XIV

Tormentas de montaña

Tierras quemadas, tierras despobladas – Jesús María

La posada - Tenderos - Una bodega - El violinista

El cura - Las Animas - La procesión

Cazando las almas – Glanton sufre un acceso

Perros en venta - El juez prestidigitador

La bandera - Un tiroteo - Exodo - La recua

Sangre y mercurio - En el vado - Jackson, repuesto

La selva - Un herbolario - El juez recoge especímenes

Su punto de vista de cientifico - Ures - El populacho

Los pordioseros – Un fandango - Perros parias

Glanton y el juez.

Muy al norte la lluvia había sacado zarcillos negros a los cúmulos como trazas de negro de humo caídas en el vaso de una mariposa y por la noche pudieron oír el rumor de la lluvia a varios kilómetros de distancia en la pradera. Escalaron una pendiente escabrosa y los relámpagos definían las temblorosas montañas distantes y los relámpagos hacían vibrar las piedras y copetes de un fuego azul se pegaban a los caballos como espíritus incandescentes que no se dejaban ahuyentar. Luces de fundición corrían por el metal de los arneses, luces azules y líquidas también en los cañones de las armas. Liebres enloquecidas echaban a correr y se detenían en el resplandor azulado y allá arriba entre los sonoros peñascos unos milanos se atrincheraban en sus plumas o abrían medio ojo amarillo a la tormenta que descargaba a sus pies.

Cabalgaron bajo la lluvia durante días y cabalgaron con lluvia y granizo y todavía más lluvia. A la luz gris de la tormenta cruzaron una llanura anegada donde las larguiruchas formas de los caballos se reflejaban en el agua entre nubes y montañas y los jinetes cabalgaban desfallecidos y acertadamente escépticos respecto de las ciudades que rielaban a orillas de aquel vasto mar por donde andaban milagrosos. Subieron a través de prados ondulantes donde los pájaros huían asustados gorjeando en el viento y un ratonero alzó pesadamente el vuelo entre unos huesos haciendo fup fup fup con sus alas como un juguete pendiendo de un cordel y en el largo ocaso rojo las cortinas de agua allá en el llano parecían balsas de marea de sangre primordial.

Cruzaron un prado alfombrado de flores silvestres, acres de dorada hierba cana y de zinia y de genciana púrpura y enredaderas silvestres de campanilla azul y una extensa llanura de variados capullos que se extendía como un estampado de zaraza hasta las prietas cornisas periféricas azules de calina y las diamantinas sierras surgiendo de la nada como lomos de bestias marinas en una aurora devoniana. Llovía otra vez y marchaban encogidos en chubasqueros cortados de pellejas grasas a medio curtir y encapuchados así con estas pieles primitivas haciendo frente a la lluvia gris y pertinaz parecían guardianes de alguna oscura secta enviados a hacer proselitismo entre las bestias de la tierra. La región que se extendía ante ellos estaba inmersa en nubes y tiniebla. El sol se puso y no hizo luna y hacia el oeste las montañas no dejaban de estremecerse en un crepitar de cuadros y llameaban hasta ser devueltas a la oscuridad y la lluvia siseaba en el ciego país nocturno. Subieron hacia las estribaciones entre pinos y roca viva y subieron entre enebros y píceas y los raros aloes gigantes y los altos tallos de las yucas con sus pálidos pétalos silenciosos y sobrenaturales entre los árboles de hoja perenne.

Por la noche siguieron un torrente de montaña en una garganta virgen atascada de rocas musgosas y pasaron bajo oscuras grutas de donde goteaba y salpicaba un agua que sabía a hierro y vieron los filamentos plateados de unas cascadas que se dividían en la pared de cerros distantes y parecían signos y portentos de los cielos mismos, tan oscura era la tierra de sus orígenes. Cruzaron un bosque destruido por el fuego y cabalgaron por una región de rocas hendidas donde unos enormes bloques yacían partidos en dos con sus lisas caras descentradas y en las pendientes de aquel terreno ferroso viejos senderos abiertos por el fuego y esqueletos renegridos de árboles asesinados en las tormentas. Al día siguiente empezaron a ver acebos y robles, bosques de frondosas muy parecidos a los que habían abandonado en su juventud. En las oquedades de la pendiente norte el granizo estaba asentado como tectitas entre las hojas y las noches eran frías. Viajaron por aquellas tierras altas adentrándose aún más en las montañas donde las tormentas tenían su guarida, una región estruendosa donde llamas blancas corrían por los picos y la tierra despedía el olor a quemado del pedernal roto. De noche los lobos les llamaban desde los oscuros bosques del orbe inferior como si fueran amigos del hombre y el perro de Glanton trotaba gimiendo entre las patas en perpetua articulación de los caballos.

Nueve días después de partir de Chihuahua traspasaron una cañada e iniciaron el descenso por una pista tallada en la imponente pared de un farallón situado a mil metros sobre las nubes. Un gran mamut de piedra observaba al acecho desde aquella escarpa gris. Fueron pasando en fila india. Cruzaron un túnel labrado en la roca y al salir vieron los tejados de una población asentada en un congosto.

Descendieron por pedregosos toboganes y cruzaron lechos de arroyos donde pequeñas truchas se erguían sobre sus desvaídas aletas para estudiar los hocicos de los caballos que bebían. Cortinas de niebla que olían y sabían a metal llegaban del congosto y los envolvían para luego perderse en el bosque. Atravesaron el vado y siguieron el rastro y a las tres de la tarde entraban en el viejo pueblo de piedra de Jesús María bajo una llovizna persistente.

Avanzaron repicando sobre los mojados adoquines a los que las hojas habían quedado pegadas y cruzaron un puente de piedra y enfilaron la calle bajo los chorreantes aleros de los edificios con balcones y enseguida una torrentera que atravesaba el pueblo. Habían practicado pequeños bocartes en las rocas pulimentadas del río y en las colinas que dominaban el pueblo había un sinfín de túneles y andamiajes y desmontes y relaves. La abigarrada aparición de los jinetes fue anunciada por unos cuantos perros calados que sesteaban en los portales y la compañía torció por una calle estrecha y se detuvo enfrente de una posada.

Glanton dio unos golpes a la puerta y la puerta se entreabrió y apareció un muchacho. Salió después una mujer y los miró y volvió a entrar. Finalmente un hombre fue a abrirles la verja. Estaba un poco borracho y esperó en el portal mientras los jinetes entraban uno detrás de otro al pequeño patio inundado y cuando todos estuvieron dentro cerró la verja.

En la mañana sin lluvia salieron a la calle, andrajosos, pestilentes, adornados de partes humanas como los caníbales. Llevaban las enormes pistolas metidas en el cinto y las pieles cochambrosas con que iban vestidos estaban sucias de la sangre y el humo y la pólvora. Había salido el sol y las ancianas que arrodilladas con bayeta y cubo limpiaban las piedras frente a los comercios se volvían para mirarlos y los tenderos les daban unos cautelosos buenos días mientras sacaban su género. Los americanos eran extraña clientela para aquella clase de tiendas. Se quedaban en el umbral mirando las jaulas de mimbre con pinzones dentro y los descarados loros verdes que se aguantaban en una pata y graznaban desasosegados. Había ristras de fruta seca y de pimientos y artículos de hojalata que colgaban como campanillas y había pieles de cerdo llenas de pulque balanceándose de las vigas como marranos cebados en el corral de un matarife. Pidieron unos vasos. En ese momento un violinista fue a aposentarse en un umbral de piedra y se puso a tocar una canción morisca y cuantos pasaban por allí camino de sus recados matinales no dejaban de mirar a aquellos pálidos y rancios gigantes.

A mediodía encontraron una bodega regentada por un tal Frank Carroll, un garito de techo bajo antaño cuadra cuyas puertas permanecían abiertas hacia la calle para dejar entrar un poco de luz. El violinista los había seguido con lo que parecía ser una gran tristeza y tomó posiciones junto a la puerta, lo que le permitía ver cómo bebían los extranjeros y cómo dejaban sus doblones de oro sobre el mostrador. En el portal había un viejo tomando el sol y el viejo se inclinó hacia el ruidoso interior con una trompetilla de cuerno de cabra, asintiendo como en señal de aquiescencia pese a que no se habló en ningún idioma que él pudiera entender.

El juez había reparado en el músico y dio una voz y le lanzó una moneda que repicó en las piedras de la calle. El violinista la examinó como si pudiera no valer nada y se la guardó entre la ropa y se ajustó el instrumento bajo la barbilla y atacó una tonada que ya era antigua entre los que hablaban castellano de España de doscientos años atrás. El juez salió al vano iluminado por el sol y ejecutó una serie de pasos con extraña precisión y se habría dicho que el violinista y él eran ministriles extranjeros que habían coincidido casualmente en aquella ciudad medieval. El juez se quitó el sombrero y dedicó una reverencia a dos damas que habían dado un rodeo para evitar el garito y luego hizo alocadas piruetas sobre sus pies menudos y vertió un poco de pulque de su vaso en la trompetilla del viejo. Este tapó rápidamente el cuerno con la yema del pulgar y lo sostuvo ante él con mucho cuidado barrenándose la oreja con un dedo. Después bebió.

Al anochecer las calles se llenaron de lunáticos entontecidos que se tambaleaban y maldecían y disparaban a las campanas de la iglesia en una cencerrada impía hasta que salió el cura portando ante él al Cristo crucificado y exhortándolos con latinajos. El hombre fue apaleado y zarandeado obscenamente y le tiraron monedas de oro con él en el suelo aferrado a su cruz. Cuando se levantó no quiso coger las monedas hasta que unos niños corrieron a reunirlas y entonces les ordenó que se las entregaran mientras los bárbaros vociferaban y brindaban por él.

La gente fue desfilando, la calle quedó vacía. Algunos americanos se habían metido en las frías aguas del torrente y estaban chapoteando y subieron empapados a la calle y quedaron sombríos y humeantes y apocalípticos a la media luz de las farolas. Hacía frío y recorrieron la adoquinada población despidiendo vapor como ogros de cuento y se había puesto a llover otra vez.

El día siguiente era la festividad de las Ánimas y hubo una procesión por las calles con una carreta tirada por caballos que portaba un Cristo de tosca factura en un catafalco viejo y manchado. Detrás iba el grupo de acólitos laicos, el cura iba delante haciendo sonar una campanilla. Una cofradía descalza vestida de negro marchaba al final portando cetros de hierbas. El Cristo pasó bamboleándose, pobre figura de paja con la cabeza y los pies tallados. Lucía una corona de escaramujo y unas gotas de sangre pintadas en la frente y lágrimas de color azul en sus cuarteadas mejillas de madera. Los lugareños se arrodillaban y santiguaban y los había que se aproximaban para tocar el manto de la figura y besarle los dedos. La comitiva fue pasando y los niños sentados en los portales comían calaveras de pastel y observaban el desfile y la lluvia en la calle.

El juez estaba a solas en la cantina. También él estaba viendo llover con los ojos menudos de su enorme rostro pelado. Se había llenado los bolsillos de calaveras de caramelo y estaba sentado junto a la puerta ofreciéndolas a los niños que pasaban bajo los aleros pero ellos se alejaban asustados como potrillos.

Por la tarde grupos de lugareños bajaron del cementerio por el lado de la colina y ya de anochecida con velas o fanales aparecieron de nuevo y subieron a la iglesia para rezar. Era casi imposible no cruzarse con grupos de americanos temulentos y aquellos roñosos visitantes se quitaban el sombrero con torpeza y se tambaleaban y reían y hacían proposiciones obscenas a las chicas. Carroll había cerrado su sórdido bar al atardecer pero lo volvió a abrir para que no le desfondaran las puertas. Era ya de noche cuando llegó un grupo de jinetes que se dirigía a California, todo ellos al borde de la extenuación. Pero antes de transcurrida una hora partían de nuevo. A medianoche, cuando se decía que las almas de los muertos rondaban por allí, los cazadores de cabelleras volvían a estar en la calle chillando y disparando a pesar de la lluvia y de la muerte y aquello se prolongó esporádicamente hasta el amanecer.

Al mediodía siguiente Glanton tuvo una especie de acceso debido a su embriaguez y se precipitó desgreñado y loco a un pequeño patio y empezó a abrir fuego con sus pistolas. Por la tarde estaba atado a su cama como un demente y el juez le hacía compañía y le refrescaba la frente con trapos húmedos y le hablaba en voz baja. Mientras, otras voces se oían en las empinadas laderas. Había desaparecido una niña y grupos de ciudadanos habían salido a registrar los pozos de mina. Al poco rato Glanton se durmió y el juez se levantó y salió a la calle.

Estaba gris y llovía, caían hojas. Un mozalbete harapiento salió de un portal junto a un canalón de madera y le tironeó del brazo. Llevaba dos cachorros en la pechera de la camisa y los ofreció al juez por si quería comprarlos, agarrando a uno de ellos por el pescuezo.

El juez estaba mirando calle arriba. Al bajar la vista y ver al niño el niño le ofreció el otro perro. Colgaban los dos flácidos. Se venden perros, dijo.

¿Cuánto quieres?, dijo el juez.

El niño miró alternativamente a los cachorros. Quizá para escoger el que más se ajustara al carácter del juez, como si semejante perro pudiera existir. Adelantó el que sostenía con la mano izquierda. Cincuenta centavos, dijo.

El cachorrillo se retorció y trató de volver al interior de la mano como un animal se mete en la madriguera, imparciales sus ojos azul claro, temeroso por igual del frío y de la lluvia y del juez.

Ambos, dijo Holden. Buscó monedas en sus bolsillos.

El vendedor de perros pensó que le estaba regateando y volvió a examinar los cachorros para mejor determinar su valor, pero el juez había sacado ya de sus sucias ropas una pequeña moneda de oro con la que se habría podido comprar una tonelada de aquellos perros. Adelantó la mano con la moneda en la palma y con la otra agarró los cachorros que sujetaba el niño sosteniéndolos en una mano como un par de calcetines. Hizo un gesto con la moneda.

