I

Infancia en Tennessee - Se va de casa

Nueva Orleans - Peleas - Le hieren

A Galveston - Nacogdoches - El reverendo Green

El juez Holden - Una refriega - Toadvine

Incendio del hotel - Retirada.


He aquí el niño. Es pálido y flaco, lleva una camisa de hilo fina y ajada. Aviva la lumbre en la recocina. Afuera hay campos oscuros roturados y con jirones de nieve y al fondo bosques más oscuros aún donde moran todavía los últimos lobos. Viene de familia de poceros y talladores de madera, pero en realidad su padre ha sido maestro. La bebida le puede, cita a poetas cuyos nombres se han perdido para siempre. El niño le observa acuclillado junto al fuego.

La noche de tu nacimiento. Año treinta y tres. Leónidas, las llamaban. Ah, qué de estrellas caían. Yo buscaba lo negro, agujeros en el firmamento. La Osa Mayor embestía.

La madre muerta hace catorce años ha incubado en su seno la criatura que la llevará a la tumba. El padre jamás pronuncia su nombre, el niño no sabe cuál es. En alguna parte tiene una hermana a la que no volverá a ver. Pálido y sucio, observa. No sabe leer ni escribir y ya alimenta una inclinación a la violencia ciega. Toda la historia presente en ese semblante, el niño el padre del hombre.

A los catorce se va de casa. Ve por última vez la cabaña y la siempre helada cocina en la oscuridad previa al albor. La leña, las palanganas. Errando hacia el este llega a Menfis, emigrante solitario en el llano paisaje pastoril. Negros en los campos, flacos y encorvados, los dedos como arañas entre las vainas de algodón. Una agonía de sombras en el huerto. Contra el declinar del sol siluetas que se mueven en el lentísimo crepúsculo frente a un horizonte como de papel. Un oscuro labriego solitario persiguiendo mulo y grada hacia la noche en la hoyada batida por la lluvia.

Pasa un año y está en San Luis. Encuentra pasaje a bordo de una chalana que se dirige a Nueva Orleans. Cuarenta y dos días en el río. Por la noche los vapores suenan sus sirenas y surcan lentamente las negras aguas iluminados como ciudades a la deriva. Desguazan la balsa y venden toda la madera y el niño pasea por las calles y oye lenguas que jamás había oído. Vive en una habitación que da a un patio detrás de una taberna y por las noches baja como los ogros de cuento de hadas para batirse con los marinos. No es fornido pero tiene las muñecas grandes, las manos grandes. La espalda estrecha. La cara de niño permanece curiosamente intacta tras de las cicatrices, los ojos de una extraña inocencia. Pelean a puñetazos, a patadas, a botellazos o a cuchillo. Todas las razas, todas las castas. Hombres cuyo hablar suena a gruñido de simio. Hombres de tierras tan remotas y misteriosas que viéndolos a sus pies desangrarse en el fango siente que es el género humano el que ha sido vengado.

Cierta noche un contramaestre maltés le dispara por la espalda con un pistolete. Al volverse para darle su merecido recibe otra bala debajo del corazón. El maltés huye y el niño se apoya en la barra con la sangre chorreándole de la camisa. Los demás evitan mirarle. Al rato se sienta en el suelo.

Pasa dos semanas acostado en un catre en el cuarto de arriba atendido por la esposa del tabernero, que le sube la comida, se lleva sus lavazas. Una mujer de expresión adusta y un cuerpo nervudo como de hombre.

Repuesto al fin, no le queda ya dinero con que pagar a la mujer y por la noche huye y duerme en la ribera hasta que encuentra un barco que le acepta a bordo. El barco va a Tejas.

Solo ahora se ha despojado completamente el niño de todo lo que ha sido. Sus orígenes son ya tan remotos como remoto es su destino y nunca más, por más vueltas que dé el mundo, encontrará territorios tan agrestes y bárbaros donde probar si la materia de la creación puede amoldarse a la voluntad humana o si el corazón no es más que arcilla de otra clase. Los pasajeros son gente remisa. Ponen rejas a sus miradas y nadie pregunta a nadie qué le ha traído por aquí. Duerme en cubierta, un peregrino más. Mira cómo sube y baja la orilla borrosa. Aves marinas grises mirando embobadas. Bandadas de pelícanos hacia la costa sobre el oleaje gris.

