XVII

Saliendo de Tucson - Una cubería original

Intercambio - Bosques de cirio gigante

Glanton ante la lumbre - La tropa de García

El paraselene - Fuego divino

El ex cura hablando de astronomía

El juez sobre los extraterrestres, el orden, la teleología en el cosmos

Truco con monedas - El perro de Glanton

Animales muertos - Las arenas - Una crucifixión

El juez hablando de la guerra - El cura no dice nada

Tierras quebradas, tierras desamparadas

El atlas de Tinajas - Un hueso de piedra

El Colorado - Argonautas - Los yumas

Los barqueros - Hacia el campamento yuma.

Partieron con el crepúsculo. El cabo que estaba en la garita de sobre el portal salió y les gritó el alto pero no se detuvieron. Eran veintiún hombres y un perro y una pequeña carreta a bordo de la cual el idiota y su jaula habían sido atados como para una travesía por mar. Atado detrás de la jaula iba el barrilete de whisky que habían vaciado la noche anterior. El barrilete había sido desmontado y enarcado de nuevo por un hombre a quien Glanton había nombrado tonelero interino de la expedición y ahora contenía en su interior un odre hecho con la tripa de una oveja en el que habría unos tres cuartos de galón de whisky. El odre iba encajado en el bitoque por la parte de dentro y el resto del barrilete estaba lleno de agua. Así pertrechados cruzaron la verja y las murallas hacia la pradera que vibraba a la luz estriada del crepúsculo. La carreta crujía y se sacudía y el idiota se aferraba a los barrotes de su jaula y graznaba al sol con voz ronca.

Glanton iba en cabeza de la columna sobre su flamante silla de montar Ringgold guarnecida de hierro que había cambiado por alguna cosa y llevaba un sombrero nuevo que era negro y le sentaba bien. Los reclutas, en número de cinco, sonrieron entre ellos y miraron al centinela. David Brown cerraba la marcha y dejaba allí a su hermano lo que a la postre sería para siempre y su humor era tan agrio que podría haber disparado al centinela sin mediar provocación alguna. Cuando el centinela dio una segunda voz Brown giró empuñando el rifle y el otro fue lo bastante juicioso para ponerse a cubierto y ya no se le volvió a oír. En el largo crepúsculo los salvajes partieron para ir a su encuentro y se procedió a intercambiar el whisky sobre una manta de Saltillo extendida en el suelo. Glanton prestó poca atención a la ceremonia. Cuando los salvajes hubieron contado oro y plata a gusto del juez, Glanton pisó la manta y con el tacón de la bota juntó las monedas y luego se apartó y ordenó a Brown que recogiera la manta. Mangas y sus lugartenientes intercamiaron miradas sombrías pero los americanos montaron y emprendieron camino y nadie volvió la mirada atrás salvo los reclutas. Estaban al corriente de los detalles de la operación y uno de ellos se alineó con Brown y le preguntó si los apaches los seguirían.

De noche no, dijo Brown.

El recluta volvió la espalda y miró las siluetas que rodeaban el barrilete en aquel socavado yermo en penumbra.

¿Por qué?, dijo.

Brown escupió. Porque está oscuro, dijo.

Cabalgaron hacia el oeste siguiendo la base de un monte y pasaron por una mísera población tapizada de fragmentos de loza procedente de un horno que había habido allí en tiempos. El guardián del idiota cabalgaba al lado de la jaula y el idiota se aferraba a los barrotes y veía pasar el paisaje en silencio.

