VII

Jackson blanco, Jackson negro

Un encuentro en las afueras - Colts Whitneyville

Un juicio - El juez entre los litigantes

Indios delaware - El hombre de Tasmania

Una hacienda - El pueblo de Corralitos

Pasajeros de un país antiguo

Escena de una matanza - Hiccius Doccius

La buenaventura - Sin ruedas por un río oscuro

El viento criminal - Tertium quid

El pueblo de Janos - Glanton corta una cabellera

Jackson entra en escena.

Había en esta compañía dos hombres apellidados Jackson, uno negro y otro blanco, ambos de nombre de pila John. Se tenían inquina y mientras cabalgaban al pie de las áridas montañas el blanco se rezagaba hasta que el otro se ponía a su altura y aprovechaba la poca sombra que aquel podía darle y le hablaba murmurando. El negro frenaba a su caballo o bien lo espoleaba para sacarse al otro de encima. Como si el blanco estuviera invadiendo su terreno, como si se hubiera tropezado con un ritual latente en su sangre oscura o en su oscura alma por el cual la forma que él interceptaba del sol sobre aquel pedregal llevara algo del hombre mismo y por consiguiente corriera algún peligro. El blanco se reía y le canturreaba cosas que sonaban a palabras de amor. Todos estaban pendientes de cómo acabaría aquello pero nadie les sugería un cambio de actitud y cuando Glanton miraba de vez en cuando hacia el final de la columna solo parecía interesado en saber que aún los contaba entre sus filas.

Aquella mañana la compañía se había reunido en un patio detrás de una casa a las afueras de la ciudad. Dos hombres sacaron de un carro una caja de pertrechos de guerra procedente del arsenal de Baton Rouge y un judío prusiano de nombre Speyer forzó la caja con un punzón y un martillo de herrar y sacó un paquete plano envuelto en papel marrón de carnicería que estaba translúcido de grasa como papel de pastelería. Glanton abrió el paquete y dejó caer el papel al suelo. Tenía en la mano un enorme revólver patente Colt de cañón largo y seis disparos. Era un arma de cinto pensada para dragones y aceptaba en sus largos barriletes una carga de rifle y pesaba más de dos kilos una vez cargada. Aquellas pistolas podían atravesar con sus balas cónicas de media onza un grosor de seis pulgadas de madera de frondosa y en la caja había cuatro docenas. Speyer estaba abriendo las grandes turquesas y los cebadores y los accesorios mientras el juez Holden desenvolvía otro de los revólveres. Todos se acercaron a ver. Glanton limpió el ánima y la recámara del arma y le cogió el cebador a Speyer.

Es una preciosidad, dijo uno.

Cargó las cámaras e introdujo una bala y la asentó mediante la palanca de bisagra fijada a la parte inferior del cañón. Cuando todas las cámaras estuvieron cargadas les aplicó fulminante y miró a su alrededor. En aquel patio, aparte de comerciantes y compradores, había otros varios seres vivos. Lo primero que Glanton puso en el punto de mira fue un gato que en ese preciso momento aparecía en lo alto del muro tan silencioso como un pájaro al posarse. El gato giró para abrirse camino entre las cúspides de cristal roto que coronaban la mampostería. Glanton apuntó con una sola mano y accionó el percutor retirándolo con el dedo gordo. La explosión en medio de aquel silencio de muerte fue mayúscula. El gato desapareció sin más. No hubo sangre ni grito, simplemente se esfumó en el aire. Speyer miró inquieto a los mexicanos. Estaban observando a Glanton. Glanton accionó nuevamente el percutor y giró con la pistola. Un grupo de aves de corral que estaban picoteando el polvo en una esquina del patio se quedaron quietas, ladeando nerviosas la cabeza en distintos ángulos. La pistola rugió y una de las gallinas explotó en una nube de plumas. Las otras se alejaron en silencio estirando sus largos pescuezos. Glanton disparó otra vez. Una segunda ave giró sobre sí misma y cayó patas al aire. Las otras se alejaron trinando débilmente y Glanton giró pistola en mano y disparó a una cabra pequeña que tenía la garganta apoyada en la pared de puro pánico y la cabra cayó al polvo muerta en el acto y Glanton disparó a un cántaro de arcilla que reventó en una lluvia de fragmentos y agua y levantó el revólver y apuntó hacia la casa e hizo sonar la campana en su torre de adobe encima del tejado, un sonido solemne que flotó en el vacío después de que el eco de los disparos se hubiera extinguido.

Una bruma de humo gris flotaba sobre el patio. Glanton montó el arma al pelo e hizo girar el barrilete y bajó el percutor. Una mujer apareció en el portal de la casa y uno de los mexicanos le habló y volvió a meterse dentro.

Glanton miró a Holden y luego miró a Speyer. El judío sonrió nervioso.

