Bajo arresto - El juez va de visita
Interrogatorio del acusado
Soldado, cura, magistrado
Libertad bajo fianza - Ve a un cirujano
Le extraen el astil de la pierna - Delirio
Viaja a Los Ángeles - Una ejecución pública
Los ahorcados – En busca del ex cura - Otro tonto
El escapulario - A Sacramento
Un viajero en el oeste - Abandona a su grupo
Los hermanos penitentes - La carreta fúnebre
Otra matanza - La anciana entre las rocas.
De regreso, al dejar atrás el resplandor amarillo de las ventanas y los perros que ladraban, se topó con un destacamento de soldados pero le creyeron más mayor de lo que era y siguieron su camino. Entró en una taberna y se sentó en un rincón en penumbra mirando a los hombres sentados a las mesas. Nadie le preguntó qué había ido a buscar allí. Parecía estar esperando que fueran a por él y al poco rato entraron cuatro soldados y le arrestaron. Ni siquiera le preguntaron cómo se llamaba.
Una vez en la celda empezó a hablar con extraño apremio de cosas que pocos hombres han tenido oportunidad de ver en la vida y los carceleros dijeron que se le había aflojado una tuerca de tanta sangre como había visto correr. Una mañana despertó y vio al juez plantado delante de su jaula, sombrero en mano, sonriéndole. Iba vestido con un traje de hilo gris y llevaba unas botas nuevas y relucientes. Su chaqueta no estaba abrochada y en el chaleco lucía una cadena de reloj y un alfiler de corbata y llevaba en el cinturón una pinza revestida de cuero a la que iba prendida una pequeña Derringer engastada en plata y con la culata de palisandro. Miró hacia el pasillo del tosco edificio de barro y se cubrió y sonrió nuevamente al preso.
Bueno, dijo. ¿Cómo estás?
El chaval no respondió.
Querían saber por mí si siempre has estado igual de loco, dijo el juez. Creen que es cosa del país. El país, que los vuelve locos.
¿Dónde está Tobin?
Les he dicho que hasta este marzo pasado ese cretino todavía era un respetado doctor en teología por el Harvard College. Que había mantenido la cabeza sentada hasta que llegamos a los montes Aquarius. Fue el país que vino después lo que le privó del juicio. Y de sus ropas.
Toadvine y Brown. ¿Dónde están?
Donde tú los dejaste, en el desierto. Qué crueldad. Tus propios camaradas. El juez meneó la cabeza.
¿Qué piensan hacer conmigo?
Tengo entendido que quieren colgarte.
¿Qué les has contado?
Solo la verdad. Que tú eras el responsable. Tampoco es que tengamos todos los detalles pero tienen claro que fuiste, tú y no otro quien provocó el calamitoso rumbo de los acontecimientos. Cuyo desenlace fue en la matanza perpetrada en el vado por los salvajes con quienes tú conspirabas. El medio y el fin no cuentan demasiado. Son especulaciones que no conducen a nada. Pero aunque te lleves a la tumba el borrador de tu plan homicida tu hacedor tendrá conocimiento del mismo en toda su infamia y como esto es así también lo sabrá hasta el más humilde de los hombres. Todo a su debido tiempo.
El que está loco eres tú, dijo el chaval.
El juez sonrió. No, dijo. Yo nunca. Pero ¿por qué te escondes ahí en las sombras? Ven aquí y hablemos, tú y yo.
El chaval se quedó de espaldas a la pared del fondo. Él mismo apenas una sombra.
Vamos, dijo el juez. Acércate, tengo más cosas que decirte.
Miró hacia el corredor. No temas, dijo. Hablaré en voz baja. Lo que he de decir es solo para tus oídos. Deja que te vea. ¿Es que no sabes que te habría querido como a un hijo?
Metió la mano entre los barrotes. Ven, dijo. Deja que te toque.
El chaval permaneció con la espalda pegada a la pared.
Ven si no tienes miedo, dijo el juez.
Tú no me das miedo.
El juez sonrió. Habló en voz queda hacia el cubículo en penumbra. Te enrolaste, dijo, para un trabajo. Pero fuiste tu propio testigo de cargo. En tus propios actos estaba tu sentencia. Antepusiste tus opiniones a los juicios de la historia y rompiste con el grupo del que habías jurado formar parte y de este modo envenenaste todo el proyecto. Óyeme bien. En el desierto hablé para ti y solo para ti y tú hiciste oídos sordos. Si la guerra no es santa el hombre no es más barro viejo. Incluso el cretino obró de buena fe dentro de sus limitaciones. Pues a ningún hombre se le exigía más de lo que tenía y lo que uno aportaba no se comparaba con la aportación del otro. Pero a todos se les pidió que vaciaran su corazón en el corazón colectivo y solo uno no quiso hacerlo. ¿Puedes decirme quién fue?
