III

Elegido para enrolarse en el ejército

Entrevista con el capitán Wbite - Sus opiniones

El campamento - Cambia su mulo

Una cantina en el Laredito - Un menonita

Compañero muerto.

Estaba desnudo y echado en el suelo con sus harapos puestos sobre unas ramas cuando otro jinete que iba río abajo tiró de las riendas y se detuvo.

Giró la cabeza. Por entre los sauces alcanzó a ver las patas del caballo. Se puso boca abajo.

El hombre descabalgó y se quedó al lado del caballo.

Alargó la mano y cogió el cuchillo por su empuñadura de guita.

Eh, hola, dijo el jinete.

No respondió. Se puso de costado para ver mejor entre las ramas.

Hola. ¿Dónde estás?

¿Qué quieres?

Hablar contigo.

¿De qué?

Será posible. Sal de ahí. Soy blanco y cristiano.

El chaval estaba alargando el brazo para ver de alcanzar sus pantalones. El cinturón pendía suelto y pudo agarrarlo pero los pantalones estaban enganchados en una rama.

Maldita sea, dijo el hombre. No estarás subido al árbol, ¿verdad?

Por qué no te largas y me dejas en paz.

Solo quería hablar contigo. No pretendía hacerte rabiar.

Pues lo has conseguido.

¿No eres tú el que le aplastó la cabeza a ese mexicano ayer por la tarde? No soy el alguacil.

¿Quién quiere saberlo?

El capitán White. Quiere convencer al que lo hizo para que se enrole en el ejército.

¿El ejército?

Eso.

¿Qué ejército?

La compañía que manda el capitán White. Vamos a darles una lección a los mexicanos.

La guerra ha terminado.

Él dice que no. ¿Dónde te has metido?

Se levantó y alcanzó los pantalones de donde los había colgado y se los puso. Se calzó y metió el cuchillo en la bota derecha y luego salió de los sauces poniéndose la camisa.

El hombre estaba sentado en la hierba con las piernas cruzadas. Vestía de ante y llevaba una polvorienta chistera de seda negra y entre los dientes sostenía un purito mexicano. Al ver lo que salía de entre los árboles meneó la cabeza.

Parece que las has pasado canutas, ¿verdad, hijo?

No he conocido otras.

¿Estás dispuesto a ir a México?

Allí no se me ha perdido nada.

Es una oportunidad que tienes de enmendar el camino. Te conviene tomar alguna decisión antes de hundirte del todo.

¿Qué es lo que dan?

Cada hombre recibe un caballo y municiones. En tu caso supongo que podríamos encontrarte algo de ropa.

No tengo rifle.

Te buscaremos uno.

¿Qué hay del sueldo?

Demonios, muchacho, no vas a necesitar ninguno. Podrás agenciarte todo lo que caiga en tus manos. Nos vamos a México. Botín de guerra. Volveremos todos convertidos en terratenientes. ¿Cuántas tierras posees ahora mismo?

Yo nunca he sido soldado.

El hombre le miró de arriba abajo. Se sacó el puro todavía por encender y giró la cabeza y escupió y se lo incrustó de nuevo entre los dientes. ¿De dónde eres?, dijo.

De Tennessee.

Tennessee. Pues pondría la mano en el fuego a que sabes disparar un rifle.

El chaval se acuclilló en la hierba. Miró el caballo del otro. El caballo llevaba arreos de cuero estampados con chapetones de obra blanca. Tenía en la frente una estrella blanca y era cuatralbo y estaba arrancando grandes bocados de hierba jugosa. ¿Y tú de dónde eres?, preguntó el chaval.

Llegué a Tejas en el treinta y ocho. Si no hubiera encontrado al capitán White no sé dónde estaría. Estaba peor de lo que estás tú ahora pero entonces llegó él y me resucitó como a Lázaro. Encaminó mis pasos por el camino de la virtud. Bebía y puteaba tanto que no me habrían aceptado ni en el infierno. El capitán vio algo en mí que valía la pena salvar, igual que yo lo veo en ti. ¿Qué me dices?

No sé.

Al menos ven a conocer al capitán.