No valen ni cincuenta dólares.

Speyer se puso serio. ¿Cuánto vale su vida?, dijo.

En Tejas, quinientos dólares, pero descontando tu sucio pellejo.

El señor Riddle opina que es un buen precio.

El señor Riddle no tiene que pagar.

Pero él adelanta el dinero.

Glanton examinó la pistola.

Pensaba que habían llegado a un acuerdo, dijo Speyer.

No hay ningún acuerdo.

Son armas vendidas para la guerra. Nunca verá otras iguales.

No hay acuerdo mientras cierta cantidad de dinero no cambie de manos.

Un destacamento, formado por diez o doce soldados, entró de la calle con las armas apercibidas.

¿Qué pasa aquí?

Glanton miró a los soldados sin interés.

Nada, dijo Speyer. Todo va bien.

¿Bien? El sargento estaba mirando las aves muertas, la cabra.

La mujer volvió a asomar.

Tranquilo, dijo Holden. Asuntos del gobernador.

El sargento los miró y miró a la mujer que estaba en la puerta.

Somos amigos del señor Riddle, dijo Speyer.

Ándale, dijo Glanton. Tú y tus fantoches de negros.

El sargento dio un paso al frente y adoptó una postura de autoridad. Glanton escupió. El juez había cubierto ya el espacio entre los dos y se llevó al sargento aparte y se puso a conversar con él. El sargento le llegaba a la axila y el juez hablaba efusivamente y gesticulaba con gran vehemencia. Los soldados aguardaron en cuclillas con sus mosquetes, estudiando inexpresivos al juez.

A ese hijoputa no le ofrezcas ni un centavo, dijo Glanton.

Pero el juez venía ya con el sargento para proceder a una presentación oficial.

Le presento al sargento Aguilar, dijo en voz alta, abrazándose al desharrapado militar. El sargento tendió su mano con mucha formalidad. La mano ocupó aquel espacio y la atención de cuantos allí había como algo que requiriese una homologación. Speyer dio un paso al frente y se la estrechó.

Mucho gusto.

Igualmente, dijo el sargento.

El juez le fue presentando a todos los miembros de la compañía, el sargento muy serio él, y los americanos murmurando obscenidades o meneando en silencio la cabeza. Los soldados permanecían sentados sobre los talones y observaban cada movimiento de aquella pantomima con el mismo escaso interés, y finalmente el juez llegó adonde estaba el negro.

Aquella sombría cara de irritación hizo que el sargento se acercara para poder observarlo mejor y luego acometió una laboriosa presentación en español. Explicó al sargento a grandes rasgos la problemática carrera del hombre que tenían delante, bosquejando diestramente con sus manos las formas de los muchos y variados caminos que convergían aquí en la autoridad última de lo existente -asimismo lo expresó- como cordeles que uno hace pasar por el ojo de una anilla. Presentó a su consideración varias alusiones a los hijos de Cam, a las tribus perdidas de los hebreos, ciertos pasajes de los poetas griegos, especulaciones antropológicas en cuanto a la propagación de las razas en su diáspora y aislamiento imputables a los cataclismos geológicos y una valoración de las características raciales con respecto a las influencias climáticas y geográficas. El sargento escuchó todo aquello y más con gran atención y cuando el juez hubo terminado dio un paso al frente y le tendió la mano al negro.

Jackson hizo caso omiso. Miró al juez.

¿Qué le has dicho, Holden?

No se te ocurra insultarle.

¿Qué le has dicho?

La expresión del sargento había cambiado. El juez le pasó el brazo por los hombros y se inclinó para hablarle al oído y el sargento asintió y dio un paso atrás y saludó marcialmente al negro.

¿Qué le has dicho, Holden?

Que en tu país no teníais costumbre de dar la mano.

Antes de eso. Qué le has dicho antes.

El juez sonrió. No es preciso, dijo, que las partes aquí presentes estén en posesión de los hechos concernientes a este caso, pues en definitiva sus actos se ajustarán a la historia con o sin su conocimiento. Pero cuadra con la idea del principio justo que los hechos en cuestión (en la medida en que se los pueda forzar a ello) encuentren depositario en una tercera persona que ejerza de testigo. El sargento Aguilar es precisamente esa persona y cualquier duda acerca del cargo que ostenta no es sino una consideración secundaria comparada con los perjuicios a ese más amplio protocolo impuesto por la agenda inexorable de un destino absoluto. Las palabras son objetos. De las palabras que él detenta no se le puede despojar. El poderío de esas palabras trasciende el desconocimiento que él tiene de su significado.

