9. Los secretos de Endor

– ¡Pues quién va a ser, míster Bond! Percy Proud. Persephone. Somos colegas.

– Le agradezco mucho la visita, Cindy, pero no conozco a ninguna Percy, Persephone ni Proud.

Y devolvió discretamente la pistola a su funda. Si Cindy quería que la tomase en serio, habría de mostrarse más convincente. El simple hecho de mencionar a Percy y asegurar que la conocía, no bastaba.

Sin embargo, una voz resonó en su memoria: «Nos hemos introducido en Endor».

– Es usted muy hábil -continuó ella, en tono de una colegiala descarada-. Percy me lo anticipó. También me dijo que le gustaba tentar con manzanas a las profesoras…

Ni eso logró convencerle del todo. Desde luego, sólo Percy y él conocían la humorada de la manzana y las bromas que se habían gastado en Montecarlo a propósito de las recompensas reservadas a los buenos alumnos. Pero ¿y si le habían arrancado a Percy ese secreto?

– ¿Y dice usted que es colega de una tal Percy? -replicó, sosteniéndole retadoramente la mirada.

– Colega o como usted quiera llamarlo, míster Bond: compañera de fatigas, colaboradora… -Y ladeando la cabeza, declaró-: Pertenecemos a la misma organización.

Podía ser, en efecto. Si el Servicio norteamericano había situado a un agente en Endor, lo lógico era que no lo proclamase. Y tampoco Persephone, como auténtica profesional que era, se lo habría dicho a él. El círculo de personas informadas al respecto se restringiría a lo indispensable, hasta el último momento. ¿Significaba eso que el último momento había llegado?

– Cuénteme más.

– Percy me dijo que sabría usted qué hacer con esto.

Cindy extrajo de su bolso de bandolera dos discos duros embalados en sendas cajas de plástico. Los delgados envases tendrían unos doce centímetros de lado y menos de un centímetro de espesor. A semejanza de las casetes de vídeo, presentaban en un costado una solapa articulada. Eran de color azul intenso y mostraban en una esquina una etiqueta adhesiva. Bond reprimió incluso el ademán de tocar las cajas.

– ¿Y puede saberse qué es eso, miss Chalmer?

– Dos de los programas menos convencionales elaborados por nuestro hombre. Y no puedo tenerlos en mi poder demasiado tiempo. A eso de las cuatro de la madrugada me convertiré en una calabaza.

– Entonces le conseguiré dos ratones blancos que la lleven a casa.

– Lo digo en serio. Después de las cuatro ya no podré salvar las barreras de seguridad sin que me detecten. Cambian los turnos a esa hora.

– ¿En Endor, quiere decir?

– En Endor, naturalmente. Aquello tiene una vigilancia electrónica comparable a la de Ford Knox… ¿Ha oído usted hablar de Ford Knox, el depósito de las reservas de oro norteamericanas? -ironizó con una sonrisita burlona-. Pues bien; Endor tiene cerraduras de combinación cuyo código se modifica con cada turno de guardia. Es necesario que vuelva antes del relevo. De lo contrario me veré, como suele decirse, con el agua al cuello.

Bond le preguntó si practicaba a menudo aquellas escapadas.

– Durante la época de celo si. La reputación que tengo en el pueblo me la he creado a modo de coartada, por si algún día me sorprenden. Pero como me pillen con esto debajo de la blusa…; en fin… -se pasó un dedo por la garganta-. Así pues, míster Bond, le agradecería que copiara cuanto antes estas alhajas.

– ¿Son tan poco convencionales como dice?

Tendió la mano hacia las cintas, consciente de que ese simple ademán le comprometía de forma irrevocable: si lo que Cindy buscaba era desenmascararle, el aceptar su oferta de reproducir las grabaciones suponía enfilar un camino sin retorno.

– Lo verá por sí mismo -repuso la chica-. Pero le ruego que se dé prisa. Yo no puedo reproducirlas en la casa.

– Puede escamotearías, pero no sacar copias de ellas. Eso me resulta difícil de creer, miss Chalmer. Su jefe me decía, hace no mucho, que es usted un prodigio en esta clase de cosas.

