XIII

En los baños - Comerciantes - Trofeos de guerra

El banquete - Trías - El baile - Al norte - Coyame

La frontera - Los Huecos - Matanza de los tiguas

Carrizal - Una fuente en el desierto - Los médanos

Una encuesta sobre dentición - Nacori - La cantina

Encuentro desesperado - Hacia las montañas

Una aldea diezmada - Lanceros a caballo

Escaramuza - Persiguiendo a los supervivientes

La llanura de Chihuahua - Carnicería de los soldados

Un sepelio - Chihuahua - Rumbo al oeste.

Nuevos jinetes engrosaban sus filas a medida que avanzaban, muchachos a lomos de mulas y viejos con sombreros galoneados y una delegación se hizo cargo de los caballos y mulos capturados y los arreó por las calles angostas hacia el ruedo en donde se iban a quedar. Los maltrechos combatientes apretaron el paso, algunos sosteniendo en alto copas que les habían puesto en las manos, saludando con sus putrescentes sombreros a las damas apretujadas en los balcones e izando las bamboleantes cabezas cuyas facciones habían venido a marchitarse en extrañas expresiones de somnoliento fastidio, apretujados de tal manera entre los ciudadanos que casi parecían la vanguardia de un alzamiento de miserables y a todo eso precedidos por un par de tamborileros uno tonto y los dos descalzos y por un trompetista que marchaba con un brazo sobre la cabeza en un gesto marcial y tocando sin parar. De este modo cruzaron los portales del palacio del gobernador, salvando los gastados escalones de piedra que daban al patio en donde los rugosos cascos de los caballos sin herrar se asentaban en los adoquines con un curioso martilleo torruguil.

Centenares de mirones se apiñaron para presenciar el recuento de las cabelleras. Soldados con fusiles mantenían a raya a la muchedumbre y las muchachas miraban con sus enormes ojos negros a los mercenarios americanos y algunos niños se adelantaban para tocar con sus manos los espeluznantes trofeos. Había ciento veintiocho cabelleras y ocho cabezas y el lugarteniente del gobernador con su séquito bajó al patio para darles la bienvenida y admirar el trabajo realizado. Se les prometió que cobrarían íntegramente en oro durante la cena que se iba a celebrar en su honor aquella noche en el hotel Riddle & Stephens y a esto los americanos lanzaron vítores y volvieron a montar. Ancianas envueltas en rebozos negros corrían a besar sus apestosas camisas, a bendecirlos levantando sus pequeñas manos morenas, y los jinetes volvieron grupas en sus demacradas monturas y se abrieron paso entre la multitud que gritaba para salir por fin a la calle.

Fueron hasta los baños públicos donde se chapuzaron de uno en uno en las aguas, cada cual más pálido que el anterior y todos ellos tatuados, marcados, llenos de costurones, las grandes cicatrices inauguradas Dios sabe dónde y por qué bárbaros cirujanos como rastros de gigantescos ciempiés en los torsos y los abdómenes, algunos deformes, sin uno o varios dedos, algún ojo, frentes y brazos estampados con letras y números como artículos para inventariar. Ciudadanos de ambos sexos estaban pegados a las paredes viendo cómo el agua se volvía turbia de sangre e inmundicia y nadie podía dejar de mirar al juez que se había desvestido el último y ahora recorría el perímetro de los baños con un cigarro en la boca y un porte regio, probando el agua con el dedo gordo del pie, de tamaño sorprendentemente pequeño. Relucía como la luna de tan pálido que era y ni un solo pelo visible en aquel corpachón suyo, como tampoco en ningún resquicio ni en los grandes cañones de su nariz ni tampoco en el pecho ni las orejas y ni rastro de vello sobre los ojos o en los párpados. La inmensa cúpula reluciente de su cráneo desnudo parecía un gorro de baño encasquetado sobre la por lo demás morena piel de su cara y cuello. A medida que la mole se fue introduciendo en el baño, las aguas subieron perceptiblemente y cuando quedó sumergido hasta los ojos miró a su alrededor con inmenso deleite, ligeramente arrugados los ojos como si sonriera bajo el agua como un manatí gordo que asomara a una ciénaga mientras anclado sobre su menuda oreja el cigarro seguía quemando suavemente a ras de agua.

Entretanto, unos mercaderes habían desplegado su género sobre el embaldosado de arcilla, trajes de tela y corte europeos y camisas de seda de colores y gorros de castor bien carmenados y buenas botas de cuero español, bastones y látigos con contera de plata y sillas de montar repujadas en plata y pipas labradas y cachorrillos y un surtido de espadas toledanas con empuñadura de marfil y la hoja bellamente cincelada, y los barberos estaban colocando sus sillones para recibirlos, pregonando los nombres de clientes famosos a los que habían atendido, y toda esta gente emprendedora garantizaba a los hombres de la compañía las mayores facilidades de pago.

Cuando cruzaron la plaza ataviados con sus trajes nuevos, algunos con las mangas que no les llegaban mucho más allá de los codos, estaban colgando las cabelleras del armazón de hierro del mirador a modo de decorado para una celebración bárbara. Las cabezas habían sido puestas en lo alto de las farolas desde donde contemplaban con sus hundidos ojos paganos los cueros secos de sus congéneres y sus antepasados desplegados a lo largo de la fachada de piedra de la catedral y crujiendo un poco con la brisa. Más tarde, cuando encendieron las farolas, el suave resplandor vertical dio a las cabezas una apariencia de máscaras trágicas y a los pocos días quedarían moteadas de blanco y totalmente llagadas de los excrementos de los pájaros que se posaban en ellas.

