IV

En ruta con los filibusteros - En tierra extranjera

Cazando antílopes - Perseguidos por el cólera

Lobos - Reparando los carros - Soledad desértica

Tormentas nocturnas - La manada fantasma

Implorando lluvia - Una heredad en el desierto

El viejo - Nuevo país - Un pueblo abandonado

Boyeros en el llano - Atacados por comanches.

Cinco días después a lomos del caballo del muerto cruzaba la plaza con los demás jinetes y los carros y salía de la ciudad rumbo al sur. Pasaron por Castroville, donde los coyotes habían desenterrado a los muertos y esparcido sus huesos, y cruzaron el río Frío y cruzaron después el Nueces y dejaron el camino a Presidio y giraron al norte con batidores en cabeza y en la retaguardia. Cruzaron e1 del Norte ya de noche y salieron del somero vado arenoso a un desierto tremendo.

Amaneció con la compañía desplegada en larga fila sobre la llanura, gimiendo ya la madera seca de los carros, resoplando los caballos. Ruido sordo de los cascos y rechinar metálico de los enseres y tintineo ininterrumpido de los arneses. Sin contar las escasas chumberas y eléboros y algún que otro trecho de hierba torcida, el terreno era pelado y también lo eran las colinas que había hacia el sur. Por el oeste el horizonte era llano y fiel como un nivel de burbuja.

Los primeros días no vieron caza ni vieron otras aves que unos ratoneros. A lo lejos divisaron rebaños de ovejas o cabras moviéndose por el horizonte entre nubes de polvo y comieron la carne de asnos salvajes que habían matado en la llanura. El sargento portaba en su funda de arzón un pesado rifle Wesson que hacía uso de una boca falsa y taco de papel y que disparaba una bala de forma cónica. Con él mataba pequeños cerdos salvajes del desierto y más adelante, cuando empezaron a ver manadas de antílopes, se detenía al anochecer con el sol a ras de tierra y enroscando un bípode a la pestaña que llevaba en la parte inferior del cañón mataba aquellos animales a distancias de medio kilómetro mientras estaban pastando. El rifle llevaba una mira Vernier montada en la espoleta y el sargento estudiaba la distancia y la fuerza del viento y ajustaba el alza como si estuviera utilizando un micrómetro. El segundo cabo se situaba a su lado con un catalejo y gritaba alto o bajo en caso de que errase el tiro y el carro esperaba cerca de allí hasta que el sargento había cazado tres o cuatro ejemplares y luego regresaba por el llano ya más fresco mientras los desolladores iban dando tumbos y riendo en la plataforma. El sargento nunca enfundaba el rifle sin antes haber limpiado y engrasado el ánima.

Iban bien armados, cada hombre con su rifle y muchos con los revólveres Colt de cinco tiros y pequeño calibre. El capitán llevaba un par de pistolas de dragón en sendas fundas que montaban de través sobre el borrén de la silla, una a cada lado a la altura de la rodilla. Eran armas reglamentarias del ejército estadounidense, patentadas por Colt, y el capitán las había comprado a un desertor en una caballeriza de Soledad pagando ochenta dólares en monedas de oro por ellas y las pistoleras y la turquesa y el cebador con que venían.

El rifle que llevaba el chaval había sido recortado y recalibrado para que pesase poco y la turquesa era tan pequeña que para asentar las balas había que atacarlas con piel de ante. Lo había usado varias veces y el rifle disparaba a donde le daba la gana. Lo sostenía apoyado en el fuste de la silla, pues no disponía de funda. Lo habían llevado así años y años atrás, y la parte anterior de la culata estaba muy gastada por debajo.

