XIX

El obús - Los yumas atacan - Escaramuza

Glanton se hace con la balsa - El judas ahorcado

Los cofres - Delegación hacia la costa - San Diego

Organizando la intendencia - Brown en la herrería

Disputa - Webster y Toadvine liberados - El océano

Un altercado - Un hombre quemado vivo

Brown lo pasa mal - Historias de tesoros

La evasión - Asesinato en las montañas

Glanton se va de Yuma - El alcalde ahorcado

Rehenes - Regreso a Yuma

Médico y juez, negro y tonto - Amanecer en el río Carretas sin ruedas - El asesinato de Jackson

Matanza en Yuma.

El médico se dirigía a California cuando la barcaza le cayó en las manos casi por azar. En los meses que siguieron había amasado una considerable fortuna en oro y plata y joyas. El y los dos hombres que trabajaban para él vivían en la orilla occidental del río a media colina con vistas al embarcadero entre los contrafuertes de una fortificación inacabada hecha de barro y piedra. Además de los dos carros que había heredado de las tropas del comandante Graham contaba también con un obús de montaña -un pieza de bronce de doce libras con un ánima del diámetro de un platillo- y esta pieza de artillería descansaba inútil y sin cargar en su cureña de madera. En los raquíticos aposentos del médico este y Glanton y el juez estaban tomando junto con Brown e Irving y Glanton le explicó al médico a grandes rasgos algunas de sus aventuras indias y le aconsejó firmemente que asegurara su posición. El médico puso reparos. Según él, no tenía problemas con los yumas. Glanton le dijo a la cara que todo aquel que se fiaba de un indio era un imbécil. El médico se acaloró pero se abstuvo de replicar. Intervino el juez. Preguntó al médico si consideraba que los peregrinos que había en la otra orilla estaban bajo su protección. El médico dijo que así lo creía. El juez habló sensatamente y preocupado y cuando Glanton y su destacamento volvieron colina abajo a su campamento contaban ya con la autorización del médico para fortificar la posición y cargar el obús y a tal efecto procedieron a colar todo el plomo que les quedaba, el equivalente a un sombrero lleno de balas de rifle.

Cargaron el obús aquella tarde con una libra de pólvora y la totalidad de la carga fundida y transportaron la pieza hasta un lugar desde el que se dominaba el río y el desembarcadero.

Dos días después los yumas atacaron el paso. Las barcazas estaban en la orilla oeste del río procediendo como habían convenido a descargar y los viajeros esperaban para llevarse sus enseres. Los salvajes salieron sin previo aviso de entre los sauces, a caballo y a pie, y se lanzaron a campo abierto camino del transbordador. En la colina de más arriba Brown y Long Webster giraron el obús y lo bloquearon y Brown arrimó un cigarro encendido al fogón.

Aun en aquel espacio abierto la explosión fue inmensa. Obús y soporte saltaron del suelo y recularon humeando por la arcilla apisonada. En la planicie que había al pie del fuerte se produjo una horrible destrucción y más de una docena de yumas yacían muertos o retorciéndose en la arena. Los supervivientes prorrumpieron en gritos y Glanton y sus jinetes salieron del ribazo arbolado y se lanzaron sobre ellos y los indios gritaron de rabia en vista de la traición. Sus caballos empezaron a encabritarse y los yumas los dominaron y lanzaron flechas a los dragones que se acercaban y fueron abatidos con una descarga cerrada de pistolas y los que habían desembarcado en el paso se desembarazaron de sus pertrechos y se arrodillaron y empezaron a disparar desde allí mientras mujeres y niños se tumbaban entre los baúles y las cajas. Los caballos yumas gritaban y se enarbolaban en la arena floja de la ribera, sus hocicos dilatados y sus ojos en blanco, y los supervivientes ganaron los sauces de donde habían salido dejando heridos y moribundos y muertos en el campo de batalla. Glanton y sus hombres no los persiguieron. Echaron pie a tierra y se pasearon metódicamente entre los caídos acabando a hombres y caballos por igual de un tiro en la cabeza y luego les cortaron las cabelleras mientras los pasajeros de la barcaza contemplaban la escena.

El médico observaba en silencio desde el parapeto bajo y vio cómo arrastraban los cuerpos por el desembarcadero y los tiraban al río a puntapiés. Giró y miró a Brown y Webster. Había devuelto el obús a su posición y Brown estaba sentado cómodamente sobre el cañón caliente fumando su cigarro y observando lo que sucedía abajo. El médico volvió a sus aposentos.

No apareció al día siguiente. Glanton se ocupó del transbordador. Gente que llevaba tres días esperando para cruzar a un dólar por cabeza se enteró ahora de que la tarifa había subido a cuatro dólares. Y que dicho importe no estaría en vigor más que unos pocos días. Pronto empezó a funcionar una especie de balsa de Procusto cuyas tarifas variaban en función del dinero de los pasajeros. Finalmente prescindieron de toda excusa y robaron sin más a los inmigrantes. Los viajeros eran apaleados y sus armas y bienes requisados y luego se los mandaba al desierto desamparados e indigentes. Cuando el médico bajó a reprenderlos se le pagó su parte de los beneficios y se lo mandó de vuelta a casa. Robaron caballos y violaron mujeres y los cadáveres empezaron a flotar río abajo más allá del campamento yuma. En vista de que estos ultrajes se multiplicaban, el médico se encerró en sus aposentos y ya no se le vio más.

Al mes siguiente llegó de Kentucky una compañía mandada por el general Patterson y desdeñando hacer tratos con Glanton construyeron una barcaza río abajo y cruzaron y siguieron su camino. Los yumas se adueñaron de la barcaza y pusieron a su cargo a un tal Gallaghan, pero a los pocos días fue quemada y el cuerpo decapitado de Gallaghan flotó anónimamente en el río con un buitre aposentado entre los omoplatos de riguroso negro clerical, viajero solitario hacia el mar.

La pascua de aquel año cayó el último día de marzo y al alba de aquel día el chaval y Toadvine y un chico llamado Billy Carr cruzaron el río para cortar varas de los sauces que crecían más arriba del campamento de inmigrantes. Al pasar por allí antes de que amaneciera encontraron levantado a un grupo de sonorenses y vieron colgar de una cimbra a un pobre judas hecho de paja y harapos en cuya cara de lienzo llevaba pintada una mueca que no reflejaba otra cosa por parte del ejecutante que una idea pueril del personaje y de su crimen. Los sonorenses estaban en pie y bebiendo desde la medianoche y habían encendido una hoguera en el suelo de marga donde estaba la horca y cuando los americanos pasaron cerca de su campamento les llamaron en español. Alguien había traído del fuego una caña larga con una estopa encendida en lo alto y estaba prendiendo fuego al judas. Sus remiendos habían sido atiborrados de mechas y petardos y cuando el fuego prendió la cosa empezó a reventar pedazo a pedazo en una lluvia de harapos en llamas y paja. Hasta que por último una bomba que llevaba metida en el pantalón explotó e hizo trizas el muñeco entre un hedor a hollín y azufre y los hombres lanzaron vítores y unos niños arrojaron las últimas piedras a los restos que colgaban del nudo del ahorcado. El chaval fue el último en pasar por el claro y los sonorenses le ofrecieron vino de un odre a voz en cuello pero él se arrebujó en su astrosa chaqueta y avivó el paso.

Mientras tanto, Glanton había esclavizado a algunos sonorenses y los tenía trabajando en la fortificación de la colina. Había además detenidas en su campamento una docena larga de chicas indias y mexicanas, algunas apenas niñas. Glanton supervisaba con cierto interés el levantamiento de los muros pero por lo demás dejaba que sus hombres manejaran la explotación del paso con absoluta libertad. No parecía tomar en cuenta la riqueza que estaban amasando, si bien cada día abría el cerrojo metálico con que estaba asegurado el cofre de madera y cuero que tenía en sus aposentos y levantaba la tapa y echaba en él sacos enteros de cosas valiosas, y eso que el cofre contenía ya miles de dólares en oro y plata y monedas, así como joyas, relojes, pistolas, oro en bruto dentro de bolsitas de cuero, plata en barras, cuchillos, vajillas, cuberterías, dientes.

El 2 de abril David Brown partió en compañía de Long Webster y Toadvine rumbo a San Diego en la antigua costa mexicana con la misión de conseguir suministros. Llevaban con ellos varios animales de carga y salieron al ponerse el sol, remontando la arboleda y girando hacia el río y guiando después a los caballos de costado por las dunas en el fresco crepúsculo azul.