Este Ángel Trías que era gobernador había estudiado de joven en el extranjero y leído a los clásicos y ahora estudiaba lenguas. Era asimismo tan hombre como el que más y a los guerreros que había contratado para la protección del Estado parecía inspirarles cierta simpatía. Cuando el lugarteniente invitó a Glanton y sus oficiales a cenar, Glanton replicó que él y sus hombres comían en la misma mesa. El lugarteniente admitió la objeción con una sonrisa y Trías había hecho lo mismo después. Llegaron en orden, afeitados y pelados y con su flamante vestuario, los delaware extrañamente austeros y amenazadores en sus chaqués, y se colocaron alrededor de la mesa que les había sido preparada. Se ofrecieron cigarros y vasos de jerez y el gobernador que aguardaba a la cabecera de la mesa les dio la bienvenida e impartió órdenes a su chambelán para que se les atendiera en todas sus necesidades. De ello se encargaban soldados que iban a por más vasos, servían el vino, encendían cigarros de una vela en candelero de plata pensado nada más que para ese fin. El juez llegó el último, embutido en un traje de lino sin blanquear que le habían hecho a medida aquella misma tarde, en cuya fabricación se habían agotado rollos enteros de tela así como cuadrillas de sastres. Iban metidos sus pies en bien abetunadas botas grises de cabritilla y en la mano llevaba un panamá que procedía de otros dos panamás más pequeños empalmados uno al otro con tal meticulosidad que las puntadas prácticamente no se notaban.

Trías había tomado ya asiento cuando el juez hizo su aparición pero tan pronto el gobernador le vio se levantó de nuevo y se estrecharon cordialmente la mano y el gobernador le hizo sentar a su derecha y en seguida se pusieron a hablar en una lengua que nadie más en toda aquella estancia hablaba si exceptuamos algún que otro epíteto infame importado de las tierras del norte. El ex cura ocupaba un asiento delante del chaval y levantó las cejas e hizo una seña hacia la cabecera de la mesa volviendo los ojos en aquella dirección. El chaval, que llevaba el primer cuello almidonado de su vida y su primer corbatín, estaba mudo como un maniquí de sastrería.

La cena había alcanzado ya su apogeo y había un doble ir y venir de platos, pescado y aves y buey y caza de la región y un lechón asado y entremeses y bizcochos borrachos y helados y botellas de vino y brandy de los viñedos de El Paso. Hubo variados brindis patrióticos: los edecanes del gobernador brindaron por Washington y Franklin y los americanos respondieron nombrando otros de sus héroes nacionales, ajenos por igual a la diplomacia y al panteón de la república hermana. Se pusieron a comer y continuaron haciéndolo hasta agotar primero el banquete y luego toda la despensa del hotel. Fueron enviados emisarios a toda la ciudad en busca de más material solo para que este se agotara también y hubo que mandar a por más hasta que el cocinero del Riddle formó una barricada en la puerta con su propio cuerpo y los soldados se limitaron a verter sobre la mesa bandejas de pasteles, cortezas de tocino fritas, tablas de quesos: todo lo que encontraban.

El gobernador había dado unos golpecitos a su copa antes de levantarse para hablar en su bien fraseado inglés pero los mercenarios eructaban ebrios y miraban lascivamente a su alrededor mientras pedían más licores y algunos no dejaban de brindar a grito pelado, brindis que degeneraron en ruegos obscenos dirigidos a las putas de diversas ciudades sureñas. El tesorero fue presentado entre vítores, rechiflas y copas levantadas. Glanton se hizo cargo de la larga bolsa de loneta estampada con la cartela del Estado e interrumpiendo sin más al gobernador se levantó y derramó todo el oro sobre la mesa y en medio de un ruidoso dispendio dividió la pila de monedas con la hoja de su cuchillo de forma que cada hombre recibiera la paga acordada sin más ceremonia. Una especie de banda improvisada había iniciado una lúgubre tonada en el salón de baile contiguo donde unas cuantas damas a las que habían hecho venir estaban ya sentadas en bancos adosados a la pared y se abanicaban al parecer sin alarma.

Los americanos desembocaron en el salón de baile de a uno y de a dos y en grupos, sillas retiradas, sillas empujadas y volcadas de cualquier manera. Habían encendido apliques de pared con reflectores de estaño y los celebrantes allí congregados arrojaban sombras en conflicto. Los cazadores de cabelleras miraron sonrientes a las damas, hoscos en sus ropas encogidas, sorbiéndose los dientes, armados de cuchillos y pistolas y con la mirada frenética. El juez estaba entrevistándose con la banda y al poco rato empezó a sonar una cuadrilla. Bandazos y pisotones se sucedieron entonces mientras el juez, afable, galante, guiaba primero a una y luego a otra de las damas con llana delicadeza. Hacia la medianoche el gobernador se había excusado y miembros de la banda habían empezado a retirarse. Un arpista callejero ciego se había subido de puro miedo a la mesa del banquete entre huesos y bandejas y una caterva de putas de aspecto chillón habíase infiltrado en el baile. Pronto se generalizaron los pistoletazos, y el señor Riddle, cónsul estadounidense interino en la ciudad, bajó para reprender a los juerguistas pero se le aconsejó que se marchara. Estallaron peleas. Los hombres empezaban a romper muebles, blandían patas de sillas, candelabros. Dos putas fueron lanzadas contra un aparador y cayeron al suelo en un estrépito de cristales rotos. Jackson, con las pistolas desenfundadas, se lanzó a la calle jurando meterle una bala en el culo a Jesucristo, aquel hijoputa blanco y patilargo. Al alba podía verse en el suelo a borrachines insensatos que roncaban entre charcos de sangre medio seca. Bathcat y el arpista estaban dormidos encima de la mesa el uno en brazos del otro. Un ejército de ladrones iba de puntillas explorando los bolsillos de los que dormían y en mitad de la calle una hoguera sucinta ardía sin llama tras haber consumido buena parte del mobiliario del hotel.