Tú, susurró el chaval. Tú fuiste ese uno.
El juez le observó desde los barrotes, meneó la cabeza. Lo que une a los hombres, dijo, no es compartir el pan sino los enemigos. Pero si yo hubiera sido tu enemigo, ¿con quién me habrías compartido? Dime. ¿Con el cura? ¿Dónde anda el cura? Mírame. Nuestra animadversión existía ya antes de que tú y yo nos conociéramos. Pero aun así podrías haberlo cambiado todo.
Tú, dijo el chaval. Fuiste tú.
Yo nunca, dijo el juez. Escúchame. ¿Crees que Glanton era tonto? ¿No comprendes que él te habría matado?
Mentira, dijo el chaval. Todo mentira.
Piénsalo bien, dijo el juez.
Glanton nunca participó de tus locuras.
El juez sonrió. Se sacó el reloj del chaleco, lo abrió y lo acercó a la luz escasa.
Aunque tú hubieras aguantado el tipo, dijo, ¿qué sentido tenía?
Levantó la vista. Cerró la caja y devolvió el instrumento a su persona. Es hora de marchar, dijo. Tengo asuntos pendientes.
El chaval cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir el juez ya no estaba. Aquella noche llamó al cabo y se sentaron a cada lado de los barrotes y el chaval le habló de la multitud de monedas de oro y de plata escondidas en las montañas no muy lejos de aquel lugar. Estuvo hablando un buen rato. El cabo había dejado la vela en el suelo entre los dos y le miraba como quien mira a un niño locuaz y mentiroso. Cuando hubo terminado, el cabo se levantó y se llevó la vela y lo dejó a oscuras.
Dos días después era puesto en libertad. Un cura español había ido a bautizarle y le había arrojado agua a través de los barrotes como si estuviera ahuyentando a los espíritus. Al cabo de una hora cuando vinieron a sacarle estaba casi mareado de miedo. Lo llevaron a presencia del alcalde y el alcalde le habló como un padre en español y después lo soltaron a la calle.
El médico que encontró era un joven de una buena familia del este. Abrió la pernera del pantalón con unas tijeras y examinó el astil de la flecha y lo movió a un lado y a otro. A su alrededor se había formado una fístula blanda.
¿Sientes algún dolor?, dijo.
El chaval no respondió.
Presionó alrededor de la herida con el dedo pulgar. Dijo que podía operar y que le costaría cien dólares.
El chaval se levantó de la mesa y salió cojeando.
Al día siguiente mientras estaba sentado en la plaza se le acercó un chico y lo condujo de nuevo al cobertizo que había detrás del hotel y el médico le dijo que le operaría a la mañana siguiente.
Vendió la pistola a un inglés por cuarenta dólares y se despertó de madrugada en un solar metido bajo unos tablones. Estaba lloviendo y bajó por las desiertas calles mojadas y llamó a la tienda de comestibles hasta que salieron a abrirle. Cuando se presentó en el despacho del doctor estaba muy borracho y se quedó apoyado en la jamba de la puerta con una botella de whisky medio llena en la mano.
El ayudante del cirujano era un estudiante de Sinaloa que había aprendido el oficio aquí. Se produjo un altercado y el cirujano en persona hubo de acudir de la parte de atrás.
Tendrás que volver mañana, dijo.
No estaré más sobrio entonces.
El doctor le miró. Está bien, dijo. Dame la botella. Entró y el aprendiz cerró la puerta.
No vas a necesitar el whisky, dijo el doctor. Dámelo.
¿Por qué no lo voy a necesitar?
Tenemos éter. No te hará falta el whisky.
¿Es más fuerte?
Mucho más. De todos modos, no puedo operar a alguien que está borracho como una cuba.
Miró al ayudante y luego miró al cirujano. Dejó la botella encima de la mesa.
Bien, dijo el cirujano. Quiero que vayas con Marcelo. Él te preparará un baño y te dará ropa limpia y luego te acompañará a una cama.
Se sacó el reloj del chaleco y miró la hora sosteniéndolo en la palma de su mano.
Las ocho y cuarto. Operaremos a la una. Descansa un poco. Si necesitas alguna cosa, no dudes en avisar.
