XXIII

En la llanura al norte de Tejas

Un viejo cazador de búfalos - Los rebaños milenarios

Recolectores de huesos - Una noche en la pradera

Los visitantes - Orejas de apache

Elrod toma la palabra - Asesinato

Llevándose al muerto - Fort Griffin - La colmena

Un número de circo - El juez - Un oso muerto

El juez habla de los viejos tiempos

Preparativos para la danza

El juez hablando de la guerra, el destino, la supremacía del hombre

El salón de baile - La puta

El meadero y lo que allí había

Sie müssen schlafen aber Ich muss tanzen.

A finales del invierno de 1878 se encontraba en la llanura al norte de Tejas. Cruzó el río Brazos por el Double Mountain Fork una mañana en que el hielo cubría la ribera arenosa y cabalgó por un oscuro bosque enano de mezquites negros y retorcidos. Aquella noche montó el campamento en terreno alto donde un árbol abatido por el rayo le sirvió de cortavientos. No bien había encendido fuego cuando vio otro fuego en la oscuridad de la pradera. Como el suyo este se retorcía a merced del viento, como el suyo calentaba a un hombre solo.

Era un viejo cazador quien allí acampaba y el cazador le ofreció tabaco y le habló de búfalos y de los combates que había librado con ellos, acechando en un hoyo de un otero con los búfalos muertos en las proximidades y la manada que empezaba a congregarse y el cañón del rifle tan caliente que la grasa chisporroteaba dentro del ánima y los animales a miles y decenas de miles y las pieles clavadas con estacas sobre kilómetros cuadrados de terreno y los equipos de desolladores relevándose las veinticuatro horas y venga tiros y más tiros durante semanas y meses de tal forma que las estrías se volvieron lisas y la culata empezó a soltarse de sus tornillos y tenían los hombros amarillos y azules hasta el codo y los carros se alejaban en hilera rechinando por la pradera hasta veinte y veintidós tiros de bueyes y toneladas y centenares de toneladas de pieles pétreas y la carne pudriéndose en el suelo y el aire hirviendo de moscas y de ratoneros y cuervos y la noche un apocalipsis de gruñidos y dentelladas con los lobos medio locos revolcándose en la carroña.

He visto carros Studebaker con tiros de seis y ocho bueyes camino de los terrenos de caza sin otra carga que plomo. Solo galena pura. A toneladas. Solo en esta región entre el Arkansas y el Conchos había ocho millones de cadáveres pues otras tantas pieles llevamos hasta la cabeza de vía. Hace dos años partimos de Griffin para una última cacería. Recorrimos toda la región. Seis semanas. Finalmente encontramos ocho búfalos y los matamos y volvimos. Han desaparecido. Todos los que Dios creó han desaparecido como si esa especie no hubiera existido jamás.

Las chispas viajaban en el viento. La pradera estaba en silencio. Más allá del fuego hacía frío y la noche era despejada y las estrellas caían. El viejo cazador se arropó en su manta. Me pregunto si habrá otros mundos como este, dijo. O si este es el único.

Cuando encontró a los buscadores de huesos llevaba cabalgando tres días por una región que desconocía. La llanura estaba reseca y como quemada y sus pequeños árboles negros y deformes y repletos de cuervos y por doquier astrosas jaurías de chacales y los huesos blanqueados por el sol de las manadas desaparecidas. Desmontó y guió el caballo a pie. Aquí y allá, en el arco que formaban las costillas, discos chatos de plomo renegrido como antiguos medallones de una cofradía de cazadores. A lo lejos los tiros de bueyes se movían despacio y los pesados carros crujían con un ruido seco. En estos carretones los buscadores arrojaban los huesos, rompiendo a patadas la arquitectura calcinada, partiendo los armazones a golpes de hacha. Los huesos traqueteaban en los carros, los buscadores levantaban un polvo blanquecino al andar. Los vio pasar, andrajosos, inmundos, los bueyes con mataduras y la mirada ida. Nadie le dirigió la palabra. En lontananza pudo ver una caravana que transportaba grandes cargamentos de huesos hacia el nordeste y más al norte otras cuadrillas de buscadores en plena faena.

Montó y siguió adelante. Los huesos se amontonaban en caballones de tres metros de alto y muchos más de largo o formaban grandes colinas cónicas con los emblemas de sus dueños en la parte superior. Alcanzó una de las carretas, un muchacho a horcajadas del buey de la rueda izquierda conducía con una guía simple y una fusta. Dos jóvenes subidos a un montículo de cráneos y huesos pélvicos le miraron con desfachatez.