Dichas escenas y escenas como estas se repitieron noche tras noche. Los ciudadanos dirigieron ruegos al gobernador pero el gobernador era como el aprendiz de brujo que podía persuadir al diablillo a que cumpliera su voluntad pero no impedir que siguiera haciendo de las suyas. Los baños se habían convertido en burdeles y ya no había empleados. La fuente de piedra que había en el centro de la plaza se llenaba por la noche de hombres desnudos y ebrios. Las cantinas eran evacuadas como si hubiera un incendio cada vez que aparecía alguno de la compañía y los americanos se encontraban con tabernas fantasma sobre cuyas mesas quedaban vasos y ceniceros de arcilla con cigarros encendidos aún. Entraban y salían a caballo de los sitios y cuando el oro empezó a menguar obligaron a los tenderos a aceptar recibos garabateados en un idioma extranjero por estantes enteros de mercancías. Las tiendas empezaron a cerrar. Aparecieron frases escritas con carbón en las paredes enjalbegadas. Mejor los indios. Al anochecer, las calles quedaban desiertas y no había ya paseos y las muchachas de la ciudad eran encerradas a cal y canto y ya no aparecían más.

El día 15 de agosto se marcharon. Una semana después un grupo de conductores de ganado dijo haber visto a la compañía cercando el pueblo de Coyame ciento veinte kilómetros al nordeste.

Los habitantes de Coyame habían sido sometidos durante varios años a una contribución anual por Gómez y su banda. Cuando Glanton y los suyos entraron a caballo fueron recibidos casi como santos. Las mujeres corrían junto a ellos para tocarles las botas y todo el mundo les hacía regalos de manera que al final cada hombre llevaba sobre el fuste de su silla un fárrago de melones y pasteles y pollos espetados. Cuando partieron tres días después las calles estaban vacías, ni siquiera un perro los siguió hasta las afueras.

Viajaron hacia al nordeste hasta la localidad de Presidio ya en la frontera de Tejas y cruzaron con los caballos y recorrieron las calles chorreando. Un territorio en el que Glanton se exponía a ser arrestado. Partió a solas hacia el desierto y se detuvo sin desmontar y él y el caballo y el perro contemplaron el ondulado chaparral y las minúsculas colinas esteparias y las montañas y el breñal llano que se perdía en la distancia donde seiscientos kilómetros al este estaban la mujer y el hijo a quienes no volvería a ver más. Su sombra fue alargándose ante él sobre el lecho de arena. No quiso seguir. Se había quitado el sombrero para que el viento de la tarde 1e refrescara y finalmente se lo volvió a poner y volvió grupas para regresar a Presidio.

Recorrieron la frontera durante semanas en busca de indicios de los apaches. Desplegados por aquella llanura avanzaban en constante elisión, agentes tonsurados de lo real repartiéndose el mundo que encontraban a su paso, dejando lo que había sido y ya no volvería a ser extinguido por igual a sus espaldas. Jinetes espectrales, pálidos de polvo, anónimos bajo el calor almenado. Por encima de todo parecían ir totalmente a la ventura, primordiales, efímeros, desprovistos de todo orden. Seres surgidos de la roca absoluta y abocados al anonimato y alojados en sus propios espejismos para errar famélicos y condenados y mudos como las gorgonas por los yermos brutales de Gondwanalandia en una época anterior a la nomenclatura cuando cada uno era el todo.

Mataban animales salvajes y se llevaban de los pueblos y estancias por los que pasaban lo necesario para su avituallamiento. Una noche ya a las puertas de El Paso miraron hacia e1 norte donde los gileños pasaban el invierno y supieron que no irían hacia allí. Acamparon aquella noche en Los Huecos, un grupo de cisternas naturales de piedra en pleno desierto. Las rocas que rodeaban todos los lugares resguardados estaban cubiertas de pinturas antiguas y el juez en seguida se puso a copiar en su cuaderno las que eran más auténticas para llevárselas con él. Eran pinturas de hombres y animales y escenas de caza, y había curiosas aves y mapas arcanos y construcciones de tan singular visión que por sí solas justificaban todos los temores del hombre y las cosas que hay en él. De estos grabados -algunos de colores todavía vivos- los había a cientos y sin embargo el juez iba de uno a otro con determinación, buscando los que necesitaba. Cuando hubo terminado y siendo que aún había luz regresó a cierto saliente de piedra y se sentó un rato y examinó de nuevo la obra que allí había. Luego se levantó y con un pedazo de sílex raspó uno de los dibujos, dejando apenas un espacio pelado en la piedra. Luego cerró su cuaderno y volvió al campamento. Por la mañana partieron hacia el sur. Hablaban poco, pero tampoco discutían entre ellos. Antes de tres días caerían sobre una banda de pacíficos tiguas acampados a orillas del río y no dejarían ni uno solo con vida.