El muchacho jugueteó con los tallos de hierba. Volvió a mirar al caballo. Bueno, dijo. Supongo que no pierdo nada.

Cruzaron la ciudad, el soldado espléndido en su caballo paticalzado y detrás el chaval en el mulo como si el otro le hubiera capturado. Pasaron por callejas angostas flanqueadas de cabañas de junco que humeaban al sol. Crecía hierba y crecían chumberas en los tejados y las cabras se paseaban libremente y en alguna parte de aquel miserable reino de barro se oía el débil tañido de un toque de muertos. Torcieron por Commerce Street hasta llegar a la plaza principal entre una multitud de carros y cruzaron otra plaza en donde unos chicos vendían higos y uvas de unas carretillas de mano. Varios perros famélicos se escabulleron a su paso. Atravesaron la plaza militar y pasaron por la callejuela en donde el muchacho y el mulo habían bebido la víspera y había grupos de mujeres y muchachas junto al pozo y a todo su alrededor variadas vasijas de arcilla con tapa de mimbre. Pasaron frente a una casa de cuyo interior sonaban gemidos de mujeres y el pequeño coche mortuorio esperaba a la puerta con los caballos pacientes aguantando el calor y las moscas.

El capitán tenía su puesto de mando en un hotel de una plaza con árboles y una pequeña glorieta verde con bancos. Una verja de hierro en la fachada del hotel daba a un pasadizo con un patio al fondo. Las paredes estaban encaladas y adornadas con pequeñas baldosas de colores. El hombre del capitán llevaba unas botas labradas de tacón alto que repicaron en el piso embaldosado y en la escalera que subía del patio a las habitaciones. En el patio había plantas verdes y las habían regado hacía poco y echaban humo. El hombre del capitán fue hasta el fondo de la larga galería y llamó con fuerza a la última puerta. Una voz les dijo que pasaran.

Estaba, el capitán, sentado a una mesa de mimbre escribiendo cartas. Ellos se quedaron firmes, el hombre del capitán con el sombrero negro en las manos. El capitán siguió escribiendo y ni siquiera levantó los ojos. Afuera se oyó a una mujer que hablaba en español. Aparte de eso el único sonido era el raspar de la pluma sobre el papel.

Cuando hubo terminado dejó la pluma y alzó los ojos. Miró a su subordinado y luego miró al chaval y luego inclinó la cabeza para leer lo que había escrito. Asintió para sí y espolvoreó la carta con arena de una cajita de ónice y la dobló. Sacó un fósforo de la caja que había encima de la mesa, lo encendió y lo acercó a una barrita de lacre hasta que un pequeño medallón rojo se hubo formado sobre el papel. Apagó el fósforo, sopló un poco hacia el papel y aplicó su anillo al lacre. Luego puso la carta entre dos libros que tenía sobre la mesa y se retrepó en su silla y volvió a mirar al chaval. Asintió con cara seria. Siéntense, dijo.

Así lo hicieron en una especie de banco tallado en una madera oscura. El hombre del capitán llevaba un enorme revólver al cinto y al sentarse hizo girar el cinturón de forma que el arma quedó entre sus muslos. Puso el sombrero encima y se apoyó en el respaldo. El chaval cruzó los pies por sus botas reventadas y se sentó muy erguido.

El capitán retiró su silla y se levantó y rodeó el escritorio. Permaneció de espaldas a él un minuto entero y entonces se subió a la mesa y se quedó con las botas colgando. Tenía canas en el pelo y en el majestuoso bigote que lucía, pero no era viejo. Conque tú eres el hombre, dijo.

¿Qué hombre?, dijo el chaval.

Qué hombre, señor, dijo el hombre del capitán.

¿Cuántos años tienes, muchacho?

Diecinueve.

El capitán asintió con la cabeza. Estaba repasando al chico de arriba abajo. ¿Qué te ha pasado?

¿Cómo?

Di señor, dijo el otro.

Señor…

Digo que qué te ha pasado.

El chaval miró al hombre que tenía aliado. Se miró a sí mismo y luego de nuevo al capitán. Me atacaron unos bandidos, dijo.

Ya, dijo el capitán.

Se me llevaron el reloj. Me dejaron sin nada. ¿Tienes rifle?

