XII

Cruzando la frontera - Tormentas

Hielo y relámpagos - Los argonautas asesinados

El azimut - Cita - Asambleas

La matanza de los gileños - Muerte de Juan Miguel

Cadáveres en el lago - El jefe - Un niño apache

En el desierto - Fuegos nocturnos - El virote

intervención quirúrgica - El juez corta una cabellera

Un hacendado – Gallego - Ciudad de Chihuahua.

Durante las dos semanas siguientes cabalgaron de noche y no encendieron fuego. Habían arrancado las herraduras a sus caballos y rellenado de arcilla los agujeros de los clavos, y los que aún tenían tabaco usaban sus petacas para escupir dentro y dormían en cuevas y directamente sobre la piedra. Hacían pasar a los caballos por las huellas dejadas al desmontar y enterraban sus heces como los gatos y apenas hablaban entre ellos. Cruzando en plena noche aquellos áridos escollos de grava se los veía inverosímiles y privados de sustancia. Una conjetura que se presiente en la oscuridad por el crujir de los cueros y el tintineo del metal.

Habían degollado a los animales de carga y repartido la carne después de secarla y viajaban al socaire de las montañas hacia una amplia llanura de sosa con truenos secos hacia el sur y rumores de luz. Bajo una luna gibosa caballo y jinete maneados a sus sombras sobre el terreno azul níveo y con cada centelleo a medida que la tormenta avanzaba aquellas mismas formas se alzaban detrás de ellos con horrible superfluidad como un tercer aspecto de su presencia extraído a martillo negro y salvaje en el ámbito desnudo. Siguieron adelante. Iban como hombres investidos de un propósito cuyo origen los precedía, como legatarios naturales de un orden a la vez imperativo y remoto. Pues aunque todos y cada uno de ellos eran distintos entre sí, conjuntamente formaban una cosa que no existía antes y había en aquella su alma comunitaria vacíos apenas concebibles, como esas regiones dejadas en blanco de los mapas antiguos en donde habitan monstruos y donde no hay del mundo conocido otra cosa que vientos conjeturales.

Cruzaron el del Norte y siguieron rumbo al sur hacia una región todavía más hostil. Se agazapaban todo el día como búhos bajo la tacaña sombra de las acacias y observaban el mundo que se tostaba a su alrededor. En el horizonte aparecieron tolvaneras como el humo de fuegos lejanos pero seres vivos no había ninguno. Observaban el sol en su redondel y al atardecer atravesaron la llanura ahora más fresca donde el cielo se teñía de sangre por el oeste. Llegados a un pozo en el desierto desmontaron y bebieron mano a mano con sus caballos y volvieron a montar y siguieron adelante. Los pequeños lobos del desierto aullaban en la oscuridad y el perro de Glanton trotaba bajo la panza del caballo, precisas como embastes sus pisadas entre los cascos.

Aquella noche sufrieron el azote de una plaga de granizo caída de un cielo sin mácula y los caballos se espantaron y gimieron y los hombres desmontaron y se acomodaron en el suelo con la cabeza cubierta por la silla de montar mientras los pedriscos saltaban en la arena como pequeños huevos lucientes urdidos por un alquimista en la oscuridad del desierto. Tras ensillar de nuevo los caballos y ponerse en camino recorrieron varios kilómetros de hielo empedrado mientras una luna polar aparecía cual ojo de gato ciego sobre el confín del mundo. Por la noche distinguieron las luces de un poblado en la llanura pero no cambiaron de rumbo.

Hacia la mañana divisaron fuegos en el horizonte. Glanton envió a los delaware. El lucero del alba ardía ya pálido en el este. A su regreso se reunieron con Glanton y el juez y los hermanos Brown y hablaron y gesticularon. Finalmente volvieron todos a montar y siguieron adelante.