Sus lumbres salpicaron el llano aquella noche y el chaval se sentó de espaldas al viento y bebió de una cantimplora del ejército y su cena consistió en un puñado de maíz seco. Por toda la región se sucedían los gemidos y ladridos de los lobos hambrientos y hacia el norte los relámpagos callados remedaban una lira rota sobre el oscuro confín del mundo. El aire olía a lluvia pero no llovió y las carretas pasaron en la noche cargadas de huesos como barcos oscuros y pudo oler los bueyes y oír su respiración. El acre olor de las osamentas lo invadía todo. Hacia la medianoche un grupo le saludó estando él en cuclillas frente a su lumbre.

Venid, dijo.

Salieron de la oscuridad, hoscos y maltrechos y vestidos con pieles. Portaban viejos fusiles militares salvo uno de ellos, que tenía un rifle de cazar búfalos, y no llevaban abrigo y uno de ellos calzaba unas botas hechas con los corvejones de algún animal arrancados de una pieza y las punteras estaban cerradas con sedal.

Buenas tardes, forastero, dijo en alto el mayor de los niños.

Los miró. Eran cuatro y un muchacho retrasado y se detuvieron al borde de la luz.

Venid, dijo.

Se acercaron despacio. Tres de ellos se pusieron en cuclillas y dos quedaron de pie.

¿Dónde está tu equipo?, dijo uno.

Ese no ha venido a buscar huesos.

No tendrás por ahí un poco de tabaco para mascar, ¿verdad?

Negó con la cabeza.

Supongo que tampoco tendrás whisky.

Ese no tiene whisky.

¿Adónde se dirige, señor?

¿Va hacia Griffin?

Los miró. Pues sí, dijo.

A buscar putas, seguro.

Ese no va de putas.

Está lleno de furcias en Griffin.

Bah, seguro que habrá estado allí más veces que tú.

¿Ha estado en Griffin, señor?

Aún no.

Está lleno de putas. Hasta en la sopa.

Dicen que a un día de viaje con el viento soplando de cara puedes pillar ladillas.

Se sientan en un árbol delante de un sitio que hay allí y si miras hacia arriba les ves las enaguas. Una noche llegué a contar hasta ocho en ese árbol. Sentadas como mapaches y fumando cigarrillos y llamándote a voces.

Dicen que es la ciudad más pecadora de todo el estado de Tejas.

En cuanto a asesinatos no hay un sitio mejor, para el que le interese ir.

Peleas a cuchillo. Todas las perrerías que uno pueda imaginar.

Los miró por turnos. Alcanzó un palo y avivó la lumbre y echó el palo a las llamas. ¿Es que os gusta todo eso?, dijo.

No hemos dicho tal cosa.

¿Os gusta beber whisky?

Habla por hablar. Ese no es un bebedor.

Pero si le has visto beber whisky no hace ni una hora.

También le he visto vomitarlo. ¿Qué son esas cosas que lleva alrededor del cuello?

Estiró el viejo escapulario que llevaba sobre el pecho y lo miró. Son orejas, dijo.

¿Qué?

Orejas.

¿Orejas de qué clase?

Tiró de la correa y las miró. Estaban totalmente negras y duras y secas y no tenían forma.

Humanas, dijo. Orejas humanas.

Eso no me lo trago, dijo el que tenía el rifle.

No le llames mentiroso, Elrod, podría matarte. Déjenos verlas si no le importa, señor.

Se sacó el escapulario por la cabeza y se lo pasó al chico que había hablado. Formaron un corro y palparon aquellos extraños colgantes.

Son de negro, ¿verdad?, dijeron.

Les rebana la oreja a los negros para que los reconozcan cuando se escapen.

¿Cuántas hay más o menos?

No sé. Antes había un centenar.

Levantaron el collar de modo que le diera la luz.

Orejas de negro, santo Dios.

No son de negro.

¿No?

No.

De qué, entonces.

De indios.

Y una mierda.

Elrod, estás avisado.

¿Cómo es que están tan negras si son de indio?

Se han puesto así ellas solas. Tan negras que ya no lo pueden estar más.

¿De dónde las ha sacado?

Mató a esos cerdos, ¿verdad, señor?

Haciendo de explorador en la pradera, ¿verdad?

Se las compré en California a un soldado que no tenía dinero para pagarse un trago.

Alargó el brazo y recuperó el escapulario.

Caracoles. Apuesto a que era explorador y se cargó a todos esos hijos de puta.

El que se llamaba Elrod señaló a los trofeos con el mentón y sorbió por la nariz. No sé para qué quiere esas cosas, dijo. Yo no las querría.

Los demás le miraron inquietos.

No sabe de dónde salen las orejas. Ese soldado al que se las quitó quizá dijo que eran de indio pero no es verdad.

El hombre guardó silencio.

Esas orejas podrían ser de caníbal o de cualquier otro negro extranjero. Me han dicho que en Nueva Orleans se pueden comprar cabezas enteras. Las traen por barco, las cabezas, y a cualquier hora del día las puedes comprar por cinco dólares.