No, ya no.

¿Dónde fue que te asaltaron?

No lo sé. El lugar no tenía nombre. Fue en un sitio desierto.

¿De dónde venías?

Pues de Naca, Naca…

¿De Nacogdoches?

Eso.

Sí señor.

Sí señor.

¿Cuántos eran?

El chaval se lo quedó mirando.

Los ladrones. Cuántos.

Siete u ocho, creo. Me dieron en la cabeza con un cuartón de madera.

El capitán le miró entornando un ojo. ¿No serían mexicanos?

Algunos sí. Mexicanos y negros. Y un par de blancos también. Traían unas cuantas reses que habían robado. Lo único que no se llevaron fue un cuchillo viejo que tenía metido en una bota.

El capitán asintió, dobló las manos entre sus rodillas. ¿Qué opinas del tratado?, dijo.

El chaval miró al hombre que estaba junto a él. Tenía los ojos cerrados. Bajó la vista. Yo no sé nada de tratados, dijo.

Mucho me temo que eso les pasa a buena parte de los americanos, dijo el capitán. ¿De dónde eres, hijo?

De Tennessee.

No estarías con los voluntarios en Monterrey, ¿verdad?

No señor.

Los hombres más valientes bajo el fuego enemigo que yo haya visto nunca. Creo que en los campos de batalla al norte de México murieron más hombres de Tennessee que de cualquier otro estado. ¿Lo sabías?

No señor.

Los abandonaron, sabes. Pelearon y murieron en aquel desierto de México y luego su propio país los traicionó.

El chaval no dijo nada.

El capitán se inclinó al frente. Nosotros peleamos por México. Perdimos allí amigos o hermanos. Y luego va y lo devolvemos. Lo dejamos en manos de un hatajo de bárbaros que no tienen ni idea de lo que es el honor o la justicia o lo que significa un gobierno republicano, y eso lo reconocen hasta sus más acérrimos partidarios. Un pueblo tan cobarde que ha estado pagando tributo durante un siglo a tribus de salvajes desnudos. Que ha renunciado al ganado y a las cosechas. Que ha cerrado las minas. Que ha abandonado pueblos enteros. Mientras una horda de paganos campa por la región saqueando y asesinando con absoluta impunidad. Sin que nadie oponga resistencia. ¿Qué clase de gente es esa? Los apaches ni siquiera les disparan, qué te parece. Los matan a pedradas. El capitán meneó la cabeza. Parecía entristecido por lo que tenía que explicar.

¿Sabías que cuando el coronel Doniphan tomó la ciudad de Chihuahua infligió al enemigo más de un millar de víctimas y él solamente perdió a un hombre y eso porque se suicidó? ¿Con un ejército de irregulares que no cobraban y que le llamaban Bill, que iban medio desnudos y habían llegado a pie desde Misuri?

No señor.

El capitán se retrepó y cruzó los brazos. Nos enfrentamos, dijo, a una raza de degenerados. Una raza mestiza, poco mejor que los negros. Puede que ni eso. En México no hay gobierno. Qué diablos, en México no hay Dios. Ni lo habrá nunca. Nos enfrentamos a un pueblo manifiestamente incapacitado para gobernarse. ¿Y sabes lo que ocurre con el pueblo que no sabe gobernarse? Exacto: Que vienen otros a gobernar por ellos.

En el estado de Sonora hay ya unos catorce mil colonos franceses. Les están regalando tierras para que se establezcan. Les están regalando herramientas y ganado. Son mexicanos ilustrados quienes lo fomentan. Paredes ya está exigiendo disociarse de la nación mexicana. Prefieren ser gobernados por lameculos que por imbéciles y ladrones. El coronel Carrasco reclama la intervención de Estados Unidos. Y la va a tener.

Ahora mismo se está formando en Washington una comisión para venir a esta zona y trazar las fronteras entre nuestro país y México. No me cabe duda de que al final Sonora acabará siendo territorio estadounidense, y Guaymas un puerto de Estados Unidos. Los americanos podrán llegar a California sin tener que pasar por la atrasada república hermana y nuestros conciudadanos estarán finalmente a salvo de las escandalosas bandas de forajidos que infestan las rutas que se ven obligados a tomar.