Andale, dijo.

El chico miró el oro.

El juez cerró el puño y lo volvió a abrir. La moneda no estaba. Agitó los dedos en el vacío y buscó detrás de la oreja del niño y sacó la moneda y se la dio. El chico la sostuvo con las dos manos como si fuera un pequeño copón y luego miró al juez. Pero el juez había echado a andar con los cachorros colgando. Fue por el puente de piedra y miró hacia la corriente crecida y levantó los cachorros y los lanzó al agua.

Al otro lado el puente daba a una callejuela paralela al río. Y allí estaba el tasmanio orinando al agua desde un murete de piedra. Cuando vio que el juez lanzaba los perros al agua sacó su pistola y dio una voz.

Los perros desaparecieron en la espuma. Fueron arrastrados uno detrás del otro por un raudal de agua verde sobre las losas de roca pulida hasta una poza que había más abajo. El tasmanio levantó y amartilló el arma. En las transparentes aguas de la poza giraban hojas de sauce como albures de jade. La pistola dio una sacudida en su mano y uno de los perros saltó en el agua y el tasmanio la armó de nuevo y volvió a disparar y una mancha rosa se difuminó. Amartilló y disparó la pistola por tercera vez y el otro perro reventó también y se hundió.

El juez siguió andando por el puente. Cuando el niño llegó corriendo y miró hacia abajo todavía tenía la moneda en la mano. El tasmanio estaba en la calle de enfrente con la picha en una mano y el revólver en la otra. El humo había flotado aguas arriba y en la poza ya no había nada.

Glanton despertó a media tarde y consiguió librarse de sus ligaduras. La primera noticia que tuvieron de él fue que había rajado la bandera mexicana que ondeaba delante del cuartel y que la había atado al rabo de una mula. Luego había montado en la mula y la había hecho cruzar la plaza arrastrando por el polvo la sagrada bandera.

Dio una vuelta por las calles y salió de nuevo a la plaza, maltratando duramente los flancos del animal. Al volver grupas sonó un disparo y la mula cayó muerta en el acto debajo de él con una bala de fusil en el cerebro. Glanton giró en redondo y se puso en pie disparando como un loco. Una anciana cayó sin chistar a las piedras. El juez y Tobin y Doc Irving llegaron del bar de Frank Carroll a la carrera y se arrodillaron a la sombra de una pared y empezaron a disparar a las ventanas superiores. Otra media docena de americanos dobló la esquina por el lado opuesto de la plaza y en un intercambio de tiros dos de ellos cayeron a tierra. Escorias de plomo rebotaban en las piedras y el humo quedó flotando en el aire húmedo de las calles. Glanton y John Gunn habían conseguido llegar al cobertizo contiguo a la posada donde estaban los caballos y empezaron a sacar a los animales. Tres miembros más de la compañía entraron corriendo y empezaron a sacar arreos del edificio y ensillar a los caballos. El tiroteo en la calle era ahora continuo, dos americanos estaban muertos y otros tirados en el suelo gritando. Cuando la compañía partió treinta minutos más tarde hubo de pasar bajo una lluvia de balas y piedras y botellas y dejaron a seis de ellos atrás.

Una hora después Carroll y otro americano llamado Sanford que residía en el pueblo los alcanzaron. Los ciudadanos habían incendiado la taberna. Después de bautizar a los americanos heridos el ex cura se apartó mientras los mataban de sendos tiros a la cabeza.

Al atardecer encontraron subiendo por la cara occidental de la montaña una recua de ciento veintidós mulos que transportaban matraces de mercurio para las minas. Oyeron los gritos y latigazos de los arrieros en los toboganes un poco más abajo y vieron a las bestias afanarse como cabras por una línea de falla en la roca viva. Mala suerte. A veintiséis días del mar y menos de dos horas de las minas. Los mulos resollaban y tanteaban en el talud y los muleros, harapientos en sus coloreados vestidos, los arreaban. Cuando el primero de ellos vio a los jinetes allá arriba se irguió sobre los estribos y miró hacia atrás. La columna de mulos siguió serpenteando por la vereda unos mil metros más y cuando se agrupaban o se detenían podían verse otras secciones del convoy en distintos toboganes, grupos de ocho y diez mulas, mirando ahora a un lado ahora a otro, cada cual con la cola roída por la que iba detrás y el mercurio palpitando pesadamente dentro de los matraces de gutapercha como si contuvieran bestias secretas, cosas a pares que se agitaban y respiraban inquietas dentro de los panzudos talegos. El arriero gritó y miró sendero arriba. Glanton le había alcanzado. El hombre saludó cordialmente al americano. Glanton pasó de largo sin hablar, tomando el lado superior de aquel estrecho pedregoso y empujando peligrosamente al mulo del arriero hacia las piedras sueltas del camino. El hombre puso mala cara y giró y dio una voz hacia los de abajo. Los otros jinetes le arrinconaron también al pasar, los ojos pequeños y las caras negras como fogoneros debido al humo del tiroteo. Se apeó del mulo y agarró la escopeta que llevaba bajo el alero de la silla. David Brown estaba pasando en ese momento, pistola en mano, del lado izquierdo de su caballo. Levantó el arma por encima del fuste de la silla y mató al hombre de un tiro en el pecho. El arriero cayó sentado y Brown le disparó otra vez haciéndolo precipitarse al abismo.

El resto de la compañía apenas se molestó en mirar qué es lo que había pasado. Todos ellos estaban disparando a quemarropa a los muleros. Caían de sus monturas y quedaban tendidos en el sendero o resbalaban pendiente abajo y desaparecían de la vista. Los que estaban más abajo hicieron girar a sus mulas y trataron de escapar y las agotadas acémilas empezaron a encaramarse frenéticamente a la escarpada pared del risco como ratas enormes. Los jinetes se abrían paso entre las bestias y la roca y las empujaban metódicamente al precipicio, los animales cayendo silenciosamente como mártires, girando en el aire vacío para explotar en las rocas de más abajo entre estallidos de sangre y argento vivo a medida que los matraces se rompían y el mercurio rodaba en el aire formando lienzos y lóbulos y pequeños satélites trémulos y todas esas formas se agrupaban abajo y corrían por el cauce pedregoso de los arroyos a modo de irrupción de algún nuevo experimento alquímico urdido en la secreta oscuridad del corazón de la tierra, el ciervo de los antiguos fugitivo en la ladera de la montaña, luminosos y raudos en los regueros secos de las tormentas y moldeando las anfractuosidades de la roca y brincando de saliente en saliente siempre cuesta abajo, esplendorosos y ágiles como anguilas.

Los muleros se desviaron del camino al llegar a un recodo en que el precipicio era casi transitable y continuaron y cayeron con estrépito entre enebros y pinos enanos en medio de una confusión de gritos mientras los jinetes se llevaban a las mulas rezagadas y descendían a lo loco por la vereda de roca como si también ellos estuvieran a merced de algo terrible. Carroll y Sanford se habían distanciado de la compañía y cuando llegaron al bancal por donde el último de los arrieros había desaparecido tiraron de las riendas y miraron hacia atrás. La vereda estaba desierta a excepción de varios mulateros muertos. En la curva que describía el risco pudieron ver las formas reventadas de un centenar de mulas que habían sido despedidas escarpa abajo y pudieron ver los aspectos brillantes del mercurio encharcados a la luz del crepúsculo. Los caballos piafaron y arquearon sus pescuezos. Los jinetes desviaron la vista hacia la espantosa sima que se abría a sus pies y se miraron unos a otros pero no les hizo falta parlamentar, tiraron de los bocados de sus caballos y los espolearon montaña abajo.

Al atardecer dieron alcance a la compañía. Habían desmontado al otro lado de un río y el chaval y un delaware arreaban a los caballos para sacarlos del borde del agua. Llevaron sus animales al vado y cruzaron con el agua rozando las panzas de los caballos y estos tanteando las piedras y mirando espantados de soslayo la catarata que atronaba aguas arriba cayendo de un bosque oscuro a la hirviente poza de más abajo. Cuando salieron del vado el juez se adelantó y agarró con la mano la quijada del caballo de Carroll.

¿Dónde está el negro?, dijo.

Carroll miró al juez. Estaban casi a la misma altura y Carroll a caballo. No lo sé, dijo.

El juez miró a Glanton. Glanton escupió.

¿Cuántos hombres has visto en la plaza?

No he tenido tiempo de contarlos. Creo que eran tres o cuatro.

¿Pero el negro no?

A él no le vi.

Sanford se adelantó en su caballo. No había ningún negro en la plaza, dijo. Vi cómo mataban a los muchachos y eran todos tan blancos como tú y como yo.

El juez soltó el caballo de Carroll y fue a buscar e1 suyo propio. Dos delaware se separaron del grupo. Cuando partieron sendero arriba era casi de noche y la compañía se había adentrado en el bosque y apostado centinelas en el vado y no encendieron fuego.

Nadie bajó por el camino. La primera parte de la noche fue muy oscura pero el primer relevo vio que empezaba a clarear en el vado y la luna salió sobre el cañón y vieron bajar un oso y pararse en la otra orilla y olisquear el aire y dar media vuelta. El juez y los delaware volvieron al rayar el alba. Traían al negro. Iba desnudo y envuelto en una manta. Ni siquiera llevaba botas. Montaba uno de los mulos de la recua y estaba tiritando de frío. Lo único que había podido salvar era su pistola. La llevaba contra el pecho debajo de la manta porque no tenía otro sitio mejor.


El camino que bajaba de las montañas hacia el mar occidental los condujo por verdes gargantas pobladas de enredaderas donde periquitos y vistosos guacamayos miraban de reojo y graznaban. El sendero seguía un río y el río venía crecido y lodoso y había muchos vados y la compañía cruzaba y volvía a cruzar el río a cada momento. Blanquecinas cascadas pendían de la escabrosa pared de la montaña, apartándose de la roca resbaladiza entre grandes exhalaciones de vapor. En ocho días no se cruzaron con ningún jinete. Al noveno vieron un viejo que intentaba apartarse del camino un poco más abajo, dando de bastonazos a un par de burros para meterlos en el bosque. Cuando llegaron a la altura de aquel punto se detuvieron y Glanton penetró en el bosque donde las hojas húmedas estaban removidas y encontró al viejo sentado entre los arbustos y más solo que un gnomo. Los burros alzaron la cabeza y luego la bajaron para seguir paciendo. El viejo le observó.

¿Por qué se esconde?, dijo Glanton.

El viejo no respondió nada.

¿De dónde viene?

El viejo parecía reacio a aceptar siquiera la posibilidad de un diálogo. Siguió agachado en la hojarasca con los brazos cruzados. Glanton se inclinó para escupir. Hizo un gesto con la barbilla hacia los burros.

¿Qué tiene allá?

El viejo encogió los hombros. Hierbas, dijo.

Glanton miró a los animales y miró al viejo. Luego se volvió por donde había venido para reunirse con el grupo.

¿Por qué me busca?, le gritó el viejo.

Siguieron adelante. En el valle había águilas y otras aves y muchos ciervos y había también orquídeas silvestres y bejucos de bambú. Aquí el río era grande y corría sobre enormes cantos rodados y de la enmarañada selva caían saltos de agua por todas partes. El juez cabalgaba en cabeza de la columna con uno de los delaware y había cargado su rifle con semillas duras de nopal y al atardecer aderezó con mano diestra los pájaros que había cazado, frotando las pieles con pólvora y rellenándolas con pelotas de hierba seca, y luego los guardó en sus alforjas. Metía hojas de árboles y plantas entre las páginas de su libro y cazaba mariposas de montaña persiguiéndolas de puntillas con la camisa extendida entre las manos, hablándoles en susurros, no menos objeto de estudio él también. Toadvine lo miró mientras el juez hacía anotaciones, arrimando el libro al fuego para tener más luz, y le preguntó qué pretendía con todo aquello.

La pluma del juez dejó de arañar el papel. Miró a Toadvine. Luego continuó escribiendo.

Toadvine escupió al fuego.

El juez siguió escribiendo y luego cerró el cuaderno y lo dejó a un lado, juntó las manos y las pasó por encima de la nariz y de la boca hasta dejarlas sobre sus rodillas con las palmas hacia abajo.

Todo aquello que existe, dijo. Todo cuanto existe sin yo saberlo existe sin mi aquiescencia.

Dirigió la vista hacia el bosque oscuro en que hacían vivaque. Señaló con la cabeza a los especímenes que había reunido. Estas criaturas anónimas, dijo, pueden parecer insignificantes en la inmensidad del mundo. Y sin embargo hasta la más pequeña miga puede devorarnos. La cosa más insignificante debajo de esa roca ajena al saber del hombre. Solo la naturaleza puede esclavizarnos y solo cuando la existencia de toda entidad última haya sido descubierta y expuesta en su desnudez ante el hombre podrá este considerarse soberano de la tierra.

¿Qué es un soberano?

Un amo. Amo o patrón.

Entonces ¿por qué no dices amo?

Porque es un amo muy especial. El soberano manda incluso allí donde hay otros que mandan. Su autoridad suprema anula toda jurisdicción local.

Toadvine escupió.

El juez apoyó las manos en el suelo. Miró a su inquiridor. Esta es mi pertenencia, dijo. Y sin embargo hay aquí multitud de zonas aisladas de vida autónoma. Autónoma. Para que yo la posea nada debe ocurrir en ella al margen de mi providencia.

Toadvine estaba sentado con las botas cruzadas. Nadie puede hacerse conocedor de todo cuanto hay en la tierra, dijo.