Calla, Elrod.

El hombre se quedó con el collar en las manos. No eran caníbales, dijo. Eran apaches. Yo conocí al hombre que las cortó. No solo eso, he cabalgado con él y le vi colgar de una soga.

Elrod miró a los otros y sonrió. Apaches, dijo. Apuesto a que esos pobres apaches no asustarían ni a una sandía, ¿eh, chicos?

El hombre levantó cansinamente la vista. No me estarás llamando embustero, ¿verdad, hijo?

Yo no soy su hijo.

¿Cuántos años tienes?

Eso no es asunto suyo.

Tiene quince.

Tú calla.

Se volvió al hombre. Ese no habla por mí, dijo.

Yo creo que sí. La primera vez que me hirieron yo tenía quince años.

A mí no me han herido nunca.

Todavía no has cumplido los dieciséis.

¿Es que va a dispararme?

Trato de evitarlo.

Vamos, Elrod.

Usted no dispara a nadie. Como no sea por la espalda o a alguien que está dormido.

Elrod, nos vamos.

En cuanto le he visto he sabido de qué palo iba.

Es mejor que te vayas.

Amenazarme con que me vas a disparar. Nadie lo ha hecho todavía.

Los otros cuatro estaban al límite del círculo de luz. El menor de ellos miraba a hurtadillas hacia el oscuro santuario de la noche.

Vete, dijo el hombre. Te están esperando.

Escupió a la lumbre del hombre y se secó la boca. Un convoy de carros pasaba hacia el norte por la pradera, pálidos y silenciosos los bueyes enyugados a la luz de las estrellas y los carros crujiendo débilmente seguidos de un farol de cristal rojo que parecía un ojo extranjero. Aquella región estaba repleta de niños violentos privados de sus padres por la guerra. Los compañeros de Elrod habían dado marcha atrás para ir a buscarle y eso probablemente le envalentonó aún más y es probable que dijera otras cosas al hombre pues cuando llegaron al fuego el hombre se había puesto de pie. Procurad que no se me acerque, dijo. Si le veo otra vez por aquí le mataré.

Cuando se hubieron marchado avivó el fuego, fue a por el caballo, le quitó las maniotas y lo ató y ensilló y luego extendió su manta un trecho más allá y se estiró para dormir.

El este no se había iluminado aún cuando despertó. El muchacho estaba de pie junto a las pavesas del fuego con el rifle en la mano. El caballo había resollado y volvió a resollar.

Sabía que te esconderías, dijo el muchacho en voz alta.

Apartó la manta y rodó de costado y montó la pistola y apuntó al cielo donde las estrellas ardían eternamente. Centró el punto de mira en la ranura fresada del armazón y sosteniendo el arma de esta forma apuntó con ambas manos describiendo un arco desde la oscuridad de los árboles hasta la forma más oscura del visitante. Aquí me tienes, dijo.

El muchacho giró con el rifle e hizo fuego.

De todas formas, no habrías vivido mucho, dijo el hombre.

Amanecía gris cuando llegaron los otros. No traían caballos. Condujeron al retrasado hasta donde el joven yacía de espaldas con las manos juntas sobre el pecho.

No queremos líos, señor. Solo venimos a llevárnoslo.

Adelante.

Sabía que lo enterraríamos en esta pradera.

Vinieron de Kentucky, señor. Este chiquillo y su hermano. Sus padres están muertos los dos. Al abuelo lo asesinó un loco, lo enterraron en el bosque como a los perros. El pobre nunca ha tenido suerte en la vida y ahora no le queda nadie en el mundo.

Randail, mira bien al hombre que te ha convertido en huérfano.

El huérfano se lo quedó mirando inexpresivo con sus ropas demasiado grandes y empuñando un mosquete con la culata remendada. Tendría unos doce años y más que bobo parecía loco. Dos de sus compañeros estaban registrando los bolsillos del muerto.

¿Dónde está el rifle?

El hombre estaba de pie con la mano en el cinturón. Señaló hacia un árbol donde estaba apoyada el arma.

Fueron a buscarlo y se lo entregaron al hermano. Era un Sharp calibre cincuenta y el chiquillo, con el rifle y el mosquete, se quedó allí mirando de un lado a otro, extravagantemente armado.

Uno de los mayores le pasó el sombrero del muerto y luego habló al hombre. Pagó cuarenta dólares por ese rifle en Little Rock. En Griffin se pueden comprar por diez. No valen nada. ¿Nos vamos, Randall?

Randail no ayudó a llevar el cadáver porque era demasiado bajo. Cuando se alejaron por la pradera con el cuerpo del hermano a hombros los siguió portando el mosquete y el rifle del muerto y el sombrero del muerto. El hombre los vio partir. Allí no había nada. Se llevaban el cadáver por aquel yermo poblado de huesos hacia un horizonte desnudo. El huérfano se volvió una vez, le miró y se dio prisa en seguir a los demás.