Cinco carros humeaban en el lecho del desierto y los jinetes echaron pie a tierra y pasaron en silencio entre los cadáveres de los argonautas, aquellos buenos peregrinos anónimos entre las piedras con sus terribles heridas, las vísceras saliéndoles de los costados y sus torsos desnudos erizados de flechas. A juzgar por sus barbas algunos eran hombres y sin embargo tenían extrañas heridas menstruales entre las piernas sin que hubiera presencia de genitales masculinos pues estos les habían sido cortados y colgaban oscuros y extraños de sus bocas abiertas. Con aquellas pelucas ensangrentadas yacían mirando con ojos de mono al hermano sol que ahora salía por el este.

Los carros no eran más que rescoldos armados sobre las formas renegridas de las llantas y los ejes al rojo vivo temblaban en el lecho de las brasas. Los jinetes se acuclillaron frente al fuego e hirvieron agua y bebieron café y asaron carne y se tumbaron a dormir entre los muertos.

Cuando la compañía se puso en camino al anochecer siguieron como antes hacia el sur. Las huellas de los asesinos iban hacia el oeste pero eran hombres blancos que asaltaban a los viajeros en aquel desierto y enmascaraban su faena para que pareciera cosa de salvajes. Las ideas de azar y de destino obsesionan a quienes se embarcan en empresas temerarias. La senda de los argonautas terminaba como se ha dicho en cenizas y el ex cura preguntó si en la convergencia de dichos vectores en el susodicho desierto donde los corazones y el empeño de una nación pequeña han sido aniquilados y barridos por otra algunos no verían en eso la mano de un dios cínico que hubiera orquestado con semejante austeridad y semejante fingida sorpresa una concordancia tan letal. El envío de testigos por un tercer y distinto itinerario podía ser también interpretado en el sentido de un desafío a toda eventualidad, pero el juez, que se había adelantado en su caballo para reunirse con los que teorizaban, dijo que en todo aquello se manifestaba la naturaleza misma del testigo y que su proximidad no era una cosa tercera sino primordial, pues ¿se podía decir de algo que ocurriera sin haber sido observado?

Los delaware se adelantaron con la llegada del crepúsculo y el mexicano John McGill encabezaba la columna, apeándose de vez en cuando de su caballo para tumbarse boca abajo y buscar la silueta de los batidores en el desierto y montar de nuevo sin necesidad de detener a su caballo ni al resto de la compañía. Se movían como animales migratorios bajo una estrella a la deriva y las huellas que dejaban a su paso reflejaban en su leve encorvadura los movimientos de la tierra misma. Hacia el oeste los bancos de nubes descansaban sobre las montañas como la oscura urdimbre del firmamento y las constelaciones de las galaxias flotaban en un aura inmensa sobre las cabezas de los jinetes.

Dos mañanas después los delaware volvieron de su tempranero reconocimiento y explicaron que los gileños acampaban en la orilla de un lago poco profundo a menos de cuatro horas en dirección sur. Les acompañaban mujeres y niños y eran muchos. Cuando Glanton se levantó de aquella asamblea vagó solo por el desierto y estuvo largo rato contemplando la oscuridad de tierra adentro.

Se ocuparon del armamento, sacando las cargas de sus armas y volviéndolas a cargar. Hablaban entre ellos en voz baja pese a que el desierto los rodeaba como un gran plato árido que temblaba al calor. Por la tarde un destacamento se llevó los caballos a abrevar y los trajo de nuevo y al anochecer Glanton y sus lugartenientes fueron con los delaware a examinar la posición del enemigo.

Habían clavado un palo en el suelo de una cuesta al norte del campamento y cuando el ángulo de la Osa Mayor hubo tomado aquella misma inclinación Toadvine y el tasmanio pusieron a la compañía en movimiento y siguieron a los otros rumbo al sur atenazados por las cuerdas del más cruel destino.

Llegaron al extremo septentrional del lago en las frías horas previas al alba y se desviaron hacia la orilla. El agua era muy negra y a lo largo de la playa había un montante de espuma y pudieron oír a unos patos que parloteaban en el centro del lago. Los rescoldos de las fogatas estaban algo más abajo y formaban una curva abierta como las luces de un puerto en la lejanía. Frente a ellos en aquella orilla solitaria un solitario jinete descansaba sin desmontar. Era uno de los delaware y en silencio volvió grupas y todos le siguieron a campo abierto cruzando el breñal.