Al anochecer el carro volvió con la carne. Los desolladores habían llenado la plataforma de ramas de mezquite y de tocones arrancados del suelo con los caballos y procedieron a descargar la leña y empezaron a cortar en pedazos los antílopes ya destripados en la caja del carro con hachas y cuchillos de caza, riendo en medio de un revoltijo de vísceras, espeluznante escena a la luz de faroles sostenidos a mano. Ya de noche los renegridos costillares humeaban en las llamas y había sobre las brasas un torneo con palos acepillados a los que habían espetado trocitos de carne y había un concierto de escudillas y las chanzas no terminaban. Y durmiendo aquella noche en la fría llanura de un país extranjero, cuarenta y seis hombres envueltos en mantas bajo las mismísimas estrellas, los lobos de la pradera tan parecidos en sus gimoteos, pero todo tan cambiado y singular alrededor.

Cada día se ponían en camino antes de que la oscuridad se hubiera disipado y comían carne fría y bollos y no encendían fuego. El sol se elevaba sobre una columna que en solo seis días de marcha ya carecía de orden. Entre las ropas que llevaban había poca armonía y menos aún entre sus sombreros. Los ponis pintados andaban furtivos y truculentos y un sañudo enjambre de moscas peleaba sin cesar en la plataforma del carro de la carne. El polvo que levantaba la columna se dispersaba y desvanecía rápidamente en la inmensidad del paisaje y no había otro polvo que el del pálido proveedor que los perseguía sin dejarse ver y su caballo magro y su magra carreta no dejan huellas en este ni en ningún otro terreno. A la luz de un millar de fuegos en el crepúsculo azul acerado tiene el hombre su economato y es un comerciante jocoso e irónico siempre dispuesto a seguir cualquier campaña o a acosar a los hombres en sus agujeros precisamente en esas regiones calcinadas adonde acuden para esconderse de Dios. Aquel día enfermaron dos hombres y uno murió al anochecer. Por la mañana otro enfermo ocupó su sitio. Los pusieron a los dos en el carro de los víveres entre sacos de alubias y arroz y café tapados con mantas para que no les diera el sol y viajaron soportando los bandazos y las sacudidas del carro que casi les sacaban la carne de los huesos, de tal manera que suplicaron para que los dejaran en tierra y luego murieron. En el crepúsculo matutino los hombres fueron a cavar unas tumbas con omoplatos de antílope y los cubrieron con piedras y se pusieron de nuevo en camino.

Siguieron adelante y por el este el sol arrojaba pálidas franjas de luz que luego fueron tomando un tono más espeso como de sangre rezumando a oleadas repentinas que se ensanchaban por capas y allí donde la tierra se escurría hacia el cielo en el borde de la creación la coronilla del sol surgió de la nada cual bálano de un gran falo rojo hasta que salvó la arista oculta y quedó agazapado y vibrante y malévolo detrás de ellos. Las sombras de las piedras pequeñas parecían líneas trazadas a lápiz en la arena y las formas de los hombres y sus caballerías avanzaban alargadas ante ellos como hebras de la noche de donde habían partido, como tentáculos que los ataran a la oscuridad que habría de venir. Cabalgaban con la cabeza gacha, sin rostro bajo sus sombreros, como un ejército dormído sobre la marcha. A media mañana había muerto otro hombre, lo sacaron del carro en donde había ensuciado los sacos sobre los que descansaba y lo enterraron también y reemprendieron la marcha.

Ahora los seguían grandes lobos pálidos de ojos amarillos que trotaban con primoroso paso o se agazapaban en el rielante calor para observarlos cuando se detenían a mediodía. Avanzaban otra vez. Galopando, acercándose cautelosos, andando despacio con su largo hocico pegado al suelo. Al atardecer sus ojos saltaban y guiñaban desde el borde de la luz que arrojaba el fogarín y por la mañana al reemprender el camino en la fría penumbra los jinetes los oían gruñir y dar dentelladas detrás de ellos cuando asaltaban el campamento en busca de restos de carne.

Los carros estaban tan resecos que oscilaban como perros y la arena los estaba royendo. Las ruedas mermaban y los radios se tambaleaban en sus ejes y repiqueteaban como peines de telar y por la noche metían radios postizos en las muescas y los ataban con tiras de cuero en verde e introducían cuñas entre el hierro de las llantas y los camones recalentados por el sol. Y así avanzaban, la estela de sus penurias irreales como el rastro de los crótalos en la arena. Las espigas de las llantas se soltaron y fueron cayendo al suelo. Las ruedas empezaban a romperse.

