Por la pradera - Un ermitaño - Un corazón de negro
Noche de tormenta - Otra vez hacia el oeste
Los conductores de ganado - Su benevolencia
De vuelta a la cañada - La carreta mortuoria
San Antonio de Bexar - Una cantina mexicana
Otra pelea - La iglesia abandonada Muertos en la sacristía - En el vado
Bañándose en el río.
Son tiempos de mendigar, tiempos de robos. Días de cabalgar por donde no cabalga nadie salvo él. Ha dejado atrás una región de pinares y el sol declina ante él al fondo de una interminable hondonada y aquí la noche cae como un tronido y un viento crudo hace rechinar la maleza. De noche el cielo está tan salpicado de estrellas que apenas si queda un espacio negro y toda la noche caen dibujando curvas enconadas y aun así su número no decrece.
Se mantiene alejado del camino real por temor a los ciudadanos. Los pequeños lobos de la pradera se pasan la noche aullando y la madrugada le pilla en un barranco herboso adonde había ido buscando abrigo del viento. El mulo está maneado un poco más arriba y observa el este en busca de luz.
El sol que sale ese día es del color del acero. Su sombra a lomos del mulo se pierde en la lejanía. Lleva en la cabeza un sombrero que se ha hecho con hojas y las hojas se han agrietado al sol y parece un espantapájaros huido de un huerto.
Al atardecer sigue el rastro de una espiral de humo que sube oblicua de entre unas lomas y antes de caer la noche para frente al umbral de un viejo anacoreta que ha hecho su nido en el prado como un unau. Solitario, medio orate, sus ojos bordeados de rojo como encerrados en jaulas de alambres candentes. A pesar de todo, un cuerpo ponderable. Sin decir palabra vio bajar del mulo al chaval, muy envarado este. Soplaba un viento áspero y sus harapos flameaban.
He visto el humo, dijo el chaval. He pensado que podría darme un sorbo de agua.
El ermitaño se rascó la cochambrosa pelambrera y miró al suelo. Dio medio vuelta y entró en la cabaña. El chaval le siguió.
Dentro, oscuridad y un olor a tierra. Una pequeña lumbre ardía en el piso de tierra batida y el único mobiliario consistía en unas pieles amontonadas en un rincón. El viejo caminó en la penumbra, agachando la cabeza para salvar el techo bajo de ramas trenzadas y barro. Señaló al suelo donde había un cubo. El chaval se agachó y cogió la calabaza que flotaba allí y la sumergió y bebió un poco. El agua era salada, sulfurosa. Siguió bebiendo.
¿Cree que podría abrevar al mulo ahí fuera?
El viejo empezó a pegarse en la palma con el otro puño y miró extraviado en derredor.
Tendré mucho gusto en ir a buscar un poco de agua fresca. Solo dígame dónde.
¿Con qué piensas abrevarlo?
El chaval miró al cubo y echó una ojeada circular a la cabaña.
No pienso beber después de un mulo, dijo el ermitaño.
¿No tiene por ahí un balde viejo o algo?
No, exclamó el ermitaño. No tengo. Estaba aporreándose el pecho con los dos puños.
El chaval se incorporó y miró hacia la puerta. Buscaré algo, dijo. ¿Dónde está el pozo?
Colina arriba, sigue el sendero.
Está demasiado oscuro para ver nada.
Es un sendero ancho. Sigue tus pies. Sigue a tu mulo. Yo no puedo ir.
Salió de la cabaña y buscó al mulo pero el mulo no estaba. Hacia el sur restallaban relámpagos callados. Fue sendero arriba entre la maleza vapuleada por el viento y encontró al mulo junto al pozo.
Era un hoyo en la arena con piedras amontonadas alrededor. Un pedazo de pelleja seca por cobertura y una piedra para que el viento no la levantara. Había un balde de cuero crudo con un agarradero de cuero crudo y una cuerda de cuero grasiento. Había una piedra grande atada al agarradero para ayudar a que el balde se inclinara y se llenara de agua y el chaval lo bajó hasta que la cuerda quedó floja en su mano mientras el mulo miraba desde detrás.