El grupo esperaba entre unos sauces como a medio kilómetro de las fogatas del enemigo. Habían cubierto las cabezas de sus caballos y las bestias encapuchadas aguardaban rígidas y ceremoniosas detrás de ellos. Los recién llegados desmontaron y encapucharon también a sus caballos y se sentaron en el suelo para escuchar a Glanton.

Tenemos una hora, tal vez más. Cuando entremos, cada cual a lo suyo. No dejéis ni a un perro con vida si podéis evitarlo.

¿Cuántos son ellos, John?

¿Has aprendido a susurrar en un aserradero?

Hay suficientes para todos, dijo el juez.

No malgastéis pólvora ni balas contra nada que no pueda disparar. Si no matamos a todos esos salvajes merecemos que nos azoten y nos manden de vuelta a casa.

En eso consistió toda la asamblea. La hora que siguió fue una hora muy larga. Guiaron a los caballos encapuchados hasta abajo y contemplaron el campamento, pero en realidad estaban atentos al horizonte por el lado este. Cantó un pájaro. Glanton se volvió hacia su caballo y le quitó la manta como un halconero en la alborada. Se había levantado viento y el caballo alzó la cabeza y olfateó el aire. Los otros hombres le imitaron, dejando las mantas allá donde caían. Montaron, pistola en mano, cachiporras de cuero y piedra de río en torno a las muñecas como accesorios de un primitivo juego ecuestre. Glanton los miró y luego metió piernas a su montura.

Mientras trotaban hacia la playa blanca de sal un viejo que estaba acuclillado en las matas se levantó y se encaró a ellos. Los perros que esperaban para pelearse por sus excrementos empezaron a gañir. En el lago los patos fueron levantando el vuelo de a uno y de a dos. Alguien tumbó al viejo de un mazazo y los jinetes picaron espuelas y enfilaron el campamento detrás de los perros blandiendo sus porras y los perros aullando como en un cuadro de una cacería infernal, diecinueve partisanos lanzados sobre la acampada en donde dormían más de un millar de almas.

Glanton arremetió con caballo y todo contra la primera de las tiendas pisoteando a sus ocupantes. De las puertas bajas empezaban a salir siluetas. Los jinetes cruzaron el poblado a galope tendido y giraron y atacaron de nuevo. Un guerrero se interpuso en su camino y blandió una lanza y Glanton lo dejó seco de un tiro. Otros tres echaron a correr y él mató a los dos primeros con disparos tan seguidos que ambos cayeron a la vez y el tercero pareció desintegrarse mientras corría, herido por media docena de balas.

En aquel primer minuto la matanza se había generalizado. Las mujeres chillaban y niños desnudos y un hombre viejo se adelantaron agitando unos pantalones blancos. Los jinetes pasaron entre ellos y los asesinaron con porras o cuchillos. Un centenar de perros aullaban atados y otros corrían como posesos entre las chozas dando dentelladas entre ellos y a los que estaban atados, y aquel pandemónium y aquel clamor no disminuyeron desde el momento en que los jinetes habían irrumpido en el poblado. Algunas chozas estaban ya en llamas y todo un desfile de refugiados había empezado a correr hacia el norte por la playa lanzando alaridos y con los jinetes entre ellos como pastores aporreando primero a los rezagados.

Cuando Glanton y sus jefes cruzaron de vuelta el campamento la gente huía bajo los cascos de los caballos y los caballos corcoveaban y algunos de los hombres iban a pie entre las chozas armados de antorchas y sacando a las víctimas por la fuerza, empapados de sangre, acuchillando a los moribundos y decapitando a quienes imploraban clemencia. Había en el campamento unos cuantos esclavos mexicanos los cuales corrían hacia los jinetes gritando en español para acabar con la crisma rota o muertos, y un delaware surgió de entre el humo con un niño desnudo en cada mano y se agachó junto a un foso de estiércol y agarrándolos de los talones primero uno y luego el otro les aplastó la cabeza contra las piedras del borde de forma que los sesos salieron disparados por la fontanela en un vómito sanguinolento y humanos incinerados venían gritando como lunáticos y los jinetes los exterminaban con sus enormes cuchillos y una mujer corrió a abrazarse a las ensangrentadas manos del caballo de Glanton.