Aquella noche atravesaron bosques de cirios gigantes y se adentraron al oeste en las colinas. El cielo estaba cubierto y aquellas columnas estriadas que pasaban en la oscuridad eran como ruinas de vastos templos proporcionados y graves y el silencio era solo interrumpido por las voces de las lechuzas enanas que allí merodeaban. En aquel terreno abundaban chollas, algunas de cuyas matas se agarraban a los caballos con pinchos que habrían atravesado la suela de una bota y de las colinas empezó a levantarse un viento que sopló toda la noche con un silbido de víbora entre la interminable extensión de espinos. Siguieron adelante y la tierra se fue volviendo rala y aquella fue la primera de una serie de jornadas sin una gota de agua y allí fue donde acamparon. Aquella noche Glanton estuvo un buen rato contemplando los rescoldos del fuego. Sus hombres dormían pero muchas cosas habían cambiado. Demasiadas ausencias, ya fueran desertores o muertos. Los delaware, todos asesinados. Contempló el fuego y si vio allí portentos a él le daba lo mismo. Viviría lo suficiente para ver el mar occidental y puesto que en todo momento se sentía acabado le dominaba la indiferencia. Tanto si su historia era concomitante a hombres y naciones como si terminaba allí. Hacía tiempo que había desistido de sopesar las consecuencias y concediendo como lo hacía que el destino de los hombres está fijado se arrogaba no obstante la facultad de contener en sí mismo todo lo que alguna vez sería y todo lo que el mundo le depararía alguna vez y puesto que la carta de su destino estaba escrita en la piedra original él se atribuía la autoridad y así lo manifestaba y conduciría al sol inexorable a su definitiva extinción como si lo hubiera tutelado desde el inicio de los tiempos, antes de que existieran los caminos, antes de que existieran hombres o soles por los que pasar.

Enfrente de él tenía la detestable enormidad del juez. Medio desnudo, garabateando en su cuaderno. Los pequeños lobos del desierto aullaban en el bosque espinoso que habían atravesado y en la llanura seca que había ante ellos otros les respondían y el viento abanicaba las ascuas que Glanton contemplaba. Los huesos de cholla ardiendo en su incandescente cestería vibraban como holoturias en llamas en la oscuridad fosfórica de las profundidades marinas. El idiota había sido acercado al fuego dentro de su jaula y ahora observaba incansable las llamas. Glanton levantó la cabeza y vio al chaval al otro lado de la lumbre, acuclillado sobre su manta observando al juez.

Dos días después encontraron una zarrapastrosa legión al mando del coronel García. Eran tropas de Sonora en busca de una banda de apaches comandados por Pablo y su número ascendía a un centenar. De aquellos jinetes unos iban sin sombrero y otros sin pantalón y algunos iban desnudos bajo sus capas y portaban armas de desecho, viejos fusiles y mosquetes Tower, unos con arcos y flechas o apenas unas cuerdas con las que estrangular al enemigo.

Glanton y sus hombres estudiaron a la tropa con glacial atonía. Los mexicanos se acercaron tendiendo las manos para pedir tabaco y Glanton y el coronel intercambiaron rudimentarias cortesías y luego Glanton se abrió paso entre la impertinente horda. Eran de otra nación, aquellos jinetes, y toda la tierra que se extendía al sur y de la cual procedían así como las tierras al este hacia las que se dirigían estaban muertas para él y tanto el terreno como sus posibles ocupantes le parecían remotos y discutibles en su sustancia. Esta sensación se propagó entre la compañía antes de que Glanton se hubiera apartado por completo de ellos y cada hombre giró en su caballo y así lo hicieron uno por uno y ni siquiera el juez dio una excusa para poner fin a aquel encuentro.