La víspera de aquel día se acuclillaron alrededor de una lumbre que siseaba bajo la llovizna y cargaron balas y cortaron pedazos de taco como si el destino de los aborígenes hubiera sido determinado por una autoridad totalmente distinta. Como si tales destinos estuvieran prefigurados en la roca misma para quienes fueran capaces de interpretarla. Nadie pronunció una palabra en su favor. Toadvine y el chaval hablaron en privado y al partir al mediodía siguiente se situaron a la altura de Bathcat. Cabalgaron en silencio. Esos hijoputas no hacen daño a nadie, dijo Toadvine. El tasmanio le miró. Miró atentamente las letras que llevaba tatuadas en la frente y e1 pelo lacio y grasiento que caía de su cráneo desorejado. Miró el collar de dientes de oro suspendido sobre su pecho. Siguieron adelante.

Llegaron a las proximidades de aquellos pobres pabellones con la última luz del día, subiendo a favor del viento por la orilla meridional del río y oliendo ya el humo de lumbres y vianda. Cuando los primeros perros ladraron Glanton espoleó a su caballo y salieron todos de los árboles y cruzaron el seco breñal con los caballos sacando sus largos cuellos del polvo, anhelantes como perros de caza, y a todo eso los jinetes azuzándolos a golpes de cuarta hacia donde las formas de las mujeres al erguirse de sus tareas dibujaron momentáneas siluetas, rígidas y chatas a contraluz, antes de dar crédito a la realidad de aquel pandemónium polvoriento que se les echaba encima. Se quedaron paralizadas, descalzas, en sus típicos vestidos de algodón crudo. Agarrando cucharones, niños desnudos. A la primera descarga una docena de ellos se desplomó al suelo.

Los demás habían echado a correr, viejos con las manos en alto, niños brincando y parpadeando en medio del tiroteo. Algunos jóvenes salían corriendo con arcos y flechas y eran abatidos y los jinetes fueron por todo el poblado destrozando las cabañas de zarzos y aporreando a sus inquilinos.

Había anochecido hacía rato y la luna estaba alta cuando un grupo de mujeres que habían ido río arriba a secar pescado regresaron a la aldea y recorrieron las ruinas lanzando gritos. Todavía ardían algunas lumbres y los perros correteaban furtivos entre los muertos. Una vieja arrodillada en las renegridas piedras delante de su tienda introdujo unas zarzas en los rescoldos y sopló hasta inventar una llama de las cenizas y empezó a enderezar los cacharros que estaban volcados. A su alrededor los muertos yacían con los cráneos como pólipos húmedos y azulados o como melones luminescentes al fresco de una meseta lunar. En días sucesivos los frágiles jeroglíficos de sangre oscura inscritos en aquellas arenas se agrietarían y desmenuzarían de modo que en el decurso de unos soles todo rastro de la destrucción de aquel pueblo quedaría borrado. El viento del desierto salaría las ruinas y no quedaría nada, ni fantasma ni amanuense, para contar al peregrino que en este lugar vivía gente y en este mismo lugar fueron asesinados.

Los americanos entraron en el pueblo de Carrizal a media tarde del segundo día siguiente, orlados sus caballos con las pestilentes cabelleras de los tiguas. Esta población había quedado prácticamente en ruinas. Muchas de las casas estaban vacías y el presidio se había derrumbado sobre la misma tierra de que estuvo hecho y hasta sus habitantes parecían embobados en virtud de viejos terrores. Observaron con ojos oscuros y solemnes el paso de aquella ensangrentada flota. Los jinetes parecían venidos de un mundo de leyenda y dejaban a su paso una extraña mácula en la retina a modo de imagen continua y el aire que perturbaban era eléctrico y alterado. Pasaron junto a los ruinosos muros del cementerio donde los muertos estaban inhumados en unos nichos y todo el recinto lleno de huesos y cráneos y vasijas rotas como un osario más antiguo. Otras gentes harapientas aparecieron en las calles de polvo y se los quedaron mirando.

Aquella noche acamparon en una colina junto a un manantial de agua caliente entre vestigios de mampostería española y se desvistieron y bajaron como acólitos al agua mientras unas sanguijuelas enormes se alejaban por la arena. Cuando partieron a la mañana siguiente, todavía era oscuro. Se veían cadenas de relámpagos silenciosos más al sur, las montañas destacándose azules y áridas en el vacío. El día despuntó sobre una humosa extensión de desierto cubierta de nubes donde los jinetes pudieron contar cinco diferentes tormentas espaciadas en los confines de la redonda tierra. Cabalgaban sobre pura arena y los caballos tenían tal dificultad para avanzar que los hombres hubieron de apearse y guiarlos a pie, deslomándose por los empinados eskeres en donde el viento batía la piedra pómez de las crestas como si fuera espuma de olas marinas y la arena era ondulada y frágil y no había allí otra cosa que algunos huesos bruñidos. Estuvieron todo el día en las dunas y al atardecer, mientras bajaban de los últimos médanos hacia el llano entre matas de gatuña y espinas de Cristo, componían un ojeroso y apergaminado conjunto de hombres y bestias. Unas arpías alzaron ruidoso vuelo de una mula muerta y viraron al oeste en dirección al sol mientras la compañía se adentraba a pie en la llanura.