El capitán estaba observando al chaval. El chaval parecía intranquilo. Muchacho, dijo el capitán. Nosotros seremos el instrumento de liberación de un país lóbrego y atribulado. Eso es. Nosotros encabezaremos el ataque. Tenemos el apoyo tácito del gobernador Burnett de California.

Se inclinó al frente y apoyó las manos en las rodillas. Y seremos nosotros los que nos repartiremos el botín. Habrá una parcela de tierra para cada hombre de la compañía. Buenos pastos. De los mejores del mundo. Una región rica en minerales, en oro y plata diría yo sin atenerme a conjeturas. Eres joven. Pero sé lo que piensas. Raramente me equivoco con un hombre. Yo creo que te gustaría dejar huella en este mundo. ¿Es así?

Sí señor.

Claro. Y no te veo abandonando a una potencia extranjera una tierra por la que pelearon y murieron compatriotas nuestros. Y te diré una cosa. Si los norteamericanos no actúan, me refiero a gente como tú y como yo que se toma en serio a su país mientras esos maricas de Washington se dedican a calentar el banco, si no actuamos, México (y quiero decir el conjunto del país) enarbolará muy pronto una bandera europea. Con o sin Doctrina Monroe.

El capitán hablaba en voz baja y vehemente. Inclinó la cabeza a un lado y miró al chaval con cierta benevolencia. El chaval se frotó las palmas de las manos en las rodilleras de su mugriento pantalón. Miró de reojo al hombre sentado a su lado, pero parecía haberse dormido.

¿Qué hay de la silla?, dijo.

¿Silla?

Sí señor.

¿No tienes silla?

No señor.

Pensaba que tenías un caballo.

Un mulo.

Ah.

Tengo un resto de silla encima del mulo pero no queda gran cosa. Tampoco es que quede gran cosa del mulo. Dijo que me darían un caballo y un rifle.

¿Eso dijo el sargento Trammel?

Yo no le prometí ninguna silla, dijo el sargento.

Le conseguiremos una.

Pero sí le dije que le buscaríamos ropa que ponerse, capitán.

Bien. Seremos irregulares pero no queremos parecer una chusma; ¿verdad que no?

No señor.

Tampoco nos quedan caballos domados, señor, dijo el sargento.

Domaremos uno.

El chico que entendía mucho de caballos está de permiso.

Ya lo sé. Busque a otro.

Sí señor. Quizá este muchacho sepa domar caballos. ¿Lo has hecho alguna vez?

No señor.

A mí no me digas señor.

Sí señor.

Sargento, dijo el capitán, bajando del escritorio.

Sí señor.

Enrole a este hombre.


El campamento estaba río arriba a las afueras de la ciudad. Una tienda hecha con pedazos de lona de carro, unas cuantas chozas construidas con zarzas y al fondo un corral en forma de ocho igualmente hecho de zarzas donde unos cuantos ponis pintados soportaban el sol de mala gana.

Cabo, llamó el sargento.

El cabo no está.

Desmontó y fue hacia la tienda y retiró el faldón de la entrada. El chaval esperó montado en su mulo. Tres hombres tumbados a la sombra de un árbol le miraron. Hola, dijo uno.

Hola.

¿Eres nuevo?

Supongo.

¿El capitán ha dicho cuándo nos largamos de este agujero inmundo?

No.

El sargento salió de la tienda. ¿Dónde está?, dijo.

Se fue a la ciudad.

A la ciudad, repitió el sargento. Ven aquí.

El hombre se levantó del suelo y fue lentamente hacia la tienda y se quedó de pie con las manos a la espalda.

Este muchacho no tiene equipo, dijo el sargento.

El hombre asintió.

El capitán le ha dado una camisa y dinero para que le remienden las botas. Hemos de conseguirle una montura y también una silla.

Una silla.

Habrá que vender bien el mulo para poder comprarle todo eso.

El hombre contempló el mulo y luego miró pestañeando al sargento. Se inclinó para escupir al suelo.

De ese mulo no sacamos ni diez dólares.

Lo que saquemos servirá.