Le respondió con un bufido de impaciencia que le hizo evocar a «M» en sus momentos de enojo.

– Desde el punto de vista técnico, claro está que lo puedo hacer. Pero intentarlo en la casa sería demasiado peligroso. Nunca me dejan a solas con el equipo el tiempo suficiente. Cuando no ronda por allí el gran hombre, es la Reina de la Noche quien anda mariposeando alrededor…

– ¿ La Reina de la Noche?

– Es el apelativo afectuoso que le doy a Peter. Le considero bastante de fiar, porque desde luego aborrece al jefe, pero no hay que correr riesgos innecesarios. Percy no querría ni oír hablar de ello.

Bond sonrió para sus adentros.

– Quiero hacerle una pregunta, Cindy.

La mulata alzó la mirada, dispuesta a escucharla.

– ¿Conoce bien a esa tal Percy?

– Eres tremendamente reservado, James.

A partir de ese momento pasarían a tutearse con naturalidad.

– No: lo que soy es tremendamente cauteloso.

– La conozco pero que muy bien. Nos hemos tratado por espacio de ¡qué sé yo!… ¿Ocho años?

– Y durante todo ese tiempo ¿la han hospitalizado alguna vez? ¿Ha sufrido alguna operación?

– La de la nariz, que yo sepa. Espectacular.

– ¿Y tú?

– A mí no me han operado de nada.

– Me refiero a tus antecedentes, Cindy. ¿Quién eres? ¿Qué eres? ¿Y por qué lo eres?

– ¿Todo eso? Como gustes. Al terminar la segunda enseñanza, me pasé ocho meses en un hospital para enfermedades infecciosas. Hay un historial clínico de eso, y médicos y enfermeras que me recuerdan. Me consta que es así porque los hurones de la Vieja Águila Calva lo investigaron. Con la salvedad de que no estuve allí, sino en la Granja, recibiendo entrenamiento. Y luego, sorpresa, gano una beca para estudiar aquí, en Cambridge. Y a partir de ese momento, una ejecutoria impecable. Una joven seria y trabajadora, irreprochable en todo; como nosotros decimos, totalmente sanitizada. La Compañía me tuvo «en reserva». Primero trabajé en la IBM, luego con Apple y finalmente ofrecí mis servicios a Jay Autem Holy. Sus muchachos investigaron una y otra vez mis antecedentes y, aun con eso, Holy no confió en mí durante el primer año y medio.

Bond asintió con un enérgico cabeceo. En realidad, no tenía más alternativa que creer a la chica, pues el tiempo apremiaba. No abandonó, sin embargo, la cautela.

– Muy bien. Háblame de esos dos programas.

– ¿Por qué no les echas un vistazo tú mismo? Percy me dijo que tenias medios para hacerlo.

– Prefiero que me informes tú, Cindy, lo más concisamente posible, y luego pasaremos a la acción.

Así lo hizo la muchacha, hablando con rapidez, comprimiendo al máximo frases y datos. Los fines de semana se celebraban en Endor partidas de juegos bélicos -eso Bond lo sabía ya- a las que, junto con los asiduos, incondicionales de esa diversión, asistían personajes muy sospechosos.

– En particular, dos: Balmer y Hopcraft -precisó Cindy tras una pausa dedicada a mirar fijamente a los ojos a su interlocutor-. Mi gente los conoce por los sobrenombres de Tigerbalm y Happy. Tigerbalm es tan plácido como un huracán de fuerza diez. Tiene una mirada asesina. En cuanto a Happy, los momentos más felices de su vida tendrán que ver con la violación y el pillaje. Como saqueador vikingo, habría resultado perfecto.

Pasó a explicar que los Fines de Semana Gunfire, como los llamaban las revistas especializadas, se desarrollaban en un espíritu netamente militar: disciplina absoluta, convocatorias generales a las nueve de la mañana, retreta a las diez y media de la noche, etcétera. Lo interesante, sin embargo, era lo que sucedía después de la retreta.