El juez inclinó su enorme cabeza. El hombre que cree que los secretos del mundo están ocultos para siempre vive inmerso en el misterio y el miedo. La superstición acabará con él. La lluvia erosionará los actos de su vida. Pero el hombre que se impone la tarea de reconocer el hilo conductor del orden de entre el tapiz habrá asumido por esa sola decisión la responsabilidad del mundo y es solo mediante esa asunción que producirá el modo de dictar los términos de su propio destino.

No sé qué tiene eso que ver con cazar pájaros.

La libertad de los pájaros es un insulto. Yo los metería a todos en el zoológico.

Menudo alboroto.

El juez sonrió. Sí, dijo. Incluso así.

Por la noche pasó una caravana. Caballos y mulos llevaban la cabeza envuelta en sarapes y eran conducidos en silencio por la oscuridad, los jinetes recomendándose cautela con dedos aplicados a los labios. El juez los vio pasar desde lo alto de un gran canto rodado.

Por la mañana reanudaron la marcha. Vadearon el fangoso río Yaqui y atravesaron campos de girasoles altos como un hombre a caballo, las caras secas mirando al oeste. La región empezó a abrirse y al poco rato vieron maizales en las faldas de las colinas y algunos claros en donde había cabañas de zarza y naranjos y tamarindos. Seres humanos no vieron ninguno. El 2 de diciembre de 1849 entraban en la ciudad de Ures, capital del estado de Sonora.

Apenas habían recorrido al trote media ciudad que ya les seguía una chusma distinta en variedad y sordidez a todas cuantas habían encontrado hasta entonces, mendigos y apoderados de mendigos y putas y alcahuetes y buhoneros y niños inmundos y delegaciones enteras de ciegos y lisiados e insolentes, todos ellos gritando por Dios y algunos montados a horcajadas de porteadores apiñándose detrás de los otros y gran número de personas de toda edad y toda condición que simplemente sentían curiosidad. Mujeres de fama local haraganeaban en los balcones con las caras pringadas de índigo y almagre, chillonas como las nalgas de ciertos monos, y miraban protegidas por sus abanicos con una suerte de coquetería espeluznante como travestidos de manicomio. El juez y Glanton encabezaban la pequeña columna hablando entre sí. Los caballos asentaban el paso nerviosos y silos jinetes rozaban con sus espuelas alguna mano furtiva que se agarraba a las cinchas la mano era retirada sin chistar.

Aquella noche se hospedaron a las afueras de la ciudad en un albergue regentado por un alemán que les entregó el edificio entero y no hizo más acto de presencia, ni para cobrar ni para prestar servicio. Glanton erró por las altas y polvorientas habitaciones con techo de junco y al final encontró una vieja criada que se había escondido en lo que debía de pasar por cocina aunque nada tenía de culinario aparte de un brasero y unos cuantos tarros de arcilla. Le hizo calentar agua para bañarse todos y le puso en la mano un puñado de monedas de plata y le encargó que les preparara una mesa. La vieja miró las monedas sin moverse de allí hasta que él la ahuyentó con un gesto y ella se fue pasillo abajo como un pajarito con las monedas en la mano. Se perdió en el hueco de escalera dando voces y al poco rato había unas cuantas mujeres atareadas.

Cuando Glanton regresó al zaguán había allí cuatro o cinco caballos. Los arreó con el sombrero y fue hasta la puerta y contempló la silenciosa caterva de espectadores.

Mozos de cuadra, dijo en voz alta. Venga. Pronto.

Dos muchachos avanzaron hacia la puerta y otros más les imitaron. Glanton hizo un gesto al más alto de ellos y le puso una mano sobre la cabeza y le hizo darse la vuelta y mirar a los otros.

Este hombre es el jefe, dijo. El jefe aguardó solemne, cortando el espacio con la mirada. Glanton le giró otra vez la cabeza y le miró.

Te encargo de todo, ¿entiendes? Caballos, sillas, todo.

Sí. Entiendo.

Bueno. Ándale. Hay caballos en la casa.

El jefe se volvió y gritó los nombres de sus amigos y seis o siete se adelantaron y entraron en el albergue. Cuando Glanton se alejó por el pasillo estaban conduciendo a aquellos animales -conocidos algunos como asesinos de hombres- hacia la puerta, regañándolos pese a que el menor de los chicos apenas era más alto que las patas del animal que custodiaba. Glanton fue hasta la parte posterior del edificio y buscó al ex cura para darse el gusto de enviarlo a por putas y bebida pero no le encontró por ningún lado. Tratando de buscar un pequeño destacamento en cuyo regreso se pudiera confiar razonablemente se decidió por Doc Irving y Shelby, les dio un puñado de monedas a cada uno y volvió a la cocina.

Al anochecer había media docena de cabritos asándose espetados en el patio que había detrás del albergue, figuras renegridas que brillaban en la luz humosa. El juez se paseaba por el recinto con su traje de hilo y dirigía a los chefs agitando su cigarro, siendo seguido a su vez por una banda de cuerda formada por seis músicos, todos ellos viejos y serios, que en todo momento permanecían unos tres pasos detrás de él y eso sin dejar de tocar. Un odre de pulque colgaba de un trípode en mitad del patio e Irving había vuelto con unas veinte o treinta prostitutas de todas edades y tallas, y frente a la puerta del edificio había un verdadero convoy de carros y carretas vigilados por vivanderos improvisados pregonando cada cual sus productos y rodeados de una cambiante galería de lugareños y por docenas de caballos para la venta y apenas amansados que relinchaban y se engrifaban y vacas y cerdos y ovejas todos juntos y con expresiones desoladas lo mismo que sus dueños hasta que la población que Glanton y el juez habían querido evitar a toda costa estaba casi al completo delante de sus narices en un carnaval respaldado por ese espíritu de fiesta y de fealdad propio de todo festejo en aquella parte del mundo. La hoguera que ardía en el patio había alcanzado tales alturas que desde la calle la parte posterior del recinto parecía estar en llamas y a todo esto iban llegando nuevos comerciantes con su mercadería y nuevos espectadores junto con grupos de taciturnos indios yaqui en taparrabos que se ofrecían como mano de obra.

A medianoche había fuegos en la calle y había baile y embriaguez y la casa entera resonaba con los gritos agudos de las putas y en el patio humeante ahora en penumbra se habían infiltrado jaurías de perros rivales de lo que se derivó una espantosa pelea por unos chamuscados huesos de cabrito y allí estalló el primer tiroteo de la noche y los perros aullaban y se arrastraban heridos hasta que Glanton en persona salió al patio y los mató con su cuchillo, una escena horripilante a media luz, los perros totalmente mudos salvo por el castañeteo de sus dientes, reptando por el suelo como focas u otras bestias y acurrucándose contra los muros mientras Glanton les hendía el cráneo uno por uno con la faca con canto de cobre que llevaba al cinto. Acababa de entrar en la casa, cuando nuevos perros empezaron a gruñir junto a los asadores.

Con la primera luz la mayoría de los fanales del albergue se habían apagado y las habitaciones eran un coro de ronquidos etílicos. Los vivanderos habían partido con sus carretas y los cercos renegridos de las lumbres parecían cráteres de bombas en mitad de la calle. Los leños que aún ardían fueron apilados para alimentar la única fogata, alrededor de la cual había viejos y muchachos fumando e intercambiando historias. Mientras las montañas del este empezaban a perfilarse de entre la aurora también aquellas figuras se dispersaron. En el patio los perros supervivientes habían esparcido los huesos por todos los rincones y los perros muertos yacían en el polvo en oscuros detritos de su propia sangre seca y unos gallos estaban cantando. Cuando el juez y Glanton aparecieron en la puerta con sus trajes, el juez de blanco y Glanton de negro, no había allí más que uno de los pequeños palafreneros durmiendo en los escalones.

Joven, dijo el juez.

El muchacho se levantó de un salto.

¿Eres de los mozos de cuadra?

Sí señor. Para servirle.

Nuestros caballos, dijo. Le iba a explicar cuáles eran pero el chico ya corría hacia allá.

Hacía frío y soplaba viento. El sol no había salido aún. El juez se quedó en el dintel y Glanton paseó arriba y abajo estudiando el terreno. A los diez minutos el muchacho y otro más aparecieron tirando de la brida a los dos caballos ensillados y almohazados que trotaban alegres por la calle, los muchachos a todo correr, descalzos, y los caballos echando vaho por el hocico y moviendo la cabeza de un lado al otro con brío.

xv

Nuevo contrato - Sloat - Matanza en el Nacozari

Encuentro con Elías - Perseguidos hacia el norte

Lotería - Shelby y el chaval - Un caballo lisiado

Nortada - Emboscada - In extremis

Guerra en la llanura - Descenso

El árbol incendiado - Siguiendo la pista

Los trofeos - El chaval se reintegra a la tropa

El juez - Sacrificio en el desierto

Los batidores no vuelven - El octeto

Santa Cruz - La milicia - Nieve - Un hospicio

La cuadra.

El 5 de diciembre partían hacia el norte en la fría tiniebla previa al amanecer llevando consigo un contrato firmado por el gobernador del estado de Sonora por la entrega de cabelleras apaches. Las calles estaban desiertas y en silencio. Carroll y Sanford habían desertado y con ellos cabalgaba ahora un muchacho llamado Sloat que semanas atrás había sido abandonado allí enfermo y a punto de morir por una de las caravanas del oro que se dirigían a la costa. Cuando Glanton preguntó a Sloat si era pariente del comodoro del mismo nombre, el muchacho escupió y dijo No, ni él pariente mío. Cabalgaba casi en cabeza de la columna y sin duda pensaba que no volvería más a aquel lugar, pero si daba gracias a algún dios lo hacía en un momento inoportuno porque la región no había dicho aún la última palabra.

Siguieron al norte por el gran desierto de Sonora y en aquel cauterizado páramo vagaron durante semanas persiguiendo rumores y sombras. Algunas bandas poco numerosas de bandidos chiricahuas presuntamente avistadas por boyeros en algún rancho desolado. Unos cuantos peones salteados y asesinados. A las dos semanas de partir exterminaron un pueblo a orillas del río Nacozari y dos días después yendo a Ures con las cabelleras se toparon en la llanura al oeste de Baviácora con un destacamento de la caballería del Estado al mando del general Elías. Se produjo una escaramuza en la que murieron tres del grupo de Glanton y otros siete fueron heridos, cuatro de los cuales no pudieron montar.

Aquella noche las fogatas del ejército se veían a quince kilómetros en dirección sur. Pasaron la noche en vela y a oscuras y los heridos pedían agua y en la quietud anterior a la primera luz los fuegos seguían ardiendo a lo lejos. Los delaware llegaron a caballo al salir el sol y se sentaron en el suelo con Glanton y Brown y el juez. A la luz que crecía por levante los fuegos se iban difuminando como un mal sueño y la región apareció desnuda y chispeante en el aire puro. Elías marchaba sobre ellos con más de quinientos soldados.

Se levantaron y empezaron a ensillar. Glanton fue a por un carcaj hecho de piel de ocelote y contó las flechas que había en su interior de forma que hubiera una para cada hombre e hizo trizas un pedazo de franela roja y anudó estas a la base de cuatro astiles y luego devolvió al carcaj las flechas que había contado.

Se sentó en el suelo con el carcaj derecho entre las rodillas mientras los hombres iban pasando. Cuando el chaval examinó las flechas para escoger una vio que el juez le observaba y se detuvo. Miró a Glanton. Soltó la flecha que había asido y eligió otra y esa fue la que sacó. Llevaba la tela roja. Miró nuevamente al juez y el juez no le estaba mirando y fue a ocupar su puesto junto a Tate y Webster. Por último se les sumó un tejano llamado Harlan que había sacado la última flecha y se quedaron allí los cuatro mientras el resto de la compañía ensillaba los caballos.

De los heridos dos eran delaware y uno mexicano. El cuarto era Dick Shelby y estaba sentado aparte observando los preparativos de la partida. Los delaware que quedaban consultaron entre ellos y uno se acercó a los cuatro americanos y los miró por turnos detenidamente. Cuando llegó al último dio media vuelta y cogió la flecha de Webster. Webster miró hacia Glanton de pie junto a su caballo. Luego el delaware cogió la flecha de Harlan. Glanton se dio la vuelta y apoyando la frente en las costillas del caballo le aseguró las cinchas y luego montó. Se ajustó el sombrero. Nadie dijo palabra. Harlan y Webster fueron a por sus animales. Glanton esperó acaballado mientras la compañía desfilaba frente a él y dio media vuelta y los siguió hacia el llano.

El delaware había ido a buscar su caballo y lo trajo todavía maneado por los hoyos que los hombres habían dejado en la arena al dormir. De los indios heridos uno guardaba silencio y respiraba con esfuerzo y los ojos cerrados. El otro cantaba rítmicamente. El delaware dejó caer las riendas y sacó su maza de guerra y se puso a horcajadas del hombre y levantó la maza y le aplastó el cráneo de un solo golpe. El herido se sacudió con un pequeño espasmo y luego quedó inmóvil. El otro fue despachado por el mismo sistema y después el delaware le levantó la pata a su caballo, soltó la maniota, metió la maniota y la maza dentro de su talego y montó e hizo girar al caballo. Miró a los dos que estaban de pie. Tenía la cara y el pecho salpicados de sangre. Metió talones a su caballo y partió.

Tate se acuclilló en la arena con las manos colgando al frente. Miró al chaval.

¿Quién se ocupa del mexicano?, dijo.

El chaval no respondió. Miraron a Shelby. Los estaba observando.

Tate tenía unos cuantos guijarros en la mano y los dejó caer uno por uno a la arena. Miró al chaval.

Vete si quieres, dijo el chaval.

Miró a los delaware muertos en sus mantas. Podrías no hacerlo, dijo.

Eso a ti no te importa.

Puede que Glanton vuelva.

Puede.