Acaban de matar otro ternero.

No quiero saber nada de eso.

Yo no puedo hacer nada.

Al capitán no le diré nada. Pondría los ojos en blanco hasta que se le salieran de las cuencas y le cayeran al suelo.

El hombre volvió a escupir. Bueno, eso sí que es verdad.

Ocúpese de este hombre. He de irme.

Bueno.

No hay nadie enfermo, ¿verdad?

No.

Menos mal.

Se irguió sobre la silla y rozó con las riendas el cuello de su caballo. Miró hacia atrás y meneó la cabeza.

Por la tarde el chaval y otros dos reclutas fueron a la ciudad. Se había bañado y afeitado y llevaba unos pantalones de pana azul y la camisa de algodón que le había dado el capitán y a excepción de las botas parecía un hombre totalmente distinto. Sus amigos montaban pequeños y coloreados caballos que cuarenta días atrás habían correteado libres por la pradera y ahora respingaban y brincaban y entrechocaban las mandíbulas como las tortugas.

Espera a tener uno de estos, dijo el segundo cabo. Eso sí que es divertirse a base de bien.

Son buenos caballos, dijo el otro.

Ahí dentro todavía quedan uno o dos que podrían serlo.

El chaval los miró desde su mulo. Cabalgaban uno a cada lado como si le escoltaran y el mulo trotaba con la cabeza erguida y los ojos yendo de un lado para otro. Te harán caer de culo al suelo, dijo el otro cabo.

Cruzaron una plaza repleta de carros y ganado. De inmigrantes y tejanos y mexicanos y de esclavos e indios lipanos y delegaciones de karankawas altos y austeros, la cara teñida de azul y las manos cerradas en torno a los palos de sus lanzas de dos metros, salvajes casi desnudos que con sus rostros pintados y su secreta afición por la carne humana parecían presencias monstruosas incluso entre tan fabulosa compañía. Cabalgando con las riendas cortas los reclutas dejaron atrás el juzgado y bordearon los muros altos de la cárcel cuya mampuesta superior estaba erizada de fragmentos de vidrio. En la plaza principal se había congregado una banda de música que estaba afinando los instrumentos. Los jinetes torcieron por Salinas Street dejando atrás pequeños garitos y puestos de café y en esta calle había bastantes mexicanos, guarnicioneros y comerciantes y propietarios de gallos de pelea y zapateros y remendones en sus casetas o en tiendas de adobe. El segundo cabo era tejano y hablaba un poco de español y les dijo que quería cambiar el mulo. El otro chico era de Misuri. Estaban muy alegres, aseados y bien peinados, todos con la camisa limpia. Previendo ambos una noche de alcohol, quizá de amor. Cuántos jóvenes no han vuelto a casa tiesos y muertos tras noches parecidas con parecidos planes.

Trocaron el mulo equipado como estaba por una silla de fabricación tejana, apenas el fuste recubierto de cuero crudo, no nueva pero en buen estado. Por una brida y un bocado que sí eran nuevos. Por una manta de lana tejida en Saltillo que estaba llena de polvo, nueva o no. Y también una moneda de oro de dos dólares y medio. El tejano observó aquella pequeña moneda en la mano del chaval y exigió más dinero pero el guarnicionero dijo que no y levantó las manos en un gesto concluyente.

¿Y mis botas qué?, dijo el chaval.

Y sus botas, dijo el tejano.

¿Botas?

Sí. Hizo gestos de coser.

El guarnicionero miró las botas del muchacho. Juntó las yemas de los dedos en un gesto de impaciencia y el chaval se quitó las botas y se quedó descalzo en el polvo.

Cuando todo estuvo listo se miraron unos a otros en mitad de la calle. El chaval se había colgado al hombro su arnés nuevo. El segundo cabo se volvió al muchacho de Misuri. ¿Tienes algo de dinero, Earl?

Ni un centavo.

Pues yo tampoco. Lo mejor será que volvamos a ese agujero cochambroso.

El chaval movió el peso del arzón que llevaba al hombro. Todavía hemos de bebernos este cuarto de águila, (Eagle, “águila”, moneda de oro de 0 dólares. N. del T.) dijo.