Al décimo día de marcha y con cuatro muertos por el camino cruzaron una llanura de pura piedra pómez donde no crecían matojos ni maleza hasta donde alcanzaba la vista. El capitán ordenó parar y llamó al mexicano que hacía de guía. Hablaron y el mexicano gesticuló y el capitán gesticuló también y al rato siguieron adelante.

A mí esto me parece la carretera del infierno, dijo un hombre desde las filas.

¿Qué cree el capitán que van a comer los caballos?

Pues tendrán que picar de la arena como las gallinas y esperar a que llegue el momento de comer maíz desgranado.

Dos días después empezaron a encontrar huesos y prendas desechadas. Vieron esqueletos semienterrados de mulas con los huesos tan blancos y bruñidos que parecían incandescentes incluso en aquel calor sofocante y vieron alforjas y albardas y huesos de hombres y vieron un mulo entero cuya carcasa renegrida estaba dura como el hierro. Siguieron adelante. Bajo un mediodía deslumbrante atravesaron el páramo como un ejército fantasma, tan pálidos de polvo que parecían sombras de números borrados en una pizarra. Los lobos los seguían más pálidos aún y se agrupaban y saltaban a ras de tierra y apuntaban al cielo sus flacos hocicos. Por la noche daban de comer a los caballos a mano y los abrevaban directamente de unos cubos. No había más enfermos. Los supervivientes yacían callados en aquel vacío de cráter y observaban las blanquísirnas estrellas cruzar la oscuridad. O dormían con sus corazones extranjeros latiendo en la arena como peregrinos extenuados en la superficie del planeta Anareta, aferrados a una anonimia que giraba en la noche. Siguieron adelante y los calces de los carros adquirieron un brillo de cobre por la acción de la piedra pómez. Hacia el sur las cordilleras azules parecían ancladas en la imagen más pálida que les devolvía la arena, como reflejos en un lago, y ya no había lobos.

Decidieron cabalgar de noche, jornadas silenciosas salvo por el traqueteo de los carros y el resollar de los animales. Extraño grupo de ancianos bajo el claro de luna con los bigotes y las cejas teñidos de blanco por el crepúsculo. A medida que avanzaban, las estrellas se daban empellones y cruzaban el firmamento dibujando arcos para morir del otro lado de las montañas negras. Acabaron conociendo bien el cielo nocturno. Ojos occidentales que veían más bien construcciones geométricas que los nombres dados por los antiguos. Atados a la estrella polar daban la vuelta a la Osa Mayor mientras Orión aparecía por el suroeste como una enorme corneta eléctrica. La arena era azul a la luz de la luna y las llantas de los carros giraban entre las siluetas de los jinetes como aros relucientes que viraran y rodaran exangües y vagamente náuticos cual finos astrolabios, y las gastadas herraduras de los caballos eran como una plétora de ojos que parpadearan a ras del suelo del desierto. Vieron tormentas tan distantes que ni siquiera se las oía, silenciosos relámpagos corno sábanas de luz y la negra espina dorsal de la cordillera parecía palpitar antes de ser engullida de nuevo por las tinieblas. Vieron caballos salvajes correr por la llanura, batiendo sus sombras en la noche y dejando a su paso en el claro de luna un polvo vaporoso, apenas una alteración cromática.

El viento sopló durante toda la noche y el polvo finísirno les ponía los dientes de punta. Arena en todas partes, arenilla en todo lo que comían. Y por la mañana un sol color de orina asomó legañoso entre los lienzos de polvo a un mundo turbio y sin accidentes. Los animales flaqueaban. Decidieron detenerse y montar un campamento sin leña y sin agua y los maltrechos ponis gimotearon acurrucados como perros.