Sacó tres cubos llenos y los sostuvo para que el mulo no derramara el agua y luego volvió a colocar la pelleja encima del pozo y se llevó al mulo sendero abajo hasta la cabaña.
Gracias por el agua, gritó.
El ermitaño apareció silueteado en la puerta. Quédate aquí, dijo.
No es necesario.
Será mejor. Va a haber tormenta.
¿Usted cree?
Lo creo y estoy seguro.
Bueno.
Tráete el catre. Trae tus cosas.
Aflojó las cinchas, y bajó la silla de montar y maneó al mulo, cada brazo con su pata trasera. Entró su petate. No había otra luz que la de la lumbre, junto a la cual el viejo estaba acuclillado a la manera de un sastre.
Donde quieras, tú mismo, dijo. ¿Dónde está tu silla?
El chaval señaló con el mentón.
No la dejes afuera o algo se te la comerá. Aquí se pasa hambre.
Salió y chocó con el mulo en la oscuridad. Estaba mirando a la lumbre desde la puerta.
Aparta, imbécil, dijo. Cogió la silla y volvió a entrar.
Ahora atranca esa puerta antes de que salgamos volando, dijo el viejo.
La puerta era un amasijo de tablas con goznes de cuero. La arrastró sobre el piso de tierra y la aseguró mediante su aldaba de cuero.
Veo que te has perdido, dijo el ermitaño.
No, lo he encontrado en seguida.
Agitó rápidamente la mano, el viejo. No, no, dijo. Me refiero a que te has perdido viniendo aquí. ¿Una tormenta de arena? ¿Te apartaste del camino por la noche? ¿Te perseguían los ladrones?
El muchacho meditó un momento. Sí, dijo. Creo que nos hemos apartado del camino.
Lo sabía.
¿Cuánto tiempo lleva en este sitio?
¿En dónde?
El chaval estaba sentado en su petate, al otro lado de la lumbre. Pues aquí, dijo.
El viejo no respondió. De pronto giró la cabeza hacia un lado y se agarró la nariz entre el pulgar y el índice y sopló sendos chorros de moco al suelo y se limpió los dedos en las costuras de sus pantalones. Soy de Misisipí. En tiempos fui negrero, no me importa decirlo. Gané mucho dinero. Y no me pillaron nunca. Solo que me harté de aquello. De los negros. Espera, te enseñaré una cosa.
Se puso a buscar entre las pieles y le pasó un pequeño objeto oscuro sobre las llamas. El chaval lo examinó. Era un corazón humano, seco y renegrido. Se lo devolvió al viejo y este lo acunó en la palma de la mano como si lo sopesara.
Hay cuatro cosas que pueden destruir el mundo, dijo. Las mujeres, el whisky, el dinero y los negros.
Guardaron silencio. El viento gemía por el trozo de tubo de estufa que pasaba por encima de sus cabezas para que aquello no se llenara de humo. Al cabo de un rato el viejo guardó el corazón.
Me costó doscientos dólares, dijo.
¿Pagó doscientos dólares por esa cosa?
Sí, era el precio que le habían puesto al negro hijo de puta propietario del corazón.
Se puso a revolver otra vez y sacó una vieja marmita de latón y levantó la tapa y hurgó dentro con un dedo. Los restos de una liebre flaca de la pradera, enterrada en grasa fría y recubierta de un moho azulado. Volvió a cerrar la tapa de la marmita y colocó esta sobre el fuego. No es gran cosa pero lo compartiremos, dijo.
Muchas gracias.
Te has perdido en la oscuridad, dijo el viejo. Removió la lumbre, sacando de las cenizas pequeños colmillos de hueso.
El chaval no respondió nada.