Cabalgaron hacia la oscuridad y el desierto blanqueado por la luna se extendió ante ellos frío y pálido y la luna descansaba en un cerco y en aquel cerco había una luna postiza con sus propios mares grises y nacarados. Acamparon en un terreno de aluvión donde unos muros de agregado seco señalaban el antiguo curso de un río y encendieron un fuego alrededor del cual se sentaron en silencio, los ojos del perro y del idiota y de algunos hombres brillando rojos como ascuas cuando volvían la cabeza. Las llamas oscilaban al viento y las brasas palidecían y se oscurecían y palidecían y se oscurecían como el pulso sanguíneo de un ser vivo eviscerado frente a ellos en el suelo y contemplaron el fuego, el fuego que contiene en sí mismo algo de los propios hombres en la medida en que el hombre es menos sin él y se aparta de sus orígenes y está como exiliado. Pues cada fuego es todos los fuegos, el primer fuego y el último que habrá nunca. El juez se levantó para cumplir alguna oscura misión y al cabo de un rato alguien preguntó al ex cura si era verdad que en un tiempo hubo dos lunas en el cielo y el ex cura miró a la falsa luna que tenían encima y dijo que era muy posible. Pero que sin duda el sabio Dios de las alturas, consternado por la proliferación de lunatismo en esta tierra, se habría humedecido un dedo y se habría inclinado desde el abismo para extinguirla de un pellizco. Y si se le hubiera ocurrido otro medio para que los pájaros encontraran su camino en la oscuridad quizá habría suprimido también la otra luna.

Se le planteó luego la pregunta de si en Marte o en otros planetas del vacío existían hombres o criaturas similares y el juez que había vuelto a la lumbre y estaba medio desnudo y sudando tomó la palabra y dijo que no los había y que en todo el universo no había más hombres que los de la tierra. Todos le escuchaban con atención, los que se habían vuelto para mirarle y los que no.

La verdad sobre el mundo, dijo, es que todo es posible. Si no lo hubierais visto desde el momento de nacer y despojado por tanto de su extrañeza os habría parecido lo que es, un juego de manos barato, un sueño febril, un éxtasis poblado de quimeras sin analogía ni precedente, una feria ambulante, un circo migratorio cuyo destino final después de muchos montajes en otros tantos campos enfangados es más calamitoso y abominable de lo que podemos imaginar.

El universo no es una cosa acotada y su orden interno no está limitado, en virtud de ninguna latitud de conceptos, a repetir en una de sus partes lo que ya existe en otra. Incluso en este mundo existen más cosas sin que nosotros tengamos conocimiento de ellas que en todo el universo y el orden que observamos en la creación es el que nosotros le hemos puesto, como un hilo en el laberinto, para no extraviarnos. Pues la existencia tiene su propio orden y eso no puede comprenderlo ninguna inteligencia humana, siendo que la propia inteligencia no es sino un hecho entre otros.

Brown escupió hacia el fuego. Ya estás otra vez con tus desvaríos, dijo.

El juez sonrió. Apoyó en el pecho las palmas de sus manos y aspiró el aire nocturno y se acercó y se puso en cuclillas y levantó una mano. Esta mano giró, y entre sus dedos había una moneda de oro.

¿Dónde está la moneda, Davy?

Yo te diré dónde te la puedes meter.

El juez hizo un pase rápido con la mano y la moneda titiló en el aire a la luz de la lumbre. Debía de estar atada a algún hilo sutil, crin de caballo quizá, pues rodeó el fuego y volvió al juez, que la cazó al vuelo y sonrió.

El arco de los cuerpos en rotación viene determinado por la longitud de su cuerda, dijo el juez. Lunas, monedas, hombres. Movió las manos como si estuviera liberando algo de su puño en una serie de elongaciones. Mira la moneda, Davy, dijo.

La lanzó al aire y la moneda trazó un arco en la luz del fuego y desapareció en la oscuridad. Miraron hacia la noche que la había engullido y miraron al juez y en ese acto de mirar, unos al juez y otros la noche, fueron un solo testigo.

La moneda, Davy, la moneda, susurró el juez. Estaba muy tieso y levantó una mano sonriendo al tendido.