Desembarcan en una batea, colonos con sus enseres, todos con la vista clavada en el litoral bajo, la caleta de arena y pinos esmirriados que parecen nadar en el aire turbio.

Recorre las callejuelas del puerto. El aire huele a sal y a madera recién aserrada. De noche las putas le llaman como almas en pena desde la oscuridad. Una semana después toma de nuevo el portante, en el monedero unos cuantos dólares que ha ganado, recorriendo los caminos arenosos de la noche sureña, a solas y con los puños apretados en los bolsillos de su chaqueta barata de algodón. Calzadas terraplenadas a través de los pantanos. Colonias de garcetas, blancas como cirios entre el musgo. El viento desapacible hace correr las hojas por la cuneta y las empuja hacia los campos oscuros. Pasa por pequeñas poblaciones y granjas rumbo al norte, trabaja a cambio de jornal y cubierto. Ve a un parricida ahorcado en un villorrio y los amigos del muerto se precipitan para tirarle de las piernas y el hombre pende de su soga mientras la orina le oscurece el pantalón. Trabaja en un aserradero, trabaja en un lazareto para diftéricos. De un granjero recibe como paga un mulo viejo y a lomos de dicho animal en la primavera del año 1849 llega a la ciudad de Nacogdoches después de remontar la efímera república de Fredonia.

El reverendo Green había estado actuando diariamente con lleno total mientras la lluvia no había dejado de caer y la lluvia no dejaba de caer desde hacía dos semanas. Cuando el chaval entró en la desastrada tienda de lona solamente quedaban un par de localidades, de pie, al fondo de la misma y la fetidez a cuerpos mojados y no bañados era tal que los mismos espectadores salían de vez en cuando a tomar un poco de aire fresco hasta que el aguacero los obligaba a entrar otra vez. Se puso al lado de otros como él junto a la pared del fondo. Lo único que podría haberle distinguido de los demás era que él no iba armado.

Vecinos, estaba diciendo el reverendo, aquel hombre era incapaz de alejarse de ese agujero infernal, de ese tártaro que tenemos en Nacogdoches. Y yo le dije, digo:

¿Piensas arrastrar contigo al hijo de Dios? Y él dice: No. Ni pensarlo. Y entonces le digo: ¿No sabes que Él dijo te seguiré a todas partes, hasta el final del camino?

Si yo no le pido a nadie que haga nada, me responde. Y yo le digo: Vecino, eso no hace falta pedirlo. Él estará allí contigo a cada paso tanto si lo pides como si no. Digo: Vecino, no podrás deshacerte de él. Bien. ¿Piensas arrastrarlo contigo, nada menos que a Él, hasta ese infierno de ciudad?

¿Habías visto llover tanto alguna vez?

El chaval estaba observando al reverendo y se volvió hacia el hombre que acababa de hablar. Lucía largos bigotes a la manera de los carreteros y llevaba un sombrero de ala ancha y copa chata. Era ligeramente estrábico y miraba ansiosamente al chaval como si le interesara su opinión acerca de la lluvia.

Yo acabo de llegar, dijo el chaval.

Pues esto le gana a todo lo que yo he visto.

El chaval asintió de una cabezada. Un tipo descomunal vestido con un gabán de lona encerada acababa de entrar en la tienda y se quitó el sombrero. Era calvo como un huevo y no tenía rastro de barba ni tampoco cejas ni sus ojos pestañas. Medía casi dos metros de estatura y tenía un puro en la boca aun estando en aquella casa de Dios itinerante y pareció que se había quitado el sombrero únicamente para sacudir la lluvia, pues se lo volvió a poner.

El reverendo había interrumpido su sermón. En la tienda no se oía una mosca. Todos miraban al hombre. Se ajustó el sombrero, se abrió paso hasta el púlpito de madera de embalaje donde estaba el reverendo y una vez allí se dio la vuelta para dirigir la palabra a los fieles. Su rostro era sereno y extrañamente infantil. Tenía las manos pequeñas.