El ayudante le acompañó hasta un edificio de adobe con paredes encaladas que había al fondo del patio. Una nave con cuatro camas de hierro, todas desocupadas. Se bañó en un gran caldero de cobre con roblones que parecía rescatado de un barco y se tumbó en el áspero colchón escuchando a unos niños que jugaban del otro lado de la pared. No durmió. Cuando fueron a buscarle todavía estaba borracho. Lo sacaron del edificio y lo hicieron tumbarse sobre una mesa de caballete en una pieza vacía contigua a la nave y el ayudante le aplicó un paño helado a la nariz y le dijo que inspirara profundamente.
En aquel sueño y otros sueños sucesivos el juez le visitó. ¿Quién si no? Gran mutante de paso lerdo, silencioso y sereno. Al margen de sus antecedentes el juez era una cosa distinta de la suma de los mismos y tampoco había manera de dividirlo y reintegrarlo a sus elementos originales porque no se habría dejado. A buen seguro quienquiera que indagase en su historia a través de genealogías y padrones acabaría a dos velas y aturdido al borde de un vacío sin término ni origen y por más ciencias de que pudiera echar mano para interpretar la materia primigenia que nos trae el polvo de los milenios no descubriría el menor indicio de ningún huevo atávico por el cual determinar sus comienzos. En aquella blanca habitación vacía apareció con el traje de marras y el sombrero en la mano y miró con sus ojillos de cerdo sin pestañas, ojos en los que aquel muchacho de solo dieciséis años sobre la tierra pudo leer tomos enteros de decisiones no imputables a los tribunales de los hombres y vio su propio nombre, que no habría podido descifrar en ninguna otra parte, anotado en los registros como cosa ya caduca, viajero conocido en jurisdicciones que solo exiten en las pretensiones de ciertos mercenarios o en mapas anticuados.
En su delirio revolvió las sábanas de su jergón en busca de armas pero no había tal cosa. El juez sonreía. El tonto ya no estaba allí pero sí otro hombre, y a este hombre no podía verlo en su totalidad pero parecía un artesano y un obrero que trabajaba el metal. El juez le hacía sombra mientras el otro estaba trabajando en cuclillas pero era un forjador en frío que trabajaba con martillo y punzón, quizá acusado de algo y exiliado de los lares de los hombres, dando forma como su destino improbable en la larga noche de su devenir a una moneda para un amanecer que no llegaría nunca. Y es este falso acuñador con sus cinceles y sus buriles quien busca amistarse con el juez y trata de inventar en el crisol a partir de la escoria en bruto un rostro que sea aceptado, una imagen que convierta esta especie residual en moneda corriente en los mercados donde los hombres trocan. De esto es juez el juez y la noche no acaba nunca.
La luz cambió en la habitación, se cerró una puerta. Abrió los ojos. Tenía la pierna envuelta en tela de sábana y apoyada en alto sobre varias esteras de caña arrolladas. Estaba muerto de sed y la cabeza le explotaba y su pierna era como un espíritu maligno metido en su cama, tal era el dolor. Al poco rato el ayudante le trajo agua. No se volvió a dormir. El agua que bebió se le escurría por el cuerpo y empapaba la sábana y procuró quedarse quieto como para burlar al dolor y su cara estaba gris y demacrada y su pelo húmedo y apelmazado.
Una semana después ya cojeaba por la ciudad con unas muletas que le había proporcionado el doctor. Llamó a todas las puertas preguntando por el ex cura pero nadie le conocía.
En junio de aquel año se alojaba en Los Ángeles en un albergue que apenas era un asilo nocturno para indigentes junto con otros cuarenta hombres de diversas nacionalidades. La mañana del undécimo día se levantaron todos y fueron a presenciar una ejecución pública en la cárcel. Cuando él llegó apenas era de día y había ya tal multitud de espectadores frente a la puerta que no pudo ver bien lo que pasaba. Permaneció en las últimas filas mientras salía el sol y se pronunciaban discursos. De pronto, dos figuras atadas se destacaron verticalmente de entre los demás y subieron hasta lo alto de la verja y allí quedaron colgadas y allí murieron. La gente se pasaba botellas y los espectadores antes silenciosos se pusieron a charlar.
Cuando regresó al lugar aquella tarde ya no había nadie. Un guardia estaba apoyado en la garita mascando tabaco y los ahorcados seguían allí como efigies para espantar a los pájaros. Al acercarse un poco más vio que los ahorcados eran Toadvine y Brown.