El negro estaba sudando. En su sien palpitaba la mecha de una vena oscura. La compañía había escuchado al juez en silencio. Algunos hombres sonrieron. Un asesino de Misuri deficiente mental se reía como un asmático. El juez miró al sargento y se pusieron a hablar y fueron los dos juntos hasta donde estaba la caja y el juez le mostró uno de los revólveres y le explicó su funcionamiento con mucha paciencia. Los hombres del sargento se habían incorporado y estaban a la espera. Una vez en la puerta el juez deslizó unas monedas en la mano del sargento y pasó a estrechar la mano de cada uno de sus zarrapastrosos soldados y los elogió por su porte marcial y los mexicanos se marcharon.

Los partisanos salieron al mediodía armados todos y cada uno de ellos con un par de pistolas y como se ha dicho tomaron el camino hacia el interior.

Los batidores regresaron avanzada la tarde y los hombres desmontaron por primera vez en ese día y refrescaron sus caballos en la vaguada mientras Glanton conferenciaba con los exploradores. Luego siguieron adelante hasta que se hizo de noche y acamparon. Toadvine, el veterano y el chaval se situaron un poco apartados del fuego. Ignoraban que estaban cubriendo la vacante de tres hombres de la compañía asesinados en el desierto. Observaron a los delaware, había un buen número de ellos en el grupo, y también estaban algo apartados, en cuclillas, uno de ellos machacando habas de café en una piel de ante con una piedra mientras los demás tenían fijos en la lumbre sus ojos negros como ánimas de cañón. Aquella misma noche el chaval vería a uno de los delaware hurgar con la mano entre las puras brasas buscando un pedazo de carbón adecuado para encender su pipa.

Estuvieron de pie antes de que despuntara el día y recogieron y ensillaron sus caballos tan pronto hubo claridad suficiente. Las montañas eran de un azul puro en el amanecer y por todas partes gorjeaban pájaros y el sol cuando salió por fin iluminó la luna allá en el oeste y quedaron así enfrentados a una punta y otra de la tierra, el sol incandescente y la luna su réplica pálida, como si hubieran sido los extremos de un tubo común más allá de los cuales ardían mundos más allá de toda comprensión. A medida que los jinetes subían en fila india por entre mezquites y piracantas en medio de un suave tintineo de armas y de bocados el sol ascendió y la luna se fue poniendo y los caballos y las mulas empapadas de rocío empezaron a humear en carne como en sombra.

Toadvine había hecho amistad con un tal Bathcat, fugitivo de Tasmania que había llegado al oeste estando en libertad bajo fianza. Era galés de nacimiento, tenía solo tres dedos en la mano derecha y le faltaban muchos dientes. Quizá vio en Toadvine un colega de fuga -un criminal desorejado y marcado a hierro que había escogido vivir al estilo de él- y le propuso una apuesta sobre cuál de los dos Jackson mataría al otro.

No conozco a esos tipos, dijo Toadvine.

Pero tú qué crees, ¿eh?

Toadvine escupió hacia un lado y miró al tasmanio. Prefiero no apostar, dijo.

¿No te gusta jugar?

Eso depende del juego.

El negrito acabará con el otro. ¿Qué apuestas?

Toadvine le miró. El collar de orejas humanas que llevaba parecía una ristra de higos secos negros. Era robusto y de aspecto rudo y uno de sus párpados estaba a media asta por una cuchillada que le había cercenado el músculo e iba equipado con toda suerte de cosas, de lo mejor a lo más vulgar. Calzaba unas buenas botas y poseía un bonito rifle ribeteado de plata alemana pero el rifle iba metido en una pernera de pantalón cortada, su camisa estaba hecha jirones y su sombrero era añejo.

Nunca has ido a cazar aborígenes, ¿verdad?, dijo Bathcat.

¿Quién lo ha dicho?

Lo sé yo.

Toadvine no respondió.

Lo encontrarás bastante divertido.

Eso he oído decir.

El tasmanio sonrió. Las cosas han cambiado, dijo. Cuando pisé por primera vez este país había salvajes allá en el San Saba que apenas habían visto hombres blancos. Vinieron a nuestro campamento y compartimos la comida con ellos y los tipos no les quitaban ojo a nuestros cuchillos. Al día siguiente trajeron reatas enteras de caballos al campamento para hacer trueque. Nosotros no sabíamos lo que querían. Ellos también tenían cuchillos, o lo que fueran. Lo que pasa es que nunca habían visto huesos cortados en un puchero.

Toadvine quiso mirarle la frente pero el hombre tenía el sombrero calado hasta los ojos. El tasmanio sonrió y se lo echó un poco hacia atrás con el pulgar. La huella de la cinta interior parecía una cicatriz en la frente pero aparte de ésa no tenía otras marcas. Pero en la cara interna del brazo llevaba tatuado un número que Toadvine vería primero en una casa de baños de Chihuahua y después cuando rajaría el torso del hombre colgado de una rama espetado por los talones en los páramos de Pimeria Alta el otoño de aquel mismo año.