Tate miró hacia donde estaba el mexicano y luego otra vez al chaval. Pero yo he dado mi palabra.

El chaval no dijo nada.

¿Sabes lo que les van a hacer?

El chaval escupió. Me lo imagino, dijo.

Lo dudo.

He dicho que podías irte. Tú haz lo que quieras.

Tate se levantó y miró hacia el sur pero el desierto se mostraba en toda su diafanidad deshabitado de cualquier ejército. Encogió los hombros de frío. Indios, dijo. A ellos les da lo mismo. Cruzó el campamento y fue a por su caballo y lo llevó a pie y montó. Miró al mexicano que resollaba flojito con una espuma rosada en los labios. Miró al chaval y picó al poni y se alejó entre las tacañas acacias.

El chaval se quedó sentado en la arena y miró hacia e1 sur. Al mexicano le habían perforado los pulmones de un tiro y acabaría muriendo pero Shelby tenía la cadera destrozada por una bala y estaba lúcido. Estaba observando al chaval. Venía de una importante familia de Kentucky y había estudiado en el Transylvania College y como otros muchos jóvenes de su clase había ido al oeste por causa de una mujer. Shelby miró al chaval y miró al enorme sol que hervía en el límite del desierto. Cualquier jugador o salteador de caminos habría sabido que el primero que hablara perdía, pero Shelby ya lo había perdido todo.

Oye, dijo, ¿por qué no acabas de una vez?

El chaval le miró.

Si tuviera una pistola te mataría, dijo Shelby.

El chaval no respondió.

Lo sabes, ¿verdad?

No tienes pistola, dijo el chaval.

Miró de nuevo al sol. Algo que se movía, quizá las primeras líneas de calor. Ni una mota de polvo tan temprano. Cuando volvió a mirar a Shelby, Shelby estaba llorando.

Si te dejo aquí no me lo agradecerás, dijo.

Entonces lárgate, hijo de puta.

El chaval siguió sentado. Del norte soplaba un poco de brisa y unas palomas habían empezado a chillar en los sayones que tenían a su espalda.

Si lo que quieres es que me vaya me voy.

Shelby no dijo nada.

El chaval hizo un surco en la arena con el tacón de su bota. Tú decides.

¿Vas a dejarme una pistola?

Sabes que no puedo.

No eres mejor que él, ¿eh?

El chaval no respondió.

¿Y si vuelve?

Glanton.

Sí, Glanton.

Y qué si vuelve.

Me matará.

No habrás perdido nada.

Qué hijoputa eres.

El chaval se levantó.

Me vas a esconder o no.

¿A esconder?

Sí.

El chaval escupió. No puedes esconderte, dijo. ¿Dónde te vas a esconder?

¿Volverá Glanton?

No sé.

Este es un sitio horrible para morir.

Dime uno que no lo sea.

Shelby se enjugó los ojos con el dorso de la muñeca. ¿Los ves?, dijo.

Todavía no.

¿Me llevas hasta esas matas?

El chaval volvió la cabeza y miró a Shelby. Miró una vez más tierra adentro y luego cruzó la hondonada y se agachó detrás de Shelby y le cogió por las axilas y lo levantó. La cabeza de Shelby cayó hacia atrás y entonces levantó la vista y trató de agarrar la culata de la pistola que el chaval llevaba al cinto. El chaval le asió del brazo. Se retiró un poco y luego lo dejó suelto. Cuando volvió por la hondonada llevando su caballo de la brida el otro se había puesto a llorar otra vez. Se sacó la pistola del cinto y la guardó con los bártulos que llevaba atados al fuste de la silla y bajó su cantimplora y fue hacia Shelby.

Shelby miraba hacia el otro lado. El chaval le llenó la cantimplora y volvió a colocar el tapón que colgaba de su cordel y lo afianzó con el canto de la mano. Luego se puso de pie y miró hacia el sur.

Por allá vienen, dijo.

Shelby se apoyó en un codo.

El chaval le miró y contempló la débil e informe articulación en el horizonte sur. Shelby se recostó. Se puso a mirar al cielo. Del norte se acercaban nubarrones y se había levantado viento. Unas hojas corretearon desde los helechos que había al borde de la arena y luego volvieron a su sitio. El chaval fue hasta donde esperaba el caballo y cogió la pistola y se la metió en el cinto y colgó la cantimplora del borrén de la silla y montó y miró una vez más al herido. Luego se alejó a caballo.

Trotaba hacia el norte por la llanura cuando vio a otro jinete a poco más de un kilómetro de distancia. No supo distinguir quién era y aminoró el paso. Al momento vio que el jinete guiaba su caballo a pie y al momento pudo ver que el caballo no andaba bien.

Era Tate. Estaba sentado al borde del camino viendo acercarse al chaval. El caballo se aguantaba sobre tres patas. Tate no dijo nada. Se quitó el sombrero, miró en su interior y se lo volvió a poner. El chaval había girado en su silla y miraba hacia el sur. Después miró a Tate.

¿Puede andar?

No mucho.

Se apeó y levantó la pata del caballo. La ranilla del casco estaba hendida y ensangrentada y las paletillas del animal temblaban. Le bajó la pata. Hacía un par de horas que había salido el sol y ahora se veía polvo en el horizonte. Miró a Tate.

¿Qué quieres hacer?

No lo sé. Seguir a pie un trecho. A ver si se le pasa.

Lo dudo.

Ya.

Podríamos montarlo por turnos.

También podrías seguir tú solo.

Por descontado.

Tate le miró. Vete si quieres, dijo.

El chaval escupió. Vamos, dijo.

Me sabe mal abandonar la silla. Y me sabe mal abandonar al caballo.

El chaval cogió las riendas del suyo que colgaban. Quizá cambies de opinión sobre lo que te sabe mal y lo que no, dijo.

Partieron a pie guiando de la brida a los animales. El caballo herido hacía ademán de pararse todo el rato. Tate lo animaba a seguir. Vamos, tonto, le decía. Esos salvajes te van a gustar tan poco como a mí.

A mediodía el sol era un pálido borrón y un viento frío soplaba del norte. Hombre y animal iban inclinados a su encuentro. El viento iba cargado de arena y se cubrieron la cara con los sombreros y siguieron andando. La broza seca del desierto revoloteaba en la arena migrante. Pasó una hora y no había rastro visible del grupo de jinetes que los precedía. El cielo estaba gris y de una sola pieza en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista y el viento no menguaba. Al rato empezó a nevar.

El chaval había bajado su manta e iba envuelto en ella. Volvió la cabeza y se puso de espaldas al viento y el caballo se inclinó para apoyar su mejilla en la de él. Tenía las pestañas espolvoreadas de nieve. Tate se detuvo al llegar a su altura y ambos se quedaron mirando a favor del viento hacia donde iba la nieve. No veían más allá de un palmo.

Esto es un infierno, dijo.

¿Tu caballo podría ir delante?

Qué va. Apenas hago que me siga.

Si equivocamos el rumbo, seguramente nos daremos de narices con los españoles.

Nunca he visto que hiciera tanto frío tan de repente.

¿Qué quieres hacer?

Lo mejor es continuar.

Podríamos ir hacia el monte. Mientras sigamos montaña arriba sabremos que no estamos girando en círculo. Nos quedaremos aislados. Nunca encontraremos a Glanton.

Ya estamos aislados.

Tate se volvió y miró sin expresión hacia el norte y hacia la ventisca. Vamos, dijo. No podemos quedarnos aquí.

Siguieron a pie. El suelo estaba ya blanco. Se turnaron para montar el caballo bueno y guiar al lisiado. Treparon durante horas por un largo barranco pedregoso y la nieve no disminuía. Empezaron a encontrar piñones y robles enanos y la nieve en aquellos prados de montaña pronto alcanzó un palmo de alto y los caballos soplaban y humeaban como máquinas de vapor y hacía más frío y anochecía.

Estaban envueltos en sus mantas durmiendo en la nieve cuando los batidores de la avanzadilla de Elías los encontraron. Habían seguido durante toda la noche la única pista que había, afanándose en avanzar para no perder de vista aquellas huellas que se iban llenando de nieve. Eran cinco hombres y llegaron en la oscuridad a través de la espesura y casi se tropezaron con los que dormían, dos montículos en la nieve, uno de los cuales se abrió y del cual una figura se incorporó de repente como una nidada horripilante.

Había dejado de nevar. El chaval los distinguió con claridad a ellos y sus animales sobre el suelo pálido, los hombres a media zancada y los caballos resoplando frío. Tenía las botas en una mano y la pistola en la otra y se levantó de la manta y apuntó e hizo fuego hacia el pecho del hombre más próximo a él y giró y empezó a correr. Resbaló y cayó sobre una rodilla. Un fusil disparó a su espalda. Se levantó de nuevo y corrió por una oscura chavasca de piñones y se desvió hacia el repecho. Sonaron más disparos detrás de él y cuando se volvió pudo ver un hombre que bajaba entre los árboles. El hombre se detuvo y levantó los codos y el chaval saltó de cabeza. La bala de fusil se perdió entre las ramas. El chaval rodó de costado y amartilló su pistola. El cañón debía de estar lleno de nieve, porque cuando disparó un cerco de luz anaranjada salió por la boca y el disparo produjo un extraño sonido. Palpó el arma para ver si había estallado pero no era así. Ya no podía ver al hombre y se incorporó para seguir corriendo. Al pie del repecho se detuvo jadeando en el aire frío y se calzó las botas y miró hacia los árboles. Nada se movía. Se levantó y siguió adelante después de meterse la pistola por el cinto.


Salió el sol y el chaval agazapado al pie de un promontorio contemplando la región que se extendía al sur. Estuvo así durante más de una hora. Un grupo de ciervos subió paciendo por la otra orilla del arroyo buscando comida y paciendo se alejó. Al poco rato se puso de pie y siguió recorriendo el cerro.

Anduvo todo el día por aquellos montes agrestes, comiendo puñados de nieve de las ramas de hoja perenne. Siguió caminos de caza a través de los abetos y al atardecer bordeó un yacimiento aluvial desde donde vio al suroeste el desierto oblicuo salpicado de formas de nieve que reproducían toscamente la faja de nubes que ya avanzaba hacia el sur. El hielo se adhería a las rocas y una miríada de carámbanos brillaba de un rojo sangre entre las coníferas a la luz reflejada por el sol que se ponía al otro lado de la pradera. Se sentó de espaldas a una roca y notó el calor del sol en la cara y lo vio encharcarse y desvanecerse y llevarse con él todo aquel cielo rosado y rosa y carmesí. Un viento helado se levantó y los enebros se ensombrecieron de pronto en contraste con la nieve. Después todo fue quietud y frío.

Se puso otra vez en marcha, apresurando el paso por la roca pizarrosa. Caminó toda la noche. Las estrellas se desplazaban en sentido contrario a las manecillas del reloj y la Osa Mayor giraba y las Pléyades guiñaban en el techo mismo de la bóveda. Caminó hasta que los dedos de los pies se le durmieron y le castañetearon dentro de las botas. La cornisa se adentraba en la montaña orillando una profunda garganta y él no veía modo de bajar de aquellas alturas. Se sentó y se quitó las botas con esfuerzo y se abrazó los pies helados uno después de otro. No se le calentaban y la mandíbula no paraba de temblarle de frío y cuando quiso calzarse de nuevo tenía los pies como un par de palos. Cuando hubo conseguido meterlos en las botas y se levantó y pateó el suelo comprendió que no podía detenerse otra vez hasta que saliera el sol.

Cada vez hacía más frío y la noche se cernía ante él. Siguió en la oscuridad los desnudos espinazos de roca que el viento había despejado de nieve. Las estrellas brillaban con una fijeza sin párpados y se fueron aproximando con la noche y cerca ya del alba se tambaleaba entre los basaltos de la arista más cercana al cielo, una árida extensión de roca tan inmersa en aquella vistosa morada que las estrellas le rozaban los pies y lascas migratorias de materia incandescente cruzaban y volvían a cruzar en torno a él en sus trayectorias desorientadas. Con la primera luz salió a un promontorio y recibió allí antes que ningún otro ser vivo en aquella comarca el calor del sol en su ascensión.

Durmió acurrucado entre las piedras con la pistola pegada al pecho. Los pies le ardían al descongelarse y se despertó y estuvo contemplando aquel cielo de un azul porcelana donde muy arriba dos halcones negros giraban lentamente alrededor del sol, perfectamente simétricos como pájaros de papel en lo alto de un palo.

Caminó todo el día hacia el norte y a la luz larga del crepúsculo divisó desde aquella cornisa una colisión de remotos y silentes ejércitos en la llanura. Los oscuros caballitos giraban en círculo y el paisaje cambiaba con la luz más pálida y al fondo las montañas meditaban en silueta cada vez más oscura. A lo lejos los jinetes cabalgaban y resistían y una tenue acumulación de humo pasó sobre ellos y siguieron adelante por la sombra más compacta ya del valle, dejando tras ellos las formas de hombres mortales que habían perdido sus vidas en aquel sitio. Vio acaecer todo aquello allá abajo, mudo e incoherente y en armonía, hasta que los beligerantes se perdieron en el repentino caer de la noche sobre el desierto. Toda la tierra quedó fría y azul y sin definición y el sol brilló únicamente sobre las rocas en donde se encontraba. Al rato de reanudar la marcha la oscuridad lo envolvió también a él y empezó a soplar viento y en los límites de poniente los relámpagos deshilachados volvieron a hacer repetido acto de presencia. Caminó siguiendo la escarpa hasta que encontró una brecha en la pared, un cañón que se adentraba en las montañas. Se quedó mirando aquel abismo donde las copas de los árboles retorcidos siseaban al viento y luego empezó a bajar.