La moneda regresó de la noche y cruzó el fuego con un ligero zumbido y la mano levantada del juez estaba vacía pero a continuación tenía la moneda. Se oyó un ruidito y el cobre estaba en su mano. Con todo algunos afirmaron que el juez había lanzado la moneda y que se había puesto otra igual en la palma de la mano y que el ruido lo había producido él con la lengua pues no en vano era un consumado malabarista además de pillo y acaso él mismo no había dicho al guardar la moneda lo que todo el mundo sabe, que hay monedas y monedas falsas. Por la mañana algunos registraron el lugar por donde había desaparecido la moneda pero si alguien la encontró fue para quedársela y al salir el sol montaron todos y reanudaron la marcha.

La carreta con la jaula del idiota daba tumbos en la retaguardia y el perro de Glanton trotaba ahora a su lado quién sabe si por algún instinto protector, como el que los niños suscitan en ciertos animales. Pero Glanton llamó al perro y al ver que no volvía recorrió en sentido inverso la pequeña columna y se inclinó y le propinó dos buenos azotes con su maniota y lo puso a correr delante de él.

Empezaron a encontrar cadenas y albardas, balancines, mulos muertos, carros. Arzones de silla carcomidos y sin cuero y blancos como el hueso, la madera con los bordes ligeramente chaflanados por los roedores. Atravesaron una región en donde el hierro no se oxidaba ni se empañaba el estaño. Bajo sus retazos de pelleja seca las corrugadas carcasas del ganado parecían los pecios de embarcaciones primitivas zozobradas en aquel vacío sin playa y pasaron lívidos y austeros junto a las negras formas disecadas de caballos y de mulas que algún viajero había vuelto a poner de pie. Estas bestias agostadas habían muerto en la arena con el pescuezo estirado por la angustia y ahora erectas y ciegas y al sesgo con tiras de cuero renegrido colgando de sus costillares estaban allí inclinadas gritando con sus largas bocas a los soles que se sucedían sobre ellas. Los jinetes siguieron adelante. Cruzaron un inmenso lago seco más allá del cual se alineaban volcanes apagados que parecían obra de insectos gigantes. Perdiéndose en la lejanía un lecho de lava vieja dejaba ver hacia el sur escorias irregulares. Bajo los cascos de los caballos la arena de alabastro formaba remolinos extrañamente simétricos como limaduras de hierro en un campo magnético y dichas formas se alzaban y se hundían de nuevo, resonando al caer sobre el terreno armónico y girando luego sobre sí mismas para desaparecer orilla abajo. Como si el sedimento mismo de las cosas contuviese todavía un residuo de receptividad. Como si en el tránsito de aquellos jinetes hubiera algo lo suficientemente horrible para quedar registrado en la máxima granulación de la realidad.

Sobre un promontorio situado al oeste de la playa vieron una burda cruz de madera en la que unos mancopas habían crucificado a un apache. El cadáver momificado colgaba de la cruceta, abierta la boca como un agujero en carne viva, una cosa de piel y hueso estragada por los vientos de piedra pómez que soplaban del lago y el pálido costillar visible bajo el poco pellejo todavía pegado al tórax. Siguieron adelante. Los caballos hollaban taciturnos aquel suelo extranjero y la tierra redonda rodaba debajo de ellos surcando el vacío aún mayor en que estaban inmersos. En la neutra austeridad de aquel territorio todos los fenómenos tenían adjudicada una extraña paridad y ni araña ni guija ni brizna de hierba podían reivindicar su primacía. La claridad misma de estas cosas contradecía su familiaridad, pues la mirada deduce el todo en base a un rasgo o una parte y aquí todo era igual de luminoso y todo atezado por igual de sombra y en la democracia óptica de tales paisajes toda preferencia se vuelve caprichosa y hombre y roca terminan por asumir parentescos insospechados.