Tenía muy poco dinero y pronto ya no tuvo nada pero frecuentaba todos los garitos de la ciudad, allí donde hubiera bebida o juego o gallos de pelea o trifulcas. Un joven reservado con un traje demasiado grande para él y las mismas botas destrozadas con las que había venido del desierto. De pie junto a la puerta de una taberna inmunda paseando la mirada bajo el ala del sombrero que llevaba puesto y la luz de un hachón dándole en un lado de la cara le tomaron por un prostituto y le invitaron a copas y luego lo llevaron a la trastienda. Dejó a su cliente sin sentido en un cuartucho en donde no había ninguna luz. Otros hombres lo encontraron durante sus propias sórdidas misiones y otros hombres le robaron el monedero y el reloj. Un poco más tarde alguien le quitó los zapatos.
No tenía noticias del cura y había dejado de preguntar. Una mañana a primera hora cuando volvía a su cuarto bajo una llovizna gris vio a alguien que gimoteaba en una ventana alta y subió la escalera y llamó a la puerta. Una mujer en quimono de seda le abrió y se lo quedó mirando. Detrás de ella ardía una vela sobre una mesa y junto a la ventana había un bobo sentado en un parque con un gato. El bobo se volvió para mirarle, no era el idiota del juez sino otro idiota. Cuando la mujer le preguntó qué quería él dio media vuelta sin contestar y bajó a la lluvia y al barro de la calle.
Con los dos últimos dólares que le quedaban compró a un soldado el escapulario de orejas paganas que Brown había lucido en el cadalso. Lo llevaba puesto a la mañana siguiente cuando un conductor independiente que venía del estado de Misuri le dio trabajo y lo llevaba también cuando partieron hacia Fremont a orillas del Sacramento con una caravana de carros y bestias de carga. El conductor no hizo el menor comentario sobre el collar, sintiera o no curiosidad.
Después de varios meses como empleado de la caravana dejó su puesto sin avisar. Fue de sitio en sitio. No evitaba la compañía de otros hombres. Se le trataba con cierta deferencia por haber sabido adaptarse a la vida más allá de lo que cabía esperar dada su juventud. Se había hecho con un caballo y un revólver, lo más elemental del equipo. Trabajó en distintos oficios. Tenía una biblia que había hallado en las minas y siempre la llevaba encima a pesar de que no sabía leer. Por su indumentaria frugal y oscura algunos le tomaban por una especie de predicador pero él no pretendía ser testigo de nada, ni de las cosas presentes ni de las futuras, él menos que cualquiera. Eran lugares remotos para las noticias, aquellos que visitaba, y en aquellos tiempos de incertidumbre los hombres brindaban por gobernantes ya depuestos y saludaban la coronación de reyes ya asesinados y bajo tierra. De estos fastos materiales tampoco aportaba datos y aunque era costumbre en aquel desierto detenerse ante cualquier viajero para intercambiar noticias, él parecía viajar sin noticia alguna, como si las cosas del mundo le resultaran demasiado degradantes para cambalachear con ellas, o quizá demasiado triviales.
Vio hombres asesinados con armas de fuego y con cuchillos y con sogas y vio batirse a muerte por mujeres cuya tarifa ellas mismas fijaban a dos dólares. Vio buques procedentes de la China amarrados con cadenas en los pequeños puertos y balas de té y de sedas y de especias abiertas a espada por menudos hombres amarillos que hablaban como los gatos. En aquella costa solitaria donde las empinadas rocas acunaban un mar oscuro y murmullante vio planear buitres, la envergadura de cuyas alas empequeñecía a las aves menores hasta el punto de que las águilas que chillaban más abajo parecían chorlitos o golondrinas. Vio montones de oro que apenas habrían cabido en un sombrero apostados a una sola carta y perdidos y vio osos y leones obligados a pelear a muerte con toros salvajes y estuvo dos veces en la ciudad de San Francisco y por dos veces la vio arder y nunca regresó, partiendo a caballo por la ruta del sur donde toda la noche la forma de la ciudad ardió reflejada en el cielo y ardió una vez más en las negras aguas del mar donde los delfines pasaban entre las llamas, incendio en el lago, entre maderos que caían y gritos de las víctimas. No volvió a ver más al ex cura. Del juez oía rumores en todas partes.
En la primavera del año en que cumplía los veintiocho partió con otros hacia el este por el desierto, uno de cinco hombres empleados para escoltar a un grupo de personas hasta sus hogares a medio cruzar el continente. A los siete días de viaje, llegados a un pozo en el desierto, los abandonó. No eran más que una partida de peregrinos de vuelta a casa, hombres y mujeres cubiertos ya de polvo y agotados por el viaje.
Dirigió su caballo rumbo al norte hacia los cerros peñascosos que parecían arañar el borde del horizonte y cabalgó con las estrellas en descenso y con el sol ya alto. Era una región como no había visto anteriormente y no había senda que condujera a aquellas montañas y ninguna que saliera de ellas. Pero en lo más intrincado de los peñascos encontró hombres que parecían incapaces de soportar el silencio del mundo.