La nieve formaba bolsas profundas en la pendiente y se debatió por ellas apoyándose en las rocas desnudas para mantener el equilibrio hasta que las manos se le entumecieron de frío. Cruzó con precaución un deslizadero de grava y bajó por el otro lado entre escollos y arbolillos nudosos. Las caídas eran constantes, trataba de agarrarse a algo en la oscuridad, se levantaba y se palpaba el cinto en busca de la pistola. Así pasó la noche entera. Cuando llegó a los bancales oyó un arroyo que corría allá abajo por la garganta y caminó tambaleándose con las manos en los sobacos como un fugitivo embutido en una camisa de fuerza. Arribó a un aguazal arenoso y lo siguió cuesta abajo para llegar finalmente al desierto, donde quedó tiritando de frío y buscando alguna estrella en el cielo cubierto.

En el llano donde ahora se encontraba la nieve había desaparecido, venteada o derretida. Tormentas sucesivas venían del norte y los truenos retumbaban a lo lejos y el aire era frío y olía a piedra mojada. Se encaminó resueltamente por el hondón, árido salvo por algún que otro montecillo de hierba y unas palmillas que se erguían solitarias y silenciosas bajo el sol en descenso como otros seres que se hubieran apostado allí. Hacia el este las montañas formaban un zócalo negro en el desierto y delante de él había barrancos o promontorios que se extendían como formidables y sombríos farallones sobre el lecho desértico. Siguió andando estoicamente, medio congelado, insensibles los pies. Hacía casi dos días que no probaba bocado y había descansado muy poco. Se orientó en el terreno aprovechando los periódicos destellos de los relámpagos y siguió adelante y de este modo dobló un oscuro saliente de roca a su derecha y se detuvo, tiritando y soplándose las manos yertas y como garras. A lo lejos ardía una lumbre en la pradera, una llama solitaria deshilachada por el viento que se renovaba y languidecía y esparcía chispas hacia la tormenta como escoria al rojo vivo de una fragua irreal rugiendo en el páramo. Se sentó a observarla. Era difícil decir a qué distancia estaba. Se tumbó boca abajo para estudiar el terreno a la luz del cielo a fin de ver quiénes eran los que estaban allí pero no había cielo ni luz. Estuvo mirando un buen rato pero no vio moverse nada.

Cuando reanudó la marcha, el fuego pareció retroceder. Una tropa de figuras pasó entre él y el resplandor. Luego otra vez. Quizá lobos. Siguió adelante.

Era un árbol y ardía en mitad del desierto. Un árbol heráldico que la última tormenta había dejado en llamas. El peregrino solitario había hecho un largo camino para llegar hasta aquel punto y se arrodilló en la arena caliente y extendió sus manos entumecidas mientras alrededor de aquel círculo se congregaban humildes tropas auxiliares encandiladas por aquel falso día, pequeños búhos que se agazapaban en silencio y cambiaban el peso de pata y también tarántulas y solpugas y vinagrones y las crueles migales y lagartos de collar con la boca negra del chowchow, mortales para el hombre, y pequeños basiliscos del desierto que evacuan sangre por los ojos y pequeñas víboras de las arenas parecidas a deidades agradables, silenciosas e iguales en Yeddah como en Babilonia. Una constelación de ojos ígneos que bordeaba el círculo de luz unidos en precaria tregua ante aquella antorcha solitaria cuyo brillo había devuelto las estrellas a sus respectivas órbitas.

Cuando salió el sol el chaval estaba dormido bajo el esqueleto todavía humeante de una rama renegrida. La tormenta había avanzado hacia el sur y el cielo nuevo era puro y azul y la espiral de humo del árbol quemado se elevaba verticalmente en el quieto amanecer como un esbelto gnomon señalando la hora con su peculiar sombra palpitante sobre la faz de un territorio que carecía de otra referencia. Todos los animales que habían velado con él por la noche se habían ido y a su alrededor no había más que las formas coralinas de la fulgurita en sus chamuscados surcos fundidos en la arena donde relámpagos en bola habían corrido por el suelo entre silbidos y un hedor a azufre.

Sentado a lo sastre en el ojo de aquel yermo convertido en cráter vio desdibujarse las márgenes del mundo en una conjetura espejeante que circundó el desierto. Al poco rato se levantó y fue hasta el borde del hondón y remontó el cauce seco de un arroyo, siguiendo las pequeñas huellas demoníacas de unas jabalinas hasta que las encontró bebiendo en una charca. Los venablos huyeron bufando por el chaparral y él se tendió en la arena pisoteada y húmeda y bebió y descansó y volvió a beber.

Por la tarde echó a andar por la vaguada con el peso del agua bamboleándose en sus tripas. Tres horas después pisaba el arco de un rastro de caballos que venía del sur allí donde había pasado el grupo. Siguió el borde de las huellas e identificó los distintos jinetes y calculó cuántos eran y le pareció que cabalgaban a medio galope. Siguió la pista durante varios kilómetros y dedujo por la alternancia de huellas superpuestas que todos aquellos jinetes habían pasado juntos y dedujo por las piedras removidas y los hoyos de los cascos que habían pernoctado allí. Hizo visera con la mano y miró tierra adentro en busca de polvo o rumores de Elías. Nada. Siguió adelante. Un kilómetro más allá llegó a una extraña masa carbonizada en el camino que parecía el cadáver quemado de alguna bestia impía. La rodeó. Huellas de lobos y coyotes habían cruzado las pisadas de caballo y de botas, breves idas y venidas que iban hasta el borde de aquella forma incinerada y se alejaban otra vez.

Eran los restos de las cabelleras arrancadas a orillas del Nacozari y las habían quemado sin remisión en una verde y hedionda hoguera para que no quedara nada de los poblanos salvo aquel grumo de sus vidas pretéritas. La incineración se había efectuado sobre un montículo y el chaval estudió hasta el último palmo de terreno pero no había nada que ver. Avanzó siguiendo las huellas, huellas que sugerían persecución en la oscuridad, siguiéndolas a través del crepúsculo. El sol se puso y arreció el frío, pero no era nada comparado con el frío en las montañas. El ayuno le había debilitado y se sentó en la arena para descansar y despertó retorcido en el suelo. La luna había salido, la mitad de ella cual barca de juguete posada en el hueco de las negras montañas de papel que había al este. Se levantó y se puso en camino. Aullaban coyotes y los pies empezaron a fallarle. Una hora después se encontró con un caballo.

Estaba en mitad del camino y se apartó hacia lo oscuro y quedó quieto otra vez. El chaval se detuvo empuñando la pistola. El caballo pasó de largo, forma oscura, con jinete o sin, era imposible decirlo. Dio la vuelta y regresó.

Le habló. Pudo oír el rumor de su respiración pulmonar y lo oyó moverse y cuando regresó pudo olerlo también. Lo estuvo siguiendo de un lado a otro durante casi una hora, hablándole, silbando, tendiéndole las manos. Cuando estuvo lo bastante cerca para tocarlo agarró su crin y el caballo siguió trotando con él corriendo al lado agarrado a la crin y finalmente le rodeó una mano con las dos piernas y lo hizo caer al suelo hecho un ovillo.

El fue el primero en levantarse. El caballo forcejeaba por alzarse y pensó que se habría lastimado en la caída pero no era así. Le pasó el cinto alrededor del hocico y lo montó y el caballo se irguió y quedó temblando debajo de él con las patas separadas. Le palmeó la cruz varias veces y le habló y el caballo echó a andar con paso vacilante.

Pensó que sería uno de los caballos de carga comprados en Ures. El caballo se paró y él lo animó a seguir pero no había manera. Le clavó los talones de las botas debajo de las rodillas y el caballo se posó sobre sus cuartos traseros y se puso a trotar de lado. Desató el cinto que le había puesto en el hocico y lo picó con el pie y le dio un azote con el cinturón y el caballo se echó a andar en seguida. Agarró un buen puñado de crin en una mano y se ajustó la pistola en la cintura y siguió adelante, subido al lomo desnudo del animal, cuyas vértebras se articulaban palpables y discretas bajo la capa.

Cabalgando así se les unió otro caballo venido del desierto y se puso a andar junto a ellos y allí seguía cuando amaneció. Por la noche un grupo más numeroso se había sumado a las huellas de los jinetes y ahora la pista era una amplia calzada que remontaba e1 valle en dirección norte. Al salir el sol se inclinó con la cara pegada a la paletilla de su montura y estudió las huellas. Eran ponis indios sin errar y había un centenar de ellos. Y no se habían unido a los jinetes sino estos a aquellos. Siguió adelante. El pequeño caballo que los acompañaba desde la noche se había alejado unas leguas y ahora les seguía ojo avizor y el caballo que montaba estaba nervioso y enfermo por falta de agua.

A mediodía el animal empezó a desfallecer. Intentó persuadirlo de que dejara la pista e ir a por el otro caballo pero no había manera de apartarlo del curso que se había marcado. Chupó un guijarro y examinó los alrededores. Entonces vio jinetes delante de él. Primero no estaban y luego sí. Comprendió que era su proximidad lo que había inquietado a los dos caballos y siguió adelante observando ora a los caballos ora el horizonte. La jaca que montaba empezó a temblar y apretó el paso y al poco rato pudo ver que los jinetes llevaban sombrero. Picó a su caballo y cuando llegó a su altura el grupo se había detenido y estaban todos sentados en el suelo observando su llegada.

Tenían mal aspecto. Estaban exhaustos, ojerosos y sucios de sangre y habían vendado sus heridas con ropa blanca que ahora estaba mugrienta y ensangrentada y sus ropas incrustadas de sangre seca y de negro de pólvora. Los ojos de Glanton en sus cuencas oscuras eran dos centroides de asesinato y él y sus jinetes harapientos miraron funestos al chaval como si no fuera de los suyos pese a que se parecían tanto en la miseria de sus circunstancias. El chaval se bajó del caballo y quedó entre ellos flaco y acartonado y con la mirada ida. Alguien le tiró una cantimplora.

Habían perdido cuatro hombres. Los otros estaban explorando el camino. Elías se había adentrado en las montañas durante la noche y todo el día siguiente y se había lanzado sobre ellos por la nieve en la oscuridad del llano sesenta kilómetros más al sur. Los había perseguido hacia el norte a través del desierto como si fueran reses y ellos habían seguido deliberadamente el rastro del grupo a fin de despistar a sus perseguidores. No sabían qué ventaja llevaban a los mexicanos y no sabían cuánta ventaja les llevaban los apaches.

Bebió de la cantimplora y los miró a todos. De los que faltaban no tenía modo de saber quiénes habían ido con los batidores y quiénes habían muerto en el desierto. El caballo que le trajo Toadvine era el que Sloat había montado al salir de Ures. Cuando partieron media hora más tarde dos de los caballos no pudieron levantarse y fueron abandonados. Montaba una desvencijada silla sin cuero en el caballo del muerto e iba encorvado y dando tumbos y pronto sus brazos y sus piernas colgaban de cualquier manera y él sacudiéndose en sueños como una marioneta a caballo. Al despertar vio que el ex cura cabalgaba a su lado. Se durmió otra vez. Cuando despertó más tarde era el juez quien estaba junto a él. También había perdido su sombrero y cabalgaba con una corona de matojos del desierto en torno a la cabeza como un egregio bardo de las salinas y miraba al refugiado con aquella sonrisa de siempre, como si el mundo hubiera sido agradable aunque solo fuera para él.

Cabalgaron todo el resto del día por colinas bajas y ondulantes cubiertas de chollas y espino blanco. De vez en cuando uno de los caballos de reserva se detenía y quedaba vacilante en el sendero y se iba empequeñeciendo a sus espaldas. Descendieron por una larga pendiente orientada al norte en la fría tarde azul y por una árida explanada donde solo crecían ocotillos y rodales de grama y acamparon en el llano y el viento no dejó de soplar toda la noche y pudieron ver otros fuegos hacia el norte en el desierto. El juez fue a echar un vistazo a los caballos y eligió de la lastimosa manada el animal que peor aspecto tenía y se lo llevó. Pasó con él por delante de la lumbre y pidió que alguien se lo sujetara. Nadie se levantó. El ex cura se inclinó hacia el chaval.

No le hagas caso.

El juez llamó de nuevo desde la oscuridad y el ex cura apoyó una mano en el brazo del chico a modo de advertencia. Pero el chaval se levantó y escupió al fuego. Volvió la cabeza y miró al ex cura detenidamente.

¿Crees que le tengo miedo?

El ex cura no respondió y el chaval se alejó hacia lo oscuro en donde el juez esperaba.

Estaba junto al caballo. Solo sus dientes brillaban a la luz de la lumbre. Se llevaron al animal un poco más allá y el chaval sujetó la reata trenzada mientras el juez agarraba una piedra redonda que debía de pesar cien libras y aplastaba el cráneo del animal de un certero golpe. Las orejas escupieron sangre y el animal cayó a tierra con tal fuerza que una de sus manos se partió bajo su peso con un chasquido.

Despellejaron los cuartos traseros del caballo sin destriparlo y los hombres cortaron filetes y los asaron al fuego y cortaron en tiras el resto de la carne y la colgaron a ahumar. Los batidores no llegaban y apostaron vigías y todos se dispusieron a dormir con las armas cerca del pecho.

A media mañana del día siguiente atravesaron un hondón alcalino en donde una asamblea de cabezas humanas se había convocado. La compañía se detuvo y Glanton y el juez se adelantaron a caballo. Eran ocho cabezas en total y todas ellas llevaban sombrero y formaban un círculo mirando hacia afuera. Glanton y el juez las rodearon y el juez desmontó y empujó una de las cabezas con la bota. Como si quisiera cerciorarse de que no había nadie enterrado debajo. Las otras cabezas miraban ciegas desde sus ojos marchitos como individuos de alguna secta virtuosa que hubiera hecho votos de silencio y de muerte.

