13. Tráfico de números

El cielo era de un gris casi plomizo. Lo vio por la ventana. Era cuanto se ofrecía a la vista: el cielo y parte de un viejo manzano.

Bond acababa de despertar de lo que parecía un sueño natural. Una vez más, estaba vestido por completo, y en la mesilla descansaba la ASP en su funda, junto con un cargador de repuesto. La habitación era en todos sus detalles un dormitorio al gusto inglés, de carpintería esmaltada de blanco brillante, con empapelado a flores, y cortinajes haciendo contraste. Con la única salvedad de que casi todo el hueco de la ventana estaba condenado con ladrillos y de que la puerta, cuando trató de abrirla, no cedió.

Le embargó la deprimente sensación de haber vivido ya todo aquello. Conocía aquel camino, con la sola diferencia de que la anterior etapa había sido Erewhon. Según Rahani, le habían aceptado; más ¿en qué términos? ¿Y por qué?

Los interrogatorios habían resultado concienzudos, desde luego…, pero él tenía instrucciones de «M» de revelar cualquier cosa que sus interrogadores pudiesen verificar, por más delicada que fuera. Sostenía su jefe que el daño podría repararse más tarde. A él, sin embargo, le quedaba una duda: ¿en qué fase se encontraría el juego cuando pusieran manos a la obra de reparación? En Erewhon se estaba preparando algo capaz de conmover al orbe. ¿Cómo lo había expresado Rahani…? «Un cambio total y sin precedentes del mundo y sus acontecimientos.» El eterno sueño de los revolucionarios: alterar el curso de la historia, subdividir los valores, transformarlos a fin de construir una sociedad nueva. En fin -pensó Bond-, la cosa no era nueva, se había hecho ya, aunque sólo a escala de países. Rusia era el ejemplo típico. Por mucho que el ascenso de Hitler en Alemania hubiera constituido también una revolución. Lo malo de las revoluciones era que su ideal inspirador solía fracasar a causa de las fragilidades humanas. Tal era la teoría que propugnaba «M» a menudo.

Rahani había dicho también que él, u otro como él, era indispensable para la realización de lo que se planeaba. Necesitaban un hombre con la preparación, las relaciones y los conocimientos de un experimentado agente especial de los Servicios Secretos. Pero ¿qué parte de esa preparación y qué conocimientos específicos precisaban?

Enfrascado todavía en esas meditaciones, oyó que llamaban a la puerta y giraba una llave en la cerradura.

Cindy Chalmer presentaba un aspecto fresco, radiante. Vestía una bata de laboratorio sobre unos tejanos y una camisa, y cargaba una voluminosa bandeja.

– Su desayuno, mister Bond -anunció con una ancha sonrisa.

Bond vio en segundo término a un hombre alto y musculoso. Señalándole con un movimiento de cabeza, preguntó:

– ¿Mi custodio?

– Y el mío, supongo -Cindy depositó la bandeja en la cama-. Con un personaje como usted por los alrededores, todas las precauciones son pocas. Como nadie sabía qué le apetecería tomar, Dazzle le ha preparado un desayuno inglés completo: huevos con tocino, salchichas, tostadas y café.

Levantó la tapadera de plata que cubría la humeante fuente y la sostuvo de forma que Bond viese su interior, que tenía sólidamente sujeta con cinta adhesiva una nota doblada.

– Está la mar de bien -comentó él, cabeceando en señal de asentimiento-. ¿Qué hago cuando haya terminado? ¿Avisar al servicio de habitaciones?

– No nos llame -repuso ella risueña-; nosotros le llamaremos a usted, míster Bond. Tengo entendido que el profesor quiere hablar luego con usted. Me alegra ver que se siente mejor. Me dijeron que se dio un buen porrazo al salirse su coche de la carretera. Él estaba preocupado de veras; por eso insistió en el hospital para que le dejasen traerle aquí.

– Muy considerado por su parte.

Ya en la puerta, Cindy se detuvo un instante para añadir:

– Bien; es agradable saber que vamos a trabajar juntos.