Dos noches después vivaqueando en un desfiladero pudieron ver a sus pies las luces distantes de la ciudad. Junto a la pared de esquisto del lado de sotavento mientras el fuego iba y venía con la brisa observaron las farolas que guiñaban en el lecho azul de la noche a casi cincuenta kilómetros de distancia. El juez pasó por delante de ellos. El fuego despedía chispas que el viento se llevaba en volandas. Se sentó entre las escarbadas placas de pizarra que allí había y así permanecieron como seres de una era antigua viendo extinguirse una a una las farolas en la lejanía hasta que la ciudad quedó reducida a un pequeño núcleo de luz que podía haber sido un árbol en llamas o un campamento aislado de viajeros o quizá un fuego imponderable.


Al salir por los portones de madera del palacio del gobernador dos soldados que allí había y que los contaban a medida que iban pasando se adelantaron y agarraron de la cabezada el caballo de Toadvine. Glanton pasó por su derecha y siguió. Toadvine se irguió sobre los estribos.

¡Glanton!

Los jinetes traquetearon hacia la calle. Glanton miró hacia atrás una vez sobrepasada la puerta. Los soldados estaban hablando con Toadvine en español y uno le apuntaba con una escopeta.

Yo no le he quitado la dentadura a nadie, dijo Glanton.

Voy a matar a estos dos tíos aquí mismo.

Glanton escupió. Miró calle abajo y miró después a Toadvine. Luego desmontó y volvió al patio tirando del caballo. Vámonos, dijo. Miró a Toadvine. Baja del caballo.

Salieron escoltados de la ciudad dos días después. Más de un centenar de soldados flanqueándolos por el camino, incómodos en sus vestimentas y armas variadas, tirando de las riendas con violencia y arreando a los caballos a golpe de bota para trasponer el vado donde los caballos americanos habían parado a beber. Al pie de la montaña más arriba del acueducto se hicieron a un lado y los americanos pasaron en fila india y empezaron a serpentear entre rocas y nopales y fueron empequeñeciéndose entre las sombras hasta desaparecer.

Se dirigieron al oeste adentrándose en las montañas. Pasaban por aldeas y se quitaban el sombrero para saludar a gente a la que asesinarían antes de que terminara el mes. Pueblos de barro que parecían haber sufrido una plaga con sus cosechas pudriéndose en los campos y el poco ganado que no se habían llevado los indios errando de cualquier manera sin nadie que lo agrupa ni lo atendiera y muchas aldeas vaciadas casi por entero de habitantes varones donde mujeres y niños se agazapaban aterrorizados en sus chozas hasta que el ruido de los cascos del último caballo se perdía en la distancia.

En el pueblo de Nacori había una cantina y la compañía desmontó y fueron entrando todos y ocupando las mesas. Tobin se ofreció a vigilar los caballos. Se paseaba arriba y abajo de la calle. Nadie le hizo el menor caso. Aquella gente había visto americanos en abundancia, polvorientas caravanas de americanos que llevaban meses fuera de su país y estaban medio enloquecidos por la enormidad de su presencia en aquel inmenso desierto sangriento, requisando harina y carne o abandonándose a su latente inclinación a violar a las chicas de ojos endrinos de aquella región. Sería como una hora después del mediodía y algunos trabajadores y comerciantes estaban cruzando ya la calle en dirección a la cantina. Al pasar junto al caballo de Glanton el perro de Glanton se levantó con el pelo erizado. Ellos se desviaron un poco y siguieron adelante. En el mismo momento una delegación de perros del pueblo había empezado a cruzar la plaza, todos pendientes del perro de Glanton. Entonces un malabarista que encabezaba un cortejo fúnebre dobló la esquina de la calle y cogiendo un cohete de los varios que llevaba bajo el brazo lo acercó al cigarrillo que sostenía en la boca y lo lanzó hacia la plaza donde hizo explosión. Los perros se espantaron y dieron media vuelta excepto dos que siguieron calle adentro. Entre los caballos mexicanos apersogados a la barra que había frente a la cantina varios soltaron coces y el resto empezó a moverse nervioso. El perro de Glanton no quitaba ojo de encima a los hombres que se aproximaban a la puerta. Los caballos americanos ni siquiera movieron las orejas. Los dos perros que habían cruzado por delante del cortejo se apartaron de los caballos que coceaban y fueron hacia la cantina. Dos cohetes más explotaron en la calle y ahora el resto de la procesión estaba doblando la esquina, un violinista y uno que tocaba la corneta interpretaban un aire rápido y alegre. Los perros quedaron atrapados entre el cortejo fúnebre y los caballos de los mercenarios y se detuvieron y agacharon las orejas y empezaron a trotar y a apartarse. Finalmente se decidieron a cruzar la calle detrás de los que llevaban el féretro. Todo esto debería haber alertado a los trabajadores que entraban en la cantina. Ahora estaban de espaldas a la puerta sosteniendo los sombreros a la altura del pecho. Los portadores pasaron con unas andas a hombros y los espectadores pudieron ver entre las flores, vestida al efecto una joven de rostro grisáceo que iba dando bandazos. Detrás venía el ataúd, de cuero crudo teñido con negro de humo, portado por unos mozos vestidos de negro y con todo el aspecto de una embarcación primitiva. Más atrás venía una pequeña comitiva fúnebre, algunos de los hombres bebiendo, las viejas llorando embutidas en polvorientos chales negros y siendo ayudadas a salvar los baches y niños que portaban flores y miraban tímidamente a los que observaban parados en la calle.