En el Laredito ya se ha puesto el sol. Los murciélagos abandonan sus nidos en el palacio de justicia y en la torre y sobrevuelan el barrio. El aire va cargado de olor a carbón de palo. Niños y perros descansan junto a las galerías de adobe y gallos de pelea aletean y se posan en las ramas de los frutales. Ellos, los tres camaradas, van a pie siguiendo un muro de barro sin encalar. De la plaza llegan débiles los sonidos de una banda. Pasan frente a la carreta de un comerciante de agua y frente a un agujero en la pared donde a la luz de una pequeña fragua un viejo da forma al metal a martillazos. Al pasar junto a un zaguán ven a una joven cuya belleza es digna de las flores de la región.

Llegan por fin a una puerta de madera. Está engoznada a una puerta más grande y todos han de salvar el umbral de un palmo de alto cuya madera han desgastado un millar de botas, donde centenares de imbéciles han tropezado o caído o trastabillado ebrios hasta la calle. Pasan frente a una ramada que hay en un patio junto a una vieja pérgola donde pequeñas aves de corral cabecean en la penumbra entre retorcidas parras estériles y entran a una cantina donde hay luces encendidas y agachando la cabeza para salvar un dintel bajo van directos al mostrador uno dos y tres.

Hay en este local un viejo menonita trastornado que se vuelve para mirarlos. Es un hombre flaco con chaleco de piel, en la cabeza un sombrero negro de ala recta, bigote ralo. Los reclutas piden whisky y apuran sus vasos y piden más. En las mesas adosadas a la pared se juega al monte y en otra mesa hay putas que miran a los reclutas. Los reclutas están medio de espaldas a la barra con los pulgares metidos en el cinturón y observan. Hablan entre ellos en voz alta acerca de la expedición y el viejo menonita sacude mohíno la cabeza y bebe un poco y murmura.

Os pararán al llegar al río, dice.

El segundo cabo mira hacia donde está el hombre. ¿Me lo dice a mí?

En el río. Ya veréis. Os meterán a todos en la cárcel.

¿Quién?

El ejército de los Estados Unidos. El general Worth.

Y una mierda.

Rezad para que así sea.

Mira a sus camaradas. Se inclina hacia el menonita. ¿Qué significa eso, viejo?

Si cruzáis ese río con vuestro ejército de filibusteros no volveréis nunca.

No pensamos volver. Vamos hacia Sonora.

A ti qué más te da, viejo.

El menonita contempla las sombras que hay ante ellos y que se reflejan hacia él en el espejo de detrás de la barra. Se vuelve a los reclutas. Tiene los ojos húmedos, habla despacio. La ira de Dios está dormida. Estuvo oculta un millón de años antes de que el hombre existiera y solo el hombre tiene el poder de despertarla. En el infierno hay sitio de sobra. Oídme bien. Vais a hacer la guerra de un loco a un país extranjero. Despertaréis a algo más que a los perros.

Pero ellos censuraron al viejo y le maldijeron hasta que se apartó de la barra murmurando, ¿y cómo iba a ser si no?

Estas cosas terminan así. Entre confusión e insultos y sangre. Siguieron bebiendo y el viento soplaba en las calles y las estrellas que habían estado en lo alto descendieron hacia el oeste y aquellos jóvenes se indispusieron con otros jóvenes y hubo intercambio de palabras imposibles de enmendar y al amanecer el chaval y el segundo cabo se arrodillaron junto al chico de Misuri que se llamaba Earl y pronunciaron su nombre pero el otro ya no podía responder. Estaba tumbado en el polvo del patio. Los hombres se habían ido, las putas también. Un viejo barría el piso de arcilla dentro de la cantina. El chico yacía en un charco de sangre con el cráneo reventado, nadie sabía a manos de quién. Alguien se les acercó por el patio. Era el menonita. Soplaba un viento cálido y por el este asomaba una luz gris. Las aves que pasaban la noche entre las parras habían empezado a agitarse y a cantar.

Hay menos alegría en la taberna que en el camino que conduce a ella, dijo el menonita. Se puso en la cabeza el sombrero que sostenía en las manos y giró en redondo y salió por la verja.

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