Cruzaron el desierto en cinco días sin el menor incidente y atravesaron la sierra costera y guiaron a los mulos por la nieve del desfiladero y descendieron la ladera occidental llegando a la ciudad bajo una lenta llovizna. Sus vestiduras de pelleja les pesaban del agua acumulada y los animales estaban manchados por los sedimentos que habían rezumado de sus cuerpos y sus correajes. Se cruzaron en la calle fangosa con tropas de la caballería montada de Estados Unidos y a lo lejos oyeron las olas del mar vapuleando la costa gris y pedregosa.

Brown descolgó del borrén de su silla un morral de fibra lleno de monedas y los tres desmontaron y entraron a una tienda de licores y sin decir palabra vaciaron el saco encima del mostrador.

Había doblones acuñados en España y en Guadalajara y medios doblones y dólares de plata y pequeñas piezas de oro de medio dólar y monedas francesas de diez francos y águilas de oro y medias águilas y dólares con agujero y dólares acuñados en Carolina del Norte y en Georgia de una pureza de veintidós quilates. El tendero fue pesando las monedas en una balanza corriente, clasificadas por lotes según la acuñación, y descorchó y sirvió generosas raciones en cubiletes de estaño que llevaban marcado el nivel de una ración. Bebieron y dejaron los cubiletes y el tendero empujó la botella por los tablones mal ensamblados del mostrador.

Habían preparado una lista con las provisiones que necesitaban y una vez acordado el precio de la harina y el café y otros artículos de primera necesidad salieron a la calle cada cual con una botella en la mano. Recorrieron la pasarela de tablas y cruzaron por el barro y dejaron atrás varias hileras de chabolas y atravesaron una placita más allá de la cual pudieron ver el mar y unas tiendas de campaña y también una calle cuyas casas achaparradas estaban hechas de pieles y alineadas como curiosas falúas en el orillo de avenas de mar encima de la playa y se veían negras y relucientes bajo la lluvia.

Fue en una de estas donde Brown despertó a la mañana siguiente. Recordaba muy poco de la víspera y no había nadie más en la cabaña. El resto del dinero estaba en un saquito colgado de su cuello. Empujó la puerta de cuero con bastidor y salió a la neblinosa penumbra. No habían guardado ni dado de comer a sus animales y decidió volver a la tienda frente a la cual los tenían atados y se sentó en la accra y vio bajar la aurora de las colinas que había detrás de la ciudad.

A mediodía se presentó en la oficina del alcalde con los ojos rojos y apestando para exigir que pusieran en libertad a sus compañeros. El alcalde se escabullé por la parte posterior del edificio y al poco rato llegaron un cabo y dos soldados americanos que le aconsejaron se marchara de allí. Una hora más tarde estaba en la herrería. Se demoró un rato antes de entrar, escudriñando la penumbra hasta que empezó a distinguir los objetos que había dentro.

El herrero estaba en su banco de trabajo y Brown entró y le puso delante una caja de caoba con una chapa de latón claveteada a la tapa. Accionó las cerraduras y abrió la caja y sacó de sus compartimientos un par de cañones de escopeta y cogió la culata con la otra mano. Engarzó los cañones al cerrojo patentado y puso la escopeta derecha encima del banco y encajó la clavija acoplada a fin de bloquear la caña. Amartilló el arma presionando con ambos pulgares y volvió a bajar los gatillos. La escopeta era de fabricación inglesa y tenía cañones de damasco y llaves historiadas y una caja de caoba maciza. Levantó la vista. El herrero le estaba mirando.

¿Entiende de armas?, dijo Brown.

Un poco.

Quiero que me recorte estos cañones.

El herrero sostenía el arma con las dos manos. Entre los cañones había una pestaña central elevada con el nombre del fabricante incrustado en oro, Londres. En el cerrojo patentado había dos tiras de platino y tanto los mecanismos como los gatillos ostentaban volutas cinceladas profundamente en el acero y llevaba sendas perdices grabadas a cada lado del nombre del armero. Los cañones de color granate estaban soldados a partir de flejes triples y en el hierro y el acero batidos se apreciaban aguas como las marcas de una ignota serpiente antigua, rara y bella y letal a la vez, y la madera presentaba un granulado de un rojo intenso en la culata, cuyo mocho contenía una cajita de cebos montada en plata y accionada a resorte.

El herrero examinó la escopeta y luego miró a Brown. Miró el estuche. Iba forrado de pañeta verde y tenía pequeños compartimientos en los que había un cortatacos, un chifle de peltre, gratas de limpieza, un calepino de peltre patentado.

¿Que quiere qué?, dijo.

Recortar los cañones. Por aquí más o menos. Señaló con el dedo.

No puedo hacer eso.

Brown le miró.

¿No puede?

No señor.

Echó un vistazo al taller. Bien, dijo. Yo pensaba que cualquier imbécil podía cortar los cañones de una esco peta.

Se ha vuelto loco. ¿Para qué querría nadie cortar los cañones de un arma tan bonita?

Cómo ha dicho?

El hombre le entregó nervioso la escopeta. Sencillamente que no entiendo por qué quiere estropear un arma como esta. ¿Qué me cobraría por ella?

No está en venta. Así que me he vuelto loco, ¿eh?

Bueno, no lo decía en ese sentido.

¿Va a recortar los cañones o no?

No puedo hacerlo.

¿No puede o no quiere?

Elija usted.

Brown dejó la escopeta sobre el banco de trabajo.

¿Qué me cobraría por hacerlo?, dijo.

No lo haría por nada del mundo.

Si alguien se lo pidiera ¿cuál sería el precio?

No sé. Un dólar.

Brown sacó de su bolsillo un puñado de monedas. Dejó una pieza de oro de dos dólares y medio encima del banco. Muy bien, dijo. Le pagaré dos dólares y medio.

El herrero miró la moneda nervioso. No quiero su dinero, dijo. No puede pagarme para que arruine esa escopeta.

Acabo de pagarle.

No señor.

Ahí lo tiene. Una de dos, o se pone a serrar o falta a su palabra. En cuyo caso, va a saber lo que es bueno.

El herrero no le quitaba ojo de encima. Empezó a retroceder del banco y luego dio media vuelta y corrió.

Cuando llegó el sargento de la guardia, Brown tenía la escopeta fijada en el torno y estaba atacando los cañones con una segueta. El sargento se colocó donde pudiera verle la cara. ¿Qué busca?, dijo Brown.

Este hombre dice que le ha amenazado con matarle.

¿Qué hombre?

Este. El sargento hizo un gesto hacia la púerta del alpende.

Brown continuó serrando. ¿A eso lo llama hombre?, dijo.

Yo no le he dado permiso para entrar aquí y utilizar mis herramientas, dijo el herrero.

¿Qué responde?, dijo el sargento.

¿Qué respondo a qué?

¿Qué responde a estas acusaciones?

Ese tipo miente.

¿Usted no le amenazó?

En absoluto.

Y una mierda que no.

Yo no voy por ahí amenazando a nadie. Le he dicho que le desollaría vivo y eso vale como si lo hubiera dicho ante notario.

¿No lo llamaría una amenaza?

Brown levantó la vista. Amenaza no. Era una promesa.

Se puso a trabajar otra vez y tras unos cuantos vaivenes de la segueta los cañones cayeron a tierra. Dejó la sierra y retiró las mordazas del torno y separó los cañones de la caja de la escopeta y metió las dos piezas en el estuche y cerró la tapa y ajustó la cerradura.

¿Por qué discutían?, dijo el sargento.

Que yo sepa, no ha habido ninguna discusión.

Pregúntele de dónde ha sacado esa escopeta que acaba de echar a perder. La ha robado de alguna parte, me juego lo que sea.

¿Dónde consiguió esa escopeta?, dijo el sargento.

Brown se agachó para recoger los trozos cortados de cañón. Medían unos cincuenta centímetros de largo y los sostuvo por el extremo delgado. Rodeó el banco y pasó por delante del sargento. Se puso el estuche bajo el brazo y una vez en la puerta se volvió. El herrero no estaba en ninguna parte. Miró al sargento.

Me parece que ese hombre ha retirado sus acusaciones, dijo. Seguramente estaba borracho.

Cruzando la plaza hacia el pequeño cabildo de adobe se encontró con Toadvine y Webster recién puestos en libertad. Apestaban y tenían la mirada extraviada. Bajaron los tres a la playa y se sentaron a contemplar las largas olas grises y se fueron pasando la botella de Brown. Ninguno de ellos había visto antes el océano. Brown se acercó para rozar con la mano la capa de espuma que lamía la arena oscura. Levantó la mano y saboreó la sal en sus dedos y miró hacia ambos lados de la costa y volvieron a la ciudad siguiendo la playa.