Subieron entre chollas y nopales, un bosque enano de cosas espinosas, cruzaron un desfiladero abierto en la roca y luego bajaron entre artemisas y aloes floridos. Pasaron por una amplia llanura de hierba del desierto salpicada de palmillos. En las faldas se erguían muros de piedra gris que costeaban las cumbres de las montañas hasta donde se escoraban y se abatían sobre la llanura. No pararon a almorzar ni a hacer la siesta y el ojo algodonoso de la luna descansaba a plena luz del día en el cuello de la montañas de más al este y cabalgaban todavía cuando los avanzó en su meridiano nocturno, dibujando en el llano un camafeo azul de aquella espantosa columna de peregrinos que se dirigía rechinando al norte.

Pasaron la noche en el corral de una hacienda donde toda la noche hubo fuegos de vigilancia encendidos en las azoteas. Dos semanas antes un grupo de campesinos había sido pasado a cuchillo con sus propias azadas, siendo parcialmente devorados por los cerdos mientras los apaches capturaban todo el ganado que podían conducir y desaparecían en las colinas. Glanton ordenó matar una cabra, cosa que hicieron en el corral mientras los caballos temblaban de espanto, y al resplandor de las llamas los hombres procedieron a asar la carne y la comieron con sus cuchillos y se limpiaron los dedos en el pelo y se echaron a dormir en la tierra quebrantada.

Con el crepúsculo del tercer día entraron en el pueblo de Corralitos, los caballos cruzando con cautela las cenizas endurecidas y el sol esplendiendo rojizo entre el humo. Las chimeneas de las herrerías se alineaban contra un cielo ceniciento y las luces globulosas de los hornos destacaban bajo la oscuridad de las colinas. Había llovido durante el día y a lo largo del camino las casitas de barro proyectaban sus ventanas iluminadas en charcas de las que unos puercos chorreantes, como demonios zafios salidos de un pantano, huyeron gimiendo al ver a los caballos. Las casas estaban protegidas por troneras y parapetos y el aire iba cargado de vapores de arsénico. Los lugareños habían salido a ver a los tejanos, como los llamaban, todos muy solemnes junto al camino, y se fijaban hasta en el más mínimo de sus gestos con expresiones de miedo, expresiones de asombro.

Acamparon en la plaza, ennegreciendo los álamos con sus fogatas y ahuyentando a los pájaros que dormían. Las llamas iluminaban todo el mísero pueblo hasta en sus más oscuros corrales y hacían salir incluso a los ciegos, que venían tambaleándose con las manos extendidas al frente hacia aquel día conjetural. Glanton y el juez y los hermanos Brown siguieron hasta la hacienda del general Zuloaga, donde les dieron bienvenida y cena y la noche transcurrió sin incidentes.

Por la mañana una vez ensilladas sus monturas y reunidos todos en la plaza a punto de partir se les acercó una familia de saltimbanquis en busca de una travesía segura tierra adentro hasta la localidad de Janos. Glanton los miró desde su caballo en cabeza de la columna. Sus enseres estaban apilados en unos cuévanos viejos atados a los lomos de tres burros y eran un hombre y su mujer y un chico y una niña. Vestían trajes circenses con estrellas y medias lunas bordadas y los antaño chillones colores estaban descoloridos y pálidos por el polvo de los caminos y parecían así un grupo de vagabundos abandonados en aquel territorio funesto. El viejo se adelantó y agarró la brida del caballo de Glanton.

Saca las manos del caballo, dijo Glanton.

El hombre no hablaba inglés pero obedeció. Empezó a exponer su caso. Gesticulaba, señalaba hacia los otros. Glanton le observaba pero era difícil saber si le estaba escuchando. Se volvió para mirar al chico y a las dos mujeres y miró de nuevo al hombre.

¿Qué sois?, dijo.

El hombre se llevó la mano a la oreja y se lo quedó mirando boquiabierto.

Digo que qué sois. ¿Tenéis un espectáculo?

Miró hacia los otros.

Un espectáculo, repitió Glanton. Bufones.

La cara del hombre se iluminó. Sí, dijo. Si, bufones. De todo un poco. Miró al chico. ¡Casimiro! ¡Los perros!

El chico corrió hacia uno de los burros y empezó a hurgar entre los embalajes. Sacó una pareja de animales calvos con orejas de murciélago, ligeramente más grandes que ratas y pardos de color, y los lanzó al aire y los cogió al vuelo y los animales se pusieron a hacer piruetas en sus manos.

¡Mire, mire!, exclamó el hombre. Estaba buscando algo en sus bolsillos y momentos después se puso a hacer malabarismos con cuatro pequeñas pelotas de madera frente al caballo de Glanton. El caballo resopló y alzó la cabeza y Glanton se inclinó en la silla y escupió y se limpió la boca con el dorso de la mano.