Aquella noche atravesaron una región salvaje y eléctrica en donde extrañas formas blandas de fuego azul corrían por el metal de los arreos y las ruedas de los carros giraban corno aros de fuego y pequeñas formas de luz azul pálido iban a posarse en las orejas de los caballos y en las barbas de los hombres. Toda la noche fucilazos sin origen visible temblaron en el oeste más allá de las masas de cúmulos, convirtiendo en azulado día la noche del desierto lejano, las montañas en el repentino horizonte negras y vívidas y ceñudas como un paisaje de un orden distinto cuya verdadera geología no era la piedra sino el miedo. La tormenta se acercó por el suroeste y los relámpagos iluminaron el desierto a su alrededor, azul y árido, grandes extensiones estruendosas surgidas de la noche absoluta corno un reino diabólico invocado de repente o tierra suplantada que no dejaría rastro ni humo ni ruina llegado el día, corno no los deja una pesadilla.

Se detuvieron en la oscuridad para dejar descansar a los animales y varios hombres metieron sus armas en los carros por miedo a atraer los relámpagos y uno que se llamaba Hayward dijo una oración pidiendo lluvia. Oró así: Dios Todopoderoso, si eso no se aparta demasiado de tus designios eternos, qué te parece si nos envías un poquito de lluvia.

Dilo en voz alta, clamaron algunos, y arrodillándose gritó Hayward en medio de los truenos y del viento:

Señor, aquí abajo estamos más secos que la cecina. Manda unas pocas gotas a estos pobres muchachos perdidos en la pradera y tan lejos de casa.

Amén, dijeron, y montando en sus caballos siguieron adelante. No había pasado una hora que el viento empezó a refrescar y de aquella salvaje oscuridad empezaron a caer gotas de lluvia del tamaño de la metralla. Pudieron notar el olor de la piedra mojada y el olor dulzón de los caballos mojados y el cuero mojado. Siguieron adelante.

Cabalgaron al calor del día siguiente con los barriletes de agua vacíos y los caballos extenuados y por la tarde aquellos elegidos, astrosos y blancos de polvo como una compañía de panaderos armados y a caballo errando de pura demencia, dejaron atrás el desierto por una brecha en las lomas y descendieron hacia un solitario jacal, burda choza de barro y juncos con un establo rudimentario y unos corrales.

Empalizadas de huesos delimitaban estos reducidos y polvorientos recintos y la muerte parecía ser el rasgo predominante del paisaje. Extrañas cercas que el viento y la arena habían estregado y el sol blanqueado y agrietado como porcelana vieja, visibles las fisuras pardas dejadas por la intemperie y allí ninguna cosa viva se movía. Las formas acanaladas de los jinetes pasaron tintineando por la tierra reseca color de hollín y frente a la fachada de adobe del jacal, temblorosos los caballos, oliendo el agua. El capitán levantó la mano y el sargento habló y dos hombres desmontaron para aproximarse a la choza con los rifles a punto. Abrieron una puerta hecha de cuero crudo y entraron. Pocos minutos después volvieron a salir.

Por aquí tiene que haber alguien. Hay brasas calientes. El capitán oteó vigilante la distancia. Desmontó con la paciencia de alguien habituado a bregar con incompetentes y se dirigió hacia el jacal. Cuando salió volvió a examinar el terreno. Los caballos estaban inquietos y no paraban de piafar y los hombres les tiraban del bocado y los reprendían con aspereza.

Sargento.

Señor.

Esta gente no puede andar lejos. Vea si puede encontrarlos. Y mire si hay forraje para los animales.

¿Forraje?

Sí, forraje.

El sargento apoyó una mano en el fuste de la silla y miró en derredor y meneó la cabeza y se apeó del caballo.

Atravesaron el chamizo y el cercado de la parte de atrás y fueron hasta el establo. No había animales ni nada aparte de una casilla con un montón de sotoles secos por toda comida. Salieron por detrás y fueron a una pila en donde había agua estancada y un arroyuelo corría por la arena. Había huellas de cascos cerca de la alberca y estiércol seco y al borde del riacho correteaban unos pajarillos.

El sargento, que se había acuclillado, se levantó y escupió al suelo. Bien, dijo. ¿Hay algo que no se vea en treinta kilómetros a la redonda?