Pasaron la tarde bebiendo en una bodega infecta regentada por un mexicano. Entraron unos soldados. Se produjo una reyerta. Toadvine se levantó, tambaleándose. Uno de los soldados fue a poner paz y al poco rato todos se sentaron de nuevo. Pero minutos después volviendo de la barra Brown derramó un jarro de aguardiente encima de un joven soldado y le prendió fuego con su cigarro. El joven salió corriendo de la bodega sin más ruido que el rumor de las llamas y las llamas eran azuladas y se podían ver a la luz del sol y bregó con ellas en la calle como un hombre acosado por abejas o por la locura y luego cayó al suelo y se acabó de quemar. Cuando llegaron hasta él con un cubo de agua el soldado estaba negro y encogido en el barro como una araña enorme.

Brown despertó en una pequeña celda esposado y muerto de sed. Lo primero que miró fue si tenía la bolsa de monedas. Seguía dentro de su camisa. Se levantó de la paja y aplicó un ojo a la mirilla. Era de día. Pidió a voces que viniera alguien. Se sentó y con las manos encadenadas contó las monedas y las devolvió a su bolsa.

Por la tarde un soldado le trajo la cena. El soldado se llamaba Petit y Brown le enseñó su collar de orejas y le enseñó las monedas. Petit dijo que no quería saber nada. Brown le explicó que tenía treinta mil dólares enterrados en el desierto. Le habló de la barcaza, usurpando el papel de Glanton. Le mostró otra vez las monedas y le habló de sus lugares de origen con gran familiaridad, complementando los informes del juez con datos improvisados. A partes iguales, dijo. Tú y yo.

Observó al recluta a través de los barrotes. Petit se enjugó la frente con la manga. Brown echó las monedas a la bolsa y se las pasó a Petit.

¿Crees que podemos fiarnos el uno del otro?, dijo.

El chico se quedó con la bolsa en la mano sin saber qué pensar. Intentó devolverle la bolsa entre los barrotes. Brown retrocedió y levantó las manos.

No seas tonto, dijo entre dientes. ¿Qué crees que habría dado yo por tener una oportunidad así a tu edad?

Cuando Petit se hubo ido se sentó en la paja y contempló el plato de metal con las alubias y las tortillas. Al rato se puso a comer. Afuera llovía de nuevo y pudo oír jinetes pasando por la calle embarrada y pronto oscureció.

Partieron dos noches después. Tenían cada cual un pasable caballo de silla y un rifle y una manta y tenían una mula que llevaba provisiones de maíz y carne y dátiles. Se adentraron en las colinas y con la primera luz del día Brown levantó su rifle y mató al chico de un disparo en la nuca. El caballo salió disparado hacia adelante y el chico cayó de espaldas con la placa frontal reventada y los sesos al descubierto. Brown se detuvo y bajó de su montura y recuperó el saco de monedas y cogió el cuchillo del chico y también su rifle y su cebador y su chaqueta y le seccionó las orejas al chico y las colgó de su escapulario y luego montó y partió. La mula le siguió y al cabo de un rato también lo hizo el caballo que había montado el chico.

Cuando Toadvine y Webster llegaron al campamento en Yuma no tenían provisiones ni tenían los mulos con los que habían partido. Glanton cogió cinco hombres y partió al atardecer dejando al juez a cargo del transbordador. Llegaron a San Diego ya de noche y se dirigieron a la casa del alcalde. El alcalde salió a abrirles en camisa y gorro de dormir sosteniendo una vela. Glanton le empujó hacia el recibidor y envió a sus hombres a la parte de atrás, donde oyeron gritar a una mujer y unos golpes secos y luego silencio.

El alcalde tenía más de sesenta años y dio media vuelta para ir en ayuda de su esposa pero fue abatido con el cañón de una pistola. Se levantó sujetándose la cabeza. Glanton le empujó hacia la habitación de atrás. Llevaba en la mano una cuerda con el nudo preparado e hizo girar al alcalde y le pasó el nudo por la cabeza y lo tensó. La mujer estaba sentada en la cama y al verle empezó a gritar de nuevo. Tenía un ojo hinchado y casi cerrado y uno de los reclutas le pegó en la boca y la mujer cayó sobre la cama desarreglada y se llevó las manos a la cabeza. Glanton sostuvo la vela en alto y dio instrucciones a uno de los reclutas para que se subiera al otro a los hombros y el chico pasó la mano por una de las vigas hasta que encontró un espacio y pasó por él el extremo de la soga y lo dejó caer y tiraron de la cuerda y levantaron al alcalde, que forcejeaba mudo. No le habían atado las manos y el hombre trató frenéticamente de alcanzar la cuerda sobre su cabeza y subirse a ella para no quedar estrangulado y agitó las piernas y fue girando lentamente a la luz de la vela.

Válgame Dios, jadeó. ¿Qué quiere?

Quiero mi dinero, dijo Glanton. Quiero mi dinero y mis mulas y quiero a David Brown.

¿Cómo?, resolló el alcalde.

Alguien había encendido una lámpara. La vieja se levantó y vio primero la sombra y después la forma de su marido colgando de la cuerda y empezó a reptar hacia él por la cama.

Dígame, jadeó el alcalde.

Alguien intentó agarrar a la mujer pero Glanton le hizo señas de que se apartara y ella saltó de la cama y se agarró a las rodillas de su esposo para izarlo. Estaba sollozando y rezaba pidiendo clemencia tanto a Glanton como a Dios.

Glanton se situó de forma que el alcalde pudiera verle la cara. Quiero mi dinero, dijo. Mi dinero y mis mulas y el hombre que envié acá. El hombre que tiene usted. Mi compañero.

No, no, jadeó el colgado. Búsquele. Aquí no hay ningún hombre.

¿Dónde está?

Aquí no.

Claro que sí. Está en el juzgado.

No, no. Virgen santa. Aquí no. Se ha ido. Hace siete, ocho días.

¿Dónde está el juzgado?

¿Cómo?

El juzgado. ¿Dónde está?

La vieja se soltó con un brazo lo bastante largo para señalar, pegada la cara a la pierna del esposo. Allá, dijo. Allá.

Salieron dos hombres, uno con el cabo de la vela y protegiendo la llama con la mano ahuecada ante él. A su regreso informaron de que la pequeña mazmorra del edificio contiguo estaba vacía.

Glanton estudió al alcalde. La vieja se tambaleaba visiblemente. Habían hecho un cote con la cuerda en torno al poste de la cama y Glanton aflojó la cuerda y alcalde y vieja cayeron al suelo.

Los dejaron atados y amordazados y partieron para ir a ver al tendero. Tres días después encontraban al alcalde y al tendero y a la esposa del alcalde atados y entre sus propios excrementos en una choza abandonada cerca del mar diez kilómetros al sur del poblado. Les habían dejado un balde de agua del que bebían como perros y habían estado gritando entre el estruendo de las olas en aquel sitio perdido hasta quedar mudos como las piedras.

Glanton y sus hombres estuvieron dos días con sus noches en las calles, locos de embriaguez. El sargento que mandaba la pequeña guarnición de tropas americanas se les encaró en un intercambio de alcohol la tarde del segundo día y él y los tres hombres que le acompañaban fueron vapuleados y despojados de sus armas. Al alba, cuando los soldados echaron abajo la puerta de la posada, no encontraron a nadie.

Glanton regresó a Yuma en solitario mientras sus hombres partían hacia los yacimientos de oro. En aquel yermo plagado de huesos se cruzó con partidas de caminantes que le llamaban a gritos y muertos allí donde habían caído y hombres que no tardarían en morir y grupos de personas formando corro en torno a un último carro o carreta y gritándoles a los mulos o los bueyes y arreándolos como si en aquellos frágiles cajones llevaran la mismísima carta de la Alianza y aquellos animales morirían y con ellos aquella gente y gritaban al solitario jinete para advertirle del peligro que le aguardaba en el paso y el caballista siguió adelante en sentido contrario a la marea de refugiados como un héroe solitario hacia no se sabe qué monstruo de guerra o de epidemia o de hambruna siempre con aquel gesto en su implacable mandíbula.

Cuando llegó a Yuma estaba borracho. Arrastraba detrás suyo de un cordel dos pequeños barriletes cargados de whisky y galletas. Descansó sin desmontar y miró hacia el río que era cancerbero de todas las encrucijadas de aquel mundo y su perro se le acercó y arrimó el hocico al estribo.

Una muchacha mexicana estaba en cuclillas y desnuda a la sombra de la pared. Le vio pasar a caballo y se cubrió los pechos con las manos. Llevaba un collar de cuero crudo y estaba encadenada a un poste y a su lado había un cuenco de arcilla con restos de carne renegrida. Glanton ató los barriletes al poste y entró sin apearse del caballo.