Los jinetes miraron hacia el norte. Siguieron adelante. Pasado un pequeño promontorio estaban los pecios renegridos de un par de carros y los torsos desnudos del grupo. El viento había trasladado las cenizas y los ejes de hierro marcaban las formas de los carros como la sobrequilla lo hace con el costillaje de los barcos en el lecho marino. Los cadáveres habían sido parcialmente devorados y unos grajos alzaron el vuelo al acercarse los jinetes y un par de busardos corretearon por la arena con las alas desplegadas como coristas sucias, sacudiendo obscenamente sus cabezas de carne hervida.

Siguieron adelante. Cruzaron un estuario desecado de la planicie y por la tarde atravesaron una serie de angostos desfiladeros en una región de colinas suaves. Olieron el humo de las lumbres de piñón y antes de que oscureciera entraban en la población de Santa Cruz.

Como todos los presidios a lo largo de la frontera, este pueblo había mermado respecto a su trazado inicial y muchas casas y edificios estaban en ruinas. La llegada de los jinetes había sido anunciada a gritos y el camino estaba flanqueado de habitantes que los miraban con dureza, las viejas en sus rebozos negros y los hombres armados con espingardas y miqueletes o armas fabricadas con restos ensamblados de cualquier manera en culatas de álamo a las que habían dado forma con hachas como las armas de una caseta de tiro. Las había incluso que por no tener no tenían ni cerrojo y que se disparaban metiendo un cigarrillo por el oído del cañón, con lo cual las piedras de río que hacían las veces de munición salían zumbando por el aire en trayectorias excéntricas y peculiares como las de los meteoritos. Los americanos siguieron avanzando. Nevaba otra vez y un viento frío se colaba por la callejuela. Incluso en su penoso estado dirigían miradas de inequívoco desprecio a aquella milicia falstafiana.

Se apearon de los caballos en la escuálida alameda mientras el viento castigaba los árboles y los pájaros que anidaban en el crepúsculo gris chillaban y se asían de las ramas y la nieve barría la placita a remolinos y amortajaba las siluetas de los edificios de barro y enmudecía los gritos de los vendedores que los habían seguido. Glanton y el mexicano con quien había partido regresaron. La compañía montó y desfiló calle abajo hasta llegar a una vieja puerta de madera que daba a un patio. El patio estaba espolvoreado de nieve y en él había aves de corral y otros animales -cabras, un burro- que arañaban y escarbaban a ciegas cuando los jinetes entraron. En una esquina había un trípode de palos renegridos y una gran mancha de sangre que la nieve había cubierto en parte y había tomado un matiz rosa claro en el crepúsculo. Un hombre salió de la casa y habló con Glanton y habló también con el mexicano y luego les hizo una seña para que se pusieran a cubierto.

Se sentaron en el suelo de una habitación larga de techo alto y vigas teñidas de humo mientras una mujer y una niña les traían cuencos de un guisado de cabra y una bandeja de arcilla repleta de tortillas azuladas y después les sirvieron alubias y café y gachas de avena con pedacitos de azúcar moreno de peloncillo sin refinar. Afuera había oscurecido y seguía nevando. No había lumbre en la habitación y la comida humeaba. Cuando hubieron comido se pusieron a fumar y las mujeres recogieron los cuencos y al cabo de un rato entró un chico con un farol y les enseñó el camino.

Cruzaron el patio entre los caballos que venteaban y el chico abrió la puerta de madera basta de un cobertizo de adobe y sostuvo el farol en alto. Trajeron las sillas de montar y las mantas. En el patio los caballos pateaban de frío.

Bajo el cobertizo había una yegua con un potro mamantón y el chico la habría sacado de allí pero ellos le dijeron que la dejara donde estaba. Trajeron paja de un pesebre y la esparcieron por el suelo y el chico les sostuvo el farol mientras preparaban un lecho. El establo olía a arcilla y paja y estiércol, y a la sucia luz amarilla que arrojaba la lámpara su aliento humeaba de frío. Cuando hubieron colocado las mantas, el chico bajó la lámpara y salió al patio y cerró la puerta dejándolos en una profunda y absoluta oscuridad.

Nadie se movió. En aquel establo glacial el cerrarse de la puerta había evocado tal vez en algunos de ellos el recuerdo de otras hosterías y no precisamente de su elección. La yegua olfateaba inquieta y el potrillo iba de un lado a otro. Al rato fueron despojándose todos de sus ropas, los chubasqueros de pelleja y los sarapes y chalecos de lana burda, y uno por uno propagaron a su alrededor una ruidosa crepitación de chispas y se vio que hasta el último de ellos vestía una mortaja del más pálido fuego. Los brazos en alto al sacarse las prendas se veían luminosos y todos y cada uno de aquellos oscuros individuos estaban envueltos en audibles formas de luz como si siempre hubiera sido así. La yegua resoplaba de miedo en su rincón viendo resplandecer súbitamente a aquellos seres imbuidos de oscuridad y el potrillo giró y escondió la cara en el flanco de su madre.

xv

El valle de Santa Cruz - San Bernardino

Toros salvajes - Tumacacori - La misión

El ermitaño - Tubac - Los batidores perdidos

San Xavier del Bac - El presidio de Tucson

Carroñeros - Los chiricahuas - Encuentro peligroso

Mangas Colorado - El teniente Couts

Reclutamiento en la plaza - Un salvaje

Asesinato de Owens - En la cantina

El señor Beli es examinado - El juez habla de pruebas

Perros monstruosos - Un fandango

El juez y el meteorito.

Cuando partieron de madrugada el frío era más intenso aún. No había nadie en la calle y tampoco huellas en la nieve fresca. A las afueras del pueblo vieron que unos lobos habían cruzado el camino.

Salieron bordeando un pequeño río cubierto de hielo, ciénaga helada donde unos patos iban y venían murmurando. Aquella tarde recorrieron un valle exuberante donde la hierba marchita del invierno llegaba a las panzas de los caballos. Campos desiertos en los que la cosecha se había podrido y huertas donde las manzanas, los membrillos y las granadas se habían secado y caído al suelo. Encontraron ciervos apriscados en los prados y encontraron huellas de reses y aquella noche mientras asaban al fuego las costillas y los perniles de una hembra de gamo joven oyeron mugir unos toros en la oscuridad.

Al día siguiente pasaron por las ruinas de la antigua hacienda de San Bernardino. En aquel predio vieron toros salvajes tan viejos que ostentaban en sus ancas hierros españoles y varios de ellos cargaron contra la pequeña columna y fueron muertos a tiros y dejados allí hasta que uno salió de un grupito de acacias y sepultó sus cuernos en las costillas del caballo que montaba James Miller. Este había sacado el pie del estribo al ver venir al toro y el impacto casi había dado con él en tierra. El caballo gritó y coceó pero el toro tenía las patas bien ancladas en tierra y levantó al animal con jinete y todo antes de que Miller pudiera sacar su pistola y cuando apoyó la boca del arma en la testuz de la bestia e hizo fuego y aquel grotesco conjunto se derrumbó al suelo, Miller se apartó de la escena con cara de disgusto y la pistola humeando en su mano. El caballo hacía esfuerzos por levantarse y él volvió y le pegó un tiro y se metió la pistola por el cinto y empezó a aflojar las cinchas. El caballo había quedado boca arriba encima del toro muerto y le costó un buen rato recuperar la silla. Los otros jinetes observaban a cierta distancia y alguien arreó al último caballo de reserva que quedaba pero aparte de eso nadie se brindó a echarle una mano.

Siguieron el curso del río Santa Cruz, serpenteando entre álamos inmensos que crecían del río. No volvieron a ver rastro de los apaches y tampoco encontraron indicios de los batidores. Al día siguiente pasaron por la vieja misión de San José de Tumacacori y el juez se desvió para ir a ver la iglesia que estaba a un kilómetro del camino. Había disertado brevemente sobre la historia y la arquitectura de la misión y quienes le escuchaban no podían creer que él no hubiera estado nunca allí. Tres hombres partieron con el juez y Glanton los vio alejarse con un oscuro presentimiento. El y los demás siguieron cabalgando un trecho y luego Glanton se detuvo y dio media vuelta.

La vieja iglesia estaba en ruinas y la puerta abierta hacia el recinto amurallado. Cuando Glanton y sus hombres cruzaron el casi desmoronado portal cuatro caballos sin jinete estaban entre los frutales y las parras marchitas. Glanton llevaba la cantonera del rifle apoyada en el muslo. Su perro no se separaba del caballo y juntos frisaron con cautela las pandeadas paredes de la iglesia. Iban a entrar por la puerta a caballo pero al llegar allí alguien les disparó desde dentro y mientras unas palomas salían volando ellos desmontaron y se pusieron a cubierto de sus monturas con los rifles apercibidos. Glanton miró a los otros e hizo andar a su caballo hasta un punto desde donde pudiera ver el interior de la iglesia. Parte de una pared había cedido así como casi todo el tejado y había un hombre tendido en el suelo. Glanton guió su caballo hacia la sacristía y se detuvo a mirar con los demás.

El hombre tendido en el suelo agonizaba e iba completamente vestido con prendas caseras de piel de oveja, incluidas las botas y una extraña gorra. Le dieron la vuelta sobre las agrietadas baldosas y sus mandíbulas se movieron dejando sobre su labio inferior un hilo de saliva sanguinolenta. Tenía los ojos empañados y había en ellos una expresión de miedo y había también algo más. John Prewett apoyó la cantonera de su rifle en el suelo y sacó su cebador para recargar el arma. He visto correr a otro, dijo. Eran dos.

El que estaba en el suelo empezó a moverse. Tenía un brazo apoyado en la ingle y ese brazo fue lo que movió un poco para señalar. Si a ellos o a la altura desde la que había caído o a su destino final en la eternidad, no lo supieron. Luego murió.

Glanton escudriñó las ruinas. ¿De dónde ha salido este hijoputa?, dijo.

Prewett señaló con la cabeza hacia el derruido parapeto. Estaba allá abajo. Yo no sabía quién era. Ni lo sé ahora. Le pegué un tiro en cuanto le vi.

Glanton miró al juez.

Yo creo que era un tarado, dijo el juez.

Glanton guió al caballo hasta una puerta pequeña que daba a un patio. Estaba allí sentado cuando los otros sacaron al segundo ermitaño. Jackson venía empujándole con el cañón de su rifle. Era un hombre menudo, no joven. El que habían matado era hermano suyo. Habían desertado de un barco junto a la costa y llegado a aquel lugar hacía ya mucho tiempo. Estaba aterrorizado y no hablaba inglés y apenas español. El juez se dirigió a él en alemán. Llevaban varios años allí. El hermano había perdido el juicio y el que estaba ante ellos vestido con pieles y unos curiosos borceguíes no estaba del todo cuerdo. Lo dejaron allí. Mientras se alejaban a caballo empezó a corretear por el patio dando voces. Al parecer, no sabía que su hermano estaba muerto dentro de la iglesia.

El juez alcanzó a Glanton y cabalgaron pie con pie hasta llegar al camino.

Glanton escupió. Deberíamos haber matado a ese otro, dijo.

El juez sonrió.

No me gusta ver blancos en ese estado, dijo Glanton. Holandeses o lo que sea. No me gusta.

Cabalgaron hacia el norte siguiendo el río. El bosque estaba desnudo y las hojas caídas mostraban pequeñas escamas de hielo y las escuálidas ramas moteadas de los álamos se veían rígidas contra el acolchado cielo del desierto. Al atardecer pasaron por Tubac, pueblo abandonado, el trigo seco en los campos de invierno y la hierba creciendo en las calles. Un ciego observaba la plaza desde una galería y al pasar ellos levantó la cabeza y escuchó.

Se adentraron en el desierto para hacer un alto. No soplaba viento y aquel silencio era muy del gusto de cualquier fugitivo como lo era el campo abierto y no había montañas cerca donde algún enemigo pudiera esconderse. Ensillaron y partieron antes de que saliera el sol, cabalgando todos a la par con las armas a punto. Cada cual escrutaba el terreno por su cuenta y los movimientos de las criaturas más minúsculas eran registrados en su percepción colectiva, los filamentos invisibles de su vigilancia federándolos entre sí, y avanzaron por aquel paisaje con una única resonancia. Vieron haciendas abandonadas y tumbas junto al camino y a media mañana habían encontrado el rastro de los apaches, venía del oeste y avanzaba ante ellos por la arena blanda del lecho del río. Los jinetes descabalgaron y cogieron muestras de arena removida al borde de las huellas y las tamizaron entre los dedos y calibraron su humedad a la luz del sol y las dejaron caer y miraron río arriba entre los árboles pelados. Volvieron a montar y siguieron adelante.

Encontraron a los batidores colgando boca abajo de las ramas de un paloverde carbonizado. Estaban espetados por los tendones de Aquiles mediante cuñas afiladas de madera verde y pendían grises y desnudos sobre las pavesas resultantes de haber estado asándose hasta tener la cabeza chamuscada mientras los sesos les hervían dentro del cráneo y de sus orificios nasales salía vapor. Tenían la lengua fuera y atravesada por palos puntiagudos y les habían cercenado las orejas y sus torsos habían sido abiertos con pedernal de forma que las entrañas les colgaban por fuera. Algunos hombres se aproximaron con cuchillos y cortaron las ligaduras y los dejaron sobre las cenizas. Los dos cuerpos más oscuros eran los últimos delaware de la compañía y los otros dos eran el tasmanio y un hombre del este llamado Gilchrist. No habían encontrado por parte de sus bárbaros anfitriones ni favor ni discriminación, sino que habían sufrido y muerto con absoluta imparcialidad.

Aquella noche pasaron por la misión de San Xavier del Bac, la iglesia solemne y severa a la luz de las estrellas. No ladró un solo perro. Las chozas de los papagos parecían desocupadas. El aire era frío y diáfano y toda la región estaba sumida en una oscuridad que ni los búhos siquiera reclamaban para sí. Un meteoro verde surgió a sus espaldas remontando el lecho del valle y cruzó el vacío hasta desvanecerse.