Cada vez más flacos y demacrados bajo los soles blancos de aquellos días, sus ojos hundidos y secos eran como los de los noctámbulos cuando les sorprende el día. Encogidos bajo sus sombreros parecían fugitivos a una escala imponente, seres de los que el sol estuviera ávido. El propio juez se volvió callado y meditabundo. Hablaba de purificarse de las cosas que se atribuyen derechos sobre el hombre pero aquel conjunto que recogía sus observaciones no reclamaba derechos sobre nada. Cabalgaban y el viento empujaba delante de ellos el finísimo polvo gris y eran como un ejército de barbas grises, hombres grises, caballos grises. Hacia el norte las montañas miraban al sol en pliegues ondulados y los días eran frescos y las noches frías y se sentaban alrededor de la lumbre cada cual en su propio círculo de oscuridad dentro del círculo oscuro mientras el idiota observaba desde su jaula en el límite de la luz. El juez partió con el mango de un hacha la tibia de un antílope y el tuétano caliente goteó humeante sobre las piedras. Le observaron. El tema era la guerra.

El buen libro dice que quien a espada vive a espada morirá, dijo el negro.

El juez sonrió, reluciente de grasa la cara. ¿Qué hombre justo afirmaría lo contrario?, dijo.

Sí, el buen libro dice que la guerra es mala, dijo Irving. Pero no será porque en él no se hable de guerras y de sangre.

Da igual lo que los hombres opinen de la guerra, dijo el juez. La guerra sigue. Es como preguntar lo que opinan de la piedra. La guerra siempre ha estado ahí. Antes de que el hombre existiera, la guerra ya le esperaba. El oficio supremo a la espera de su supremo artífice. Así era entonces y así será siempre. Así y de ninguna otra forma.

Se volvió a Brown, a quien había oído mascullar algún reparo. Ah, Davy, dijo. Es a tu oficio al que aquí se hace honor. Yo creo que eso merece una pequeña reverencia. Que cada cual reconozca los méritos del otro. ¿Mi oficio?

Desde luego.

¿Cuál es mi oficio?

La guerra. Tu oficio es la guerra. ¿O no?

Y también el tuyo.

También. Sin duda alguna.

¿Qué me dices de esos cuadernos y esos huesos y demás?

Todos los demás oficios están contenidos en la guerra.

¿Es por eso que la guerra persiste?

No. Persiste porque los jóvenes la aman y los viejos la aman a través de aquellos. Los que han peleado y los que no.

Eso es lo que piensas tú.

El juez sonrió. Los hombres nacen para jugar. Para nada más. Cualquier niño sabe que el juego es más noble que el trabajo. Y sabe que el incentivo de un juego no es intrínseco al juego en sí sino que radica en el valor del envite. Los juegos de azar carecen de significado si no media una apuesta. Los deportes ponen en juego la destreza y la fortaleza de los adversarios y la humillación de la derrota y el orgullo de la victoria son en sí mismos apuesta suficiente porque son inherentes al mérito de los protagonistas y los determinan. Pero ya sea de azar o de excelencia, todo juego aspira a la categoría de guerra, pues en esta el envite lo devora todo, juego y jugadores.

Imaginad a dos hombres que se juegan sus propias vidas a las cartas. ¿Quién no ha oído una historia semejante? La carta más alta. Para un jugador así el universo entero no ha hecho más que arrastrarse hacia ese instante en que sabrá si va a morir a manos del otro o este a las de él. ¿Qué mejor ratificación podría existir de la valía de un hombre? Este realce del juego a su estado supremo no admite discusión alguna respecto de la idea de destino. La elección de un hombre sobre otro es una preferencia absoluta e irrevocable y es bien tonto quien crea que una decisión de ese calibre carece de autoridad o de significado. En los juegos donde lo que se apuesta es la aniquilación del vencido las decisiones están muy claras. El hombre que tiene en su mano tal disposición de naipes queda por ello mismo excluido de la existencia. Esta y no otra es la naturaleza de la guerra, cuya apuesta es a un tiempo el juego y la supremacía y la justificación. Vista así, la guerra es la forma más pura de adivinación. Es poner a prueba la voluntad de uno y la voluntad de otro dentro de esa voluntad más amplia que, por el hecho de vincularlos a ambos, se ve obligada a elegir. La guerra es el juego definitivo porque a la postre la guerra es un forzar la unidad de la existencia. La guerra es Dios.