El viejo movió la cabeza de atrás adelante. Duro es el camino del transgresor. Dios creó este mundo, pero no a gusto de todos, ¿verdad?
No creo que a mí me tuviera en cuenta.
Ya, dijo el viejo. Pero ¿dónde encuentra el hombre sus ideas? ¿Acaso ha visto otro mundo que le haya gustado más?
Se me ocurren sitios mejores y mejores caminos.
¿Puedes hacer que existan?
No.
No. Es un gran misterio. El hombre no puede conocer su mente porque la mente es el único medio de que dispone para conocerla. Puede conocer su corazón, pero no quiere. Y hace bien. Es mejor no mirar ahí dentro. No es el corazón de una criatura que siga el camino que Dios le ha marcado. Se puede encontrar maldad hasta en el más pequeño de los animales, pero cuando Dios creó al hombre el diablo estaba a su lado. Una criatura capaz de todo. Puede hacer una máquina. Y una máquina que fabrique esa máquina. Y si el mal puede durar mil años es que no necesita a nadie que lo maneje. ¿Lo crees así?
No sé qué decir.
Créeme.
Cuando la comida estuvo caliente, el viejo la sirvió y comieron en silencio. Los truenos iban hacia el norte y no pasó mucho rato antes de que empezaran a sonar sobre sus cabezas, provocando un fino goteo de trocitos de verdín procedentes del tubo de estufa. Encorvados sobre sus platos, rebañaron la grasa con los dedos y bebieron agua de la calabaza.
El chaval salió a fregar su taza y su plato con la arena y volvió entrechocando ambos utensilios como si quisiera ahuyentar a un fantasma asesino que acechara en la oscuridad. Una masa de cúmulos palpitaba a lo lejos contra el cielo eléctrico y fue absorbida de nuevo por la negrura. El ermitaño estaba pendiente del yermo que rugía afuera. El chaval cerró la puerta.
No tendrás tabaco por ahí, ¿verdad?
No, dijo e1 chaval.
Me lo figuraba.
¿Cree que lloverá?
Tiene toda la pinta. Probablemente no.
El chaval observó la lumbre. Empezaba a adormilarse. Se puso de pie y meneó la cabeza. El viejo le miró desde el otro lado de las llamas exangües. Ve a prepararte la cama, dijo.
Así lo hizo. Extendió la manta sobre la tierra apisonada y se quitó las botas. Apestaban. El humero gimió y pudo oír al mulo piafando y resoplando afuera y mientras dormía se agitó y murmuró como un perro con pesadillas.
Era aún de noche cuando despertó y la cabaña estaba casi totalmente a oscuras y el ermitaño inclinado sobre él, prácticamente en su petate.
¿Qué quiere?, dijo. Pero el ermitaño se apartó y por la mañana la cabaña estaba vacía y el chaval cogió sus cosas y se fue.
Durante todo el día vio hacia el norte una fina línea de polvo. Parecía estática y ya atardecía cuando se dio cuenta de que el polvo venía hacia él. Cruzó un bosque de robles verdes y abrevó al mulo en un arroyo y siguió adelante ya de anochecida y luego acampó sin encender fuego. Cuando los pájaros le despertaron se encontraba en un monte seco y polvoriento.
A mediodía estaba de nuevo en la pradera y la hilera de polvo se confundía con la línea del horizonte. Por la tarde apareció la avanzadilla de una vacada. Bestias ariscas y larguiruchas con enormes cornamentas. Aquella noche estuvo en el campamento de los boyeros y cenó alubias y galleta marinera y escuchó anécdotas de la trashumancia.
Venían de Abilene, a cuarenta días de viaje, y se dirigían a los mercados de Luisiana. Perseguidos por jaurías de lobos, coyotes e indios. Los gemidos de las reses se oían hasta de muy lejos en la oscuridad.
Los boyeros, tan andrajosos como él, no le hicieron preguntas. Había mestizos, negros libres, un par de indios.