Señoras y señores, creo mi deber informarles de que el hombre que dirige esta reunión es un impostor. Ninguna institución reconocida o improvisada le ha facilitado diploma alguno de teología. Carece de la más mínima capacidad para ejercer el cargo que ha usurpado y tan solo ha aprendido de memoria algunos pasajes de la Biblia a fin de dar a sus fraudulentos sermones un deje de la piedad que él menosprecia. A decir verdad, el caballero aquí presente que se hace pasar por ministro del Señor no solo es completamente analfabeto sino que se le busca en los estados de Tennessee, Kentucky, Misisipí y Arkansas.

Oh Dios, exclamó el reverendo. Mentiras, ¡mentiras! Se puso a leer febrilmente de la biblia abierta ante él.

Requerido por diversos cargos, el más reciente de los cuales tuvo que ver con una niña de once años (y he dicho once) que se había confiado a él y con la cual fue sorprendido en el momento de violarla llevando él puesta la librea de su fe.

Un clamor recorrió a los concurrentes. Una señora cayó de rodillas.

Es él, gritó el reverendo, sollozando. Él en persona. El diablo. Aquí lo tenéis.

Hay que ahorcar a ese mierda, gritó un patán repulsivo desde el paraíso.

Y tres semanas antes había sido expulsado de Fort Smith (Arkansas) por ayuntamiento carnal con un macho cabrío. Sí señora, ha oído usted bien. Macho cabrío.

Que me aspen si no mato ahora mismo a ese hijo de perra, dijo un hombre poniéndose en pie al fondo de la tienda, y sacando una pistola de su bota apuntó e hizo fuego.

El joven carretero extrajo rápidamente un cuchillo de sus ropas y rajó un pedazo de tienda y salió a la lluvia. El chaval se fue detrás. Corrieron por el fango agachando la cabeza en dirección al hotel. El tiroteo era ya generalizado dentro de la tienda y la gente había abierto una docena de salidas en la lona y empezaba a salir, las mujeres chillando, todo el mundo tropezándose y atascándose en un mar de barro. El chaval y su amigo alcanzaron el porche del hotel y se enjugaron el agua de los ojos y se volvieron para mirar. En ese mismo momento la tienda de lona empezó a combarse y oscilar y cual enorme medusa herida se desinfló lentamente en el suelo cubriendo este de faldones rajados y de cuerdas podridas.

El calvo estaba ya en la barra cuando entraron. Sobre la madera encerada había dos sombreros y un doble puñado de monedas. Alzó el vaso pero no a la salud de ellos. Se acercaron a la barra y pidieron sendos whiskies y el chaval puso dinero sobre el mostrador pero el cantinero lo retiró con el dedo pulgar y meneó la cabeza. Esta ronda va a cuenta del juez, dijo.

Bebieron. El carretero dejó su vaso y miró al chaval o pareció que lo hacía, de su mirada no podías estar seguro. El chaval se inclinó para mirar hacia donde estaba el juez al fondo de la barra. Tan alta era la barra que no todo el mundo podía apoyar los codos encima pero al juez le llegaba a la cintura y ahora tenía las palmas apoyadas en la madera, ligeramente inclinado, como si se dispusiera a largar otro discurso. En ese momento empezaron a entrar los hombres, ensangrentados, cubiertos de barro, maldiciendo. Rodearon al juez. Estaban organizando una partida para dar caza al predicador.

Juez, ¿cómo es que se sabe usted tan al dedillo el expediente de ese degenerado?

¿Qué expediente?

¿Cuándo estuvo usted en Fort Smith?

¿En Fort Smith?

¿Dónde le conoció para saber tantas cosas de él?

¿Se refiere al reverendo Green?

Sí. Imagino que antes de venir aquí pasaría usted por Fort Smith.

No he estado en Fort Smith en toda mi vida. Y no creo que él haya estado tampoco.

Se miraron los unos a los otros.

Entonces ¿dónde fue que se topó con él?

Jamás le había visto antes de hoy. No sabía nada de él.