Brown miró al juez. Holden, estás loco. Al final has perdido el seso.

El juez sonrió.

La fuerza no hace ley, dijo Irving. El hombre que vence en un combate no está moralmente vindicado.

La ley moral es un invento del género humano para privar de sus derechos al poderoso en favor del débil. La ley de la historia la trastoca a cada paso. No hay criterio definitivo que pueda demostrar la bondad o maldad de un juicio ético. Que un hombre caiga muerto en un duelo no prueba que sus opiniones fueran erróneas. Su misma implicación en ese duelo da fe de una nueva y más amplia perspectiva. El que los protagonistas acepten renunciar a una disputa que consideran tan trivial como de hecho es y apelen directamente al tribunal del absoluto histórico indica a las claras cuán poco importan las opiniones y cuánto en cambio las divergencias que los enfrentan. Pues la disputa es en efecto trivial, pero no así las voluntades independientes que de ella se derivan. La vanidad del hombre podrá ser infinita pero su saber sigue siendo imperfecto y por más que valore sus juicios llegará un momento en que tendrá que someterlos al arbitrio de una instancia superior. Y ahí no caben argumentos especiosos. Ahí toda consideración de igualdad y de rectitud y de derecho moral queda invalidada y sin fundamento y ahí las opiniones de los litigantes no cuentan para nada. Todo fallo de vida o de muerte, toda decisión sobre lo que será y lo que no será, supera cualquier planteamiento de lo que es justo. En los arbitrios de tal magnitud están contenidos todos los demás, sean morales, espirituales o naturales.

El juez miró en derredor buscando posibles controversias. ¿Y qué dice el cura?, dijo.

Tobin alzó la cabeza. El cura no dice nada.

El cura no dice nada, dijo el juez. Nihil dicit. Pero el cura dice algo, porque ha guardado los hábitos de su oficio y asumido las herramientas de esa vocación superior a que todo hombre hace honor. El cura prefiere ser un dios él mismo que servir a ese Dios.

Tobin meneó la cabeza. Eres un blasfemo, Holden. Y en realidad nunca fui cura, solo novicio de una orden.

Cura oficial o cura aprendiz, dijo el juez. Los hombres de Dios y los hombres de la guerra tienen extrañas afinidades.

Yo no pienso seguirte la corriente, dijo Tobin. No me pidas que lo haga.

Ay cura, dijo el juez. ¿Qué podría yo pedir que no me hayas dado ya?

Al día siguiente cruzaron a pie el malpaís, conduciendo los caballos por un lago de lava totalmente agrietado y de un negro rojizo como un lecho de sangre seca, enfilando aquel infierno de vidrio ambarino como los restos de una legión sombría que huyera a repelones de una tierra maldita, llevando en hombros la carreta para salvar las fisuras y los salientes mientras el idiota se aferraba a los barrotes y clamaba al sol con gritos roncos parecido a un ingobernable dios excéntrico raptado de una raza de degenerados. Cruzaron un escorial de lodos hendidos y de cenizas volcánicas tan imponderables como el fondo quemado del infierno y remontaron una sierra de denudadas colinas graníticas hasta un ceñudo promontorio donde el juez, triangulando a partir de puntos conocidos del paisaje, calculó de nuevo su trayectoria. Un cascajal se extendía hasta el horizonte. Hacia el sur más allá de las negras colinas volcánicas había una solitaria cresta albina, de arena o de yeso, parecida al pálido lomo de una bestia marina surgida de entre los oscuros archipiélagos. Siguieron andando. Tras un día de marcha alcanzaron los depósitos de piedra y el agua que buscaban y bebieron y baldearon agua de los depósitos más altos a los secos de abajo para abrevar a los caballos.