Por la tarde atravesó el río Brazos por el paso McKenzie del Clear Fork y ahora caminaban él y el caballo uno al lado del otro hacia la ciudad en donde el fortuito conjunto de las farolas empezaba a formar en el largo crepúsculo rojo y en la oscuridad una falsa orilla de hospitalidad abrigada ante ellos sobre el llano bajo. Vieron enormes almiares de huesos, diques colosales compuestos de cráneos astados y los costillares curvos como viejos arcos de marfil allí amontonados tras alguna legendaria batalla, grandes riberos de costillas que se perdían en la noche de la llanura.

Entraron en el pueblo bajo una lluvia fina. El caballo relinchó y olisqueó tímidamente los jarretes de los otros animales emplazados frente a los burdeles iluminados por los que pasaban. Salía a la solitaria calle fangosa una música de violín y perros flacos cruzaban a su paso de sombra a sombra. Al final de las casas ató el caballo a una barra entre otros más y subió la poco empinada escalera hasta la luz empañada que salía del portal. Volvió la vista atrás una sola vez y miró la calle y las luces de las ventanas que se perdían en la oscuridad y el último resplandor en el oeste y las colinas bajas y oscuras de alrededor. Luego empujó la puerta y entró.

En el interior se había condensado una chusma más o menos agitada. Como si la tosca armadura de tablas erigida para contenerla ocupase una cloaca definitiva hacia la cual hubieran orientado sus pasos desde la pradera circundante. Un viejo con traje de tirolés arrastraba los pies por el entablado tendiendo su sombrero mientras una niña en bata corta accionaba un organillo y un oso vestido de crinolina evolucionaba de manera extraña sobre una tarima definida por velas de sebo puestas en hilera que chisporroteaban en sus charcos de grasa.

Se abrió paso hasta llegar al mostrador donde varios hombres en mangas de camisa sujetas por ligas servían cerveza o whisky. Detrás de ellos trabajaban niños yendo a por botellas y vasos a la trascocina. La barra estaba recubierta de cinc y el hombre apoyó los codos e hizo girar ante él una moneda de plata y luego la inmovilizó de un manotazo.

Hable o calle para siempre, dijo el mozo.

Whisky.

En seguida. Puso un vaso en la barra, descorchó una botella, sirvió como un octavo de pinta y cogió la moneda.

Se quedó mirando el whisky. Luego se quitó el sombrero y lo dejó sobre la barra y levantó el vaso y bebió muy pausadamente y dejó el vaso vacío en el mostrador. Se secó la boca y se volvió de espaldas a la barra y apoyó en ella los codos.

Observándole entre el humo que flotaba en la luz amarillenta estaba el juez.

Sentado a una mesa. Llevaba un sombrero redondo de ala estrecha y estaba rodeado de toda clase de hombres, vaqueros y boyeros y mayorales y carreteros y mineros y cazadores y soldados y buhoneros y jugadores y vagabundos y borrachos y ladrones y él estaba entre la hez de la tierra y los mendigos de toda la vida y estaba entre los vástagos fracasados de dinastías del este y en medio de aquella abigarrada asamblea el juez estaba y no estaba sentado con ellos, como si fuera una clase muy distinta de hombre, y parecía haber cambiado poco o nada en todos aquellos años.

Apartó la vista de aquella figura y se quedó mirando el vaso que sostenía vacío en las manos. Cuando levantó los ojos el mozo le estaba observando. Levantó el dedo índice y el otro le acercó el whisky.

Pagó, levantó el vaso y bebió. Había un espejo al fondo de la barra pero solo reflejaba humo y fantasmas. El organillo gemía y rechinaba y el oso evolucionaba pesadamente en el escenario con la lengua fuera.

Cuando se dio la vuelta, el juez estaba de pie hablando con otros hombres. El charlatán se abrió paso entre la multitud agitando las monedas en su sombrero. Putas de chillona indumentaria salían por una puerta que había al fondo del local y él las miró y miró al oso y cuando dirigió la vista hacia la sala el juez ya no estaba allí. Al parecer, el charlatán estaba en pleno altercado con unos hombres que estaban junto a la mesa. El charlatán gesticulaba con su sombrero. Uno de ellos señaló hacia la barra. Meneó la cabeza. En medio del alboroto sus voces eran incongruentes. El oso bailaba sobre la tarima como si en ello le fuera la vida y la niña le daba a la manivela y la sombra de la representación que el resplandor de las velas construía sobre la pared no habría encontrado referentes en cualquier mundo diurno. Vio que el charlatán se había puesto el sombrero tirolés y tenía las manos en jarras. Uno de los hombres se había sacado del cinto una pistola de caballería de cañón largo. Estaba apuntando hacia el escenario.