No había nadie. Siguió hasta el desembarcadero. Mientras estaba mirando al río el médico bajó trastabillando por el talud y se agarró a un pie de Glanton y empezó a suplicarle farfullando cosas sin sentido. No se aseaba desde hacía semanas y estaba roñoso y desgreñado y se aferraba a la pernera de Glanton y señalaba hacia las fortificaciones. Ese hombre, dijo. Ese hombre.

Glanton retiró su bota del estribo y empujó al médico con el pie y volvió grupas y regresó colina arriba. El juez estaba en el cerro silueteado contra el sol vespertino como un gran archimandrita calvo. Iba envuelto en una capa de tela con mucho vuelo debajo de la cual estaba desnudo. El negro Jackson salió de unos de los búnkeres de piedra vestido de idéntica guisa y se puso a su lado. Glanton remontó la cresta de la colina hasta sus aposentos.

Durante toda la noche se oyeron disparos intermitentes en la otra orilla así como risas e imprecaciones de borracho. Cuando despuntó el día no apareció nadie. La barcaza estaba atracada y un hombre bajó hasta el desembarcadero y sopló un cuerno y luego se marchó por donde había venido.

La barcaza estuvo parada durante todo el día. Por la tarde la borrachera y la jarana se habían reanudado y los chillidos de las muchachas llegaban de la otra orilla hasta los peregrinos acurrucados en su campamento. Alguien había dado whisky al idiota mezclado con zarzaparrilla y aquel ser que apenas sabía andar había empezado a bailar junto al fuego con saltos simiescos, moviéndose con gran seriedad y chupándose los flojos labios mojados.

Al amanecer el negro se llegó a pie hasta el desembarcadero y se puso a orinar en el río. Los pontones estaban río abajo arrimados a la orilla con unos centímetros de agua arenosa sobre las tablas del fondo. Arrebujado en su manto se subió a la bancada y quedó allí balanceándose. El agua corrió por las tablas en dirección a él. Se quedó allí mirando. El sol no había salido todavía y sobre la superficie del agua flotaba una capa de niebla. Unos patos aparecieron río abajo de entre los sauces. Giraron en círculo en la tumultuosa corriente y luego alzaron el vuelo hacia el centro del río y giraron y se desviaron aguas arriba. En el suelo de la barcaza había una moneda pequeña. Algún pasajero se la habría guardado quizá debajo de la lengua. Se agachó para cogerla. Se incorporó y, la limpió de arena y la examinó y en ese instante una larga flecha de junco le atravesó la parte superior del abdomen y siguió volando y se hundió más lejos en el río y emergió a la superficie y empezó a girar y quedó a la deriva.

El negro dio media vuelta, sujetándose el hábito. Se apretaba la herida y con la otra mano buscaba entre sus ropas las armas que estaban allí y no estaban allí. Una segunda flecha pasó por su lado izquierdo y otras dos se alojaron de lleno en su pecho y en su ingle. Medían bastante más de un metro de largo y se combaban ligeramente como varitas ceremoniales con los movimientos que él hacía y el negro se agarró el muslo por donde brotaba la sangre arterial y dio un paso hacia la orilla y cayó de lado a la corriente.

El agua era poco profunda e intentaba con dificultad ponerse de pie cuando el primer yuma saltó a bordo de la barcaza. Completamente desnudo, el pelo teñido de naranja, la cara pintada de negro con una línea roja que la dividía desde el copete hasta el mentón. Descargó dos veces el pie sobre las tablas y abrió los brazos como un taumaturgo loco salido de un drama atávico y agarró por el hábito al negro que agonizaba en las aguas enrojecidas y lo izó y le aplastó la cabeza con su maza.

Subieron en masa hacia las fortificaciones en donde dormían los americanos y unos iban a caballo y otros a pie y todos ellos armados con arcos y mazas y las caras tiznadas de negro o pálidas de afeites y el cabello pegado con arcilla. El primer alojamiento al que entraron fue el de Lincoln. Cuando salieron de allí minutos después uno de ellos llevaba cogida del pelo la cabeza chorreante del médico y otros arrastraban a su perro, que se debatía con una correa alrededor del hocico haciendo cabriolas por la arcilla seca de la explanada. Entraron a una tienda hecha de vaqueta y varas de sauce y asesinaron uno detrás de otro a Gunn y Wilson y Henderson Smith mientras trataban de levantarse ebrios y partieron entre las toscas medias paredes en absoluto silencio, relucientes de pintura y grasa y sangre entre las franjas de luz con que el sol recién salido bañaba la parte más alta de la colina.

Cuando entraron en la habitación de Glanton este se incorporó al instante y miró a su alrededor con ojos desorbitados. Se alojaba en una pequeña pieza ocupada totalmente por una cama de cobre que había requisado a una familia de inmigrantes y se quedó allí sentado como un magnate feudal perturbado con sus armas colgadas de los remates en abundante panoplia. Caballo en Pelo se subió a la cama con él y se quedó allí de pie mientras uno de los asistentes le pasaba a su mano derecha un hacha corriente cuyo astil de nogal ostentaba motivos paganos y adornos de plumas de aves de presa. Glanton escupió.

Corta de una vez, fantoche piel roja, dijo, y el viejo levantó el hacha y hendió la cabeza de John Joel Glanton hasta la caña del pulmón.

Cuando entraron en los aposentos del juez encontraron al idiota y a una chica de unos doce años desnudos y encogidos en un rincón. Detrás de ellos estaba el juez, también desnudo. Sostenía el obús de bronce apuntado hacia ellos. La cureña de madera estaba en el suelo con las correas arrancadas de las gualderas. El juez sostenía el cañón debajo del brazo y un cigarro encendido a dos dedos del fogón. Los yumas chocaron entre sí al retroceder y el juez se puso el cigarro en la boca y cogió su portamanteo y salió por la puerta andando marcha atrás y bajó por el terraplén. El idiota, que solo le llegaba a la cintura, iba pegado a él y de esta forma penetraron en el bosque al pie de la colina y se perdieron de vista.

Los salvajes encendieron una hoguera en lo alto de la colina y la cebaron con los muebles de los blancos e izaron el cuerpo de Glanton y lo llevaron en volandas a la manera de un adalid asesinado y luego lo lanzaron a las llamas. El perro había sido atado a su cadáver y el perro prendió también como una estridente viuda inmolada para desaparecer crepitando en el arremolinado humo de la leña fresca. El cuerpo del médico fue arrastrado por los talones y levantado también y lanzado a la pira y su mastín entregado asimismo a las llamas. El perro se debatió y las correas con que estaba atado se habían roto sin duda al quemarse, porque salió reptando del fuego chamuscado y ciego y humeando y alguien lo mandó de nuevo a la hoguera con una pala. Los otros ocho cadáveres fueron amontonados sobre las llamas, donde chisporrotearon hediondos y el humo espeso se alejó hacia el río. La cabeza del médico había sido montada sobre una tranca para su exhibición pero al final acabó también en la pira. Los yumas se repartieron armas y ropas y repartieron también el oro y la plata del cofre hecho añicos que habían arrastrado hasta el exterior. Todo lo demás fue apilado sobre la hoguera y mientras el sol subía y brillaba en sus rostros pintarrajados se sentaron en el suelo cada cual con sus nuevas posesiones y contemplaron el fuego y fumaron sus pipas como habría hecho una troupe de mimos maquillados que hubiera ido a recuperar fuerzas a aquel desolado paraje lejos de las ciudades y de la chusma que los abucheaba del otro lado de las candilejas, pensando en futuras ciudades y en la mísera fanfarria de trompetas y tambores y las toscas tablas en que sus destinos estaban grabados, pues aquella gente no estaba menos cautiva y escriturada y vieron arder ante ellos como una prefiguración de su propio fin colectivo los cráneos carbonizados de sus enemigos, brillantes como sangre entre los rescoldos.

xx

La huida - En el desierto

Perseguidos por los yumas

Resistencia - Álamo Mucho - Otro refugiado

El sitio - Haciendo puntería - Hogueras

El juez vive - Un trueque en el desierto

De cómo el ex cura acaba abogando por el asesinato Adelante - Otro encuentro - Carrizo Creek

Un ataque - Entre los huesos

Jugando sobre seguro - Un exorcismo

Tobin sale herido - Asesoramiento

La matanza de los caballos

El juez hablando de agravios

Otra huida, otro desierto.