Dentro de la cantina los americanos apenas habían tomado asiento cuando un insulto pronunciado a media voz desde una mesa cercana hizo que tres o cuatro de ellos se pusieran de pie. El chaval habló a los de la mesa en su mal español y exigió saber cuál de aquellos dipsómanos taciturnos había hablado. Antes de que nadie se atribuyera la culpa el primero de los cohetes del funeral explotó como ya se ha dicho y la compañía entera de americanos se abalanzó hacia la puerta. Un borracho de una mesa se levantó blandiendo un cuchillo y se precipitó sobre ellos. Sus amigos le gritaron pero él no hizo caso.

John Dorsey y Henderson Smith, dos chicos de Misuri, fueron los primeros en salir. Los siguieron Charlie Brown y el juez. El juez podía ver porque era más alto y levantó una mano hacia los que tenía detrás. Las andas estaban pasando en ese preciso momento. El violinista y el de la corneta iban haciéndose inclinaciones de cabeza y sus pasos encajaban con el estilo marcial de la tonada que estaban tocando. Es un funeral, dijo el juez. Mientras hablaba, el borracho del cuchillo que se tambaleaba ahora en el zaguán hundió la hoja en la espalda de un tal Grimley. Solo el juez lo vio. Grimley apoyó una mano en el bastidor de madera basta. Me han matado, dijo. El juez sacó la pistola que llevaba al cinto y apuntó por encima de los otros y le metió una bala al borracho en mitad de la cabeza.

Los americanos de afuera estaban casi todos mirando fijamente el cañón de la pistola del juez cuando este había disparado y la mayoría de ellos se tiró al suelo. Dorsey se apartó a tiempo y luego se puso de pie y chocó con los trabajadores que estaban rindiendo respetos al cortejo. Iban a ponerse otra vez los sombreros cuando el juez disparó. El muerto cayó de espaldas hacia la cantina echando sangre por la cabeza. Cuando Grimley se dio la vuelta vieron que el mango de madera del cuchillo sobresalía de su camisa ensangrentada.

Otras armas blancas habían hecho su aparición. Dorsey luchaba cuerpo a cuerpo con los mexicanos y Henderson Smith había sacado su cuchillo de caza y casi cercenado con él el brazo de un hombre y la víctima tenía la mano cubierta de oscura sangre arterial pues intentaba cerrar con ella la herida. El juez ayudó a Dorsey a levantarse y retrocedieron hacia el interior de la cantina mientras los mexicanos hacían amagos y les tiraban cuchilladas. De dentro llegaba el sonido ininterrumpido de los pistoletazos y la puerta se estaba llenando de humo. El juez se dio la vuelta en el umbral y pasó sobre los cadáveres allí desparramados. En el interior las pistolas vomitaban fuego sin interrupción y la veintena de mexicanos que había en la cantina yacían ahora tendidos de cualquier manera, acribillados entre sillas y mesas volcadas con esquirlas recién levantadas de la madera y las paredes de adobe mostraban las picaduras de las gruesas balas cónicas. Los supervivientes trataban de salir a la luz del día y el primero de ellos encontró al juez allí y le embistió con su cuchillo. Pero el juez era como un gato grande y esquivó al mexicano y le agarró el brazo y se lo rompió y levantó al hombre asiéndolo de la cabeza. Lo puso contra la pared y le sonrió pero el hombre había empezado a sangrar por las orejas y la sangre corría por los dedos del juez y por sus manos y cuando el juez lo soltó vio que algo raro le pasaba a la cabeza del hombre, que resbaló hasta el suelo y ya no pudo levantarse. Mientras tanto, los que estaban detrás de él se habían topado con fuego de batería y la entrada de la cantina estaba atestada de muertos y moribundos cuando de pronto se produjo un gran silencio vibrante. El juez estaba de pie con la espalda contra la pared. El humo era como una niebla a la deriva y los hombres se quedaron inmóviles bajo la mortaja. En mitad de la estancia Toadvine y el chaval estaban espalda contra espalda con las pistolas a la altura del pecho como dos duelistas. El juez fue hasta la puerta taponada de cuerpos y gritó algo al ex cura que estaba entre los caballos con el revólver desenfundado.

Los fugitivos, cura, los fugitivos.

No deberían haber matado gente en público en un pueblo tan grande pero ya no había nada que hacer. Tres hombres corrían por la calle y otros dos cruzaban la plaza a pie. Si había más no se los veía. Tobin salió de entre los caballos y sujetó el pistolón con ambas manos y empezó a disparar, el arma dando saltos y reculadas y los que corrían bamboleándose para caer de cabeza al suelo. Tobin mató a los dos que había en la plaza y asestó su pistola y disparó a los que huían por la calle. El último cayó en un portal y Tobin desenfundó la segunda pistola y pasó al otro lado del caballo y miró calle arriba y hacia la plaza por si veía moverse a alguien entre las casas. El juez volvió adentro. Los americanos se miraban entre sí y a los cadáveres con expresiones de asombro. Miraron a Glanton. Sus ojos cortaron la estancia llena de humo. Su sombrero descansaba sobre una mesa. Fue a por él y se lo puso en la cabeza y se lo ajustó por delante y por detrás. Miró en derredor. Los hombres estaban recargando sus pistolas vacías. A los caballos, chicos, dijo. Todavía queda mucho que hacer.