Unos se lanzaron al suelo, otros desenfundaron sus armas. El dueño del oso estaba parado como un feriante tenaz en una galería de tiro. El disparo fue atronador y a renglón seguido cesaron por completo los demás sonidos de la sala. La bala había atravesado al oso por la barriga. El animal soltó un gemido grave y empezó a bailar más rápido, sin romper el silencio más que con el batir de sus grandes patas sobre el entablado. La sangre le corría por la ingle. La niña atada al organillo estaba paralizada, la manivela a media subida. El hombre de la pistola disparó de nuevo y la pistola rebotó y rugió y otra vez el humo negro y el oso bramó y empezó a tambalearse como un borracho. Se tocaba el pecho y una ligera espuma de sangre le caía de la quijada. Luego se puso a farfullar y a llorar como un niño y dio unos cuantos pasos, siempre bailando, y se desplomó sobre la tarima.

Alguien había agarrado del brazo al causante de los disparos y la pistola iba de un lado a otro. El dueño del oso estaba estupefacto, estrujando el ala de su sombrero del viejo mundo.

Matad al puto oso, dijo el mozo.

La niña se había soltado del organillo y el instrumento cayó resollando al suelo. Corrió a arrodillarse junto al oso y empezó a mecerse con aquella enorme cabeza entre sus brazos sollozando sin parar. La mayoría de los clientes de la sala se habían levantado y estaban en el humeante espacio amarillo cruzados de brazos. Auténticas bandadas de putas se escabullían hacia la parte de atrás y una mujer subió al entarimado, pasó junto al oso y extendió las manos.

Se acabó, dijo. Se acabó.

¿Tú crees que sí, hijo?

Se dio la vuelta. El juez estaba junto a la barra y le miraba. Sonrió, se quitó el sombrero. La gran cúpula pelada de su cráneo brilló como un enorme huevo fosforescente.

Los últimos leales que quedan. Los últimos. Yo diría que están todos en el otro mundo menos tú y yo. ¿No te parece?

Intentó ver más allá del juez. Aquel corpachón le tapaba la vista. Oyó a la mujer anunciando que comenzaba el baile en el salón de la parte de atrás.

Y no han nacido aún los que tendrán buenos motivos para maldecir el alma del delfín, dijo el juez. Se volvió ligeramente. Hay tiempo de sobra para bailar.

A mí el baile no me interesa.

El juez sonrió.

El tirolés y otro hombre estaban inclinados sobre el oso. La niña sollozaba con la pechera del vestido oscura de sangre. El juez se inclinó sobre la barra y agarró una botella y la descorchó con la uña del pulgar. El corcho salió disparado como una bala hacia la oscuridad del techo. Se echó al gaznate un trago sustancioso y se apoyó en la barra. Tú estás aquí para bailar, dijo.

He de irme.

El juez puso cara de pena. ¿Irte?, dijo.

Asintió con la cabeza. Asió su sombrero, que descansaba sobre la barra, pero no lo levantó ni se movió de sitio.

Qué hombre no querría ser bailarín si pudiera, dijo e1 juez. Un gran invento, la danza.

La mujer estaba de rodillas y rodeaba a la niña con el brazo. Las velas chispeaban y el gran monte peludo del oso muerto en su crinolina yacía como un monstruo asesinado en pleno acto contra natura. El juez llenó hasta arriba el vaso que estaba vacío al lado del sombrero y lo empujó hacia adelante.

Bebe, dijo. Vamos. Puede que esta noche tu alma te sea reclamada.

Miró el vaso. El juez sonrió y señaló con la botella. Levantó el vaso y bebió.

El juez se lo quedó mirando. ¿Siempre tuviste la idea, dijo, de que si no hablabas nadie te reconocería?

Tú me has visto.

El juez no hizo caso. Te reconocí la primera vez que nos vimos y ya entonces me decepcionaste un poco. Ahora también. Aun así, al final te encuentro aquí conmigo.

Yo no estoy contigo.

El juez arqueó una ceja calva. ¿No?, dijo. Miró a su alrededor simulando perplejidad y como actor era pasable.

Yo no he venido en tu busca.

¿A qué, entonces?, dijo el juez.

¿Qué quiero de ti? He venido por lo mismo que cualquiera de estos.

¿Y cuál es ese motivo?

¿A qué motivo te refieres?

El que los ha traído aquí.

Para pasar un buen rato.

El juez le miró. Empezó a señalar a varios de los presentes y a preguntar si estaban allí para pasar un buen rato o si tenían la menor idea de por qué estaban allí.

No todo el mundo necesita tener una razón para ir a alguna parte.

En efecto, dijo el juez. No necesitan tener una razón. Pero su indiferencia no altera el orden de las cosas.