Toadvine y el chaval libraron un combate constante río arriba entre los helechos de la ribera con las flechas rebotando en los juncos que los rodeaban. Salieron de la salceda y treparon a las dunas y bajaron por el otro lado y reaparecieron, dos figuras oscuras afanándose por la arena, ora trotando ora agachándose, el estampido de la pistola opaco y seco en aquel descampado. Los yumas que estaban coronando las dunas eran cuatro y no les siguieron sino que se contentaron con localizarlos en el terreno a que se habían entregado por su cuenta y regresaron a su campamento.

El chaval llevaba una flecha clavada en la pierna, encajada en el hueso. Se detuvo y se sentó y partió el astil a unos centímetros de la herida y volvió a levantarse y siguieron andando. En lo alto del cerro se detuvieron para mirar atrás. Los yumas habían dejado las dunas y un humo oscuro ascendía por el risco que dominaba el río. Hacia el oeste todo eran colinas de arena donde uno podía esconderse pegado al suelo pero no había forma de esconderse del sol y solo el viento podía borrar las huellas.

¿Puedes andar?, dijo Toadvine.

No me queda más remedio.

¿Cuánta agua tienes?

No mucha.

¿Qué quieres hacer?

No sé.

Podríamos volver hasta al río y esperar, dijo Toadvine.

¿A qué?

Miró otra vez hacia el fuerte y miró el astil roto en la pierna del chaval y la sangre que brotaba. ¿Quieres probar a quitarte eso?

No.

¿Qué quieres hacer?

Seguir.

Corrigieron la dirección y tomaron la senda que seguían las caravanas y anduvieron toda la mañana y toda la tarde de aquel día. Al anochecer se habían quedado sin agua y siguieron caminando bajo la lenta rueda de las estrellas y durmieron tiritando entre las dunas y se levantaron al alba y reemprendieron camino. El chaval cojeaba con la pierna tiesa y un trozo de vara de carro a modo de muleta y por dos veces le dijo a Toadvine que siguiera solo pero Toadvine no quiso. Los aborígenes aparecieron antes del mediodía.

Los vieron reagruparse allá en el este como marionetas funestas sobre el tembloroso declive del horizonte. No llevaban caballos y parecían avanzar al trote y no había pasado una hora cuando ya estaban lanzando flechas contra los refugiados.

Siguieron caminando, el chaval con la pistola en mano, apartándose y esquivando las flechas que caían del sol, astiles relucientes contra el cielo lívido que escorzaban con un revoloteo atiplado para quedar clavados en tierra y vibrando. Partieron los astiles para que no pudieran servir de nuevo y avanzaron penosamente por la arena, de costado como los cangrejos, pero la lluvia de flechas era tan densa que hubieron de oponer resistencia. El chaval hincó los codos en el suelo y montó su revólver. Los yumas estaban a un centenar de metros y lanzaron un grito y Toadvine se agachó al lado del chaval. La pistola dio una sacudida y el humo gris flotó inmóvil en el aire y uno de los salvajes cayó como un actor por una trampilla. El chaval había amartillado de nuevo el arma pero Toadvine puso la mano sobre el cañón y el chaval le miró y bajó el percutor y luego se sentó para recargar la cámara vacía y se incorporó y recogió su muleta y siguieron andando. A sus espaldas se oía el clamor de los aborígenes agrupados en torno al que había caído muerto.

Aquella horda pintarrajeada los persiguió durante todo el día. Llevaban veinticuatro horas sin agua y el árido mural de arena y cielo empezaba a rielar y a dar vueltas y de vez en cuando una flecha partía sesgada de las dunas como un tallo copetudo de la mutante vegetación del desierto propagándose airadamente en el seco aire del desierto. No se detuvieron. Cuando llegaron a los pozos de Álamo Mucho el sol estaba bajo frente a ellos y había alguien sentado al borde del pilón. La figura se levantó y quedó velada por la temblorosa lente de aquel mundo y alzó una mano, no se sabía si en señal de bienvenida o de advertencia. Se protegieron los ojos y siguieron avanzando y aquel hombre les llamó a voces. Era el ex cura Tobin.

Estaba solo y desarmado. ¿Cuántos sois?, dijo.

Los que ves, dijo Toadvine.

¿Los demás están muertos? ¿Glanton, el juez?

No respondieron. Se deslizaron hasta el lecho del pozo donde quedaban unos centímetros de agua y se arrodillaron para beber.

El hoyo en que estaba excavado el pozo tendría unos tres metros de diámetro y se apostaron en torno a la pendiente interior de aquel saliente y vieron desplegarse a los indios por la llanura, desplazándose a un medio galope. Reunidos en pequeños grupos en los cuatro puntos cardinales empezaron a lanzar sus flechas sobre los defensores y los americanos anunciaban la llegada de los proyectiles como oficiales de artillería, tumbados en el labio expuesto del pozo y mirando desde el hoyo a los asaltantes de aquel sector, cerradas las manos a los costados y encogidas las piernas, tensos como felinos. El chaval se abstuvo de disparar y los salvajes del lado occidental, a los que favorecía la luz, pronto empezaron a aproximarse.

Alrededor del pozo había montículos de arena de antiguas excavaciones y probablemente los yumas trataban de llegar hasta allí. El chaval dejó su posición y fue hasta el lado occidental de la excavación y empezó a disparar a los que estaban de pie o agazapados como lobos en el hondón que espejeaba. El ex cura se arrodilló a su lado y miró hacia atrás y puso su sombrero entre el sol y el punto de mira de la pistola del chaval y el chaval apoyó la pistola con ambas manos en el borde de la zanja y abrió fuego. Al segundo disparo uno de los salvajes cayó al suelo y quedó inmóvil. El siguiente tiro hizo girar a otro sobre sí mismo y el salvaje cayó sentado y se levantó y dio unos pasos y se volvió a sentar. El ex cura le animaba tendido a su lado y el chaval amartilló la pistola y el ex cura ajustó la posición del sombrero para arrojar una sola sombra sobre el punto de mira y el ojo que apuntaba y el chaval disparó de nuevo. Había hecho puntería sobre el herido que había quedado sentado en tierra y su tiro lo dejó muerto. El ex cura silbó por lo bajo.

Menuda sangre fría, susurró. Pero esto va muy en serio y no sé si vas a tener arrojo suficiente.

Los yumas parecían paralizados por aquellos contratiempos y el chaval aprovechó para matar a otro de los suyos antes de que los salvajes se agruparan para retroceder, llevándose consigo a sus muertos, disparando una ráfaga de flechas y lanzando imprecaciones en su lengua paleolítica o invocaciones a dioses de la guerra o de la fortuna con cuyo apoyo contaban para batirse en retirada hasta que no fueron sino puntos en el hondón.

El chaval se echó al hombro el cebador y la cartuchera y se deslizó pendiente abajo hasta el fondo del pozo, donde cayó un segundo pilón con la pala vieja que allí había y en el agua que se filtró procedió a lavar los alesajes del barrilete y limpió el cañón e hizo pasar pedazos de su camisa por el ánima ayudándose de un palo hasta que salieron limpios. Luego volvió a ensamblar la pistola y finalmente dio unos golpecitos a la chaveta del cañón hasta que el barrilete quedó ajustado y dejó el arma a secar sobre la arena caliente.

Toadvine había bordeado la excavación hasta llegar a donde estaba Tobin y se quedaron observando la retirada de los salvajes por el hondón, que despedía un hálito de calor al último sol de la tarde.

Donde pone el ojo pone la bala, ¿eh?

Tobin asintió. Miró hacia el hoyo donde el chaval se había sentado para cargar la pistola, girando primero las cámaras llenas de pólvora y midiéndolas a ojo, asentando las balas con la rebaba hacia abajo.

¿Cuánta munición dirías que te queda?

Poca. Para unas cuantas salvas, no muchas.

El ex cura asintió. Anochecía y en la tierra roja del oeste los yumas se veían silueteados frente al sol.

Toda la noche sus fogatas ardieron en la oscura faja circular del mundo y el chaval separó el cañón de la pistola y utilizándolo como catalejo barrió la orla de arena tibia y escrutó los fuegos para ver si había movimiento. Difícilmente hay en el mundo un lugar tan desértico en el que alguna criatura no grite en la noche, pero así sucedía aquí y estuvieron escuchando su propia respiración en la oscuridad y el frío y escucharon la sístole de los corazones de carne roja que llevaban dentro. Al despuntar el día los fuegos se habían apagado y unas puntas de humo se elevaban del llano en tres puntos distintos de la brújula y el enemigo había desaparecido. Cruzando el hondón seco desde el este avanzaba hacia ellos una silueta grande acompañada de otra pequeña. Toadvine y el ex cura miraron.