En todo aguadero del desierto hay osamentas pero aquella noche el juez se acercó al fuego con un hueso que ninguno de los presentes había visto jamás, un fémur enorme de alguna bestia extinguida hacía tiempo y que había encontrado en un peñasco erosionado, y estaba procediendo a medirlo con la cinta de sastre que llevaba consigo para luego dibujarlo en su cuaderno. Toda la compañía había oído disertar al juez sobre paleontología excepto los nuevos reclutas y estos le estaban observando y le planteaban las dudas que se les podían ocurrir. El juez respondía con cuidado, ampliándoles sus propias preguntas como si tuviera delante a aprendices de sabio. Ellos asentían y querían tocar aquel enorme hueso petrificado y sucio, quizá para palpar con sus dedos las inmensidades temporales de las que les hablaba el juez. El guardián bajó al idiota de su jaula y lo ató junto a la lumbre con una soga de crin trenzada que él no pudiera partir con los dientes y el idiota se quedó allí de pie tirando del collar y con las manos extendidas como si anhelara el contacto de las llamas. El perro de Glanton se levantó y se lo quedó mirando y el idiota se mecía y babeaba y sus ojos mortecinos se animaron de un brillo ficticio al reflejar el fuego. El juez sostuvo el fémur derecho a fin de ilustrar mejor sus analogías con los huesos más corrientes en aquella región y luego lo dejó caer a la arena y cerró el cuaderno.

No encierra ningún misterio, dijo.

Los reclutas parpadearon como bobos.

Vuestro máximo deseo es que os cuente algún misterio. El misterio es que no hay ningún misterio.

Se puso de pie y se alejó hacia lo oscuro. Sí, dijo el ex cura, observándole con la pipa fría entre los dientes. Ningún misterio. Como si él mismo no fuera uno, maldito engañabobos.

Tres días más tarde llegaban al Colorado. Parados al borde del río observaron las turbias aguas color de arcilla que bajaban del desierto en un hervor constante. Dos grullas que había en la orilla se alejaron aleteando y los caballos y los mulos se aventuraron en los alfaques con precaución y se pusieron a beber levantando de vez en cuando el hocico mojado para observar la corriente y la orilla opuesta.

Río arriba encontraron en un campamento los restos de una caravana de carros arrasada por el cólera. Los supervivientes iban y venían entre las lumbres de mediodía o miraban con ojos hundidos a los dragones harapientos que llegaban de los sauces. Sus enseres estaban esparcidos por la arena y las irrisorias pertenencias de los fallecidos estaban en un aparte para ser repartidas entre los demás. Había en el campamento algunos indios yumas. Los hombres llevaban el pelo cortado bastante largo o en pelucas apelmazadas con fango e iban de acá para allá con pesadas mazas colgando de la mano. Tanto ellos como las mujeres tenían la cara tatuada y las mujeres no vestían otra cosa que unas faldas de corteza de sauce trenzada y muchas de ellas eran preciosas y muchas más tenían marcas de sífilis.

Glanton recorrió aquella desolada cochera con el perro pisándole los talones y el rifle en la mano. Los yumas estaban pasando al otro lado del río los pocos mulos dejados por la caravana y Glanton los observó desde la orilla. Aguas abajo habían ahogado a una de las bestias y la remolcaban hasta la orilla para descuartizarla. Un anciano vestido con un sayo y luciendo una barba larga estaba sentado con los pies en el agua y las botas a un lado.

¿Dónde están sus caballos?, dijo Glanton.

Nos los comimos.

Glanton miró detenidamente el río.

¿Cómo piensa cruzar?

En la balsa.

Miró hacia donde el anciano le señalaba. ¿Qué les cobra por llevarlos al otro lado?, dijo.

Un dólar por cabeza.

Glanton volvió la cabeza y miró a los peregrinos que había en la playa. El perro estaba bebiendo del río y él le dijo algo y el perro fue a sentarse a su lado.

