filamentos de ciertas especies marinas y los cueros repicando contra las piedras.
Frente a la puerta de la catedral había viejos pedigüeños con las manos acartonadas extendidas y mendigos lisiados de mirada triste vestidos con andrajos y niños durmiendo a la sombra con las moscas paseándose por sus caras sin sueño. Oscuras monedas de cobre en unas tablillas, los arrugados ojos de los ciegos. Amanuenses agachados junto a los escalones con sus plumillas y tinteros y cuencos de arena y leprosos gimiendo por las calles y perros lampiños que parecían esqueletos andantes y vendedores de tamales y viejas de rostro oscuro y torturado como la propia región acuclilladas en las cunetas atendiendo lumbres de carbón de leña donde chisporroteaban unas tiras renegridas de carne anónima. Pequeños huérfanos que parecían enanos irascibles y tontos y borrachines babeando y tambaleándose en los pequeños mercados de la metrópoli y los prisioneros dejaron atrás los puestos de carne y aquel olor ceroso de las tripas que colgaban negras de moscas y los desuellos de carne en grandes lienzos rojos ahora más oscuros con el pasar del día y los despedazados, desnudos cráneos de vacas y ovejas con sus opacos ojos azules mirando frenéticos y los cadáveres tiesos de ciervos y venablos y patos y codornices y loros, animales silvestres de aquella comarca suspendidos boca abajo de unos ganchos.
Los hicieron desmontar y caminar entre la muchedumbre y bajar una vieja escalinata de piedra y pisar un umbral gastado cual pastilla de jabón y cruzar una poterna de hierro que daba a un fresco sótano de piedra antaño prisión y ocuparon sus lugares respectivos entre los fantasmas de viejos mártires y patriotas mientras la verja se cerraba con estrépito a sus espaldas.
Cuando sus ojos se recuperaron de la ceguera pudieron distinguir figuras agachadas a lo largo de la pared. Movimientos en los lechos de heno como ratones molestados en sus nidos. Un ronquido suave. Afuera el paso de una carreta y el clop clop de unos cascos en la calle y a través de las piedras el apagado martilleo de una herrería en alguna otra parte de la mazmorra. El chaval miró en derredor. Aquí y allá sobre el piso de piedra había pedazos de mecha renegrida en charcos de grasa sucia y colgando de las paredes ristras de saliva seca. Unos pocos nombres garabateados donde la luz podía descubrirlos. Alguien en ropa interior cruzó por delante suyo hasta un balde que había en mitad de la pieza y se puso a mear. Después dio media vuelta y se le acercó. Era alto y llevaba el pelo largo hasta los hombros. Caminó arrastrando los pies por la paja y se lo quedó mirando. No me conoces, ¿verdad?, dijo.
El chaval escupió y le miró pestañeando. Te conozco, dijo. Reconocería tu piel aunque te la curtieran.