VI

En las calles - Dientes de Bronce - Los herejes

Un veterano de la última guerra - Mier - Donip han

El sepelio de un lipano - Buscadores de oro

Cazadores de cabelleras - El juez

Liberados de la prisión

Et de ceo se mettent en le pays.

Al despuntar el día varios hombres se levantaron del heno y se quedaron en cuclillas estudiando sin curiosidad a los recién llegados. Estaban medio desnudos y se sorbían los dientes y se rascaban como simios. Una luz cautelosa había sacado de la oscuridad un ventanuco alto y un tempranero vendedor ambulante empezaba a pregonar su mercancía.

Su ración matinal consistió en cuencos de piñole frío y una vez cargados de cadenas los sacaron a la calle apestosos como estaban. Vigilados todo el día por un pervertido con dientes de oro que empuñaba una cuarta trenzada de cuero crudo y los obligaba a andar de rodillas por los regueros recogiendo la inmundicia. Bajo ruedas de carretas, piernas de mendigos, arrastrando detrás de ellos los sacos de desperdicios. Por la tarde se sentaron a la sombra de un muro y comieron su cena y observaron a dos perros enganchados andando de través.

¿Qué te parece la vida en la ciudad?, dijo Toadvine.

Hasta ahora una mierda.

Yo esperaba que me gustaría pero de momento no hay manera.

Miraron disimuladamente al supervisor cuando pasó junto a ellos con las manos a la espalda y la gorra inclinada sobre un ojo. El chaval escupió.

Yo le vi primero, dijo Toadvine.

¿A quién?

Ya sabes a quién. Al viejo Dientes de Bronce.

El chaval miró hacia el tipo que se alejaba.

Mi principal preocupación es que le pase algo. Cada día rezo al Señor para que vele por él.

¿Cómo piensas salir del atolladero donde te has metido?

Saldremos, ya lo verás. Esto no es como la cárcel.

¿Qué es la cárcel?

La penitenciaría del Estado. Allí hay colonos viejos que hicieron la ruta en los años veinte.

El chaval observó a los perros.

Al poco rato la guardia fue hacia donde ellos estaban y empezó a dar patadas a los que dormían. El guardián más joven llevaba la escopeta a punto de disparar como si en cualquier momento pudiera producirse una insurrección de aquellos criminales encadenados. Vámonos, vámonos, gritó. Los prisioneros se levantaron y echaron a andar hacia el sol arrastrando los pies. Sonaba una campana y un carruaje se acercaba por la calle. Se quedaron en la acera y se quitaron el sombrero. El portaguión pasó haciendo sonar la campana y luego pasó el carruaje. Tenía un ojo pintado en un costado y lo tiraban cuatro mulos, llevaba los últimos sacramentos a algún desahuciado. Un cura gordo trotaba detrás portando una imagen. Los guardias fueron entre los prisioneros arrancando los sombreros de las cabezas de los nuevos y obligándolos a sostenerlos en sus infieles manos.

Cuando hubo pasado el carruaje volvieron a ponerse los sombreros y siguieron adelante. Los perros estaban pegados. Había otros dos perros a cierta distancia, flacos como esqueletos de perro en sus pellejos carentes de lanilla, observando a los perros acoplados y observando después a los prisioneros que se alejaban con un tintineo de cadenas. Todas rielando vagamente bajo el sol, aquellas formas vivas, como milagros muy reducidos. Burdas analogías propaladas a golpe de rumor una vez que las cosas mismas se hubieron desdibujado en la mente de los hombres.