Me han robado los avíos, dijo.
Ellos asintieron con la cabeza.
Se lo llevaron todo. Ni siquiera tengo un cuchillo.
Por qué no te quedas con nosotros. Hemos perdido a dos hombres. Decidieron largarse a California.
Yo llevo ese camino.
Me imaginaba que tú también ibas hacia California.
Podría ser. No lo he decidido aún.
Esos que te digo se juntaron con un grupo de Arkansas. Iban camino de Bexar. Pensaban tirar hasta México y luego hacia el oeste.
Apuesto a que se habrán gastado todo el dinero en whisky una vez en Bexar…
Y yo apuesto a que ese Lonnie se ha tirado a todas las putas del pueblo.
¿A cuánto está Bexar?
A un par de días.
No. Yo diría más bien cuatro.
Si uno quisiera llegair hasta allí, ¿qué tendría que hacer?
Si sigues derecho hacia el sur deberías encontrar el camino en cosa de media jornada.
¿Piensas ir a Bexar?
Puede.
Si ves a Lonnie por allí dile que se folle a una por mí. De parte de Oren. Te invitará a un trago si es que no se ha pulido ya todo el dinero.
Por la mañana comieron tortas de avena con melaza y los boyeros ensillaron y se pusieron en camino. Cuando fue a por el mulo encontró una pequeña bolsa de fibra atada al correaje y dentro de la bolsa había un buen puñado de alubias secas y unos pimientos y un viejo cuchillo Greenriver con una empuñadura hecha de cordel. Ensilló el mulo: el lomo empezaba a mostrar mataduras, las pezuñas tenían grietas. Sus costillas parecían espinas de pescado. Se pusieron en camino por la interminable llanura.
Llegó a Bexar la tarde del cuarto día y se detuvo sin desmontar en un otero y contempló la ciudad allá abajo, las casas de adobe, la línea de robles y álamos que señalaba el curso del río. La plaza repleta de carros con sus fuelles de algodón basto y los enjalbegados edificios públicos y la cúpula morisca surgiendo de entre los árboles y el fuerte y a lo lejos el alto polvorín de piedra. Una brisa ligera agitó las flecos de su sombrero, su pelo grasiento y apelmazado. Sus ojos parecían sendos túneles excavados en la cara hundida y obsesionada y de las profundidades de sus botas emanaba un hedor fétido. El sol acababa de ponerse y hacia poniente se veían bancos de nubes rojas como la sangre de las que surgían pequeños chotacabras del desierto como si huyeran de un pavoroso incendio en los confines de la tierra. Escupió una saliva seca y blanca y arrimó los agrietados estribos de madera a los flancos del mulo y se pusieron en marcha una vez más.
Bajando por un angosto camino de arena se cruzó con una carreta mortuoria cargada con un montón de cadáveres, su paso anunciado por una campana y un farol que colgaba del portón trasero. En el pescante iban sentados tres hombres no muy distintos de los muertos o de los espíritus, tan blancos de cal estaban y casi fosforescentes en el crepúsculo. Tiraban de la carreta un par de caballos y siguieron camino arriba dejando a su paso un ligero hedor a ácido fénico. Les vio perderse de vista. Los pies desnudos de los muertos saltaban tiesos de un lado al otro.
Era de noche cuando entró en la ciudad recibido por ladridos de perro, rostros que apartaban cortinas en las ventanas iluminadas. El ligero repicar de los cascos del mulo resonaba en las calles vacías. El mulo olfateó el aire y torció por un callejón que daba a una plaza en donde las estrellas iluminaban un pozo, un bebedero, un atadero para caballos. El chaval descabalgó y cogió el cubo del brocal de piedra y lo bajó al pozo. Se oyó el eco de un chapoteo. Sacó el cubo, rebosando agua en la oscuridad. Sumergió la calabaza y bebió y el mulo le empujó con el hocico. Cuando terminó de beber dejó el cubo en el suelo y se sentó en el brocal y miró beber al mulo.