– Según están los tiempos, es una gran cosa tener un puesto de trabajo -replicó Bond, inseguro acerca de lo que sabía la mulata y del crédito que pudiera dar a lo que le hubiesen contado.

¿Qué le habrían dicho? ¿Que había sufrido un accidente de circulación? ¿Y que iba a trabajar en Endor? Bueno; lo último, por lo menos, era parcialmente cierto.

Esperó hasta oír que la llave giraba en sentido inverso en la cerradura. No percibió ningún otro ruido, ni tan siquiera de pasos alejándose, pues el corredor, al igual que la habitación, tenía un grueso alfombrado.

No le costó desprender la nota del interior de la tapadera. Con prieta caligrafía cuya tinta no se había corrido a pesar del vapor, Cindy iniciaba su mensaje sin encabezamiento alguno.


"No sé nada de lo ocurrido. Dicen que sufriste un accidente de coche, pero no sé si creerles. El Bentley lo trajeron aquí, y se ha hablado mucho de que vas a incorporarte al equipo como programador. Ante la duda de si les habrías dicho que llevabas en el coche un ordenador, y pensando que en caso contrario no te gustaría que lo descubriesen, me hice con las llaves -aunque no fue nada fácil- y vacié el maletero. Todo lo que contenía está ahora en el garaje, donde, a menos que tengamos mala suerte, es poco probable que lo encuentren. Hice bien en apresurarme, porque han extremado las medidas de seguridad, con miras al fin de semana. Llegan muchos visitantes, y he oído decir que van a poner en práctica el juego de que te hablé. (¿Te acuerdas de los globos?) Es posible que pueda conseguir el programa. ¿Te interesa una copia? ¿O acaso ya no hace falta, ahora que vas a ser «de los nuestros»?"


De modo que la casa iba a llenarse de gente… y a utilizarse el juego del Globo… Él era indispensable para la operación, y si el juego del Globo representaba un simulacro de entrenamiento, quería decir que Bond y el juego estaban íntimamente relacionados. Cosa que, sin embargo, estaba por demostrar.

Redujo la nota a pequeños fragmentos que se comió junto con el tocino y parte de las tostadas. Los huevos y las salchichas no le apetecían, pero el café, negro y fuerte, estaba muy bueno. Se tomó cuatro tazas.

Había un reducido cuarto de baño anexo al dormitorio. En la repisa de cristal situada sobre el lavabo, descubrió su navaja de afeitar y su colonia predilecta. La maleta la había localizado ya junto al pequeño armario. Al examinarla observó que habían lavado y planchado con esmero toda la ropa.

«No des crédito a todo», se recomendó a sí mismo. Hacían como si confiasen en él -arma, equipo de afeitado y ropa de viaje intactos-, pero eso no impedía que la puerta estuviese cerrada con llave y que la ventana fuese impracticable. Quizá lo que buscaban era hacerle creer que había sido aceptado.

Una vez duchado y afeitado, se puso ropas que le permitiesen libertad y rapidez de movimientos. El tiempo le alcanzó incluso para fijarse la ASP a la cadera izquierda, hecho lo cual volvieron a llamar a la puerta, la llave giró otra vez en la cerradura y entraron en el cuarto dos hombres musculosos cuya fisonomía identificó Bond por la descripción de Cindy: Balmer, alias Tigerbalm, y Hopcraft, alias Happy.

– Buenos días, míster Bond -le saludó Tigerbalm con una sonrisa, pero hurtando la mirada, que escudriñó la habitación como si la tasase con miras a un robo.

– ¿Qué tal, James? Encantado de conocerle.

Happy le tendió una mano, pero Bond hizo como si no hubiese reparado en ello.

– Balmer y Hoptcraft, para servirle -dijo Tigerbalm-. El profesor quiere hablar un momento con usted.

Ni los costosos trajes de pelo de camello ni la aparente afabilidad conseguían disipar la impresión de amenaza perceptible en ambos sujetos. Bastaba mirarles para darse cuenta de que eran bien capaces de hacerse un trofeo con la cabeza disecada de uno, si así les apetecía o se lo encargaba alguien que pagase por ello lo bastante.