Los soldados escudriñaron la inmensidad que les rodeaba.

No creo que esta gente haya ido tan lejos.

Bebieron y regresaron al jacal. Los demás estaban guiando los caballos por el estrecho sendero.

El capitán aguardaba de pie con los pulgares metidos en el cinto.

No sé dónde se pueden haber metido, dijo el sargento.

¿Qué hay en el cobertizo?

Un poco de pienso reseco.

El capitán frunció el ceño. Debería haber una cabra o un puerco. Algo. Gallinas como mínimo.

A los pocos minutos dos hombres llegaron del establo arrastrando a un viejo. Estaba cubierto de polvo y broza seca y se protegía los ojos con el brazo. Fue llevado a la fuerza ante el capitán y allí quedó postrado y como embobinado en algodón blanco. El viejo se puso las manos en los oídos y los codos delante de los ojos como uno al que le exigen que presencie algo espantoso. El capitán volvió la cabeza asqueado. El sargento dio un puntapié al viejo. ¿Qué le pasa a este?, dijo.

Se está meando, sargento. Se está meando encima. El capitán señaló hacia él con los guantes.

Sí señor.

Lléveselo de aquí ahora mismo.

¿Quiere que Candelario hable con él?

Es un bobo. Lléveselo ya.

Se fueron con el viejo a rastras. Había empezado a balbucir pero nadie le hizo caso y se perdió de vista en la mañana.

Vivaquearon junto a la alberca y el herrador se ocupó de los mulos y los ponis que habían perdido algún casquillo y trabajaron reparando los carros a la luz de la lumbre hasta bien entrada la noche. Partieron con una aurora escarlata donde la unión de cielo y tierra era como el filo de una cuchilla. A lo lejos oscuros y pequeños archipiélagos de nubes y el vasto universo de arena y de matojos punteados en el vacío sin márgenes en donde aquellos islotes azules temblaban y la tierra se volvía incierta, seriamente sesgada y virando entre matices de rosa para desaparecer en la oscuridad más allá del alba hasta el último rebajo del espacio.

Atravesaron regiones de piedra multicolor solevantada en tajos mellados y capas horizontales de roca trapeana alzadas en fallas y anticlinales curvados sobre sí mismos y desgajados como tocones de grandes troncos de piedra y piedras que los rayos de alguna vieja tormenta habían hendido, convirtiendo el agua infiltrada en una explosión de vapor. Dejaron atrás diques de roca parda que bajaban por las angostas gargantas de los cerros para salir al llano como ruinas de viejos muros, otros tantos augurios de la mano del hombre antes de que el hombre o cualquier ser vivo existieran.

Cruzaron un pueblo entonces y ahora en ruinas y acamparon entre las paredes de una esbelta iglesia de adobe y quemaron las vigas caídas del techo para hacer fuego mientras en la oscuridad de las arcadas gritaban los búhos.

Al día siguiente vieron nubes de polvo que ocupaban varios kilómetros de lado a lado del horizonte. Siguieron adelante atentos al polvo hasta que este empezó a aproximarse y el capitán levantó la mano ordenando detenerse y sacó de su alforja un viejo catalejo de la caballería y lo desensambló y barrió lentamente la lejanía. El sargento descansaba sin desmontar a su lado y al poco rato el capitán le pasó el anteojo.

Eso es una manada de algo.

Yo creo que son caballos.

¿A qué distancia cree que están?

Es difícil decirlo.

Haga venir a Candelario.

El sargento se volvió e hizo señas al mexicano. Cuando este llegó a caballo le pasó el catalejo y el mexicano se lo llevó a un ojo y miró. Luego bajó el aparato y observó a ojo descubierto y después volvió a mirar. Se quedó montado con el anteojo puesto sobre el pecho como un crucifijo.

Bueno, qué, dijo el capitán.

Candelario meneó la cabeza.

¿Qué diablos significa eso? No son búfalos, ¿verdad?

No. Me parece que son caballos.

A ver ese anteojo.