– A los fanáticos de las batallitas se les asignan habitaciones contiguas, siempre cerca de Tigerbalm y Happy. Los fines de semana comprenden tres noches, pero al marchar, los fanáticos tienen aspecto de no haber visto una cama en muchos días. Y es que apenas duermen, porque todas las noches, no más allá de la una, les despiertan con instrucciones de que se presenten en la guarida de la Vieja Águila Calva, donde permanecen el resto de la noche, aplicados a solventar problemas de un determinado juego, como los dos que me gustaría devolver a los archivos antes del alba.

Bond le pidió que le esperase en la habitación y, bajando silenciosamente al patio, tomó del portamaletas del Bentley el equipo que necesitaba, tras lo cual desanduvo el camino hacia su cuarto. Alargó un tanto la operación revisando el estacionamiento, pero dio por bien empleados los minutos invertidos en eso.

– ¡Atiza! -exclamó Cindy, contemplando con manifiesta admiración el Terror Doce-. Percy ha hecho un buen trabajo. Confiemos en que los diagramas que le proporcioné de los circuitos fuesen exactos.

Bond encontró verosímil que, infiltrada en Endor, Cindy le hubiera hecho llegar a Percy toda la información tecnológica necesaria para construir un ordenador idéntico al de Holy. Era posible que la actuación personal de Bond se limitase a sacar de Endor los programas más recientes, hecho lo cual aparecerían otros, encargados de limpiar los establos de Augías con la fuerza de las pruebas acumuladas por los tres: Percy, Cindy y él mismo.

Conectado el teclado e introducidos en los lectores los discos láser, Bond procedió a examinar el primero. En cuanto apareció en la pantalla la reseña correspondiente, comprendió lo que tenía entre manos. Resiguiendo las luminosas letras verdes, leyó:


Fase Uno – Aeropuerto a Kensington High Street


A. Primera conductora.

B. Segunda conductora.

C. Coche de cabeza.

D. Coche de cola.


Pulsó el apartado A. Se vio, desde la óptica de la Primera conductora, en medio del denso tráfico que discurría en dirección a Londres desde el aeropuerto de Heathrow. Delante marchaba el pequeño convoy de los furgones de seguridad y su escolta de policía. El programa era tan evidente, que se saltó las fases inmediatas: Salida del paso elevado; Recorrido de Kensington High Street; Intercepción (sistemas eléctricos) y Humo violeta, junto con la huida y las alternativas correspondientes a Intervención equipos de seguridad. No necesitaba ver toda la grabación para darse cuenta de que se encontraba ante el programa de ensayo del robo de la colección Kruxator.

Bond introdujo un disco virgen en el equipo grabador y acometió la delicada tarea de descifrar el código protector incorporado por Holy al programa, requisito indispensable para obtener una copia perfecta del original.

Era un proceso lento, porque Holy no sólo había «garabateado» en ciertos sectores del disco, sino recurrido además a las cuñas codificadas de que le había hablado Percy, las cuales cumplían el propósito de destruir literalmente el disco si alguien intentaba copiar su contenido. Valiéndose de las instrucciones recibidas de su maestra, consiguió detectar en primer lugar esas cuñas y borrarlas luego línea por línea. A continuación adaptó el disco virgen a las dimensiones exactas del original. Aunque el trabajo le llevó más de una hora, pasado ese tiempo disponía de un auténtico calco del programa de ensayo creado por Holy para el robo de la colección Kruxator.

El segundo disco agenciado por Cindy correspondía a un programa de ensayo parecido, en ese caso correspondiente, supusieron, al secuestro de un avión. Como en efecto se había producido uno, importantísimo, de un aparato de carga fletado para el transporte de billetes recién impresos en la Real Casa de la Moneda por cuenta de diversos países, aquél podía ser muy bien el proyecto original del golpe.

De nuevo se puso en marcha el proceso de reproducción, esta vez con más premura, pues a Cindy empezaba a preocuparle mucho su retorno.

– Hay otra cosa -dijo, con aspecto fatigado e inquieto.

– Tú dirás -farfulló Bond, fijos los ojos en la pantalla.

– Algo muy gordo se está tramando allí ahora. No se trata de un robo, de eso estoy segura, sino de una operación violenta y quizá homicida. Se están recibiendo en la casa visitantes nocturnos, y he oído repetidas alusiones a un programa especial.

– ¿Qué clase de programa especial?