Anduvo por la ciudad llevándolo de la mano. No se veía un alma. Por fin llegó a una plaza y pudo oír guitarras y una trompeta. Al fondo de la plaza se veían las luces de un café, se oían risas y gritos agudos. Cruzó con el mulo hacia las luces, pasando por delante de un largo pórtico.
Había un grupo de gente bailando en la calle, llevaban trajes vistosos y voceaban en español. Él y el mulo se quedaron mirando desde el borde del área iluminada. Junto a la pared de la taberna había unos viejos sentados y en el polvo jugaban niños. Todos llevaban trajes extraños, los hombres con oscuros sombreros de copa chata, camisolas blancas, pantalones abotonados por el exterior de la pernera, y las chicas con la cara muy pintada y peinetas de concha en sus cabellos de un negro azulado. El chaval cruzó la calle con el mulo y lo ató y entró en el café. Frente a la barra había unos cuantos hombres y cuando entró dejaron de hablar. Cruzó el pulido piso de arcilla y pasó junto a un perro soñoliento que abrió un ojo para mirarle y fue hasta la barra y apoyó ambas manos en el mostrador. El cantinero le saludó con un gesto de cabeza. Dígame.
No tengo dinero pero necesito un trago. Puedo fregar el suelo o sacar las lavazas o lo que sea.
El cantinero miró hacia una mesa donde dos hombres jugaban al dominó. Abuelito, dijo.
El más viejo de los dos alzó la cabeza.
¿Qué dice el muchacho?
El viejo miró al chaval y siguió con su partida.
El cantinero se encogió de hombros.
El chaval se volvió al viejo. ¿Habla americano?, dijo.
El viejo levantó la vista de sus fichas. Estudió al chaval sin expresión.
Explíquele que trabajaré a cambio de bebida. No tengo dinero.
El viejo adelantó la barbilla y chascó la lengua.
El chaval miró al cantinero.
El viejo formó un puño con el pulgar hacia arriba y el meñique hacia abajo e inclinó la cabeza hacia atrás y se echó un imaginario trago al gaznate. Quiere tomar una copa, dijo. Pero no puede pagar.
Los que estaban en la barra observaban.
El cantinero miró al chaval.
Quiere trabajo, dijo el viejo. Quién sabe. Volvió a su partida y ya no dijo más.
Quieres trabajar, dijo uno de los que estaban en la barra.
Se pusieron a reír.
¿De qué se ríen?, dijo el muchacho.
Callaron. Algunos se lo quedaron mirando, otros fruncieron los labios o encogieron los hombros. El muchacho se dirigió al cantinero. Estoy seguro de se puede hacer alguna cosa a cambio de un par de copas, que me zurzan si no.
Uno de los que estaba en la barra dijo algo en español. El muchacho le lanzó una mirada asesina. Los otros se guiñaron un ojo, levantaron sus vasos.
Se volvió de nuevo al cantinero. Sus ojos eran oscuros y pequeños. Barrer el suelo, dijo.
El cantinero parpadeó.
El chaval dio un paso atrás e hizo como que barría, parodia que provocó calladas risas en los que estaban bebiendo. Barrer, dijo, señalando al piso.
No está sucio, dijo el cantinero.
Repitió el gesto. Barrer, hombre, dijo.
El cantinero se encogió de hombros, fue hasta el final de la barra y volvió con una escoba. El muchacho la agarró y se fue al fondo del local.
La sala era enorme. Barrió en los rincones donde unos pequeños árboles se erguían silenciosos en sus macetas en medio de la oscuridad. Barrió junto a las escupideras y barrió en torno a la mesa de los jugadores y barrió alrededor del perro. Barrió a todo lo largo de la barra y cuando llegó a donde estaban los que bebían se enderezó apoyándose en la escoba y los miró. Ellos conferenciaron entre sí en voz baja y finalmente uno de ellos agarró su vaso y se apartó. Los otros le imitaron. El chaval siguió barriendo hasta la puerta.