Había escogido un jergón entre Toadvine y otro hombre de Kentucky, un veterano de guerra. Este hombre había regresado para reclamar un antiguo amor de ojos negros que había dejado allí dos años atrás cuando las tropas de Doniphan habían partido hacia Saltillo y los oficiales habían tenido que hacer regresar a centenares de muchachas que habían seguido a la retaguardia del ejército vestidas de niño. Ahora se plantaba en la calle solitario y encadenado y extrañamente recatado, mirando por encima de las cabezas de los ciudadanos, y por la noche les hablaba de los años pasados en el oeste, soldado afable, hombre reticente. Había estado en Mier, donde pelearon hasta que la sangre corrió a litros por los regueros y las zanjas y los canalones de las azoteas y les contó cómo explotaban las frágiles campanas españolas cuando eran alcanzadas y cómo una vez apoyado en una pared con la pierna destrozada y estirada sobre los adoquines percibió una pausa en el tiroteo que se prolongó en un extraño silencio y cómo en aquel silencio empezó a crecer un rumor grave que él tomó por truenos hasta que apareció una bala de cañón rodando con ruido sobre las piedras como un bolo descarriado y pasó de largo y siguió calle abajo y se perdió de vista. Explicó cómo habían tomado la ciudad de Chihuahua, un ejército de irregulares que luchaban en harapos y calzones y explicó que las balas de cañón eran de cobre macizo y saltaban por la hierba como soles fugitivos y hasta los caballos aprendieron a apartarse o separar las patas para dejarlas pasar y que las damas de la ciudad subían en buggy a las colinas para merendar y ver desde allí la batalla y que por las noches sentados alrededor del fuego podían oír los gemidos de los moribundos en el llano y ver pasar la carreta mortuoria a la luz de su farol moviéndose entre ellos como un coche fúnebre salido del limbo.

Agallas no les faltaban, dijo el veterano, pero no sabían pelear. Aguantaban como podían. Cuentan que encontraron a algunos encadenados a las cureñas de sus piezas, incluidos los que se ocupaban del armón, pero si fue como dicen yo nunca lo vi. Metimos pólvora en los cerrojos. Reventamos las puertas de la ciudad. Los habitantes parecían ratas despellejadas, eran los mexicanos más blancos que hayas visto nunca. Se tiraron al suelo y empezaron a besarnos los pies y todo. El viejo Bill los dejó a todos libres. Bueno, es que él no sabía lo que habían hecho. Solo les dijo que nada de robar. Por supuesto robaron todo lo que les cayó en las manos. Azotamos a un par de ellos y los dos se murieron de eso pero al día siguiente otro grupo robó unos cuantos mulos y Bill los hizo colgar allí mismo. De lo cual fallecieron también. Pero nunca imaginé que yo acabaría aquí metido.

Estaban sentados con las piernas cruzadas a la luz de una vela comiendo con los dedos de unos cuencos de arcilla. El chaval levantó la vista. Señaló a la comida.

¿Qué es eso?, dijo.

Carne de toro de primera, hijo. De la corrida. Será de algún domingo por la noche.

Mastica bien. No te conviene perder fuerzas.

Masticó. Masticó y les habló del encuentro con los comanches y todos masticaron y escucharon y asintieron.

Me alegro de habérmelo perdido, dijo el veterano. Esos hijos de puta son crueles de verdad. Me contaron de un muchacho del Llano, allá por donde los colonos holandeses, que fue capturado y lo dejaron sin caballo ni nada. Le hicieron andar. Seis días después llegó a Fredericksburg arrastrándose a cuatro patas en pelota viva, y ¿sabéis lo que le habían hecho? Pues arrancarle las plantas de los pies.

Toadvine meneó la cabeza. Hizo un gesto hacia el veterano. Grannyrat (“Abuelita rata”, un apodo. N. del T.) los conoce bien, le dijo al chaval. Ha peleado contra ellos. ¿No es verdad, Granny?

El veterano hizo un gesto displicente. Solo maté a unos que robaban caballos. Cerca de Saltillo. No fue gran cosa. Había allí una gruta que había servido de sepultura a los lipanos. Debía de haber más de mil indios allí metidos. Llevaban puestas sus mejores ropas y mantas y eso. Y también sus arcos y sus cuchillos. Sus collares. Los mexicanos se lo llevaron todo. Los desnudaron de pies a cabeza. Les quitaron todo. Se llevaron indios enteros a sus casas y los pusieron en un rincón vestidos de arriba abajo pero empezaron a corromperse desde que habían salido de la gruta y tuvieron que tirarlos. Para colmo entraron unos americanos y les cortaron las cabelleras a los que quedaban para ver de venderlas en Durango. No sé si tuvieron suerte o no. Creo que algunos de aquellos indios llevaban muertos un centenar de años.

Toadvine estaba rebañando la grasa de su cuenco con una tortilla doblada. Miró al chaval guiñando un ojo a la luz de la vela.

¿Qué crees que nos darían por la dentadura de Dientes de Bronce?, dijo.