– Sólo conozco el nombre… Se llama el Juego del Globo, y al parecer intervienen especialistas en é1.

Bond seguía concentrado en la reproducción del simulacro del secuestro aéreo.

– Especialistas lo son todos, Cindy.

– No; he visto a algunos de esos sujetos. No se trata de maleantes y matones. Algunos se dirían… pilotos y gente de toga.

– ¿Gente de toga?

– Es una forma de hablar… Quiero decir intelectuales, personas de aspecto respetable.

– ¿Y lo llaman el Juego del Globo?

– Esa es la expresión que le oí a Tigerbalm y a otro del grupo, hablando con la Vieja Aguila Calva. ¿Querrás informar de eso? Creo que nos encontramos ante algo muy feo.

Bond respondió que como había de trasladar rápidamente a Londres los dos programas que en ese momento les ocupaban, aprovecharía para informar del Juego del Globo.

– ¿Crees que pueden estar ensayándolo ya, adiestrándose en él?

– Eso me temo.

Si pudiéramos conseguir una copia del programa…

– No hay ni que pensar en ello. Al menos, de momento.

Concentrado en ultimar su tarea, el agente especial guardó silencio. Lo rompió, por fin, para darle a Cindy una descripción de Joe Zwingli, llamado Vueltas.

– ¿Has visto por Endor a alguien que responda a esas señas?

– Recuerdo al general Zwingli, y la respuesta es negativa. Percy me cursó un enmarañado mensaje en el que decía que está vivo -hizo una pausa-. Parece increíble.

Terminado su trabajo, Bond devolvió a Cindy los originales y le preguntó acerca del régimen de vida que se observaba en Endor. ¿Salían Jason y Dazzle alguna vez? ¿Viajaban? ¿Cuántos vigilantes tenían en la casa?

Respondió la muchacha que, en efecto, él salía una o dos veces por mes. Pero siempre de noche. Jamás abandonaba la casa a la luz del día, ni se dejaba ver por el pueblo. Bond observó que Percy sólo se refería a él por los apelativos de «nuestro hombre» o la Vieja Águila Calva.

– Es muy cauteloso nuestro hombre. Ella, en cambio, sale y viaja mucho. Va al pueblo, a Oxford, a Londres, y se desplaza al extranjero. Algo me dice que es su oficial de enlace.

– ¿Qué lugares visita en el extranjero?

– Cercano Oriente, Europa… Va a todas partes. Percy tiene una lista de los destinos. Yo trato de reconstruir sus itinerarios a base de pequeños indicios: etiquetas de las compañías aéreas, carteritas de cerillas de los hoteles… Pero también ella es cautelosa. Antes de regresar lo elimina casi todo.

En cuanto al personal de la casa, estaba integrado por el cocinero filipino y cuatro agentes de seguridad.

– Nuestro hombre tiene contratados también a seis representantes comerciales auténticos, que no sospechan nada. Pero operan en el exterior. Los hombres de seguridad actúan también de representantes y administrativos. Una fachada muy convincente. Si no hubiera estado yo al tanto de lo que allí ocurre, me habrían engañado del todo. Son tipos callados, eficientes. Usan dos coches, salen mucho, atienden las llamadas telefónicas, los pedidos, el reparto de los productos Gunfire… Pero siempre hay dos de guardia en la casa. Se turnan de acuerdo con un riguroso programa de vigilancia. Y el sistema electrónico de seguridad está muy perfeccionado. Aunque se pueden descifrar, los códigos son muy inteligentes. Quiero decir que no pueden desentrañarse sin conocer bien el sistema. Además, como te dije antes, varían con cada turno de guardia. Es imposible entrar en la casa ni salir de ella a menos que conozca uno la combinación correspondiente a los distintos turnos, que son de seis horas. Y aun así, las máquinas tienen que reconocer tu patrón de voz.

– ¿Hay controles visuales?

– Un montón de ellos. En la entrada principal y en muchos tramos de la tapia, tanto en la parte delantera como atrás. El único punto vulnerable está en la parte posterior, y eso conociendo la distribución de las cámaras de circuito cerrado. Pero como también se reorientan con cada cambio de turno, no es posible entrar ni salir inadvertidamente si no posees todas las claves del correspondiente turno de seis horas. Un intruso no duraría ni tres minutos.