Los bailarines no estaban, no había música. Al otro lado de la calle había un hombre sentado en un banco y ligeramente iluminado por la luz que salía del café. El mulo seguía donde él lo había dejado. Sacudió la escoba contra los escalones y volvió a entrar y llevó la escoba hasta la esquina de donde la había cogido el cantinero. Después se llegó a la barra.
El cantinero no le hizo caso.
El chaval golpeó la barra con sus nudillos.
El cantinero se volvió y se llevó una mano a la cadera y frunció los labios.
Qué hay de ese trago, dijo el chaval.
El cantinero no hizo nada.
El chaval imitó los gestos de beber que el viejo había hecho antes y el cantinero sacudió el trapo ociosamente.
Ándale, dijo. Hizo un gesto como si le mandara a otra parte.
El chaval puso mala cara. Hijo de puta, dijo. Avanzó hacia él. La expresión del cantinero no varió. De detrás de la barra sacó una anticuada pistola militar con llave de pedernal y la amartilló con el canto de la mano. Un chasquido de madera en mitad del silencio. Un tintineo de vasos en toda la barra. Luego un arrastrar de sillas retiradas por los jugadores.
El chaval se quedó inmóvil. Abuelo, dijo.
El viejo no respondió. En el local no se oía una mosca. El chaval se volvió para buscarlo con la mirada.
Está borracho, dijo el viejo.
El muchacho vigilaba los ojos del cantinero.
El cantinero señaló hacia la puerta con su pistola.
El viejo habló en español sin dirigirse a nadie en concreto. Luego le habló al cantinero. Después se puso el sombrero y salió.
La cara del cantinero estaba exangüe. Cuando rodeó el extremo de la barra había dejado la pistola y empuñaba un mazo con una mano.
El chaval retrocedió hasta el centro de la sala y el cantinero se le fue acercando despacio como quien se dirige a cumplir una tarea. Arremetió dos veces contra el chaval y este se apartó dos veces hacia la derecha. Luego dio un paso atrás. El cantinero se quedó quieto. El chaval tomó impulso y alcanzó la pistola que estaba detrás de la barra. Nadie se movió. Abrió el rastrillo acerado frotándolo contra el mostrador e hizo caer la pólvora detonante y dejó otra vez la pistola. Luego eligió un par de botellas llenas de los estantes que tenía detrás y rodeó el extremo de la barra con una en cada mano.
El cantinero estaba en mitad del local. Respiraba con dificultad y giró siguiendo los movimientos del muchacho. Cuando el chaval se le acercó levantó el mazo en alto. El chaval se agachó ligeramente sin soltar las botellas y hurtó el cuerpo y luego descargó la que llevaba en la mano derecha en la cabeza del otro. Sangre y licor se desparramaron y el hombre se dobló por las rodillas y puso los ojos en blanco. El chaval había soltado ya el cuello de botella y se pasó la otra a la mano derecha al estilo bandolero sin dejarla caer y de revés la sacudió contra el cráneo del cantinero y justo cuando el otro caía le incrustó el borde mellado en el ojo.
Miró en derredor. Algunos de aquellos hombres llevaban pistola al cinto pero ninguno se movió. El chaval salvó la barra de un salto y agarró otra botella y se la metió bajo el brazo y salió por la puerta. El perro ya no estaba. El hombre que había visto en el banco se había ido también. Desenganchó el mulo y lo guió a pie por la plaza.
Despertó en la nave de una iglesia en ruinas, mirando deslumbrado a la bóveda del techo y las altas paredes combadas con sus frescos descoloridos. El piso de la iglesia tenía dos palmos de guano seco y excrementos de vaca y oveja. Aleteaban palomas entre las columnas de luz polvorienta y en el presbiterio tres ratoneros anadeaban junto al cadáver roído de un animal muerto.