Miró al juez con deliberada cautela.

Lo expondré de otra forma, dijo el juez. Si es así que ni ellos mismos tienen un motivo y sin embargo están efectivamente aquí, ¿no será que es otro quien tiene motivos para que hayan venido? Y si esto es así, ¿sabes quién podría ser ese otro?

No. ¿Y tú?

Le conozco bien.

Llenó otra vez el vaso hasta el borde y bebió él de la botella y se secó la boca y se volvió contemplando la sala. Esto es una orquestación para un evento. Para un baile en realidad. Los participantes serán informados a su debido tiempo de sus papeles. Por el momento basta con que estén aquí. Como la danza es la cosa que nos ocupa y puesto que contiene en sí misma su propia organización, historia y final, no hay necesidad de que los bailarines comprendan también todas estas cosas. Sea cual sea el evento, la historia de todos no es la historia de cada cual como tampoco la suma de dichas historias y aquí nadie puede entender la razón de su presencia pues ninguno tiene manera de saber en qué consiste siquiera el evento. De hecho, si alguno lo supiera podría ser que decidiera ausentarse y verás que eso no forma parte del plan, si es que hay tal cosa.

Sonrió, sus grandes dientes brillaron. Bebió.

Un evento, una ceremonia. La orquestación que conlleva. La obertura aporta ciertas señales de firmeza. Incluye el asesinato de un oso grande. A nadie le parecerá extraño o insólito el desarrollo de la velada, ni siquiera a quienes dudan de la moralidad de los eventos así ordenados.

Pues bien, una ceremonia. Se podría argüir que no existen diversas categorías de ceremonia sino solo ceremonias de mayor o menor grado y siguiendo con esta argumentación diremos que aquí se trata de una ceremonia de cierta magnitud que comúnmente recibe el nombre de ritual. Todo ritual implica derramamiento de sangre. Los rituales que eluden este requerimiento son mera parodia. Es ahí donde se descubre la falsificación. No lo dudes. Esa sensación en el pecho que evoca el recuerdo infantil de la soledad, como cuando los demás se han ido y solo queda el juego con su solitario participante. Un juego solitario, sin competidor. Donde las únicas reglas dependen del azar. No mires a otro lado. No estamos hablando de misterios. Tú, precisamente, no eres extraño a esa sensación, al vacío y el desaliento. Es contra eso que empuñamos las armas, ¿verdad? ¿No es la sangre lo que liga el mortero? El juez se inclinó hacia él. ¿Qué crees que es la muerte, hombre? ¿De quién hablamos cuando hablamos de un hombre que fue y ya no es? ¿Se trata de enigmas indescifrables o no será que forman parte del ámbito de cada cual? ¿Qué es la muerte sino un instrumento? ¿Y cuál es su objeto? Mírame.

No me gustan las chifladuras.

Ni a mí. Ni a mí. Créeme. Míralos bien. Escoge a uno cualquiera. Ese de ahí. Mira. El que no lleva sombrero. Tú sabes lo que piensa del mundo. Puedes leerlo en su cara, en su porte. Pero cuando se queja de que la vida es un fiasco no está siendo sincero. Oculta que los hombres no son como a él le gustaría que fuesen. Que no lo han sido nunca ni lo serán jamás. Así ve él las cosas, su vida es blanco de tantas dificultades y difiere tanto de la arquitectura prometida que ese hombre es poco más que un nicho andante en cuyo interior cuesta mucho imaginarse al espíritu humano. ¿Puede decir, un hombre así, que no está siendo víctima de un maleficio? ¿Que no hay poder ni fuerza ni causa? ¿Qué clase de hereje dudaría por igual de la autoridad y del demandante? ¿Es capaz de creer que la miseria de su existencia no es algo impuesto? ¿Sin gravámenes, sin acreedores? ¿Que los dioses de la venganza y de la compasión duermen en sus respectivas criptas y que tanto si exigimos cuentas como la destrucción de todos los libros nuestros gritos no suscitan más que un mismo silencio y que es dicho silencio lo que prevalecerá? ¿A quién le está hablando, hombre? ¿No lo ves?

En efecto el hombre murmuraba para sí, mirando siniestramente de un lado a otro de la sala en donde al parecer no tenía amigos.

Cada hombre busca su propio destino y el de nadie más, dijo el juez. Lo quiera o no. Aunque uno pudiera descubrir su destino y elegir en consecuencia un rrumbo opuesto solo llegaría fatalmente al mismo resultado y en el momento previsto, pues el destino de cada uno de nosotros es tan grande como el mundo en que habita y contiene en sí mismo todos sus opuestos. Este desierto en el que tantos y tantos hombres han perecido es inmenso y exige de cualquiera un corazón grande pero a la postre también está vacío. Es duro y estéril. Su naturaleza es la piedra.