Para entonces un pequeño grupo de guerreros había conseguido hacerse con varios caballos de la manada desperdigada y marchaban hacia el poblado disparando una lluvia de flechas entre las chozas en llamas. Glanton sacó el rifle de su funda y disparó a los dos caballos de cabeza y enfundó de nuevo el rifle y sacó su pistola y empezó a disparar justo entre las orejas de su montura. Los jinetes indios se debatían entre los caballos tumbados y se agruparon y giraron en círculo y fueron abatidos uno por uno hasta que la docena de supervivientes dio media vuelta y huyó hacia el lago dejando atrás la columna de refugiados para desaparecer en medio de una estela de cenizas de sosa.

Glanton volvió grupas. Los muertos cubrían el médano como las víctimas de una catástrofe marítima y estaban esparcidos por la parte anterior de la playa en un delirio de sangre y entrañas. Algunos jinetes remolcaban cuerpos de las aguas del lago y la espuma que bañaba ligeramente la orilla era de un rosa pálido a la luz que ya medraba. Se movían entre los muertos recolectando con sus cuchillos los largos mechones negros y dejando a las víctimas peladas y extrañas en sus ensangrentadas cofias. Los caballos sueltos de la manada trotaron por el pestilente arenal y desaparecieron entre el humo y al cabo de un rato aparecieron de nuevo. Algunos hombres caminaban por las rojas aguas tirando tajos a a los muertos y los había que se acoplaban a los cuerpos aporreados de jóvenes muertas o agonizantes en la playa. Un delaware pasó con una colección de cabezas cual insólito vendedor camino de algún mercado, enroscados los cabellos a la muñeca y las cabezas colgando y chocando entre sí. Glanton sabía que todo lo que allí ocurría iba a tener su impugnación en el desierto y pasó entre sus hombres metiéndoles prisa.

McGill surgió de entre las fogatas y se quedó mirando inexpresivo toda la escena. Le habían espetado con una lanza y sostenía la vara con ambas manos. Estaba hecha de un tallo de sotol y la punta de una vieja espada de caballería atada al mango y le salía por los riñones. El chaval salió del agua y se le acercó y el mexicano se sentó con cuidado en la arena.

Aparta, le dijo Glanton.

McGill se volvió para mirar a Glanton y mientras lo hacía Glanton levantó su pistola y le disparó un tiro entre los ojos. Volvió a enfundar el arma y sujetó el rifle derecho sobre la silla de montar y lo aseguró con la rodilla mientras vertía pólvora en los dos cañones. Alguien le gritó algo. El caballo tembló y se repropió y Glanton le habló en voz baja y envolvió dos balas en taco y las introdujo. Estaba observando un cerro en lo alto del cual se había agrupado un pequeño grupo de apaches a caballo.

Estaban a unos cuatrocientos metros de distancia, eran cinco o seis, sus gritos llegaban débiles y extraviados. Glanton se acomodó el rifle en el pliegue del brazo y cebó uno de los cilindros e hizo pivotar los cañones y luego cebó el otro, sin dejar de mirar a los apaches. Webster se apartó de su caballo y desenfundó el rifle y extrajo la baqueta de sus abrazaderas e hincó una rodilla en tierra, con la baqueta apoyada en la arena y la caña del rifle descansando en la mano que lo sujetaba. El rifle tenía gatillo doble y Webster amartilló el de atrás y apoyó la cara en la zapatilla. Calculó la deriva del viento y calculó el efecto del sol sobre el costado del alza plateada y levantó el rifle e hizo fuego. Glanton permaneció inmóvil. El estampido se desinfló en el vacío circundante y el humo gris se disipó. El cabecilla del grupo de apaches seguía montado. Luego empezó a ladearse y cayó muerto al suelo.