Los vio por primera vez al atardecer afanándose por el llano entre los ocotes en flor que ardían en la última claridad como candelabros cornudos. Los conducía un pitero que iba soplando una caña seguido de una ruidosa procesión de panderetas y matracas y hombres desnudos hasta la cintura con hábito y caperuza negros que se flagelaban con látigos de yuca trenzada y otros que llevaban sobre la espalda descubierta grandes fardos de cholla y uno que iba atado a una cuerda y era zarandeado por sus compañeros y un encapuchado que portaba una gruesa cruz de madera sobre el hombro. Todos ellos iban descalzos y dejaban un rastro de sangre entre las rocas y los seguía una tosca carreta en la que viajaba un esqueleto de madera tallada que iba dando tumbos y sostenía al frente un arco y una flecha. Compartía su carreta con un montón de piedras y progresaban a trancas y barrancas por las rocas del camino, tirados por cuerdas atadas a la cabeza y los tobillos de los portadores y acompañados por un grupo de mujeres que sostenían pequeñas flores del desierto o antorchas de sotol o fanales primitivos de hojalata perforada.
Esta atribulada secta atravesó lentamente el terreno al pie del risco donde estaba el viajero y avanzó por el abanico de piedras desprendidas de un barranco que había más arriba y en medio de un estrepitoso concierto de gemidos y de flautas pasó entre los muros de granito hacia la parte alta del valle y desapareció en la oscuridad que ya se cernía dejando únicamente un rastro de sangre, como los heraldos de una catástrofe innombrable.
Vivaqueó en una quebrada y él y el caballo se tumbaron juntos y el viento seco del desierto no dejó de soplar durante la noche y era un viento casi silencioso pues entre aquellas rocas no había resonancia. Al alba contemplaron la luz nueva en el este y luego él ensilló al caballo y lo guió sendero abajo atravesando una garganta donde encontró una cisterna metida en una pendiente de cantos rodados. El agua reposaba en sitio oscuro y las piedras estaban frecas y bebió y recogió agua con el sombrero para el caballo. Luego lo guió por la brida hacia la cresta y siguieron adelante, el hombre observando la planicie que se extendía al sur como al norte las montañas y el caballo chacoloteando detrás.
Al poco rato el caballo empezó a agitar la cabeza y en seguida ya no quiso andar. El se quedó con el ronzal en la mano y estudió la región. Entonces vio a los peregrinos. Estaban desperdigados más abajo en un barranco, muertos y rodeados de sangre. Cogió su rifle y se agachó a la escucha. Llevó el caballo hasta la sombra de la pared de roca y lo ató y empezó a descender por las rocas.
Los penitentes yacían acuchillados y destripados entre las piedras en toda clase de posturas. Muchos de ellos estaban alrededor de la cruz caída, algunos mutilados y algunos sin cabeza. Quizá se habían congregado al pie de la cruz buscando protección pero el hoyo en donde la habían plantado y el montón de piedras que lo rodeaba mostraban que la cruz había sido derribada y el cristo, que ahora yacía con las cuerdas ciñéndole aún las muñecas y los tobillos, masacrado y despanzurrado.
El chaval se levantó y contempló el desolado espectáculo y entonces vio en un pequeño nicho en las rocas a una vieja arrodillada con la mirada baja y envuelta en un rebozo descolorido.
Pasó entre los cadáveres y se paró a su lado. Era muy vieja y su rostro estaba gris y cuarteado y la arena se había acumulado en los pliegues de su vestido. Ella no levantó la vista. El chal que le cubría la cabeza estaba muy descolorido pero la tela conservaba como un motivo tejido figuras de estrellas y cuartos de luna y otras insignias de procedencia desconocida para él. Le habló en voz baja. Le dijo que era americano y que estaba muy lejos de su país de origen y que no tenía familia y que había viajado mucho y visto muchas cosas y que había estado en la guerra y pasado muchas penurias. Le dijo que la llevaría a un lugar seguro, entre paisanos de ella que le abrirían las puertas y que era lo mejor que podía hacer pues no podía dejarla en aquel lugar donde sin duda moriría.
Apoyó una rodilla en tierra descansando el rifle como si fuera un cetro. Abuelita, dijo. ¿No puedes oírme?
Alargó la mano hacia el pequeño nicho y le tocó el brazo. La anciana se movió ligeramente, todo su cuerpo, liviano y rígido. No pesaba nada. No era más que una concha seca y llevaba muerta en aquel lugar varios años.