¿Tú qué crees que son?

El ex cura meneó la cabeza.

Toadvine juntó dos dedos y lanzó un silbido hacia el pozo. El chaval se incorporó pistola en mano. Trepó por el declive con la pierna tiesa. Los tres se tumbaron a mirar.

Eran el juez y el imbécil. Iban los dos desnudos y se aproximaban en el amanecer del desierto como seres de una especie poco más que tangencial al resto del mundo, sus siluetas repentinamente claras y luego fugitivas debido a la extrañeza de la misma luz. Como objetos cuya propia premonición vuelve ambiguos. Como cosas tan cargadas de significado que sus formas aparecen desdibujadas. Los que estaban junto al pozo contemplaron en silencio aquel tránsito desde el despuntar del día. Aunque no tenían ya la menor duda acerca de qué era lo que se les acercaba, ninguno de los tres osó nombrarlo. Siguieron adelante, el juez de un rosa pálido bajo su talco de polvo como algo que acaba de nacer y el imbécil mucho más oscuro, trastabillando juntos por el hondón en los confines del exilio como un rey procaz despojado de sus vestiduras y expulsado al desierto en compañía de su bufón para morir allí.

Quienes viajan por lugares desérticos encuentran en efecto criaturas que superan toda descripción. Los del pozo se levantaron para ver mejor a los que se acercaban. El imbécil trotaba para no distanciarse del juez. El juez iba tocado con una peluca hecha de lodo seco del río de la que sobresalían briznas de paja y hierba y el imbécil llevaba atado a la cabeza un pedazo de piel animal con la parte renegrida de sangre vuelta hacia fuera. El juez sostenía en la mano una taleguilla de lona e iba cubierto de carne como un penitente medieval. Subió hasta las excavaciones y los saludó y bajaron él y el idiota por el terraplén y se arrodillaron y se pusieron a beber.

Incluso el idiota, a quien había que dar la comida a mano. De rodillas junto al juez sorbió ruidosamente el agua mineral y miró con sus oscuros ojos de larva a los tres hombres acuclillados más arriba en el borde del hoyo y luego se dobló y siguió bebiendo.

El juez se despojó de sus bandoleras de carne curtida al sol, cuyas formas habían dejado la piel de debajo extrañamente moteada de blanco y rosa. Se quitó su pequeño gorro de lodo y se echó agua al cráneo quemado y a la cara y bebió otra vez y se sentó en la arena. Miró a sus viejos camaradas. Tenía la boca agrietada y la lengua hinchada.

Louis, dijo. ¿Qué me cobrarías por ese sombrero?

Toadvine escupió. No está en venta, dijo.

Todo está en venta, replicó el juez. ¿Qué pides a cambio?

Toadvine miró inquieto al ex cura. Miró al fondo del pozo. Necesito mi sombrero, dijo.

¿Cuánto quieres?

Toadvine señaló con el mentón hacia las ristras de carne. Supongo que querrás cambiarlo por un pedazo de esa carne.

Te equivocas, dijo el juez. Lo que hay aquí es para todos. ¿Cuánto por el sombrero?

¿Tú qué me darías?, dijo Toadvine.

El juez le miró. Te doy cien dólares, dijo.

Nadie habló. Acuclillado sobre las nalgas, el idiota parecía estar esperando tamién el resultado de aquel diálogo. Toadvine se quitó el sombrero y se lo miró. El pelo negro y lacio se le pegaba a las sienes. No te irá bien, dijo.

El juez le citó alguna cosa en latín. Sonrió. No te preocupes por eso, dijo.

Toadvine se puso el sombrero y se lo ajustó. Supongo que es lo que llevas en esa talega, dijo.

Supones correctamente, dijo el juez.

Toadvine dirigió la vista hacia el sol.

Te doy ciento veinticinco y no preguntaré de dónde lo has sacado, dijo el juez.

Veamos tus cartas.

El juez abrió la talega y volcó su contenido sobre la arena. Un cuchillo y como medio cubo de monedas de oro de diverso valor. El juez apartó el cuchillo y esparció las monedas con la palma de la mano y miró hacia arriba.

Toadvine se quitó el sombrero. Empezó a bajar al pozo. Él y el juez se agacharon a cada lado del tesoro y el juez separó las monedas acordadas, adelantándolas con el dorso de la mano a la manera de un croupier. Toadvine le pasó el sombrero y recogió las monedas y el juez cogió el cuchillo y cortó la cinta del sombrero por la parte de atrás y rasgó el ala y abrió la copa y se colocó el sombrero en la cabeza y miró hacia Tobin y el chaval.

Bajad, dijo. Venid a compartir la carne.

Ellos no se movieron. Toadvine había cogido ya un trozo y tiraba de él con los dientes. Hacía fresco en el pozo y el sol de la mañana solo alcanzaba el borde superior. El juez metió el resto de las monedas en la talega y dejó la talega aparte y se puso a beber otra vez. El imbécil había estado mirando su reflejo en la charca y vio beber al juez y vio que el agua volvía a quedar quieta. El juez se secó la boca y miró a los que estaban arriba.

¿Cómo estáis de armas?, dijo.

El chaval había puesto un pie en el borde mismo del hoyo pero lo retiró. Tobin no se movió. Estaba observando al juez.

Solo tenemos una pistola, Holden.

¿Tenemos?, dijo el juez.

El muchacho.

El chaval estaba otra vez de pie. El ex cura, a su lado.

El juez se levantó también en el fondo del pozo y se ajustó el sombrero y se puso la talega bajo el brazo como un inmenso leguleyo desnudo desquiciado por aquella región.

Mide bien tus consejos, cura, dijo. Estamos todos en esto. Ese sol de allá arriba es como el ojo de Dios y te aseguro que nos asaremos todos por igual en esta enorme plancha silícea.

Ni soy cura ni tengo consejos que dar, dijo Tobin. Aquí el muchacho va por libre.

El juez sonrió. Muy bien, dijo. Miró a Toadvine y sonrió de nuevo al ex cura. Entonces ¿qué?, dijo. ¿Vamos a beber aquí por turnos como bandas de monos rivales?

El ex cura miró al chaval. Estaban cara al sol. Se agachó a fin de hablar mejor con el juez.

¿Crees que existe una lista donde se pueden registrar los pozos del desierto?

Ah, cura, esas cosas deberías saberlas tú mejor que yo. En esto no tengo voz. Ya te lo dije, soy un hombre sencillo. Sabes que puedes bajar y beber y llenar tu cantimplora cuando quieras.

Tobin no se movió.

Pásame la cantimplora, dijo el chaval. Se había sacado la pistola del cinto y se la pasó al ex cura y cogió el frasco de cuero y bajó por el terraplén.

El juez le siguió con la mirada. El chaval rodeó el lecho del pozo, en todo momento al alcance del juez, y se arrodilló frente al imbécil y sacó el tapón de la cantimplora y la sumergió en el pilón. Él y el imbécil miraron cómo el agua entraba por el cuello de la cantimplora y la vieron burbujear y cesar después. El chaval volvió a colocar el tapón y bebió de la charca y luego se sentó y miró a Toadvine.

¿Vienes con nosotros?

Toadvine miró al juez. No sé, dijo. Puede que allí me arresten. Si voy a California.

¿Arrestarte?

Toadvine no respondió. Estaba sentado en la arena y formó un trípode con tres dedos y los hundió en la arena y los hizo girar y los introdujo de nuevo de forma que quedaron seis agujeros en forma de estrella o de hexágono y luego lo borró todo. Alzó la vista.

Quién hubiera pensado que una vez aquí no tendríamos un país adonde ir.

El chaval se levantó y pasó la correa de la cantimplora por encima de su hombro. Tenía la pernera del pantalón negra de sangre y el cabo ensangrentado del astil le salía del muslo como una clavija donde colgar herramientas. Escupió y se secó la boca con el dorso de la mano y miró a Toadvine. No es ese tu problema, dijo. Luego cruzó el pozo y empezó a subir por el terraplén. El juez le siguió con la mirada y cuando el chaval llegó a donde daba el sol se dio la vuelta para mirar atrás y el juez sostenía la talega abierta entre sus muslos desnudos.

Quinientos dólares, dijo. Pólvora y balas incluidas.

El ex cura estaba al lado del chaval. Acaba con él, dijo entre dientes.

El chaval cogió la pistola pero el ex cura le agarró del brazo y le susurró algo y cuando el chaval se apartó Tobin levantó la voz, tal era su miedo.

No tendrás otra oportunidad, muchacho. Hazlo. Está desnudo. No lleva armas. Santo Dios, ¿crees que podrás vencerle de otra manera? Hazlo, muchacho. Hazlo por el amor de Dios. Hazlo o te juro que vas a durar muy poco.