El mexicano se lo pasó y el capitán oteó el horizonte una vez más y cerró el tubo con el pulpejo de la mano y lo devolvió a su alforja y levantó la mano ordenando seguir adelante.

Había vacas, mulos, caballos. Varios millares de cabezas, y avanzaban en diagonal hacia la compañía. A media tarde se podían ver jinetes a simple vista, un puñado de indios desharrapados en los flancos exteriores de la manada a lomos de sus ágiles ponis. Otros llevaban sombrero, mexicanos tal vez. El sargento retrocedió hacia donde estaba el capitán.

¿Qué opina usted, capitán?

Yo opino que es un hatajo de paganos ladrones de ganado. ¿Y usted?

Eso pensaba yo.

El capitán observó por el anteojo. Supongo que nos han visto, dijo.

Seguro.

¿Cuántos jinetes diría que hay?

Una docena, más o menos.

El capitán se dio unos golpecitos con su instrumento en la mano enguantada. No parecen preocupados, ¿verdad?

No señor.

El capitán sonrió lúgubremente. A lo mejor nos divertimos un poco antes de que se haga de noche.

La avanzadilla de la manada empezó a pasar frente a ellos bajo una capa de polvo amarillo, reses patilargas y de costillas prominentes con cuernos que crecían hacia acá y hacia allá, ni siquiera dos iguales, y pequeños mulos flacos negros como el carbón que se empujaban entre sí y sacaban la cabeza chata de mazo por encima de los lomos de los otros y luego más reses y finalmente el primero de los vaqueros que cabalgaban por el flanco exterior manteniendo la manada entre ellos y la compañía. Detrás venían varios centenares de ponis. El sargento buscó a Candelario. Fue retrocediendo a lo largo de la columna pero no pudo dar con él. Espoleó a su montura y registró las filas por el otro lado. Los últimos boyeros se aproximaban ya entre el polvo y el capitán estaba haciendo gestos y gritando. Los ponis habían empezado a desviarse de la manada y los boyeros se abrían paso hacia esta tropa armada con la que habían coincidido en el llano. Se distinguían ya entre el polvo, pintados en el manto de los ponis, galones y manos y soles nacientes y pájaros y peces de todas clases como una obra vieja descubierta bajo el apresto de un lienzo y ahora se podía oír también sobre el retumbo de los cascos sin herrar el sonido de las quenas, esas flautas hechas con huesos humanos, y en la compañía algunos habían empezado a recular en sus monturas y otros a girar desorientados cuando del lado izquierdo de los ponis surgió una horda de lanceros y arqueros a caballo cuyos escudos adornados con añicos de espejos arrojaban a los ojos de sus enemigos un millar de pequeños soles enteros. Una legión de horribles, cientos de ellos, medio desnudos o ataviados con trajes áticos o bíblicos o de un vestuario de pesadilla, con pieles de animales y con sedas y trozos de uniforme que aún tenían rastros de la sangre de sus anteriores dueños, capas de dragones asesinados, casacas del cuerpo de caballería con galones y alamares, uno con sombrero de copa y uno con un paraguas y uno más con medias blancas y un velo de novia sucio de sangre y varios con tocados de plumas de grulla o cascos de cuero en verde que lucían cornamentas de toro o de búfalo y uno con una levita puesta del revés y aparte de eso desnudo y uno con armadura de conquistador español, muy mellados el peto y las hombreras por antiguos golpes de maza o sable hechos en otro país por hombres cuyos huesos eran ya puro polvo, y muchos con sus trenzas empalmadas con pelo de otras bestias y arrastrando por el suelo y las orejas y colas de sus caballos adornadas con pedazos de tela de vistosos colores y uno que montaba un caballo con la cabeza pintada totalmente de escarlata y todos los jinetes grotescos y chillones con la cara embadurnada como un grupo de payasos a caballo, cómicos y letales, aullando en una lengua bárbara y lanzándose sobre ellos como una horda venida de un infierno más terrible aún que la tierra de azufre de cristiana creencia, dando alaridos y envueltos en humo como esos seres vaporosos de las regiones incognoscibles donde el ojo se extravía y el labio vibra y babea.