– ¿Se os han presentado?

– ¿Intrusos? Sólo un vagabundo. Y aparte de eso, una falsa alarma. Al menos, lo tomaron por una falsa alarma.

– ¿Tienen armamento?

– Yo estaba allí cuando lo de la falsa alarma, y sí: uno de los tipos de guardia llevaba pistola. Quiere decir que si yo vi una, debe de haber más. James…, ¿puedo marcharme ya? No quisiera que me pillasen con estos discos encima. Han quedado huecos en los archivadores y…

– Andando, Cindy. Y buena suerte. Te veré esta noche. Tengo un pequeño torneo con nuestro hombre. Por cierto que tu amigo Peter me avisó del estilo de juego que practica Jason…

– No le gusta perder -apuntó ella con una amplia sonrisa-. Es algo patológico, como en un chiquillo. Para él supone una cuestión de honor.

Bond no correspondió a la sonrisa.

– Y para mí -dijo en tono suave-. También pata mí es una cuestión de honor.

Eran más de las tres y media de la madrugada. Bond embaló el equipo, lo bajó al coche y lo guardó bajo llave en el maletero. Al volver a su habitación, metió los programas copiados en un sobre con almohadillado protector marca Bolsablanda -lo horroroso del nombre le arrancó una mueca de repugnancia- y, tras haberse dirigido el envío a sí mismo, a un apartado postal, sopesó el pequeño paquete, tratando de conjeturar su peso, y lo franqueó con sellos extraídos de un sobre que llevaba en la cartera de mano. Aunque hubiera preferido entregar personalmente el paquete, no quería correr riesgos. Por último, y sentándose ante el pequeño tocador, redactó en papel de cartas del hotel una breve nota dirigida a Freddie.


Me marcho a Oxford y pasaré allí la mañana. Como es muy temprano, no he querido despertarte, pero estaré de vuelta a la hora del almuerzo. Tenemos lo de ayer pendiente de desempate. ¿Te apetece esta tarde?


Se desnudó entonces, abrió el grifo del agua fría y se metió bajo la ducha. Superada la sacudida inicial, ofreció el rostro a los helados alfilerazos del chorro. Al cabo de aproximadamente un minuto, añadió un poco de agua caliente y se enjabonó. Concluyó la operación secándose vigorosamente el cuerpo con la toalla. Después de afeitarse, se puso la ropa interior, unos pantalones Ted Lapidus de pana negra y un jersey de cuello vuelto de algodón del mismo color. Colocada ya la ASP automática, en su pistolera, a la altura de la cadera derecha, completó su atuendo con una delgada chaqueta de ante y se calzó sus mocasines predilectos.

Ya estaba alboreando, pero la luz del amanecer tenía ese frío resplandor perlado que anuncia tiempo inestable. Metida en la cartera de mano la detestada Bolsablanda, Bond bajó al vestíbulo, dejó en la desierta recepción su llave y la nota para Freddie y salió en busca del coche.

El motor del Bentley cobró vida con un rugido a la primera vuelta de llave. Mientras lo dejaba girar en su régimen normal, de suave zumbido, se ajustó el cinturón de seguridad, atento al indicador de alarma, cuyas luces se fueron apagando una tras otra.

Liberado el freno, puso el cambio de marchas en conducción manual y dejó avanzar el coche. Si tomaba la carretera de Oxford hasta la Circular y enlazaba luego con la M 40, podía estar en Londres en noventa minutos.

Habiendo dejado atrás el largo itinerario de acceso a la carretera Circular, y cuando enfilaba ya en dirección a Londres su calzada de doble carril, empezó a llover. Llevaba recorridos algo menos de dos kilómetros de ese itinerario, cuando vio aparecer en el retrovisor el Mercedes blanco de la víspera.

Jurando por lo bajo, se ajustó más el cinturón y pisó suavemente el acelerador. El coche dio un respingo, aumentó el régimen del motor y el velocímetro subió primero a los ciento setenta y luego, progresivamente, a los ciento noventa kilómetros por hora.