Levantó el vaso y bebió.

Se produjo un extraño silencio en la sala. Los hombres parecían efigies de barro. Finalmente alguien empezó a reír. Luego alguien más. Al poco rato todo el mundo reía. Alguien invitó al juez a un trago.

Hacía dos semanas que llovía sin parar cuando encontró a Toadvine y aún estaba lloviendo. Seguía en aquella misma taberna y se había bebido todo el dinero menos dos dólares. El carretero se había marchado, casi no había nadie. La puerta estaba abierta y se veía caer la lluvia en el solar vacío que había detrás del hotel. Apuró su copa y salió. Había unos tablones atravesados sobre el fango y siguió la pálida franja de luz procedente de la puerta camino del meadero de ladrillo terciado que había al fondo del solar. Otro hombre salía del meadero y se encontraron a medio camino del entablado. El hombre que estaba ante él se bamboleó un poco. El ala de su sombrero le caía empapada sobre los hombros salvo en la parte frontal, prendida a la copa por un alfiler. Sostenía una botella en la mano floja. Aparta de mi camino, dijo.

El chaval no pensaba hacerlo y vio que era inútil discutir. Le propinó una patada a la mandíbula. El hombre cayó y se levantó de nuevo. Dijo: Te voy a matar.

Se abalanzó botella en alto pero el chaval le esquivó y el otro atacó de nuevo y el chaval se echó atrás. En el momento en que el chaval le golpeaba, el hombre le partió la botella contra la sien. Cayó despedido al fango y el hombre se lanzó sobre él con el cuello mellado de la botella y trató de metérselo en el ojo. El chaval se defendía con las manos y las tenía resbaladizas de sangre. Intentaba alcanzar el cuchillo que guardaba en una bota.

Te voy a hacer papilla, dijo el hombre. Se enzarzaron en la oscuridad del solar, las botas les pesaban. El chaval empuñaba ahora su cuchillo y giraron en círculo avanzando como los cangrejos y cuando el hombre se lanzó sobre él el chaval le abrió la camisa de un tajo. El hombre arrojó el cuello de botella y se sacó de la espalda un inmenso cuchillo de caza. Se le había caído el sombrero y sus negras guedejas como cabos bailaban en torno a su cabeza y todas sus amenazas se habían concretado en repetir te mataré a modo de salmodia enajenada.

Ese de ahí lleva un buen tajo, dijo uno de los hombres que se habían puesto a mirar desde la acera.

Te mataré, te mataré, babeaba el hombre en su avance.

Pero alguien más se aproximaba por el solar con pesados y regulares chapoteos vacunos. Portaba un enorme garrote irlandés. Llegó primero al chaval y cuando descargó la porra este cayó de bruces al barro. Habría muerto si alguien no le hubiera puesto boca arriba.

Cuando despertó era de día y había dejado de llover y estaba mirando la cara de un hombre de cabellos largos totalmente cubierto de barro. El hombre le estaba diciendo algo.

¿Qué?, dijo el chaval.

Que si estamos en paz.

¿En paz?

Sí, en paz. Porque si quieres algo de mí puedes estar seguro de que lo tendrás.

Miró al cielo. Muy arriba, muy pequeño, un ratonero. Miró al hombre. ¿Tengo el cuello roto?, dijo.

El hombre miró hacia el solar y escupió y miró de nuevo al chico. ¿No puedes levantarte?

No sé. No lo he intentado.

Mi intención no era romperte el cuello.

Ya.

Lo que quería era matarte.

Eso no lo ha logrado nadie todavía. Se puso de pie a duras penas. El hombre estaba sentado en las tablas con las botas al lado. No tienes nada estropeado, dijo.

El chaval miró dolorido en derredor. ¿Y mis botas?, preguntó.

El hombre le miró achicando los ojos. De su cara cayeron escamas de barro seco.

Tendré que matar a algún hijoputa si me han quitado las botas.

Esa de allá podría ser una.

El chaval caminó fatigosamente por el barro y recogió una bota. Chapoteó en el patio palpando los bloques de fango más prometedores.