Qué gansada, dijo.

El hombre insistía en sus malabares y les gritó algo a las mujeres y los perros bailaban y madre e hija estaban preparando alguna cosa cuando Glanton le habló al viejo.

No sigas con esa mierda. Si queréis venir con nosotros poneos a la cola. No prometo nada. Vámonos.

Picó a su caballo. La compañía se puso en movi miento y el malabarista mandó a las mujeres hacia los burros y el chico se quedó parado con los ojos muy abiertos y los perros bajo el brazo esperando instrucciones. Partieron en medio de la chusma entre grandes conos de escoria y relaves. La gente se los quedó mirando. Algunos hombres estaban cogidos de la mano como enamorados y un niño pequeño llegó tirando de un ciego por un cordel para buscarle un lugar estratégico.

A mediodía cruzaron el pedregoso lecho del río Casas Grandes y siguieron una cama de roca por encima del desvaído hilo de agua dejando atrás un osario donde varios años antes soldados mexicanos habían exterminado un campamento de apaches, mujeres y niños, los huesos y los cráneos esparcidos a lo largo de medio kilómetro y los pequeños miembros de niños de pecho y sus endebles cráneos desdentados como osamentas de pequeños monos en el lugar de su muerte y algunos restos de cestas arruinadas por la intemperie y vasijas rotas entre los cascajos. Siguieron adelante. El río salía de las áridas montañas por un pasillo de árboles verde lima. Al oeste se recortaba el Carcaj y al norte los borrosos picos azules de las Ánimas.

Aquella noche acamparon en una ventosa meseta de piñón y enebro y las lumbres se inclinaban a favor del viento y cadenas de chispas incandescentes correteaban por entre las matas. Los saltimbanquis descargaron sus burros y empezaron a levantar una enorme tienda gris. La lona ilustrada de garabatos arcanos restallaba dando bandazos, se erguía imponente, orzaba y los envolvía en sus faldones. La niña estaba en el suelo sosteniendo una esquina de tela rebelde. Su cuerpo empezaba a reptar por la arena. El malabarista dio unos pasitos. Los ojos de la mujer estaban rígidos a la luz de la lumbre.

Mientras la compañía los observaba fueron arrebatados los cuatro silenciosamente de la vista más allá del radio de luz de la fogata hacia el desierto aullante como suplicantes agarrados a las faldas de una diosa colérica y exaltada.

Las estacas vieron avanzar la tienda inexorablemente hacia la noche. Cuando la familia de malabaristas regresó venían discutiendo entre ellos y el hombre se acercó al borde de la lumbre y escrutó las airadas tinieblas y se dirigió a ellas con un puño amenazador y no quiso volver hasta que la mujer envió al chico a buscarle. Ahora estaba sentado ante el fuego mientras el resto de la familia deshacía el equipaje. Le observaban con inquietud. Glanton le observaba también.

Eh, comediante, dijo.

El malabarista alzó la cabeza. Se señaló con un dedo.

Sí, tú, dijo Glanton.

Se levantó y fue hacia él despacio. Glanton estaba fumando un punto negro. Miró al malabarista.

¿Sabes decir la buenaventura?

El malabarista parpadeó. ¿Cómo?

Glanton se puso el cigarro en la boca e hizo como que repartía naipes. La baraja, dijo. Para adivinar la suerte.

El malabarista puso una mano en alto. Sí, sí, dijo, sacudiendo la cabeza con vigor. Todo, todo. Levantó un dedo y luego dio media vuelta y fue hacia la colección de fruslerías parcialmente descargadas de los burros. Regresó sonriendo afablemente mientras manipulaba las cartas con gran agilidad.

Ven, dijo. Ven.

La mujer le siguió. El malabarista se agachó delante de Glanton y le habló en voz baja. Se volvió para mirar a la mujer y barajó las cartas y se levantó y tomándola de la mano se la llevó lejos de la lumbre y la hizo sentar mirando hacia lo oscuro. Ella se levantó la falda y se ensimismó y él le vendó los ojos con un pañuelo que había sacado de su camisa.

Bueno, dijo en voz alta. ¿Puedes ver?

No.

¿Nada?

Nada, dijo la mujer.

Bien, dijo el malabarista.

Avanzó en dirección a Glanton con la baraja en la mano. La mujer se quedó sentada como una estatua. Glanton hizo un gesto para que se fuera.

Los caballeros, dijo.

El malabarista se volvió. El negro observaba acuclillado ante la lumbre y cuando el malabarista desplegó las cartas en abanico se levantó y fue hacia él.

El malabarista le miró. Juntó y desplegó de nuevo las cartas e hizo una pasada por encima con la mano izquierda y se las tendió y Jackson tomó una carta y la miró.