Pasando al amanecer por las afueras del presidio de Tucson vieron las ruinas de varias haciendas y vieron junto al camino nuevas señales que anunciaban el lugar de un asesinato. En el llano había una pequeña estancia cuyos edificios humeaban todavía y sobre los segmentos de una valla construida con costillas de cactus había varios buitres que observaban muy juntos la prometida salida del sol, levantando primero una pata, luego otra, y desplegando unas alas como capas. Vieron huesos de gorrinos que habían muerto en un recinto tapiado y en un melonar vieron un lobo encogido entre sus finos codos mirándolos pasar. El pueblo dibujaba una delgada línea de muros pálidos más hacia el norte y agruparon los caballos en un esker de grava y contemplaron la región y las desnudas cordilleras que había al fondo. Las piedras del desierto parecían atadas entre sí por sombras y soplaba viento de allí donde el sol palpitaba a ras de tierra, en los confines del levante. Arrearon sus caballos y salieron a la planicie como hacía el rastro de los apaches, un centenar de jinetes y dos días de ventaja.

Cabalgaron con los rifles sobre las rodillas, marchando de frente y en abanico. El orto resplandecía ante ellos en el suelo del desierto y unas palomas torcaces alzaron el vuelo de a una y a pares y se alejaron del chaparral lanzando gritos anémicos. Un kilómetro más adelante pudieron ver a los indios acampados al pie del muro meridional. Sus animales pacían entre los sauces de la cuenca del río intermitente al oeste del pueblo y lo que de lejos parecían rocas o desperdicios no era sino una sórdida colección de alpendes y cabañas hechos de varas y cueros y lonas de carro.

Siguieron adelante. Varios perros habían empezado a ladrar. El perro de Glanton corría nervioso venteando de acá para allá y del campamento había partido una delegación de jinetes.

Eran chiricahuas, unos veinte o veinticinco. Hacía mucho frío incluso con el sol ya alto, pero ellos montaban medio desnudos, sin otra cosa encima que botas y retales y aquellos emplumados yelmos de cuero en la cabeza, salvajes de la edad de piedra embadurnados de oscuros blasones pintados a la arcilla, grasientos, pestilentes, con los caballos pintados pero pálidos de polvo y corveteando y resoplando el frío. Portaban lanzas y arcos y algunos tenían mosquetes y sus cabellos eran largos y negros y sus ojos, más negros aún, escrutaron a los americanos estudiando sus armas con la esclerótica inyectada en sangre y opaca. Sin cruzar palabra se infiltraron con sus caballos entre el grupo en una suerte de ritual como si ciertos puntos del suelo debieran ser pisados en una determinada secuencia, como en un juego infantil mas con el temor a alguna terrible prenda.

El jefe de aquellos guerreros paniaguados era un hombre bajo y moreno embutido en un uniforme militar mexicano de desecho y llevaba una espada y llevaba uno de los colts Whitneyville que habían pertenecido a los batidores metido en un tahalí abigarrado. Descansó sin desmontar delante de Glanton y evaluó la posición de los otros jinetes y luego preguntó en buen español a dónde se dirigían. Acababa de abrir la boca cuando el caballo de Glanton adelantó la quijada y agarró de la oreja al caballo del jefe. Manó sangre. El caballo chilló y se encabritó y el apache trató de no caer y no bien había desenvainado su espada se vio cara a cara con la negra lemniscata que era el doble cañón del rifle de Glanton. Glanton propinó dos manotazos al hocico de su caballo y este sacudió la cabeza con un ojo semicerrado y la boca chorreando sangre. El apache hizo girar a su poni y cuando Glanton volvió la cabeza vio que sus hombres estaban en punto muerto con los salvajes, ellos y sus armas imbricados en una construcción tensa y frágil como esos rompecabezas donde el emplazamiento de cada pieza depende de la posición de todas las demás y a la inversa, de manera que ninguna puede moverse sin que la estructura entera corra peligro de desmoronarse.

El jefe fue el primero en hablar. Señaló hacia la oreja sangrante de su montura y soltó un colérico alegato en apache, evitando mirar a Glanton. El juez se adelantó en su caballo.

Vaya tranquilo, dijo. Un accidente, nada más.

Mire, dijo el apache. Mire la oreja de mi caballo.

Sujetó la cabeza del animal para mostrarla pero el caballo se zafó y al sacudir la oreja de un lado a otro salpicó de sangre a los jinetes. Sangre de caballo o de lo que fuera, un temblor recorrió aquella precaria arquitectura y los ponis se quedaron rígidos y convulsos en la rojez del sol saliente y el desierto zumbó bajo sus patas como un tambor. Los frágiles términos de aquella tregua no ratificada fueron radicalmente violados cuando el juez se irguió sobre los estribos y levantó un brazo y gritó una salutación hacia el tendido.

Otros ocho o diez guerreros venían a caballo de la muralla. Su jefe era un hombre colosal dotado de una cabeza colosal y vestía un sobretodo cortado a la altura de las rodillas para dejar pasar las cañas de sus mocasines y vestía una camisa a cuadros y un pañuelo rojo al cuello. No llevaba armas pero los hombres que lo flanqueaban iban armados con rifles de cañón corto y portaban también las pistolas de arzón y otros avíos de los batidores asesinados. Al acercarse los otros salvajes les dejaron paso. El indio cuyo caballo había sido mordido les señaló la oreja en cuestión pero el jefe se limitó a asentir afablemente con la cabeza. Situó su montura en ángulo respecto al juez y el caballo arqueó el pescuezo y el indio era un jinete experto. Buenos días, dijo. ¿De dónde vienen?

El juez sonrió y se tocó la marchita guirnalda de su frente, olvidando a buen seguro que no llevaba sombrero. Presentó a su jefe Glanton con gran formalidad. Hubo intercambio de saludos. El hombre se llamaba Mangas y era cordial y hablaba bien el español. Cuando el indio del caballo herido volvió a reclamar la atención el hombre desmontó y agarró la cabeza del animal y se la examinó. Era patizambo a pesar de su estatura y curiosamente proporcionado. Miró a los americanos y miró a los otros jinetes y les hizo una señal.

Andale, dijo. Se volvió a Glanton. Son amistosos. Están un poco borrachos, nada más.

Los apaches habían empezado a separarse de los americanos como quien se desengancha de un arbusto espinoso. Los americanos aguardaban con los rifles en vertical y Mangas se llevó el caballo herido y le volvió la cabeza hacia arriba valiéndose únicamente de las manos para sujetarla mientras el animal ponía los ojos en blanco. Tras una breve discusión quedó claro que fuera cual fuese la valoración de los daños, el único género con que se los podía indemnizar era el whisky.

Glanton escupió y miró al otro de arriba abajo. No hay whisky, dijo.

Se hizo el silencio. Los apaches se miraron entre sí. Miraron las alforjas y las cantimploras. ¿Cómo?, dijo Mangas.

Que no hay whisky, dijo Glanton.

Mangas soltó la cabezada de cuero crudo. Sus hombres le observaban. Miró hacia el pueblo amurallado y luego miró al juez. ¿No whisky?, dijo.

No whisky.

Su rostro, entre los ceñudos de los demás, era impasible. Miró a los americanos, a sus pertrechos. Realmente no parecían hombres capaces de llevar whisky que no hubieran bebido. El juez y Glanton no se movían de sitio y no ofrecieron otra vía de posible negociación.

Hay whisky en Tucson, dijo Mangas.

Sin duda, dijo el juez. Y soldados también. Se adelantó en su caballo con el rifle en una mano y las riendas en la otra. Glanton avanzó. El caballo que estaba detrás de él se movió también. Entonces Glanton se detuvo.

¿Tiene oro?, dijo.

Sí.

¿Cuánto?

Bastante.

Glanton miró primero al juez y luego nuevamente a Mangas. Bueno, dijo. Tres días. Aquí mismo. Un barril de whisky.

¿Un barril?

Un barril. Metió piernas al caballo y los apaches se apartaron y Glanton y el juez y los que les seguían desfilaron hacia las puertas de la sórdida población de adobe que ahora parecía arder en la llanura al sol naciente del invierno.

El teniente que mandaba la pequeña guarnición se llamaba Couts. Había estado en la costa con las tropas del comandante Graham y a su regreso cuatro días después había encontrado Tucson sometido a un asedio informal por parte de los apaches. Estaban borrachos de un brebaje que ellos mismos destilaban y había habido tiroteos dos noches seguidas y un clamor insistente exigiendo whisky. La guarnición disponía de un cuarto de culebrina de doce libras y munición de mosquete montada sobre el muro de contención y Couts contaba con que los indios se retirarían cuando se terminara el alcohol. Era muy educado y se dirigía a Glanton llamándole capitán. Ninguno de los andrajosos partisanos se había dignado desmontar. Contemplaron la ruinosa fortaleza. Un burro con los ojos vendados y atado a una pértiga daba vueltas y más vueltas a una machacadera y la barra de tracción crujía en sus garruchas. Gallinas y otras aves más pequeñas escarbaban en la base del molino. La pértiga estaba a más de un metro del suelo pero aun así las aves agachaban la cabeza cada vez que les pasaba por encima. En el polvo de la plaza había varios hombres que parecían dormidos. Blancos, indios, mexicanos. Unos cubiertos con mantas y otros no. Al fondo de la plaza estaba el poste de flagelación cuya base se había oscurecido de tantas meadas de perro. El teniente siguió la dirección de su mirada. Glanton se había echado atrás el sombrero y miró hacia abajo.

¿Dónde se puede echar un trago en esta pocilga?, dijo.

Eran las primeras palabras que pronunciaba alguno de ellos. Couts los miró con calma. Ojerosos y perturbados y negros del sol. Las líneas y poros de la piel incrustados de pólvora a fuerza de limpiar los cañones de sus armas. Hasta los propios caballos parecían animales distintos de los que él conocía, adornados como iban de pelo y dientes y piel humanos. Aparte de las armas y las hebillas y algunas piezas de metal en las guarniciones, nada hacía pensar que los recién llegados tuvieran relación alguna con la invención de la rueda.

Hay varios sitios, dijo el teniente. Pero ninguno ha abierto todavía.

Y piensan seguir cerrados, dijo Glanton. Avanzó a caballo. No volvió a abrir la boca y de los otros ninguno había dicho palabra. Al cruzar la plaza algunos vagabundos levantaron la cabeza de sus mantas y los vieron pasar.

La cantina a la que entraron era una habitación cuadrada y el dueño se puso a servirles en ropa interior. Se sentaron en un banco junto a una mesa de madera y bebieron taciturnos en la penumbra.

¿De dónde son ustedes?, dijo el dueño.

Glanton y el juez salieron con la intención de reclutar a alguien de entre la chusma tirada por la plaza. Algunos se habían sentado y pestañeaban al so1. Armado con un cuchillo de caza, un hombre retaba al que quisiera medirse con él para comprobar quién tenía el mejor acero. El juez pasó entre aquellas gentes con una sonrisa.

Capitán, ¿qué lleváis en esas valijas?

Glanton volvió la cabeza. El juez y él llevaban sus maletines de grupa al hombro. El que había hablado tenía la espalda apoyada en un poste y el codo en una rodilla doblada.

¿En estas alforjas?, dijo Glanton.

En esas.

Oro y plata hasta arriba, dijo Glanton. Y así era.

El holgazán sonrió mostrando los dientes y escupió.

Por eso quiere ir a California, dijo otro. Como ya tiene un saco lleno de oro…

El juez sonrió benévolo a aquel par de bribones. Aquí vais a pillar frío, dijo. ¿Quién se apunta para ir a los yacimientos?

Un hombre se levantó y se alejó unos pasos y meó en la calle.

A lo mejor el salvaje quiere ir con vosotros, dijo un tercero. Él y Cloyce son dos buenos elementos.

Hace tiempo que hablan de ir a California. Glanton y el juez fueron a buscarlos. Una rudimentaria tienda de campaña hecha de un toldo viejo. Un rótulo que decía: Vean al Salvaje por 25 centavos. Detrás de una lona de carro había una burda jaula de paloverde en cuyo interior se agazapaba un imbécil desnudo. El piso de la jaula estaba alfombrado de porquería y comida pisoteada y las moscas lo invadían todo. El idiota era menudo y deforme y tenía la cara sucia de heces y se puso a mear hacia ellos con cansina hostilidad mientras mordía un zurullo en silencio.

El propietario llegó de la parte de atrás haciéndoles gestos con la cabeza. Aquí no puede entrar nadie. El local está cerrado.

Glanton echó un vistazo al lóbrego recinto. La tienda olía a aceite y humo y excrementos. El juez se agachó para examinar al idiota.

¿Esa cosa es tuya?, dijo Glanton.

Sí.

Glanton escupió. Un hombre nos ha dicho que querías ir a California.

Bueno, dijo el propietario. Sí. Es verdad. ¿Qué piensas hacer con eso?

Llevarlo conmigo.

¿Y cómo piensas transportarlo?

Tengo un poni y una carreta. Para transportarlo.

¿Cómo andas de dinero?

El juez se incorporó. Le presento al capitán Glanton, dijo. Manda una expedición que se dirige a California. Está dispuesto a aceptar algunos pasajeros bajo protección de la compañía siempre y cuando puedan equiparse por su cuenta.

Oh, bueno. Sí, tengo algo de dinero. ¿De cuánto estamos hablando?

¿Cuánto dinero tienes?, dijo Glanton.

Bien. Suficiente, me parece a mí. Yo diría que lo justo.

Glanton le miró detenidamente. Te diré lo que voy a hacer, dijo. ¿De veras quieres ir a California o solo hablas por hablar?