Llenó el vaso. Bebe, dijo. La vida sigue. Tenemos baile cada noche y esta noche no será una excepción. El camino recto y el tortuoso son uno solo, y ya que estás aquí, ¿qué importan los años transcurridos desde que nos vimos por última vez? Los recuerdos de los hombres son inciertos y el pasado que fue difiere muy poco del pasado que no fue.

Cogió el vaso que el juez había vuelto a colmar y bebió y lo dejó sobre la barra. Miró al juez. He estado por todas partes, dijo. Este sitio solo es uno más.

El juez arrugó la frente. ¿Has apostado testigos?, dijo. ¿Para que te informen de la existencia continuada de esos lugares una vez los has abandonado?

Disparates.

¿Tú crees? ¿Dónde está el ayer? ¿Dónde están Glanton y Brown y dónde el cura? Se acercó un poco más. ¿Dónde está Shelby, a quien dejaste a merced de Elías en el desierto, y dónde está Tate, al que abandonaste en las montañas? ¿Dónde están las damas, ah, aquellas preciosas y tiernas damas con las que bailaste en el palacio del gobernador cuando eras un héroe ungido con la sangre de los enemigos de la república que habías elegido defender? ¿Y dónde está el violinista y dónde el baile?

Supongo que eso lo sabes tú.

Te diré una cosa. A medida que la guerra se vuelva ignominiosa y su nobleza sea puesta en tela de juicio los hombres honorables que reconocen la santidad de la sangre empezarán a ser excluidos de la danza, que es el derecho del guerrero, y en consecuencia la danza se convertirá en algo falso y los danzantes en falsos danzantes. Y sin embargo siempre habrá allí un verdadero bailarín y a ver si adivinas quién puede ser.

Tú no eres nada.

Eso es más cierto de lo que crees. Pero te voy a decir una cosa. Solo el hombre que se ha ofrecido enteramente a la sangre de la guerra, que ha estado en el fondo del hoyo y ha visto toda suerte de horrores y comprendido por fin que la guerra habla a lo más íntimo de su corazón, solo ese hombre es capaz de bailar.

Cualquier bestia puede.

El juez dejó la botella sobre el mostrador. Óyeme bien, dijo. En el escenario hay sitio para un único animal. Los demás están destinados a una noche que es eterna e innombrable. Las candilejas iluminarán su descenso uno por uno hacia la oscuridad. Los osos que bailan, los osos que no.

Se dejó llevar por el tropel de gente hacia la puerta del fondo. En la antesala había hombres jugando a las cartas, brumosos entre el humo. Una mujer iba recogiendo los vales a medida que los hombres pasaban al cobertizo que había en la parte posterior. La mujer le miró. Él no tenía vale. Le indicó una mesa donde una mujer vendía los vales y metía el dinero por la pequeña ranura de una caja fuerte metálica empujando con una piedra plana. Pagó el dólar, cogió la ficha estampillada, la entregó en la puerta y pasó.

Se encontró en una sala amplía con una plataforma para los músicos en un extremo y una gran estufa casera hecha de chapa de hierro en el otro. Había escuadrones enteros de prostitutas. Con sus sucias batas, sus medias verdes y sus bragas color melón, vagaban en la humosa luz de aceite como libertinas de ensueño, a la vez infantiles y lúbricas. Una de ellas, enana y morena, le cogió del brazo y le miró con una sonrisa.

Te he visto en seguida, dijo. Siempre elijo al que yo quiero.

Le hizo cruzar una puerta donde una mexicana vieja entregaba toallas y velas y subieron a oscuras como refugiados de alguna sórdida catástrofe la escalera de tablones que llevaba a las habitaciones de arriba.

Tumbado en aquel pequeño cubículo con los pantalones por las rodillas la observó. Vio que recogía su ropa y que se la volvía a poner y vio que acercaba la vela al espejo y se examinaba la cara. Ella giró la cabeza y le miró.

Vamos, dijo. He de irme.

Vete.

No puedes quedarte aquí. Venga. He de irme.

Se incorporó y pasó las piernas sobre el borde de la pequeña cama de hierro y se levantó y se subió los pantalones y se los abotonó y se abrochó el cinturón. El sombrero estaba en el suelo y lo recogió y lo sacudió contra su pierna antes de ponérselo.

Te convendría ir abajo y tomarte algo, dijo ella. Te pondrás bien.

Ya estoy bien ahora.

Salió. Al final del pasillo volvió la vista atrás. Luego bajó por la escalera. Ella había salido a la puerta. Sostenía la vela en una mano y con la otra se cepillaba el pelo hacia atrás y le miró mientras él se perdía en la oscuridad de la escalera y luego entró y cerró la puerta.