Glanton salió disparado lanzando un grito de guerra. Cuatro hombres le siguieron. Los guerreros en lo alto del cerro habían desmontado y estaban levantando al caído. Glanton giró en su silla sin quitar los ojos de los indios y le pasó el rifle al hombre que tenía más cerca. Este era Sam Tate y cogió el rifle y enfrenó de tal manera a su caballo que casi lo hizo caer. Glanton y otros tres siguieron adelante y Tate retiró la baqueta para apoyar el arma en ella y se agachó e hizo fuego. El caballo que llevaba al jefe herido se tambaleó, siguió corriendo. Tate rotó los cañones y disparó la segunda carga y el caballo mordió el polvo. Los apaches se detuvieron lanzando alaridos. Glanton se inclinó al frente y susurró al oído de su caballo. Los indios subieron a su jefe a otra montura y montando dos en un mismo caballo partieron de nuevo al galope. Glanton había desenfundado su pistola e hizo señas con ella a los hombres que le seguían y uno detuvo su caballo y saltó a tierra y se tumbó boca abajo y sacó y amartilló su pistola y retiró la manecilla de carga y la clavó en la arena y sosteniendo el arma con ambas manos y la barbilla pegada a tierra apuntó por el cañón. Los caballos estaban a unos doscientos metros y se movían rápido. Al segundo tiro el poni que llevaba al jefe se puso de manos y el jinete que iba a su lado consiguió hacerse con las riendas. Estaban tratando de rescatar al jefe de lomos del caballo herido a media zancada cuando el animal se desplomó.

Glanton fue el primero en llegar al jefe moribundo y como un enfermero estrafalario y maloliente se arrodilló con aquella cabeza extranjera y bárbara apoyada entre sus piernas, ahuyentando a los salvajes con su revólver. Ellos giraron en círculo y agitaron sus arcos y le dispararon algunas flechas y luego volvieron grupas y siguieron su camino. Del pecho del hombre borboteaba sangre y sus ojos miraban vacíos hacia lo alto, vidriosos, con los capilares a punto de reventar. En cada uno de aquellos oscuros pozos había un pequeño sol perfecto.

Glanton regresó al campamento precediendo a su pequeña columna con la cabeza del jefe colgando de su cinto por los cabellos. Los hombres estaban haciendo ristras de cabelleras con tiras de cuero y a algunos de los cadáveres les habían arrancado pedazos enteros de espalda para fabricar con ellos cintos y arneses. El mexicano McGill había sido escalpado y los cráneos empezaban a oscurecerse bajo el sol. La mayoría de las chozas eran ya cenizas y como habían encontrado monedas de oro varios de los hombres removían los rescoldos a puntapiés en busca de más. Glanton los maldijo y les metió prisa, agarrando una lanza y colocando la cabeza en lo alto de la misma donde quedó sonriendo impúdica cual animal de feria, yendo de acá para allá sin desmontar, gritándoles que reunieran la caballada y se pusieran en marcha. Al girar en su caballo vio al juez sentado en el suelo. El juez se había quitado el sombrero y estaba bebiendo agua de un frasco de badana. Miró a Glanton.

No es él.

¿El qué?

El juez señaló con la cabeza. Eso.

Glanton giró la lanza y la cabeza giró también hacia él sus largos mechones oscuros.

Entonces ¿quién es si no es él?

El juez meneó la cabeza. Ese no es Gómez. Señaló de nuevo. Este caballero es de pura sangre. Gómez es mexicano.

No del todo.

Nadie es del todo mexicano. Es como ser del todo mestizo. Pero no es Gómez, porque yo le he visto y ese no es.

¿Podría pasar por Gómez?

No.

Glanton miró hacia el norte. Luego miró al juez. No habrás visto a mi perro, ¿verdad?, dijo.

El juez negó con la cabeza. ¿Tienes intención de conducir ese ganado?

Hasta que tenga que abandonarlo.

Quizá no falta mucho.

Quizá.