Sentía cargazón en la cabeza y su lengua estaba hinchada por la sed. Miró a su alrededor. Había metido la botella bajo la silla de montar y la buscó y la sostuvo en alto y la agitó y quitó el tapón para beber. Se quedó sentado con los ojos cerrados y la frente perlada de sudor. Luego abrió los ojos y bebió de nuevo. Los ratoneros se alejaron trotando uno detrás de otro hacia la sacristía. Al rato se levantó y salió a buscar al mulo.
No lo vio por ninguna parte. La misión ocupaba ocho o nueve áreas de terreno tapiado, un espacio árido donde había varias cabras y burros. Dentro del cercado de adobe había pesebres habitados por familias de intrusos y unos cuantos llares humeaban débilmente al sol. Rodeó la iglesia y entró en la sacristía. Los ratoneros se alejaron entre la paja y el yeso saltando como enormes aves de corral. Allá arriba las bóvedas estaban habitadas de una oscura masa peluda que se movía y respiraba y piaba. En la habitación había una mesa con unos cuantos cacharros de arcilla y junto a la pared del fondo los restos de varios cuerpos, uno de ellos de niño. Cruzó la sacristía para entrar de nuevo en la iglesia y recogió su silla de montar. Bebió el resto de la botella y se echó la silla al hombro y salió.
La fachada del edificio ostentaba una colección de santos en sus correspondientes nichos, santos que habían servido de blanco a soldados americanos en prácticas de tiro, de modo que las estatuas estaban jaspeadas por las marcas de plomo que se habían oxidado sobre la piedra y a más de una le faltaban las orejas y la nariz. Las enormes puertas de tablero colgaban torcidas de sus goznes y una talla en piedra de la Virgen sostenía en brazos un niño decapitado. Pestañeó al sol de mediodía. Entonces vio el rastro del mulo. No era más que una ligera perturbación en el polvo del camino y salía de la puerta de la iglesia y cruzaba hacia la verja de la pared oriental. Se afianzó la silla al hombro y echó a andar siguiendo las huellas.
Un perro que estaba a la sombra del portal se levantó y fue taciturno hacia el sol y cuando el chaval hubo pasado volvió a donde estaba antes. Tomó el camino que bajaba hacia el río, zarrapastroso como nunca. Penetró en un tupido bosque de nogales y robles y el camino subía un poco y le permitió ver el río más abajo. Unos negros limpiaban un carruaje en el vado y el chaval descendió y se quedó al borde del agua y al cabo de un rato los llamó a voces.
Estaban remojando con agua el barnizado negro y uno de ellos se enderezó y volvió la espalda. Los caballos estaban con el agua por las rodillas.
¿Qué?, gritó el negro.
¿Habéis visto un mulo?
¿Qué mulo?
He perdido mi mulo. Creo que venía hacia aquí.
El negro se enjugó la cara con el dorso del brazo. Hace como una hora he visto bajar algo por el camino. Creo que ha seguido río abajo. Puede que fuera un mulo. No tenía rabo y apenas pelo pero sí tenía dos orejas largas.
Los otros dos negros rieron. El chaval miró en aquella dirección. Escupió y tomó el sendero que pasaba entre sauces y montículos de hierba.
Lo encontró como un centenar de metros más abajo. Estaba mojado hasta la panza y levantó la cabeza y la volvió a bajar para seguir paciendo en la exuberante hierba de la ribera. El chaval bajó la silla y cogió el ronzal suelto y ató el animal a una rama y le dio una patada sin entusiasmo. El mulo se apartó un poco y siguió comiendo. Al ir a tocarse el sombrero recordó que lo había perdido en alguna parte. Siguió aguas abajo entre los árboles y se quedó contemplando la fría corriente impetuosa. Luego se metió en el agua como un derrengado candidato al bautismo.