¿A California?, dijo el hombre. Pues claro.

Te llevaré por cien dólares, si pagas por adelantado.

Los ojos del propietario fueron de Glanton al juez y de vuelta a Glanton. Ojalá tuviera tanto, dijo.

Estaremos aquí un par de días, dijo Glanton. Tú nos buscas algunos voluntarios más y así ajustamos un poco el precio.

El capitán los tratará bien, dijo el juez. De eso puede estar seguro.

Sí señor, dijo el propietario.

Al pasar junto a la jaula Glanton miró de nuevo al idiota. ¿Les dejas ver esta cosa a las mujeres?, dijo.

Bueno, dijo el propietario. Nunca me lo ha pedido ninguna.

A eso del mediodía la compañía se había trasladado a una casa de comidas. Había tres o cuatro hombres dentro cuando ellos entraron y al verlos se levantaron y se fueron. Detrás del edificio había un horno de barro y la cama de un carro destrozado con unos cuantos cacharros y un puchero encima. Una anciana cubierta por un chal gris estaba cortando costillas de buey con un hacha bajo la atenta mirada de dos perros. Un hombre alto y enjuto con un mandil manchado de sangre entró por la puerta de atrás y miró a la compañía. Se inclinó y puso las dos manos sobre la mesa.

Caballeros, dijo, no nos importa servir a gente de color. Todo lo contrario. Pero les pedimos que se sienten en esa otra mesa. Es por aquí.

Se echó atrás y extendió una mano en un extraño gesto de hospitalidad. Sus huéspedes se miraron unos a otros.

¿De qué diablos está hablando?

Síganme, dijo el hombre.

Toadvine miró hacia donde Jackson estaba sentado. Varios hombres miraron a Glanton. Tenía las manos apoyadas al frente y la cabeza un poco ladeada como si fuera a bendecir la mesa. El juez solo sonreía, cruzado de brazos. Estaban todos un poco bebidos.

Se piensa que somos negros.

Guardaron silencio. La vieja que estaba en el patio había empezado a canturrear una dolorosa tonada y el hombre seguía con la mano extendida. En el vano de la puerta estaban las alforjas y las cartucheras y las armas de la compañía.

Glanton levantó la cabeza. Miró al hombre.

¿Cómo se llama?, dijo.

Me llamo Owens. Soy el dueño de esto.

Señor Owens, si no fuera usted un maldito estúpido podría echar una ojeada a estos hombres y sabría como hay Dios que ninguno de ellos se va a levantar de donde está para ir a otra mesa.

Entonces no puedo servirles.

Eso ya es asunto suyo. Pregúntale a la vieja lo que hay, Tommy.

Harlan estaba sentado al extremo de la mesa y se inclinó para gritar a la mujer de afuera y preguntarle en español qué tenía de comer.

La mujer miró hacia la casa. Huesos, dijo.

Huesos, dijo Harlan.

Dile que los traiga, Tommy.

No les traerá nada a menos que yo se lo diga. Soy el dueño.

Harlan ya estaba gritando hacia la puerta.

Sé a ciencia cierta que ese hombre de allá es negro, dijo Owens.

Jackson le miró.

Brown se volvió al dueño. ¿Tiene una pistola?, dijo.

¿Pistola?

Sí, una pistola. Tiene o no.

No, yo no tengo pistola.

Brown sacó de su cinto un pequeño Colt de cinco tiros y se lo lanzó por la mesa. Owens lo paró y se lo quedó mirando.

Ya tiene pistola. Ahora mate al negro.

Oiga, espere un momento, dijo Owens.

Dispare, dijo Brown.

Jackson estaba ya de pie y se había sacado del cinto uno de sus pistolones. Owens le apuntó con el colt. Baje eso, dijo.

Déjate de dar órdenes y mata a ese cabrón.

Baje eso. Maldita sea. Díganle que no me apunte.

Mátalo.

Amartilló la pistola.

Jackson hizo fuego. Simplemente pasó la mano izquierda sobre el revólver que sostenía en un gesto breve como una chispa y accionó el percutor. El pistolón brincó en su mano y dos puñados de los sesos de Owens salieron por la parte posterior de su cráneo y cayeron al suelo con un ruido fofo. Owens se desplomó y quedó tumbado de bruces con un ojo abierto y la sangre manando de la destrucción que mostraba la parte posterior de su cabeza. Jackson se sentó. Brown se puso de pie y recuperó su pistola y bajó el percutor y se la metió por el cinto. Eres el negro más bestia que me he tirado en cara, dijo. Consigue unos platos, Charlie. Dudo que esa vieja esté todavía ahí afuera.

Estaban bebiendo en una cantina a una treintena de metros de allí cuando el teniente entró en el local con media docena de hombres armados. La cantina consistía en una sola habitación y en el techo había un agujero por donde un tronco de luz solar caía sobre el piso de barro y los que cruzaban la estancia procuraban rodear aquella columna de luz como si pudiera estar al rojo vivo. Eran unos vecinos aguerridos y fueron hasta la barra y volvieron en sus harapos y sus pieles como hombres de las cavernas enfrascados en un trueque innombrable. El teniente rodeó aquel hediondo solárium y se plantó delante de Glanton.

Capitán, vamos a tener que arrestar al responsable de la muerte del señor Owens.

Glanton alzó la vista. ¿Quién es Owens?, dijo.

El señor Owens es el caballero que regentaba la casa de comidas. Lo han matado a tiros.

Lo lamento, dijo Glanton. Siéntese.

Couts hizo caso omiso. Capitán, no pretenderá negar que uno de sus hombres 1e ha matado, ¿verdad?

Ni más ni menos, dijo Glanton.

Capitán, eso no cuela.

El juez surgió de la oscuridad. Buenas tardes, teniente, dijo. ¿Estos hombres son los testigos?

Couts miró a su cabo. No, dijo. No son testigos. Diablos, capitán, se les ha visto entrar en el local y se les ha visto salir después del disparo. ¿Me va a negar que usted y sus hombres han comido allí?

Categóricamente, dijo Glanton.

Pues le juro que puedo demostrarlo.

Haga el favor de dirigirse a mí, dijo el juez. Represento al capitán Glanton en todos los asuntos legales. Creo que debería usted saber en primer lugar que el capitán no piensa permitir que le llamen embustero y yo me lo pensaría dos veces antes de habérmelas con él por un asunto de honor. En segundo lugar he estado todo el día con el capitán y le aseguro que ni él ni ninguno de sus hombres han puesto el pie en ese local al que usted alude.

El teniente pareció perplejo ante lo escueto de aquellas negativas. Miró al juez y luego a Glanton y de nuevo al juez. Que me aspen, dijo. Luego dio media vuelta y se abrió paso entre los hombres.

Glanton inclinó su silla y apoyó la espalda en la pared. Había reclutado a dos hombres de entre los indigentes del pueblo, una pareja nada prometedora que ahora miraba boquiabierta desde un extremo del banco con los sombreros en la mano. La mirada de Glanton pasó sobre ellos para posarse en el dueño del imbécil que estaba sentado en un aparte y le observaba.

¿Tú bebes?, dijo Glanton.

¿Por qué lo pregunta?

Glanton sacó el aire despacio por la nariz.

Sí, dijo el propietario. Bebo.

Sobre la mesa había un balde colectivo de madera con un cazo de hojalata dentro y estaba lleno en una tercera parte de whisky de carretero sacado de un tonel. Glanton señaló hacia allí con la cabeza.

Yo no pienso acercártelo.

El propietario del idiota se levantó y cogió su vaso y se aproximó a la mesa. Agarró el cazo y llenó el vaso y devolvió el cazo al balde. Hizo un gesto y levantó el vaso y bebió hasta apurarlo.

Se agradece.

¿Dónde está tu mono?

El hombre miró al juez. Miró de nuevo a Glanton. No lo llevo mucho de paseo.

¿De dónde lo sacaste?

Me lo regalaron. Mamá se murió. No había nadie que cuidara de él. A mí me lo enviaron. Desde Joplin, Misuri. Lo metieron en una caja y lo facturaron. Tardó cinco semanas en llegar. Y él ni se inmutó. Abrí la caja y allí estaba.

Toma otro trago.

El hombre cogió el cazo y se sirvió de nuevo.

Palabra. Como si tal cosa. Encargué que le hicieran un traje de pelo pero se lo comió.

A ese memo lo habrá visto ya todo el pueblo…

Sí. Ahí está. Necesito ir a California. Podría cobrar cincuenta centavos por exhibirlo.

Y también puede ser que te unten de brea y te emplumen.

Ya me pasó una vez. En Arkansas. Decían que le había dado algo. Que lo había drogado. Lo sacaron de la jaula y esperaron a que se pusiera mejor pero naturalmente no fue así. Hicieron venir a un predicador expresamente para que rezase por él. Al final me lo devolvieron. De no ser por él yo habría llegado a ser alguien importante.

Si no he entendido mal, dijo el juez, el imbécil es hermano tuyo.

Sí señor, dijo el hombre. Es la pura verdad.

El juez alargó el brazo y agarró la cabeza del hombre entre sus manos y se puso a examinarla. Los ojos del otro iban de acá para allá y se había agarrado a las muñecas del juez. El juez le sujetaba la cabeza con su mano inmensa como un peligroso curandero. El hombre se puso de puntillas quizá para acomodarse mejor a las investigaciones del juez y cuando este le soltó dio un paso atrás y miró a Glanton con unos ojos que se veían blancos en la penumbra. Los nuevos lo observaban todo con la boca abierta y el juez miró al hombre con un ojo entornado y lo estudió a fondo y volvió a agarrarle la cabeza, sosteniéndole la frente mientras con la parte carnosa del pulgar le sondeaba la nuca. Cuando el juez se dio por satisfecho el hombre retrocedió un paso y cayó encima del banco y los reclutas empezaron a menearse y a resoplar y crocitar. El propietario del idiota miró a su alrededor, deteniéndose en cada rostro como si no le bastara con uno. Se puso de pie y fue hacia el extremo del banco. Cuando estaba a medio cruzar la habitación el juez le llamó.

¿Siempre ha sido así, el idiota?, dijo.

Sí señor. Ya nació así.

Se dispuso a salir. Glanton dejó su vaso vacío delante de él y levantó los ojos. ¿Y tú?, dijo. Pero el hombre abrió la puerta y se perdió en la cegadora luz del exterior.

El teniente volvió más tarde. El juez y él se sentaron juntos y el juez repasó con él algunos temas legales. El teniente asentía con la cabeza, fruncidos los labios. El juez le tradujo del latín ciertos términos de jurisprudencia. Mencionó casos civiles y militares. Citó a Coke y Blackstone, a Anaximandro y Tales.

Por la mañana hubo más incidentes. Habían raptado a una joven mexicana. Sus ropas habían sido encontradas al pie de la muralla norte, rasgadas y sucias de sangre, y parecía que la hubieran arrojado desde arriba. En el desierto había señales de un cuerpo arrastrado. Un zapato. El padre de la niña estaba de rodillas estrechando contra su pecho un harapo ensangrentado y nadie pudo convencerle de que se levantara y nadie de que se marchara. Aquella noche encendieron fogatas en las calles y mataron un buey y Glanton y sus hombres recibieron como invitados a una abigarrada colección de civiles y soldados e indios sumisos o como les llamaban sus hermanos del otro lado de las puertas de la ciudad, tontos. Espitaron un barrilete de whisky y al poco rato los hombres se tambaleaban entre el humo. Un comerciante local llegó con una traílla de perros, uno de los cuales tenía seis patas y otro dos y un tercero cuatro ojos en la cabeza. Le propuso a Glanton que se los comprara y Glanton le ahuyentó con un gesto y amenazó con matar a aquellos monstruos.

El buey fue despellejado hasta los huesos y los propios huesos retirados y trajeron vigas de las casas en ruinas y las apilaron sobre la hoguera. Muchos de los hombres de Glanton estaban ya desnudos y dando tumbos y el juez los puso a bailar mientras tocaba una especie de violín rudimentario que había encargado hacer y las pieles nauseabundas de las que se habían despojado humeaban y se ennegrecían entre las llamas y las chispas rojas se elevaban como las almas de la patulea que habían albergado.

A medianoche los ciudadanos habían desaparecido y había hombres desnudos y armados aporreando puertas y exigiendo licor y mujeres. Con la primera luz, cuando las fogatas se habían reducido a montones de ascuas y unas cuantas chispas viajaban en volandas del viento por las frías calles, perros salvajes trotaron en torno a la lumbre arrancando de ella los restos de carne renegrida y en los portales había hombres desnudos acurrucados de frío y roncando.

A mediodía se ponían en camino otra vez, vagando con los ojos colorados, equipados en su mayor parte con camisas y pantalones nuevos. Recogieron los caballos restantes en la herrería y el herrador les ofreció una copa. Era un hombre menudo y recio de nombre Pacheco y tenía por yunque un enorme meteorito de hierro en forma de muela grande y el juez apostó a que podía levantarlo y apostó después a que podía sostenerlo sobre su cabeza. Varios hombres se abrieron paso para tocar el hierro y moverlo de un lado a otro, pero el juez no quiso perder la oportunidad de explayarse sobre la naturaleza férrica de los cuerpos celestes y sus poderes y sus atributos. Dos líneas fueron trazadas en la tierra a una distancia de tres metros y hubo una nueva ronda de apuestas, monedas de media docena de países tanto en oro como en plata e incluso varios boletos o documentos de propiedad de minas próximas a Tubac. El juez agarró aquella enorme escoria que había vagado durante milenios por ignotos rincones del universo y la levantó sobre su cabeza y se quedó tambaleando y luego avanzó. Salvó la línea por un palmo y el juez no compartió con nadie las especias amontonadas en el jirel que había a los pies del herrero, puesto que ni siquiera Glanton había salido fiador de aquella tercera prueba.

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