¿Cuánto crees que tardarán esos cafres en reagruparse?

Glanton escupió. No era una pregunta y no la respondió. ¿Dónde está tu caballo?, dijo.

Se ha ido.

Pues si quieres seguir con nosotros será mejor que te busques otro. Miró la cabeza en lo alto de la lanza. Tú eras un maldito jefe, dijo, no hay duda. Picó a su caballo y se alejó por la orilla. Los delaware chapoteaban en el lago buscando cuerpos hundidos con los pies. Se quedó allí un rato y luego giró en su caballo y atravesó el campamento saqueado. Montaba con cautela, las pistolas pegadas a los muslos. Siguió las huellas que habían dejado en el desierto al venir al poblado. Cuando regresó traía consigo la cabellera del viejo que había salido de los arbustos al amanecer.

No había pasado una hora que ya estaban en marcha rumbo al sur dejando atrás en la vapuleada orilla del lago un revoltijo de sangre y sal y cenizas y arreando ante ellos a medio millar de caballos y mulos. El juez cabalgaba en cabeza de la columna y llevaba sobre la silla un extraño niño moreno cubierto de ceniza. Parte del pelo se le había quemado y el niño iba mudo y estoico viendo avanzar la tierra ante él con sus enormes ojos negros como una criatura raptada. De camino los hombres se fueron volviendo negros al sol debido a la sangre que cubría sus ropas y sus caras y luego palidecieron poco a poco en el polvo que levantaban hasta adoptar de nuevo el color de la tierra que estaban atravesando.

Cabalgaron todo el día con Glanton cerrando la columna. A eso del mediodía el perro los alcanzó. Tenía el pecho manchado de sangre y Glanton lo llevó sobre el arzón de la silla hasta que se hubo recuperado. Durante toda la tarde el perro trotó a la sombra del caballo y de anochecida lo hizo más alejado donde las siluetas altas de los caballos patinaban por el chaparral sobre sus patas de araña.

Una delgada línea de polvo se extendía hacia el norte y siguieron adelante y los delaware desmontaron y pegaron la oreja al suelo y luego montaron y se pusieron todos en marcha otra vez.

Cuando se detuvieron, Glanton ordenó encender fuego y atender a los heridos. Una de las yeguas había parido en el desierto y aquella frágil criatura pronto fue espetada en una vara de paloverde colgada sobre las brasas mientras los delaware se pasaban una calabaza que contenía la leche cuajada extraída de su estómago. Desde un otero situado al oeste del campamento se podían ver las fogatas del enemigo quince millas más al norte. Los hombres se aposentaron en sus cueros tiesos de sangre e hicieron recuento de las cabelleras y procedieron a atarlas a unos palos, los cabellos de un negro azulado, mates e incrustados de sangre. David Brown pasó entre aquellos ojerosos carniceros sentados ante la lumbre pero no pudo encontrar ningún médico voluntario. Tenía una flecha clavada en el muslo, con plumas y todo, y nadie quería tocársela. Menos aún Doc Irving, y es que Brown le trataba de sepulturero y matasanos y ambos guardaban las distancias.

Chicos, dijo Brown, me curaría yo mismo pero no puedo agarrar bien la flecha.

El juez le miró sonriente.

¿Lo harías tú, Holden?

No, Davy, yo no. Pero te diré lo que voy a hacer.

Qué.

Extenderte una póliza de vida contra todo accidente salvo el lazo de la horca.

Eres un cerdo.

El juez sofocó la risa. Brown le fulminó con la mirada. ¿Es que nadie va a echar una mano?

No hubo respuesta.

Que os den por culo a todos, dijo.

Se sentó con la pierna mala estirada en el suelo y se la miró, más ensangrentado que la mayoría. Agarró el astil y apretó con fuerza. El sudor se acumuló en su frente. Quedó aguantándose la pierna y blasfemando por lo bajo. No todos le miraban. El chaval se levantó. Yo lo intentaré, dijo.

Buen chico, dijo Brown.