El juez sonrió, se tocó la sien. El cura, dijo. El cura ha estado demasiado al sol. Setecientos cincuenta y no subo más. Aquí el precio lo marca el vendedor.

El chaval se metió la pistola por el cinto. Luego, con el ex cura pegado a él, rodeó el cráter y partieron los dos hacia el oeste. Toadvine trepó al borde y los vio alejarse. Al poco rato no había nada que ver.

Aquel día anduvieron por un vasto pavimento de mosaico hecho de diminutos bloques de jaspe, cornalina, ágata. Un millar de acres donde el viento silbaba en los intersticios sin mortero. Hacia el este, atravesando el territorio montado en un caballo y tirando de otro, divisaron a David Brown. El caballo que guiaba iba ensillado y embridado y el chaval se paró con los pulgares metidos en el cinto y le vio llegar y mirarlos desde su montura.

Te creíamos en el juzgado, dijo Tobin.

Estuve allí, dijo Brown. Pero ya no. Los repasé de arriba abajo. Miró el pedazo de astil que sobresalía de la pierna del chaval y miró al ex cura a los ojos. ¿Dónde están vuestros pertrechos?, dijo.

Los estás mirando.

¿Habéis reñido con Glanton?

Glanton ha muerto.

Brown escupió dejando un punto blanco y seco en aquel grandioso campo chapeado. Desplazó con las mandíbulas la piedra pequeña que tenía en la boca para calmar la sed y se los quedó mirando. Los yumas, dijo.

Sí, dijo el ex cura.

¿Se los cargaron a todos?

Toadvine y el juez están allá abajo en el pozo.

El juez, dijo Brown.

Los caballos miraban fijamente al lecho de piedra en el que estaban parados.

¿Los demás están muertos? ¿Smith? ¿Dorsey? ¿El negro?

Todos, dijo Tobin.

Brown dirigió la vista hacia el este. ¿A cuánto está el pozo?

Hemos partido como una hora después del amanecer.

¿Va armado? No.

Los miró detenidamente. El cura no miente, dijo.

Guardaron silencio. Se tocó el escapulario de orejas marchitas. Luego hizo girar al caballo que montaba y se puso en marcha, tirando del animal sin jinete. Se volvió para mirarlos. Luego se detuvo.

¿Le habéis visto muerto? ¿A Glanton?

Yo sí, gritó el ex cura. Pues así era.

Brown siguió adelante, ligeramente vuelto en la silla, el rifle sobre la rodilla. Siguió mirando a los peregrinos lo mismo que estos a él. Cuando jinete y caballos se hubieron empequeñecido en el hondón dieron media vuelta y siguieron andando.

Hacia el mediodía siguiente empezaron a encontrar de nuevo objetos abandonados por las caravanas, herraduras desechadas y trozos de arnés y huesos y cadáveres resecos de mulos con las almohadillas todavía enhebilladas. Recorrieron el desdibujado perímetro de un antiguo lago en cuya orilla había conchas rotas, frágiles y acanaladas como fragmentos de cerámica entre la arena, y al atardecer descendieron por una serie de dunas y de escombreras hasta el Carrizo, un pequeño riachuelo que manaba de las piedras y corría hacia el desierto para desaparecer otra vez. Miles de ovejas habían perecido aquí y los viajeros pasaron entre las carcasas amarillentas todavía con sus guiñapos de lana y se arrodillaron a beber entre las osamentas. Cuando el chaval levantó la cabeza del agua una bala de rifle arruinó su reflejo en la charca y los ecos del disparo rebotaron entre los repechos salpicados de esqueletos y se perdieron vibrantes en el desierto hasta extinguirse. Giró sobre su vientre y se encaramó de costado, escudriñando el horizonte. Vio primero los caballos, hocico con hocico en una fisura entre las dunas que había al sur. Vio al juez vestido con los ropajes reforzados de sus antiguos socios. Sostenía la boca del arma en vertical mientras con la otra mano vertía pólvora dentro del ánima. El idiota, desnudo a excepción del sombrero, estaba agachado a sus pies en la arena.

El chaval corrió hacia una pequeña depresión en el terreno y se tumbó con la pistola en la mano y el reguero del manantial pasando a su lado. Buscó al ex cura con la mirada pero no le vio por ninguna parte. Entre la celosía de huesos podía ver al juez y a su pupilo en la colina a pleno sol y levantó la pistola y la apoyó en la horcajadura de una pelvis rancia y disparó. Vio saltar la arena en la cuesta que había detrás del juez y el juez se llevó el rifle a la cara y disparó y la bala pasó entre los huesos y las detonaciones se perdieron duna abajo.

El chaval permaneció tumbado con el corazón saliéndole por la boca. Amartilló la pistola una vez más y levantó la cabeza. El idiota seguía como antes y el juez caminaba tan tranquilo por la línea del horizonte buscando un punto de observación entre los huesos roídos por el viento. El chaval empezó a moverse también. Reptó hasta el riachuelo y se puso a beber, sosteniendo en alto pistola y cebador y aspirando el agua. Luego cruzó el riachuelo y bajó por un corredor entre dos dunas donde se observaban huellas de lobos. A su izquierda creyó oír al ex cura diciéndole algo y oyó correr el agua y se quedó a la escucha. Montó el arma al pelo y rotó el barrilete y recargó la cámara vacía y cebó y se levantó para mirar. La cresta por la que había avanzado el juez estaba desierta y al sur los dos caballos venían hacia él por las dunas. Amartilló la pistola y se agachó observando. Se acercaban por la pendiente árida, empujando el aire con la cabeza, batiéndolo con la cola. Entonces vio al idiota detrás de ellos como un oscuro pastor neolítico. A su derecha vio aparecer al juez entre las dunas y reconocer el terreno y perderse de vista otra vez. Los caballos siguieron avanzando y entonces oyó un ruido a su espalda y al volverse el ex cura estaba en el corredor hablándole entre dientes.

Mátalo, dijo.

El chaval giró en redondo en busca del juez pero el ex cura llamó de nuevo con aquel susurro ronco.

Al tonto. Mata al tonto.

Levantó la pistola. Los caballos pasaron uno detrás del otro por una brecha en la amarillenta empalizada y el idiota los siguió y se perdió de vista. El chaval miró hacia Tobin pero el ex cura ya no estaba. Avanzó por el corredor hasta llegar nuevamente al manantial, ligeramente removido por los caballos que estaban bebiendo más arriba. La pierna le había empezado a sangrar y se la empapó de agua fría y bebió y se pasó agua por la nuca. La sangre jaspeada que salía de su muslo formaba pequeñas sanguijuelas rojas en la corriente. Miró al sol.

El juez gritó hola, la voz venía del oeste. Como si nuevos jinetes hubieran llegado al riachuelo y el juez se dirigiera a ellos.

El chaval se quedó escuchando. No había más jinetes. Al poco rato el juez llamó de nuevo. Sal de ahí, dijo. Hay agua suficiente para todos.

El chaval se había pasado el cebador a la espalda para que no se le mojara y esperó con la pistola a punto. Más arriba los caballos habían dejado de beber. Luego volvieron a hacerlo.

Cuando pasó al otro lado del riachuelo encontró las huellas de manos y pies dejadas por el ex cura entre el rastro de gatos y zorros y pequeños cerdos del desierto. Penetró en un claro de aquel absurdo osario y se sentó a la escucha. Su vestimenta de piel pesaba rígida por el agua y la pierna le dolía mucho. Una cabeza de caballo apareció chorreando agua por el hocico a unos cuatro metros y se perdió de vista. Cuando el juez volvió a gritar, su voz sonó en un sitio nuevo. Llamaba para que hicieran las paces. El chaval se quedó mirando una pequeña caravana de hormigas que serpenteaba entre el costillar de una oveja. Mientras eso miraba sus ojos se toparon con los de una pequeña víbora enroscada bajo un faldón de pelleja. Se secó la boca y siguió avanzando. Las huellas del ex cura terminaban en un callejón sin salida y volvían atrás. Se tumbó a la escucha. Faltaban horas para que oscureciese. Al cabo de un rato oyó que el idiota sollozaba entre las osamentas.

Oyó soplar el viento del desierto y oyó su propia respiración. Cuando alzó la cabeza para mirar vio al ex cura tambaleándose entre los huesos y sosteniendo en alto una cruz que había hecho con unas tibias de carnero atadas con tiras de piel y esgrimía aquella cosa ante él como un zahorí loco en la desolación del desierto, hablando en voz alta y en una lengua extinta y extranjera a la vez.