Vieron argonautas apedazados conduciendo mulos por las calles, venían de Estados Unidos e iban al sur rumbo a la costa a través de las montañas. Buscadores de oro. Degenerados ambulantes que avanzaban hacia al oeste como una plaga heliotrópica. Saludaron escuetamente a los prisioneros y les lanzaron tabaco y monedas a la calle.

Vieron muchachas de ojos negros y la cara pintada fumando puros pequeños, cogidas del brazo y mirándoles con descaro. Vieron al gobernador en persona muy erguido y ceremonioso en su sulky con maineles de seda franquear la puerta doble del patio de palacio y un día vieron una jauría de humanos de aspecto depravado recorrer las calles montando ponis indios sin herrar, medio borrachos, barbados, bárbaros, vistiendo pieles de animales cosidas con tendones y provistos de toda clase de armas, revólveres de enorme peso y cuchillos de caza grandes como espadones y rifles cortos de dos cañones con almas en las que cabía el dedo gordo y los arreos de sus caballos hechos de piel humana y las bridas tejidas con pelo humano y decoradas con dientes humanos y los jinetes luciendo escapularios o collares de orejas humanas secas y renegridas y los caballos con los ojos desorbitados y enseñando los dientes como perros feroces y en aquella tropa había también unos cuantos salvajes semidesnudos que se tambaleaban en sus sillas, peligrosos, inmundos, brutales, en conjunto como una delegación de alguna tierra pagana donde ellos y otros como ellos se alimentaban de carne humana.

En cabeza del grupo, colosal e infantil con su cara de niño, cabalgaba el juez. Tenía las mejillas coloradas y sonreía y hacía reverencias a las damas y levantaba aquel mugriento sombrero suyo. La enorme cúpula de su cabeza cuando la enseñaba era de una blancura deslumbrante y tan perfectamente circunscrita que parecía como si la hubieran pintado. Él y la maloliente chusma que le acompañaba pasearon por las calles pasmadas y se plantaron frente al palacio del gobernador donde su jefe, un hombre menudo de pelo negro, demandó entrar dando un fuerte puntapié a las puertas de roble. Las puertas fueron abiertas en el acto y entraron a caballo, entraron todos, y las puertas se cerraron de nuevo.

Señores, dijo Toadvine, me juego algo a que sé lo que se está cociendo.

Al día siguiente el juez estaba en la calle en compañía de otros fumando un puro y meciéndose sobre sus talones. Llevaba un buen par de botas de cabritilla y observaba a los prisioneros arrodillados en la zanja recogiendo la inmundicia a manos desnudas. El chaval estaba mirando al juez. Cuando los ojos del juez se posaron en él el juez se sacó el puro de entre los dientes y sonrió, O pareció que sonreía. Luego volvió a encajarse el puro entre los dientes.

Aquella tarde Toadvine los convocó y se agacharon junto al muro y hablaron en voz baja.

Se llama Glanton, dijo. Toadvine. Tiene un contrato con Trías. Les pagarán cien dólares por cada cabellera y mil por la cabeza de Gómez. Le he dicho que éramos tres. Caballeros, estamos a punto de salir de este pozo de mierda.

No tenemos pertrechos.

Glanton lo sabe. Ha dicho que abastecería a todo aquel que sea de fiar y que lo deduciría de su parte. Así que no se os ocurra decir que no sois auténticos mataindios, yo he insistido en que éramos tres de los mejores.

Tres días después recorrían las calles montados en fila india con el gobernador y su séquito, el gobernador a lomos de un semental gris claro y los asesinos en sus pequeños ponis de guerra, sonriendo y haciendo venias, y las encantadoras muchachas de tez morena arrojándoles flores desde las ventanas y algunas mandando besos y niños corriendo junto a los caballos y viejos agitando el sombrero y gritando hurras y Toadvine y el chaval y el veterano cerrando la marcha, los pies del último embutidos en sendos tapaderos que casi rozaban el suelo, tan largas tenía las piernas y tan cortas el caballo. Hasta el viejo acueducto de piedra al salir ya de la ciudad donde el gobernador les dio su bendición y brindó a su salud y a su suerte en una ceremonia sencilla y acto seguido tomaron el camino que iba al interior.

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