Fue a por su silla para tener donde apoyarse. Volvió la pierna hacia la lumbre buscando un poco de luz y se la agarró y dijo algo al chico arrodillado a su vera. Agárrala fuerte, muchacho. Y empuja sin miedo. Luego se puso el cinto entre sus dientes y se recostó.

El chaval asió el astil a ras del muslo de Brown y empujó con todo su peso. Brown se aferró al suelo con ambas manos y echó hacia atrás la cabeza y sus dientes brillaron húmedos a la luz de la lumbre. El chaval repitió la operación. Las venas del cuello del hombre se hincharon como cuerdas y maldijo a toda la familia del chico. Al cuarto intento la punta de la flecha traspasó la carne del muslo y el suelo se manchó de sangre. El chaval se sentó sobre los talones y se pasó la manga de la camisa por la frente.

Brown soltó el cinturón que sostenía con los dientes. ¿Ha salido?, dijo.

Sí.

¿La punta? ¿Es la punta? Vamos, habla.

El chaval sacó su cuchillo, cortó con destreza la punta ensangrentada y se la enseñó. Brown la sostuvo sonriente hacia la luz. Era de cobre batido y se había torcido allí donde empalmaba con el astil pero no se había soltado.

Eres un chico valiente, todavía llegarás a matasanos. Ahora saca eso.

El chaval retiró suavemente el astil de la flecha y Brown se dobló en el suelo haciendo un melodramático movimiento femenino y jadeó entre dientes con un horrible silbido. Estuvo así un rato y luego se incorporó y le cogió el astil al chaval y lo arrojó al fuego y se levantó para ir a hacer su cama.

Cuando el chaval volvió a su manta el ex cura se inclinó hacia él y le susurró al oído.

Tonto, dijo. Dios no te va a querer tanto toda la vida.

El chaval le miró.

¿No sabes que él se te habría llevado consigo? Lo que oyes, muchacho. Como una novia al altar.

Se levantaron y se pusieron en camino poco después de medianoche. Glanton había ordenado avivar el fuego y partieron con las llamas iluminando todo el terreno y las sombras de los matorrales del desierto rodando sobre la arena y los jinetes hollando sus delgadas sombras fluctuantes hasta que penetraron por completo en la oscuridad que tanto les favorecía.

Los caballos y los mulos estaban desperdigados desierto adentro y los fueron reagrupando poco a poco a medida que avanzaban hacia el sur. Fucilazos sin origen recortaban sombrías cordilleras en la noche del confín del mundo y los caballos semisalvajes de la pradera trotaban temblorosos bajo aquella luz azulada como caballos sacados del abismo.

La aurora humeaba y los jinetes harapientos y ensangrentados parecían menos un grupo de vencedores que la retaguardia de un ejército maltrecho en plena retirada por los meridianos del caos y de la noche vieja, los caballos dando traspiés, los hombres tambaleándose dormidos en las sillas de montar. El día les mostró la misma región árida y el humo de sus fogatas de la noche anterior se elevaba delgado y sin viento más al norte. El polvo blanquecino del enemigo que iba a acosarlos hasta las puertas de la ciudad no parecía estar más próximo y el grupo siguió adelante bajo un calor más bochornoso cada vez empujando a los caballos enloquecidos.

A media mañana abrevaron en una poza de agua estancada por la que habían pasado ya trescientos animales. Los jinetes los fustigaron para sacarlos del agua y desmontaron para beber de sus sombreros y luego continuaron por el lecho seco del arroyo, repiqueteando en el suelo pedregoso, rocas y cantos rodados secos y luego otra vez el desierto rojo y arenoso y a su alrededor las sempiternas montañas escasamente cubiertas de hierba donde crecían ocotes y sotoles y las seculares pitas floridas como fantasmagorías en una tierra febril. Al atardecer mandaron jinetes al oeste para que encendieran fuego en la pradera y la compañía descansó a oscuras y durmió mientras los murciélagos iban y venían sobre sus cabezas entre las estrellas. Cuando reanudaron la marcha todavía era oscuro y los caballos estaban al borde del desfallecimiento. Con el día comprobaron que los paganos les habían ganado terreno. Se enfrentaron por primera vez al rayar el alba del día siguiente y los resistieron durante ocho días con sus noches en la llanura y entre las rocas de la montaña y desde muros y azoteas de haciendas abandonadas y no perdieron un solo hombre.