La balsa dejó la ribera opuesta y fue a fondear aguas arriba a un desembarcadero en donde había un anclaje hecho de maderos de deriva. La balsa consistía en un par de viejas cajas de carro acopladas entre sí y calafateadas con brea. Un grupo de personas había acarreado sus bártulos y aguardaba en pie. Glanton remontó la orilla y fue a por su caballo.

El barquero era un tal Lincoln, médico del estado de Nueva York. Estaba supervisando la carga mientras los viajeros subían a bordo y se acomodaban con sus fardos junto a las barandillas de la barcaza mirando con incertidumbre el ancho cauce. Un mastín mestizo observaba la escena desde la orilla. Al aproximarse Glanton, erizó el pelo. El médico se dio la vuelta e hizo visera con la mano y Glanton se presentó. Se estrecharon la mano. Mucho gusto, capitán Glanton. Para servirle.

Glanton asintió con la cabeza. El médico dio instrucciones a los dos hombres que trabajaban para él y luego fue con Glanton río abajo por el camino de sirga, Glanton guiando al caballo de las riendas y el perro del médico unos diez pasos más atrás.

El grupo de Glanton había acampado en un arenal al que los sauces de la ribera daban un poco de sombra. Al ver que Glanton y el médico se aproximaban el idiota se levantó en su jaula y asió los barrotes y empezó a chillar como si quisiera advertir de algo al médico. Este dio un rodeo para evitar al monstruo, mirando siempre a su anfitrión, pero los lugartenientes de Glanton se habían adelantado y al poco rato el médico y el juez estaban platicando con exclusión de todos los demás.

Por la tarde Glanton y el juez y un destacamento de cinco cabalgaron río abajo hasta el campamento yuma. Pasaron por un bosque de sauces y sicomoros manchados de arcilla de las últimas crecidas y dejaron atrás viejas acequias y pequeños sembrados de invierno donde el viento agitaba las pequeñas farfollas de maíz y cruzaron el río por el vado de Algodones. Cuando los perros los anunciaron el so1 ya se había puesto y por el oeste la tierra estaba roja y cabalgaron en fila india, tallados en camafeo por la luz vinosa, con el lado oscuro mirando al río. Entre los árboles ardían sin llama las lumbres del campamento y una delegación de indios a caballo salió a recibirlos.

Se detuvieron sin desmontar. Los yumas venían ataviados con todas sus ridículas insignias y por añadidura lo hacían con tal aplomo que los jinetes más pálidos hubieron de esforzarse por mantener la compostura. El jefe era un hombre llamado Caballo en Pelo y este viejo magnate llevaba un tabardo de lana con cinturón propio de un clima mucho más frío y debajo del mismo una blusa de mujer en seda con bordados y unos bombachos de casinete gris. Era pequeño y nervudo y había perdido un ojo a manos de un maricopa y dedicó a los americanos un extraño rictus priápico que en tiempos pudo haber sido sonrisa. A su derecha, un cacique menor llamado Pascual que iba embutido en una guerrera con alamares y los codos rotos y que llevaba en la nariz un hueso del que colgaban pequeños pendientes. El tercer hombre era un tal Pablo e iba vestido con una chaqueta escarlata con galones deslustrados y deslustradas charreteras de hilo de plata. Nada llevaba en los pies y nada en las piernas y lucía en la cara unos anteojos redondos de color verde. De esta guisa se situaron frente a los americanos y saludaron con austeros gestos de cabeza.

Brown escupió al suelo y Glanton meneó la cabeza.

Vaya terceto de cafres, dijo.

Solo el juez pareció mostrarles alguna deferencia y fue sensato al hacerlo, considerando probablemente que las cosas rara vez son lo que parecen.

Buenas tardes, dijo.

El magnate adelantó la barbilla, un gesto leve atenuado por una cierta ambigüedad. Buenas tardes, dijo. ¿De dónde vienen?

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