Cuando dejaron la cantina diez minutos después las calles estaban desiertas. Habían escalpado hasta al último muerto, resbalando en el suelo antes de arcilla apisonada y ahora un fango color de vino. Había veintiocho mexicanos dentro de la taberna y ocho más en la calle contando a los cinco que había matado el ex cura. Montaron. Grimley estaba sentado contra la pared del edificio hecho un guiñapo. No levantó la vista. Tenía la pistola sobre el regazo y la mirada perdida calle abajo y el grupo dio media vuelta y se alejó por el lado norte de la plaza y se perdió de vista.

Pasaron treinta minutos antes de que nadie apareciera en la calle. Hablaban en susurros. Al acercarse a la cantina uno de los hombres que estaba dentro apareció en el umbral como un espectro ensangrentado. Le habían cortado la cabellera y la sangre se le metía en los ojos y tenía un enorme agujero en el pecho del que entraba y salía una espuma rosada. Uno de los ciudadanos le puso una mano en el hombro.

A dónde vas?, dijo.

A casa, dijo el otro.


El siguiente pueblo donde entraron estaba a dos días de camino metido en unas sierras. No llegaron a saber cómo se llamaba. Una serie de chozas de barro en mitad de la desnuda altiplanicie. Al hacer su aparición a caballo la gente se puso a correr como animales acorralados. Sus gritos o tal vez su visible fragilidad parecieron suscitar algo dentro de Glanton. Brown le observó. Metió piernas al caballo y sacó su pistola y aquel somnoliento pueblo fue convertido en el acto en un degolladero. Muchos habían corrido hacia la iglesia y estaban aferrados al altar y de dicho refugio fueron sacados a rastras uno por uno y uno por uno asesinados y escalpados en el presbiterio. Cuando la compañía volvió a pasar por el pueblo cuatro días más tarde los muertos todavía estaban en las calles y servían de alimento a zopilotes y cerdos. Los carroñeros observaron en silencio mientras los jinetes pasaban como figurantes en un sueño. Cuando el último se hubo perdido de vista, se pusieron a comer otra vez.

Cruzaron las montañas sin descansar. Siguieron un estrecho sendero a través de un sombrío bosque de pinos de día y de noche y en silencio salvo por el crujir de los arreos y la respiración de los caballos. Una vaina de luna yacía del revés sobre los picos dentados. Todavía de noche llegaron a un pueblo de montaña donde no había farola ni sereno ni perro. En el gris amanecer se sentaron contra una pared esperando que se hiciera de día. Cantó un gallo. Se cerró una puerta. Una vieja se acercó entre la niebla del callejón dejando atrás las tapias argamasadas de una porqueriza cargada con un balancín y dos jarros. Se levantaron. Hacía frío y el aliento formaba penachos alrededor de los hombres. Bajaron las defensas del corral y sacaron a los caballos. Montaron en la calle. Se detuvieron. Los animales escarbaban y hacían caracoles en el frío. Glanton había tirado de las riendas y sacado su pistola.

Una tropa de soldados a caballo pasó por detrás de un muro en el extremo norte del pueblo y enfiló la calle. Llevaban chacós altos adornados por delante con chapa de metal y penachos de crin y llevaban guerreras verdes ribeteadas de escarlata y fajines escarlata e iban armados con lanzas y mosquetes y sus monturas bellamente enjaezadas y entraron en la calle haciendo gambetas y escarceos, caballistas a lomos de caballos, jóvenes de buen ver todos ellos. La compañía miró a Glanton. Él enfundó la pistola y sacó su rifle. El capitán de los lanceros había levantado su sable ordenando el alto. Un instante después la estrecha calle se llenaba de humo y una docena de soldados estaban en tierra muertos o agonizando. Los caballos se empinaban y relinchaban y chocaban unos con otros y los hombres eran desarzonados y se levantaban tratando de sujetar a sus monturas. Una segunda descarga descalabró sus filas. La confusión era absoluta. Los americanos sacaron sus pistolas y picaron espuelas.

El capitán mexicano sangraba de una herida en el pecho y se irguió sobre los estribos para recibir la carga blandiendo su sable. Glanton le disparó a la cabeza y de una patada lo tiró del caballo y mató sucesivamente a los tres hombres que tenía detrás. Un soldado caído había cogido una lanza y corría hacia Glanton y uno de los jinetes se adelantó en medio de la confusión y le rebanó el cuello y siguió adelante. En la humedad matinal el humo sulfuroso flotaba en la calle como una mortaja gris y los vistosos lanceros caían bajo los caballos en aquella peligrosa neblina como soldados asesinados en un sueño, desorbitados los ojos y tiesos y mudos.

En la retaguardia algunos habían conseguido hacer girar a sus caballos y volver calle arriba y los americanos estaban golpeando a los caballos sueltos con los cañones de sus pistolas y los caballos se arremolinaban despidiendo estribos hacia los lados y berreaban con aquellas bocas alargadas y pisoteaban a los que yacían muertos. Los repelieron y azuzaron a sus caballos hasta el final de la calle donde esta se estrechaba y subieron monte arriba disparando a los lanceros que huían por la vereda dejando atrás una lluvia de pequeñas piedras.