La tercera noche se parapetaron tras viejos muros de adobe desmoronados con las fogatas del enemigo a un kilómetro de distancia en el desierto. El juez estaba sentado con el niño apache frente a la lumbre y el niño lo miraba todo con sus ojos de baya oscura y algunos hombres jugaban con él y le hacían reír y le daban cecina y el niño masticaba observando muy serio las figuras que pasaban por delante de él. Lo taparon con una manta y por la mañana el juez estaba columpiándolo sobre una rodilla mientras los demás ensillaban los caballos. Toadvine le vio con el niño al pasar con su silla pero cuando volvió diez minutos después tirando de la brida de su caballo el niño yacía muerto y el juez le había cortado la cabellera. Toadvine apoyó el cañón de su pistola en la gran cúpula pelada del juez.

Eres un cabrón, Holden.

Retíralo o dispara. Vamos, decídete.

Toadvine se guardó la pistola. El juez sonrió y restregó la pelambre contra la pernera de su pantalón y se levantó. Diez minutos más tarde estaban de nuevo en el llano huyendo de los apaches a galope tendido.

La tarde del quinto día cruzaron al paso una laguna seca con los caballos por delante y los indios detrás a tiro de fusil y gritándoles cosas en español. De vez en cuando uno de la compañía se apeaba con el rifle y una varilla de limpiar y los indios salían disparados como codornices, situándose detrás de sus ponis. Hacia el este, temblando en la calima, había una hacienda de paredes blancas de las cuales emergían unos árboles delgados y verdes y rígidos como un decorado de diorama. Una hora más tarde pasaban con los caballos -serían ahora un centenar de cabezas- junto a aquellas paredes siguiendo un camino trillado que conducía a un manantial. Un joven llegó a caballo y les dio formalmente la bienvenida en español. Nadie respondió. El joven miró arroyo abajo donde los campos estaban entreverados de acequias y los jornaleros en sus polvorientas ropas blancas habíanse quedado parados azadón en mano entre el algodón nuevo o el maíz que les llegaba por la cintura. Miró después hacia el noroeste. Los apaches, unos setenta u ochenta, habían rebasado el primero de una hilera de jacales y venían en fila india por el sendero hacia la sombra de los árboles.

Los peones que estaban en los campos los vieron casi al mismo tiempo. Arrojaron sus herramientas y se echaron a correr, unos con las manos en la cabeza, otros chillando. El joven caballero miró a los americanos y miró de nuevo a los salvajes que se aproximaban. Gritó algo en español. Los americanos sacaron a los caballos de la fuente y enfilaron la alameda. La última imagen que tuvieron de él fue sacándose una pequeña pistola de la bota y girando para plantar cara a los indios.

Aquella tarde cruzaron el pueblo de Gallego con los apaches detrás. La calle era un arroyo de fango patrullado por cerdos y horribles perros sin pelo. El pueblo parecía desierto. El maíz tierno de los sembrados había sido lavado por las lluvias recientes y se veía blanco y luminoso, el sol lo volvía casi transparente. Cabalgaron durante buena parte de la noche y al día siguiente los indios seguían allí.

Combatieron de nuevo en Encinillas y combatieron en los desfiladeros camino de El Sauz y después en los montes bajos desde los que se veían ya hacia el sur las agujas de las iglesias de la ciudad. El 21 de julio de 1849 entraban en la ciudad de Chihuahua en olor de heroísmo, precedidos en las calles polvorientas por los caballos de arlequín entre un pandemónium de dientes y ojos en blanco. Los niños correteaban entre los cascos de los caballos mientras los vencedores, en sus apelmazados harapos, sonreían bajo la mugre y el polvo y la sangre incrustada enarbolando las cabezas disecadas de los enemigos en medio de aquella fantasía de música y de flores.

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