¿Es tu cuchillo?, dijo.

El hombre le miró guiñando los ojos. Se parece, dijo.

El chaval se lo lanzó y el hombre se inclinó para recogerlo y limpió la enorme hoja en la pernera de su pantalón. Ya pensaba que alguien te había robado, le dijo al cuchillo.

El chaval encontró la otra bota y fue a sentarse en las tablas. Tenía las manos hinchadas de barro y se limpió una de ellas en la rodilla y la dejó caer de nuevo.

Estuvieron allí sentados uno junto a otro contemplando el árido solar. Del otro lado de la cerca de estacas que había en uno de sus extremos un chico estaba sacando agua de un pozo y había gallinas en aquel patio. Un hombre apareció en la puerta de la tasca que había un poco más abajo. Se detuvo al llegar a donde ellos estaban y los miró y se desvió para pasar por el fango. Al rato regresó y volvió a desviarse por el fango y siguió camino arriba.

El chaval miró a su compañero. Tenía la cabeza extrañamente estrecha y el pelo apelmazado de barro en un peinado que resultaba extravagante y primitivo. En la frente tenía grabadas a fuego las letras H T y más abajo, casi entre los ojos, la letra F. (Siglas de Horse Thief Fraymaker, «ladrón de caballos y buscalíos. N. del T). Eran unas marcas chillonas y estaban biseladas como si alguien se hubiera demorado con el hierro. Cuando se volvió para mirar al chaval este pudo ver que no tenía orejas. Se levantó y envainó el cuchillo y empezó a andar con las botas en la mano y el chaval se levantó también y le siguió. Antes de llegar al hotel el hombre se detuvo y contempló todo aquel barro y entonces se sentó en las tablas y se calzó las botas con barro y todo. Luego se puso de pie y chapoteó por el solar para recoger algo.

Fíjate en esto, dijo. Mi maldito sombrero.

Era irreconocible, una cosa muerta. El hombre lo sacudió y se lo puso en la cabeza y siguió adelante y el chaval fue detrás.

La tasca era una sala larga y estrecha revestida de tablones barnizados. Había mesas adosadas a la pared y escupideras en el piso. No había ningún cliente. El cantinero levantó la vista al verlos entrar y un negro que estaba barriendo el suelo apoyó la escoba contra la pared y salió.

¿Dónde está Sidney?, dijo el hombre ataviado de barro.

Supongo que en la cama.

Siguieron adelante.

Toadvine, llamó el cantinero.

El chaval se volvió.

El cantinero había salido de detrás de la barra y los estaba mirando. Fueron de la puerta a la escalera que había al fondo del vestíbulo del hotel, dejando a su paso diversas formas de barro en el piso. Cuando empezaban a subir, el empleado que atendía la recepción se inclinó para llamarlos.

Toadvine.

Toadvine se detuvo y miró hacia atrás.

Te matará.

¿Quién? ¿Sidney?

Sidney.

Siguieron escaleras arriba.

En el rellano había un largo pasillo con una cristalera al fondo. A lo largo de las paredes había puertas barnizadas tan juntas unas de otras que podrían haber sido armarios. Toadvine anduvo hasta el final del pasillo. Pegó la oreja a la última puerta y miró al chaval.

¿Tienes un fósforo?

El chaval se hurgó los bolsillos y sacó una cajita de madera, sucia y aplastada.

El hombre se la cogió. Aquí hace falta un poco de yesca, dijo. Estaba desmenuzando la caja y arrimando los pedazos a la puerta. Prendió un fósforo y encendió los pedazos. Luego metió el montoncito de madera por debajo de la puerta y añadió más cerillas.

¿Está ahí dentro?, preguntó el chico.

Eso lo sabremos en seguida.

Apareció una oscura nubecilla, una llama azul de barniz quemándose. Se agacharon en el pasillo para observar. Finas llamas empezaron a subir por los paneles para meterse dentro otra vez. Los dos espectadores parecían formas excavadas de un pantano.

Ahora llama a la puerta, dijo Toadvine.

El chaval se levantó. Toadvine se incorporó a la espera. Oyeron crepitar las llamas dentro de la habitación. El chaval llamó.