Bueno, dijo el malabarista. Bueno. Le aconsejó silencio llevándose un dedo a sus finos labios y cogió la carta y la sostuvo en alto y giró con ella en la mano. La carta crujió una vez audiblemente. Observó a la compañía. Estaban fumando, estaban atentos. Les mostró la carta ejecutando con el brazo un pausado movimiento circular. Llevaba dibujados un bufón vestido de arlequín y un gato. El tonto, dijo en voz alta.

El tonto, repitió la mujer. Levantó ligeramente la barbilla y entonó un sonsonete. El negro consultante permanecía en pie, solemne como un reo. Sus ojos cubrieron la compañía. El juez estaba cara al viento desnudo hasta la cintura, como una gran deidad pálida, y sonrió cuando el negro lo miró a él. La mujer calló. El viento hacía volar el fuego.

Quién, quién, gritó el malabarista.

El negro, dijo ella tras una pausa.

El negro, dijo el malabarista, volviéndose con la carta. Su vestido restallaba al viento. La mujer alzó la voz para hablar de nuevo y el negro preguntó a sus camaradas:

¿Qué dice?

El malabarista se había dado la vuelta y dedicaba pequeñas venias a la concurrencia.

¿Qué dice, Tobin…?

El ex cura meneó la cabeza. Idolatría, negrito, pura idolatría. No le hagas caso.

¿Qué ha dicho, juez?

El juez sonrió. Había estado sacándose bichos de los pliegues de su piel lampiña y levantó una mano con el pulgar y el índice apretados como si fuera a dar la bendición para acto seguido arrojar al fuego una cosa invisible. ¿Qué ha dicho?

Sí. Qué.

Creo que viene a decir que en tu suerte está la suerte de todos nosotros.

¿Y cuál es esa suerte?

El juez sonrió bonachón, su frente fruncida parecía la de un delfín. ¿Tú bebes, Jackie?

No más que algunos.

Creo que ella te previene contra el demonio del ron. Prudente consejo, ¿no te parece?

Eso no es decir la buenaventura.

En efecto. El cura lleva razón.

El negro frunció el entrecejo pero el juez se inclinó hacia delante y le miró con detenimiento. No arrugues esa frente endrina, amigo mío. Al final todo te será revelado. A ti como a cualquier otro.

Varios de los allí sentados parecieron sopesar las palabras del juez y algunos se volvieron para mirar al negro. Se le veía inquieto como un homenajeado y al final se apartó del círculo de luz y el malabarista se levantó e hizo un gesto con las cartas, desplegándolas en abanico ante él, y avanzó siguiendo el círculo de las botas de los hombres con las cartas extendidas como si ellas mismas hubieran de encontrar su candidato.

Quién, quién, iba susurrando.

Todos se mostraban remisos. Cuando llegó a la altura del juez, el juez, que estaba sentado con la mano abierta sobre la amplia extensión de su barriga, levantó un dedo y señaló.

Ese de ahí, dijo. Blasarius.

¿Cómo?

El joven.

El joven, repitió el malabarista en un susurro. Miró lentamente en derredor con aire de misterio hasta que sus ojos se posaron en el susodicho. Pasó entre los aventureros apretando el paso. Se plantó delante del chaval, se agachó con las cartas en la mano y las desplegó en abanico con un pausado movimiento rítmico similar a los de ciertas aves en el cortejo.

Una carta, una carta, dijo.

El chaval le miró y luego miró a sus compañeros.

Adelante, dijo el malabarista ofreciendo la baraja.

Cogió un naipe. Nunca los había visto iguales, pero el que había elegido le sonaba un poco. Puso la carta del revés, la examinó y le dio la vuelta.

El malabarista tomó en la suya la mano del muchacho y giró la carta para poder verla. Luego la cogió y la sostuvo en alto.

El cuatro de copas, dijo en voz alta.

La mujer levantó la cabeza. Parecía una marioneta ciega a la que hubiera sorprendido el repentino tirar de un cordel.

Cuatro de copas, dijo. Movió los hombros. El viento hacía ondear sus prendas y sus cabellos.

Quién es, gritó el malabarista.

El hombre más…, dijo ella. El más joven. El muchacho.

El muchacho, dijo el malabarista. Giró la carta para que todos la vieran. La mujer se quedó sentada como la interlocutora ciega entre Bóaz y Yakín representada en la única carta de aquella baraja que no verían salir a la luz, pilares verdaderos y verdadera carta, falsa profetisa para todos. Reanudó su salmodia.

El juez reía en silencio. Se inclinó un poco para ver mejor al chaval. El chaval miró a Tobin y a David Brown y miró al propio Glanton pero ellos no se reían. El malabarista le observaba con extraña intensidad. Siguió la mirada del chaval hasta el juez y en sentido inverso. Cuando el chaval le miró, el malabarista le ofreció una sonrisa torcida.