El chaval se incorporó sujetando el revólver con las dos manos. Giró en redondo. Vio al juez y el juez estaba en otro sitio completamente distinto y tenía el rifle apoyado ya en el hombro. Cuando sonó el disparo Tobin giró en la dirección de donde había venido y se sentó sin soltar la cruz. El juez dejó el rifle y agarró otro. El chaval trató de equilibrar el cañón del arma y disparó y luego se tiró a la arena. La gruesa bala del rifle pasó sobre su cabeza como un asteroide y traqueteó y se abrió paso entre los huesos desplegados en la pequeña elevación de terreno que había más allá. Se puso de rodillas y buscó al juez pero el juez no estaba donde antes. Volvió a cargar la cámara vacía y empezó a arrastrarse sobre los codos hacia el lugar en donde había visto caer al ex cura, orientándose por el sol y parando de vez en cuado para escuchar. El suelo estaba hollado por las pisadas de los depredadores que venían del llano en busca de carroña y el viento que se colaba por las brechas traía consigo un hedor acre a trapo de cocina rancio y el único sonido era el del viento.

Encontró a Tobin arrodillado en el riachuelo limpiándose la herida con un trozo de tela arrancado de su camisa. La bala le había atravesado el cuello. Por muy poco no había tocado la arteria carótida pero aun así el ex cura no podía parar la hemorragia. Miró al chaval que estaba agazapado entre las calaveras y los costillares.

Tienes que matar a los caballos, dijo. Es tu única posibilidad de salir de aquí. De lo contrario te alcanzará.

Podríamos apoderarnos de los caballos.

No digas tonterías. ¿Qué otro cebo tiene Holden? Podemos escapar tan pronto anochezca.

¿Acaso crees que no se hará nunca de día?

El chaval le miró. No para de sangrar, ¿eh?, dijo. No.

¿Tú qué opinas?

Que tengo que parar la hemorragia.

La sangre se le escurría entre los dedos.

¿Dónde está el juez?, dijo el chaval.

Eso me pregunto yo.

Si le mato podemos coger los caballos.

No lo conseguirás nunca. No seas tonto. Mata a los caballos.

El chaval levantó la cabeza y miró hacia el riachuelo arenoso.

Vamos, muchacho.

El chaval miró al ex cura y los lentos borbotones de sangre caían al agua como capullos de rosa y allí se volvían pálidos. Se alejó riachuelo arriba.

Cuando llegó al punto en donde los caballos habían ido a beber vio que ya no estaban. La arena del lado por el que se habían ido estaba todavía húmeda. Reptó por la arena apoyándose en el pulpejo de las manos, con la pistola al frente. Pese a sus precauciones se topó, sin haberle visto, con el idiota que le observaba.

Estaba sentado inmóvil en un emparrado de huesos con la luz del sol estarcida sobre su cara ausente y observaba como un animal salvaje en mitad del bosque. El chaval le miró y luego pasó de largo siguiendo el rastro de los caballos. El cuello desarticulado giró lentamente y la quijada tonta babeó. Cuando volvió la vista atrás el idiota seguía mirándole. Tenía las muñecas apoyadas al frente en la arena y aunque su cara carecía de expresión se hubiera dicho que le abrumaba una gran aflicción.

Cuando vio a los caballos estos se encontraban en una elevación de terreno más arriba del riachuelo y miraban hacia poniente. Se agazapó estudiando el terreno. Luego avanzó por el lecho desecado y se sentó de espaldas a los salientes de hueso y montó el arma y descansó con los codos apoyados en las rodillas.

Los caballos le habían visto salir del lecho y le estaban observando. Cuando oyeron el ruido del percutor aguzaron las orejas y empezaron a andar hacia él. Disparó al pecho del que iba delante y el animal cayó de bruces y quedó respirando con dificultad y echando sangre por las ventanas de la nariz. El otro se detuvo sin saber qué hacer y el chaval montó de nuevo la pistola y disparó cuando el caballo giraba. Salió trotando por las dunas y el chaval disparó otra vez y las patas delanteras se doblaron y el caballo cayó hacia delante y rodó de costado. Levantó una vez la cabeza y luego quedó inmóvil.

Se puso a escuchar. Nada se movía. El primer caballo yacía tal como había caído, la arena oscureciéndose de sangre en torno a su cabeza. El humo se perdió arroyo abajo y perdió densidad y se desvaneció. Regresó por el lecho y se agazapó bajo las costillas de un mulo muerto y recargó la pistola y luego continuó hacia el riachuelo. No lo hizo por donde había venido y no vio otra vez al idiota. Cuando llegó al agua bebió y se empapó la pierna y se tumbó a escuchar como antes.

Tira la pistola ahora mismo, dijo el juez.

Se quedó de una pieza.

La voz no estaba ni a dos metros de él.

Sé lo que has hecho. El cura te ha sorbido el seso, lo consideraré un atenuante tanto del acto como de la intención. Igual haría con cualquier hombre que se hubiera equivocado. Pero queda el asunto de los daños a propiedad ajena. Tráeme esa pistola.

El chaval se quedó quieto. Oyó que el juez caminaba por el riachuelo. Se puso a contar en voz baja sin moverse y cuando el agua llegó turbia hasta él dejó de contar y soltó en la corriente una brizna de hierba seca y la empujó corriente abajo. Volvió a contar y llegado el mismo número la brizna apenas se había perdido entre los huesos. Se apartó del agua y miró al sol y empezó a retroceder hacia donde había dejado a Tobin.

Encontró las huellas del ex cura todavía húmedas donde se había apartado del riachuelo y su avance señalado por manchas de sangre. Siguió por la arena hasta al sitio en donde el ex cura había girado sobre sí mismo y ahora le hablaba en voz baja desde su cobijo.

¿Los has matado, muchacho?

Levantó una mano.

Sí. He oído los tres disparos. Al tonto también, ¿verdad?

El chaval no respondió.

Buen chico, dijo el ex cura. Se había envuelto el cuello con la camisa y estaba desnudo hasta la cintura y miró hacia el sol agachado entre aquellas rancias estacas. Las sombras se alargaban sobre la arena y en esa sombra los huesos de las bestias que allí habían perecido formaban un curioso conglomerado de armaduras mutiladas sobre la arena. Tenían casi dos horas hasta que anocheciera y así lo dijo el ex cura. Permanecieron bajo el cuero apergaminado de un buey muerto y escucharon al juez que les hablaba a voces. Enumeró puntos de jurisprudencia, citó casos. Comentó sobre las leyes relativas a los derechos de propiedad en materia de bestias mansuetas y aludió a casos de muerte civil en la medida en que los consideraba pertinentes dada la corrupción de sangre por parte de los anteriores, y criminales, propietarios de los caballos que ahora yacían muertos. Luego habló de otras cosas. El ex cura se inclinó hacia el chaval. No le escuches, dijo.

No estoy escuchando.

Tápate los oídos.

Tápate tú los tuyos.

El ex cura se llevó las manos a las orejas y miró al chaval. Tenía los ojos brillantes debido a toda la sangre perdida y parecía poseído por una gran ansiedad. Hazlo, susurró. ¿Crees que me habla a mí?

El chaval volvió la cabeza. Vio el sol agazapado en la margen occidental del desierto y ya no dijeron nada hasta que se hizo de noche y entonces se levantaron y salieron a descubierto.

Dejando atrás el hondón se pusieron en camino a través de las dunas y se volvieron una última vez para contemplar el valle donde a la vista de todos, palpitando al viento junto al muro de contención, estaba la fogata del juez. No hablaron de qué clase de combustible habría utilizado para encenderla y antes de que saliera la luna se habían adentrado mucho en el desierto.

En aquella región había lobos y chacales y estuvieron gritando sin parar hasta que salió la luna y luego dejaron de hacerlo como si les sorprendiera verla. Al rato empezaron otra vez a chillar. Las heridas debilitaban a los peregrinos. Se tumbaron a descansar pero no por mucho tiempo y no sin otear hacia el este por si surgía alguna silueta en el horizonte y tiritaron en el viento del desierto que soplaba frío y estéril de algún impío cuadrante sin traer noticias de nada en particular. Cuando amaneció se llegaron a un otero que sobresalía del llano interminable y se acuclillaron en los esquistos sueltos para ver salir el sol. Hacía frío y el ex cura se acurrucaba en sus harapos y su collar ensangrentado. Durmieron sobre aquel pequeño promontorio y cuando despertaron era ya de día y el sol estaba alto. Se incorporaron y miraron a su alrededor. Acercándose a ellos por la llanura a media distancia divisaron la figura del juez, la figura del tonto.

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