Estaba al borde de la pista de baile. Un corro de personas había tomado la pista y sonreían y se hablaban a voces cogidos de las manos. En el escenario había un violinista sentado en un taburete y un hombre iba de punta a punta gritando las figuras de la danza y haciendo los gestos y los pasos que pretendía enseñarles. En el patio ahora oscuro grupos de tonkawas miserables estaban parados en mitad del barro y sus rostros eran como extraños retratos dentro del bastidor formado por la luz de las ventanas. El violinista se levantó y encajó el instrumento bajo su mandíbula. Hubo un grito y la música empezó y el corro de danzantes se echó a girar pesadamente y con mucho arrastrar de pies. Salió por detrás.

La lluvia había cesado y el aire era frío. Se quedó de pie en el patio. Las estrellas surcaban el cielo, por miríadas y al azar, corriendo a lo largo de breves vectores desde sus orígenes en la noche hacia sus destinos en la nada y el polvo. En el salón de baile el violín chillaba y los bailarines ejecutaban sus pasos. En la calle unos hombres llamaban a la niña cuyo oso había muerto pues se había perdido. Iban por los solares oscuros armados de farolas y antorchas y gritaban su nombre.

Siguió acera abajo hacia el meadero. Se quedó afuera para escuchar las voces que se alejaban y contempló de nuevo las calladas trayectorias de las estrellas que morían del otro lado de las colinas. Luego abrió la puerta de madera basta del meadero y entró.

El juez estaba sentado en la taza. Estaba desnudo y se levantó sonriente y lo estrechó contra sus inmensas y terribles carnes y corrió el pestillo de madera de un manotazo.

En la taberna dos hombres que querían comprar la piel del oso estaban buscando al dueño. El animal yacía sobre el escenario en un inmenso charco de sangre. Todas las velas se habían extinguido salvo una, que se consumía en su propia grasa como una lámpara votiva. En el salón de baile un joven acompañaba al violinista siguiendo el compás con un par de cucharas que hacía chocar entre sus rodillas. Las putas se contoneaban medio desnudas, algunas con los pechos al aire. Detrás del local dos hombres bajaban por el entablado en dirección al meadero. Un tercero estaba allí de pie orinando en el fango.

¿Hay alguien dentro?, dijo el primer hombre.

El que se estaba aliviando no levantó la vista. Yo de vosotros no entraría, dijo.

¿Hay alguien dentro?

Yo no entraría.

Terminó y se abroché el pantalón y se encaminé por la acera hacia las luces. El primer hombre le vio alejarse y luego abrió la puerta del meadero.

Dios del cielo, dijo.

¿Qué pasa?

No respondió. Pasó junto al otro y regresó por el entablado. El segundo hombre se quedó mirando su espalda. Luego abrió la puerta y miró al interior.

En la taberna habían puesto al oso sobre una lona de carro y se pedían voluntarios para echar una mano. El humo del tabaco rodeaba las lámparas de la antesala como una niebla maligna y los hombres envidaban y tiraban sus cartas murmurando por lo bajo.

Se produjo una pausa en el baile y un segundo violinista subió al escenario y los dos pulsaron sus cuerdas y giraron las pequeñas clavijas de madera hasta quedar satisfechos con la afinación. Muchos de los presentes se tambaleaban ebrios por la sala y algunos se habían despojado de camisas y chaquetas y estaban con el torso desnudo y sudando aunque en la sala hacía frío suficiente para empañar el aliento. Una puta enorme estaba dando palmas en el estrado y pedía a gritos que siguiera la música. No llevaba otra cosa que unos calzones de hombre y varias de sus hermanas iban ataviadas igualmente con lo que parecían trofeos: sombreros o pantalones o guerreras de caballería en tela cruzada azul. Cuando la música empezó a sonar se produjo un clamor general y un voceador se situó delante y empezó a cantar los pasos y los danzantes saltaron y gritaron y se dieron de empellones.

Y bailaron, las tablas del suelo vapuleadas por las botas de montar y los violinistas sonriendo horriblemente sobre sus instrumentos decantados. Dominándolos a todos está el juez y el juez baila desnudo con sus pequeños pies vivaces y raudos y ahora dobla el tiempo, dedicando venias a las damas, titánico y pálido y pelado, como un infante enorme. El no duerme nunca, dice. Dice que nunca morirá. Saluda a los violinistas y luego recula y echa atrás la cabeza y ríe desde lo hondo de su garganta y es el favorito de todos, el juez. Agita su sombrero y el domo lunar de su cráneo luce pálido bajo las lámparas y luego gira y gira y se apodera de uno de los violines y hace una pirueta y luego un paso, dos pasos, bailando y tocando. Sus pies son ágiles y ligeros. Él nunca duerme. Dice que no morirá nunca. Baila a la luz y a la sombra y es el favorito de todos. No duerme nunca, el juez. Está bailando, bailando. Dice que nunca morirá.

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