Lárgate, dijo el chaval.

El otro adelantó una oreja. Un gesto común y que servía en cualquier lengua. La oreja era oscura y deforme, como si al utilizarla de aquella forma hubiera recibido no pocos tortazos, o como si se hubiera arruinado por culpa de las noticias que otros hombres le ofrecían. El chaval repitió sus palabras pero uno de Kentucky que se llamaba Tate y que había estado en los rangers de McCulloch igual que Tobin y otros de la compañía se inclinó para susurrarle algo al adivino y luego se levantó, hizo una ligera inclinación y se apartó. La mujer había dejado de cantar. El malabarista se tambaleaba ligeramente a merced del viento y el fuego fustigaba el campamento con su azote incandescente. Quién más, dijo en voz alta.

El jefe, dijo el juez.

El malabarista buscó a Glanton con la mirada. Glanton estaba impertérrito. El malabarista miró hacia la mujer sentada más allá, cara a la negrura, bamboleándose un poco, compitiendo con la noche en sus harapos. Se llevó un dedo a los labios y extendió los brazos en un gesto de incertidumbre.

El jefe, susurró el juez.

Pasando junto al grupo que rodeaba la lumbre el malabarista se plantó delante de Glanton y se agachó y le ofreció las cartas, desplegándolas con ambas manos. Sus palabras, si es que llegó a hablar, pasaron desapercibidas. Glanton sonrió con los ojos achicados por la arena que el viento levantaba. Adelantó una mano, la detuvo y miró al hombre. Luego cogió la carta.

El malabarista cerró la baraja y se la guardó en algún recoveco de su vestido. Hizo ademán de coger la carta que sostenía Glanton. Quizá la tocó, quizá no. La carta desapareció. Primero estaba en la mano de Glanton y luego ya no estaba. Los ojos del malabarista la siguieron allá donde se había perdido en la oscuridad. Tal vez Glanton había visto la figura del naipe. ¿Qué podía haber significado para él? El malabarista estiró el brazo fuera del círculo de luz hacia el caos desnudo pero al hacerlo perdió el equilibrio y cayó sobre Glanton, creando así un instante de extraño vínculo, los brazos del viejo en torno al jefe como si quisiera consolarlo en su escuálido seno.

Glanton blasfemó y se lo sacó de encima y en ese preciso momento la mujer empezó a canturrear.

Glanton se levantó.

Ella levantó la barbilla, farfullando a la noche.

Hazla callar, dijo Glanton.

La carroza, la carroza, gritó la bruja. Invertida. Carta de guerra, de venganza. La vi sin ruedas sobre un río oscuro…

Glanton le gritó y ella hizo una pausa como si hubiera oído, pero no era así. La mujer parecía haber captado un nuevo rumbo en sus adivinaciones.

Perdida, perdida. La carta está perdida en la noche.

La niña, que todo este rato había permanecido al borde de la tremenda oscuridad, se persignó en silencio. El viejo malabarista seguía de rodillas allí donde había caído. Perdida, perdida, susurró.

Un maleficio, gritó la vieja. Qué viento tan malvado…

Verás cómo te callas de una vez, dijo Glanton sacando su revólver.

Carroza de muertos, llena de huesos. El joven que…

Como un yinn imponente, el juez pasó sobre el fuego y las llamas lo restituyeron como si en cierto modo hubiera sido connatural a su elemento. Rodeó a Glanton con los brazos. Alguien arrebató a la vieja la venda que llevaba y ella y el malabarista fueron despedidos a tortazos y cuando la compañía se dispuso a dormir y la lumbre a medio consumir rugía en el vendaval como una cosa viva aquellos cuatro permanecieron agachados al borde del círculo de luz entre sus extraños cachivaches y observaron las llamas escurrirse en la dirección del viento como absorbidas por un maelstrom en aquel vacío, un vórtice en aquel desierto a propósito del cual el tránsito del hombre y sus propios cálculos quedan igualmente abolidos. Como si al margen de la voluntad o del hado él y sus bestias y sus avíos viajaran bajo consignación, tanto en las cartas como en sustancia, hacia un destino totalmente ajeno.

Cuando partieron de madrugada el día era muy pálido con el sol aún por salir y el viento había menguado durante la noche y las cosas de la noche ya no estaban. El malabarista fue en su burro hasta la cabeza de la columna y se puso a hablar con Glanton y cabalgaron juntos y no habían dejado de hacerlo cuando por la tarde la compañía llegó a la localidad de Janos.

Un ruinoso presidio amurallado hecho totalmente de adobe, una esbelta iglesia de adobe y atalayas de adobe y todo ello lavado por las lluvias y aterronado y cayéndose en una blanda decadencia. Precedida la llegada de los jinetes por perros de casta anónima que aullaban lastimeramente y se escabullían entre las paredes desmoronadas.