Oh Dios, dijo el sargento.

Un susurro de flechas atravesó la compañía y varios hombres se tambalearon y cayeron de sus monturas. Los caballos se encabritaban y corcoveaban y las hordas mongoles corrieron paralelas a sus flancos y giraron y arremetieron en pleno sobre ellos lanzas en ristre.

La columna se había detenido y los primeros disparos empezaron a sonar. El humo gris de los rifles se confundía con el polvo que levantaban los lanceros al hacer brecha en sus filas. El chaval notó que su caballo se desinflaba bajo sus piernas con un suspiro neumático. Había disparado ya su rifle y estaba sentado en el suelo trajinando con la cartuchera. Cerca de él un hombre tenía una flecha clavada en el cuello y estaba ligeramente encorvado como si rezara. El chaval habría tratado de estirar la punta de hierro ensangrentada pero entonces vio que el hombre tenía otra flecha clavada hasta las plumas en el pecho y estaba muerto. Por todas partes había caballos caídos y hombres gateando y vio a uno que estaba sentado cargando su rifle mientras la sangre le chorreaba de las orejas y vio hombres con sus revólveres desensamblados tratando de encajar los barriletes cargados que llevaban de repuesto y vio hombres de rodillas bascular hacia el suelo para trabarse con su propia sombra y vio cómo a algunos los alanceaban y los agarraban del pelo y les cortaban la cabellera allí mismo y vio caballos de guerra pisoteando a los caídos y un pequeño poni cariblanco con un ojo empañado surgió de las tinieblas y le mordió como un perro y desapareció. De los heridos los había que parecían privados de entendimiento y los había que estaban pálidos bajo la máscara de polvo y otros se habían ensuciado encima o se habían desplomado sobre las lanzas de los salvajes. Que ahora atacaban en un frenético friso de caballos con sus ojos estrábicos y sus dientes limados y jinetes desnudos con manojos de flechas apretados entre las mandíbulas y escudos que destellaban en el polvo y volviendo por el flanco contrario de la maltratada tropa en medio de un concierto de quenas y deslizándose lateralmente de sus monturas con un talón colgado del sobrecuello y sus arcos cortos tensados bajo el pescuezo tenso de los ponis hasta haber rodeado a la compañía y dividido en dos sus filas e incorporándose de nuevo como figuras en un cuarto de los espejos, unos con rostros de pesadilla pintados en sus pechos, abatiéndose sobre los desmontados sajones y alanceándolos y aporreándolos y saltando de sus ponis cuchillo en mano y corriendo de un lado a otro con su peculiar trote estevado como criaturas impulsadas a adoptar formas impropias de locomoción y despojando a los muertos de su ropa y agarrándolos del pelo y pasando sus cuchillos por el cuero cabelludo de vivos y muertos por igual y enarbolando la pelambre sanguinolenta y dando tajos y más tajos a los cuerpos desnudos, arrancando extremidades, cabezas, destripando aquellos raros cuerpos blancos y sosteniendo en alto grandes puñados de vísceras, genitales, algunos de los salvajes tan absolutamente cubiertos de cuajarones que parecían haberse revolcado como perros y algunos que hacían presa de los moribundos y los sodomizaban entre gritos a sus compañeros. Y ahora los caballos de los muertos venían trotando de entre el humo y el polvo y empezaban a girar en círculo con estribos sueltos y crines al aire y ojos ensortijados por el miedo como los ojos de los ciegos y unos venían erizados de flechas y otros traspasados por una lanza y se tropezaban y vomitaban sangre mientras cruzaban el escenario de la matanza y se perdían otra vez de vista. El polvo restañaba los pelados cráneos húmedos de los escalpados, quienes con el reborde de pelo por debajo de la herida y tonsurados hasta el hueso yacían como monjes desnudos y mutilados sobre el polvo ahogado en sangre y por todas partes gemían y farfullaban los moribundos y gritaban los caballos heridos en tierra.

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