El tráfico era escaso, de modo que pudo mantenerse casi todo el tiempo en el carril derecho, que abandonaba sólo para adelantar limpiamente a los contados coches y camiones que encontraba a trechos.

El Mercedes blanco le iba a la zaga, sin que Bond consiguiese, ni siquiera a tan elevada velocidad, desprenderse de él. Cuando divisó, al frente, la señal indicadora de una salida, abandonó la Circular, todavía a un ritmo de no menos de ciento setenta kilómetros, sin poner en marcha el intermitente hasta el último momento. El Bentley obedeció suavemente a la maniobra, tomando la curva con firme seguridad. El Mercedes parecía haber perdido su rastro. Supuso que su conductor no habla conseguido reducir a tiempo para abandonar la carretera principal.

La ruta se estrechaba al frente entre una doble hilera de abetos. Un pesado trailer de grandes dimensiones avanzaba rugiente a ochenta kilómetros por hora detrás de un camión cisterna. El Bentley redujo la marcha. Al salir de la siguiente curva, Bond captó un parpadeo de intermitentes en una zona de estacionamiento. Al repetir la inspección, vio que un segundo Mercedes se le ponía en cola.

Debían de comunicarse por radio, pensó, y seguramente eran cinco o seis los vehículos encargados de seguirle. En la siguiente curva descolgó el teléfono y, sin apartar la mirada del camino, pulsó los dígitos correspondientes al despacho del oficial de guardia del cuartel general de Regent's Park, que en ese momento probablemente dormiría. La línea utilizada era un canal de radio protegido por interferencias.

La carretera se estrechó todavía más. El segundo Mercedes seguía a la zaga de Bond cuando, tomando éste el próximo viraje, oyó la respuesta del oficial de guardia.

– Mensaje urgente de Jugador para Alcaide -dijo Bond muy de prisa-. Me siguen. Estoy al sur de Oxford. Tengo un importante envío para Alcaide. Trataré de depositario en un buzón. Dirigido a mí mismo. Pruebas concluyentes de la implicación de Programador en actividades ilegales. Investiguen Juego del Globo. Hablen con la Diosa…

– Comprendido -contestó el oficial de guardia, y desocupó la línea.

Al tomar la curva inmediata, vio que se acercaba a un pueblo y que el Mercedes se había rezagado. Pisó el freno y, reducida espectacularmente la marcha del Bentley, escudriñó al frente y a su izquierda. El pueblo casi había quedado atrás cuando distinguió el color rojo vivo del deseado buzón. Detuvo el Bentley y se libró simultáneamente del cinturón de seguridad.

Depositar el sobre y regresar al interior del coche, le llevó menos de veinte segundos. No volvió a abrocharse el cinturón hasta que, habiendo acelerado de nuevo, vio reaparecer al Mercedes en el retrovisor. Adelantado un furgón eléctrico de reparto de leche en su ronda matinal, volvió a salir a campo abierto. En las proximidades de un bosquecillo, avistó el poste indicador de un merendero y, seguidamente, otros dos coches que, saliendo de la espesura, se situaron en mitad de la calzada, los morros unidos en forma de V, cerrándole el camino.

«Tiran a matar», dijo entre dientes mientras pisaba el freno y casi al mismo tiempo viraba, usando sólo el brazo izquierdo.

Conforme el Bentley obedecía al giro, se dio cuenta de que volvía a llevar detrás, muy pegado a él, al Mercedes blanco.

El velocímetro rozaba los noventa kilómetros cuando el Bentley, saliéndose de la calzada, se precipitó entre los árboles. Enlazando una serie de desesperadas maniobras, Bond condujo el voluminoso automóvil entre troncos y helechos, tratando, en un loco zigzagueo, de abrirse de nuevo camino hacia la carretera.

La primera bala arrancó al techo un áspero rechino, y Bond sólo acertó a pensar en los daños de la carrocería. El segundo disparo alcanzó la rueda posterior izquierda, y con ello el automóvil de artesanía, con sus dos toneladas de peso, fue a hundirse de costado entre una maraña de arbustos.

Frenado por el cinturón de seguridad, Bond alcanzó a un tiempo la pistola automática y el pulsador del elevalunas eléctrico.

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