Será mejor que le des más fuerte. Ese tipo bebe.

Apretó el puño y lo descargó contra la puerta unas cinco veces.

¡Fuego!, dijo una voz.

Ahí viene.

Esperaron.

Cómo quemas, cabrón, dijo la voz. El tirador giró y la puerta se abrió por fin.

Estaba en calzoncillos sosteniendo en una mano la toalla que había empleado para accionar el tirador. Al verlos giró en redondo para volver a entrar pero Toadvine le agarró del cuello y le hizo caer y le tiró del pelo y empezó a sacarle un ojo con el dedo gordo. El hombre le agarró la muñeca y se la mordió.

Patéale la boca, gritó Toadvine. Vamos.

El chaval entró en la habitación y retrocedió un poco y le dio un puntapié en la cara. Toadvine tiró hacia atrás de la cabeza del hombre agarrándole del pelo.

Patéalo, dijo. Venga, hombre, dale fuerte.

El chaval lo hizo.

Toadvine giró la cabeza ensangrentada y la miró y la dejó caer al suelo y se levantó y le propinó también él una patada. Dos espectadores habían salido al pasillo. La puerta estaba en llamas, así como parte de la pared y del techo. Salieron y se alejaron pasillo abajo. El empleado estaba subiendo los peldaños de dos en dos.

Toadvine, hijo de puta, dijo.

Toadvine estaba cuatro peldaños más arriba y cuando le dio una patada le alcanzó en el cuello. El empleado cayó de culo en la escalera. Cuando el chaval pasó por su lado le arreó en la cabeza y el empleado se derrumbó y empezó a resbalar hacia el descansillo. El chaval le pasó por encima y bajó al vestíbulo y salió por la puerta delantera.

Toadvine corría ya por la calle, agitando los puños en alto como un loco y riendo a carcajadas. Parecía un gran muñeco de vudú que hubiera cobrado vida y el chaval parecía otro tanto. A sus espaldas las llamas habían alcanzado la esquina superior del hotel y nubes de humo oscuro se elevaban en la mañana de Tejas.

Había dejado el mulo con una familia de mexicanos que alojaba animales a las afueras del pueblo y llegó allí con ojos desorbitados y sin resuello. La mujer abrió la puerta y le miró.

Necesito mi mulo, jadeó el chaval.

Ella le siguió mirando y luego llamó hacia la parte de atrás. El chaval rodeó la casa. En el solar había caballos apersogados y un carro de plataforma arrimado a la cerca con varios pavos sentados en el borde. La vieja había ido a la puerta de atrás. Nito, llamó. Venga. Aquí hay un caballero. Venga.

Recorrió el cobertizo hasta el cuarto de los arreos y cogió su maltrecha silla de montar y el petate. Encontró a su mulo y lo sacó de la casilla y lo embridó con el ronzal de cuero crudo y lo condujo hasta la cerca. Apoyó el hombro en el animal y le puso la silla encima y apretó las cinchas mientras el mulo se espantaba y respingaba y frotaba la cabeza contra la cerca. Lo llevó al otro lado del solar. El mulo sacudía la cabeza hacia un lado como si tuviera algo dentro de la oreja.

Lo sacó al camino. Al pasar frente a la casa, la mujer fue hacia él sin hacer ruido con los pies. Cuando vio que ponía el pie en el estribo echó a correr. El chaval montó en la silla rota y arreó al mulo con un chasquido de la lengua. La mujer se detuvo en la verja y le vio partir. Él no miró atrás.

Al pasar de nuevo por el pueblo vio que el hotel estaba ardiendo y que alrededor había hombres mirando, algunos con cubos vacíos en la mano. Había otros montados a caballo observando las llamas y uno de ellos era el juez. Cuando el chaval pasó por su lado el juez volvió la cabeza y le miró. Hizo girar a su caballo, como si quisiera que el animal mirase también. Cuando el chaval miró hacia atrás el juez sonrió. El chaval aguijó al mulo y entre chapoteos dejaron atrás el viejo fuerte de piedra por el camino que iba hacia el oeste.

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