Glanton envió tras ellos un destacamento de cinco hombres y él y el juez y Bathcat regresaron. El resto de la compañía estaba ya subiendo y dieron media vuelta y saquearon los cadáveres que parecían miembros de una banda de música y destrozaron los mosquetes golpeándolos contra la pared y rompieron sus sables y sus lanzas. Al partir se encontraron con los cinco que bajaban. Los lanceros habían dejado la senda dispersándose por el bosque. Dos noches después acampando en un cerro desde donde se dominaba la amplia llanura central divisaron un punto de luz en aquel desierto, como el reflejo de una estrella solitaria en un lago de negrura absoluta.

Conferenciaron. Las llamas de su hoguera giraban y se arremolinaban en aquella mesa de piedra y estudiaron la consumada negrura que se abría a sus pies y caía como la faz abrupta y desencajada del mundo.

¿A qué distancia creéis que están?, dijo Glanton.

Holden meneó la cabeza. Nos llevan medio día de ventaja. No son más que doce, catorce a lo sumo. No mandarán a nadie por delante.

¿A cuánto estamos de Chihuahua?

Cuatro días. Quizá tres. ¿Dónde está Davy?

Glanton se volvió. ¿Cuánto hay hasta Chihuahua, David?

Brown estaba en pie de espaldas al fuego. Asintió con la cabeza. Si son ellos, podrían llegar allí en cosa de tres días.

¿Crees que podríamos adelantarles?

No sé. Eso depende de si piensan que vamos tras ellos.

Glanton se volvió y escupió a la lumbre. El juez levantó un brazo pálido y desnudo y buscó algo en el pliegue del mismo con los dedos. Si conseguimos salir de esta montaña antes de que se haga de día, dijo, creo que podemos alcanzarlos. Si no, sería mejor dirigirse a Sonora.

Puede que vengan de allí.

Entonces es mejor ir a por ellos.

Podríamos llevar las cabelleras a Ures.

El fuego barrió el suelo y se alzó otra vez. Hay que ir a por ellos, dijo el juez.

Ganaron el llano de madrugada como el juez había dicho y aquella misma noche vieron la lumbre de los mexicanos reflejada en el cielo más allá de la curva de la tierra. Todo el día siguiente cabalgaron, y cabalgaron también toda la noche, dando bandazos como una agrupación de espásticos mientras dormían en las sillas de montar. La mañana del tercer día vieron la silueta de los jinetes recortada contra el sol en la llanura y de anochecida pudieron contarlos mientras se afanaban por aquel desolado yermo mineral. Cuando el sol salió, las murallas de la ciudad aparecieron pálidas y delgadas treinta kilómetros hacia el este. Descansaron sin desmontar. Los lanceros iban en fila india por el camino varios kilómetros más al sur. No tenía ningún sentido detenerse, como tampoco lo tenía seguir adelante, pero puesto que cabalgaban siguieron cabalgando y los americanos se pusieron en marcha una vez más.

Durante un buen trecho avanzaron casi en paralelo hacia las puertas de la ciudad, los dos grupos ensangrentados y harapientos, los caballos dando tumbos. Glanton les gritó que se rindieran pero los mexicanos no se detuvieron. Desenfudó el rifle. Se arrastraban por el camino como brutos. Detuvo su caballo y el caballo se quedó con las patas abiertas y los flancos subiendo y bajando y Glanton asestó el rifle e hizo fuego.

La mayoría ni siquiera iban armados. Eran nueve y se detuvieron y giraron y luego cargaron por aquel terreno que alternaba roca y matojos y fueron liquidados en cuestión de un minuto.

Los caballos fueron conducidos de vuelta al camino y despojados de las sillas y las guarniciones. Los cuerpos de los muertos fueron desvestidos y sus uniformes incinerados junto con las sillas y demás avíos y los americanos cavaron un hoyo en el camino y los sepultaron en una fosa común, cadáveres desnudos con sus heridas como las víctimas de un experimento quirúrgico tendidos en el fondo del hoyo mirando sin ver al cielo del desierto mientras les echaban tierra encima. Pisotearon el lugar con los cascos de sus caballos hasta que apenas quedó rastro de la sepultura y las llaves de fusil, hojas de sable y argollas de brida fueron sacados de las cenizas y enterrados a cierta distancia y los caballos sin jinete ahuyentados hacia el desierto y al anochecer el viento se llevó las cenizas y el viento sopló ya entrada la noche y aventó los últimos leños humeantes y arrastró una última y frágil corriente de pavesas fugitivas como chispa de pedernal hacia la unánime oscuridad del mundo.

Entraron en la ciudad ojerosos e inmundos y apestando a la sangre de los ciudadanos para cuya protección habían sido contratados. Las cabelleras de los aldeanos muertos fueron aseguradas a las ventanas de la casa del gobernador y los partisanos cobraron de las ya exhaustas arcas y la sociedad fue desmantelada y la recompensa abolida. Partieron de la ciudad y antes de transcurrida una semana la cabeza de Glanton ya tenía precio: ocho mil pesos. Tomaron el camino que iba al norte como habría hecho cualquier grupo que se dirigiera a El Paso pero antes de perder de vista la ciudad hicieron girar al oeste a sus trágicas monturas y pusieron rumbo arrebatados y casi cándidos hacia el rojo fenecimiento de aquel día, hacia las tierras vespertinas y el pandemónium del sol en lontananza.

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