Pasaron frente a la iglesia donde viejas campanas españolas que los años habían teñido de verdemar colgaban de un puntal entre pequeños dólmenes de barro. Niños de ojos oscuros los observaban desde las chozas. El aire estaba saturado del humo de las lumbres de carbón y unos cuantos viejos zarrapastrosos miraban mudos desde los portales y muchas de las casas estaban hundidas y en ruinas y servían de corrales. Un viejo de ojos jabonosos se abalanzó hacia ellos y les tendió la mano. Un poco de caridad, graznó a los caballos que pasaban. Por Dios.

Dos delaware y el batidor Webster estaban acuclillados en el polvo de la plaza en compañía de una vieja apergaminada y blanca como tierra de pipa. Una arpía agostada, medio desnuda, con los pezones como berenjenas arrugadas asomando bajo el chal que llevaba encima. Contemplaba al suelo y ni siquiera levantó la cabeza cuando los caballos la rodearon.

Glanton echó un vistazo a la plaza. El pueblo parecía desierto. Había aquí una pequeña guarnición de soldados pero no hicieron acto de presencia. El polvo volaba por las calles. Su caballo se inclinó para olfatear a la vieja y sacudió la cabeza y temblequeó y Glanton le palmeó el pescuezo y echó pie a tierra.

La encontramos en un campamento de cazadores unos doce kilómetros río arriba, dijo Webster. No puede andar.

¿Cuántos eran?

Calculo que entre quince y veinte. De ganado apenas había nada. No sé qué estaba haciendo allí esta vieja.

Glanton pasó por delante de su caballo y se llevó las riendas a la espalda.

Cuidado, capitán. Muerde.

La vieja había levantado la vista a la altura de sus rodillas. Glanton apartó el caballo, sacó de su funda una de las pesadas pistolas de arzón y la amartilló.

Ojo.

Varios hombres se echaron atrás.

La mujer levantó la vista. Ni valor ni congoja en sus ojos viejos. Glanton señaló con la mano izquierda y ella se volvió para mirar en aquella dirección y él le apoyó la pistola en la cabeza y disparó.

La detonación colmó aquella triste plazoleta. Varios caballos respingaron. Un boquete grande como un puño apareció entre un vómito de coágulos en el lado opuesto de la cabeza de la mujer y esta cayó muerta sin remisión en un charco de sangre. Glanton había dejado la pistola montada al pelo e hizo saltar de un papirotazo el fulminante quemado y se disponía a recargar el cilindro. McGill, dijo.

Un mexicano, el único de su raza en la compañía, se le acercó.

Ve a por el recibo.

Se sacó del cinto un cuchillo de desollar y fue a donde yacía la vieja y le levantó el pelo y se lo anudó a la muñeca y le pasó la hoja del cuchillo por el cráneo y arrancó el cuero cabelludo.

Glanton miró a sus hombres. Estaban allí quietos, unos mirando a la vieja, otros ocupándose ya de sus caballos o del equipo. Solo los nuevos miraban a Glanton. Glanton asentó una bala en la boca de la recámara y luego levantó los ojos escrutando la plaza. El malabarista y su familia estaban alineados como testigos y las caras que estaban observando desde los portales y las ventanas desnudas se escondieron como títeres ante el lento barrido de sus ojos. Glanton introdujo la bala con la palanca de cargar y cebó el arma e hizo girar en su mano la pesada pistola y la devolvió a la funda acoplada en la paletilla del caballo y tomó el trofeo pringoso de manos de McGill y le dio vueltas como si estuviera valorando el pellejo de una bestia y luego se lo devolvió y recogió las riendas que colgaban y cruzó la plaza guiando al caballo para abrevarlo en el vado. Acamparon en una alameda al otro lado del arroyo pasada la muralla del pueblo y al caer la noche se perdieron en pequeños grupos por las calles humosas. Los del circo habían montado una pequeña tienda de feria en la polvorienta plaza y a su alrededor habían colocado varios postes coronados de antorchas con aceite de quemar. El malabarista estaba tocando un pequeño tambor militar hecho de hojalata y cuero crudo y pregonaba con voz aguda y nasal los números de su función mientras la mujer chillaba Pasen pasen pasen, moviendo los brazos en un gesto de gran espectáculo. Toadvine y el chaval observaban mezclados con los lugareños. Bathcat se inclinó para hablarles.

Mirad eso, chicos.

Se volvieron hacia donde les indicaba. El negro estaba desnudo hasta la cintura detrás de la tienda y cuando el malabarista giró con un barrido de su brazo la chica le dio un empujón y el negro saltó de la tienda y se paseó con extrañas posturas bajo la errática luz de las antorchas.

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