– Bien; si el profesor nos convoca, habrá que acudir -repuso Bond. Y fijos los ojos en la llave que empuñaba Tigerbalm, preguntó: -¿No podemos prescindir de eso?

– Órdenes son órdenes -respondió Happy.

– En tal caso, vayamos al encuentro del profesor.

Si bien no podía decirse que le condujesen sin miramientos al sector de trabajo -pues no hubo empujones ni coerción física alguna-, los dos hombres no dejaban de ejercer un efecto intimidador durante su escolta. Bond se daba cuenta de que cualquier falso movimiento, la menor intención de cambiar de rumbo, daría lugar a una rápida acción represiva.

En el sótano no había rastro de Cindy ni de Peter. St. John-Finnes, en cambio, se encontraba sentado a su mesa de despacho, frente al teclado del ordenador, cuya pantalla difundía un resplandor fosforescente.

– Es grato tenerle de vuelta, James.

Con un cabeceo, indicó a Tigerbalm y a Happy que se retiraran, y a Bond le señaló una butaca.

– Bien -continuó en tono vivo, una vez acomodados los dos-; lamento profundamente que sufriera usted algunos trastornos.

– Que muy bien pudieron costarme la vida -replicó Bond sin exaltarse, en tono apacible.

– Si, sí, y lo siento. Lo cierto, sin embargo, es que fue usted quien puso fin a la vida de otros, según tengo entendido.

– Sólo porque no me quedaba otra salida. Hay hábitos que echan hondas raíces. Y creo que mis reflejos son bastante rápidos.

La angosta cabeza de rapaz se agitó en un vaivén que implicaba comprensión.

– Sí; todos los informes coinciden en que es usted hábil. Supongo que se hará cargo de que debíamos asegurarnos. Está claro, ¿no? Un error, un solo error, y una gran cantidad de dinero y una laboriosa planificación podrían verse comprometidos.

Bond guardó silencio.

– En cualquier caso, superó usted la prueba con todos los honores. Me alegra, porque le necesitamos. ¿Comprende ahora la relación existente entre las cosas de aquí, de Endor, y el campo de entrenamiento de Erewhon?

– Comprendo que usted y su socio, el señor Tamil Rahani, dirigen una empresa algo extraña que ofrece mercenarios en alquiler a grupos terroristas y revolucionarios -repuso Bond en tono frío.

– Oh, la cosa es algo más amplia que eso -su actitud era de pronto afable, sonriente, asentidora-. Estamos en condiciones de prestar servicios completos. Un grupo acude a nosotros con una idea, y nosotros corremos con todo lo demás, desde captar fondos hasta realizar la operación. Por ejemplo, el trabajo para el cual le reclutamos a usted ha pasado una larga temporada en fase de elaboración, y con él nos proponemos ganar mucho.

Bond dijo que se daba cuenta de que le habían sometido a una prueba, y que se percataba de que tenían trabajo para él en la organización, pero concluyó:

– No tengo la menor idea acerca de los…

– ¿Detalles? No, claro que no. Ocurre con nosotros lo que con su antiguo Servicio: nuestros agentes no disponen de más información que la estrictamente necesaria. Tenemos que ser sobremanera cautelosos, y en la operación que nos ocupa, todavía más. Nadie está en posesión del esquema completo, exceptuando, naturalmente, el coronel Rahani y yo -y al aludir a su persona, ejecutó un breve movimiento de dedos y cabeza, un ademán curiosamente oriental, de expresión de modestia, como si quisiera testimoniar a su interlocutor que se consideraba indigno del honor que suponía conocer aquellos planes.

Bond también había reparado en el tratamiento de coronel que de pronto recibía Rahani, y se preguntó de dónde le vendría aquel rango.

– …Cautelosos, sobre todo, en lo que se refiere a usted, me temo -estaba diciendo St. John-Finnes-. Nuestros superiores se mostraban muy opuestos a concederle un cargo de confianza: pero después de lo de Erewhon, hemos hecho que reconsideraran su postura.

– Acaba de decir que el trabajo para el cual me han reclutado…

– …ha estado una larga temporada en fase de elaboración, sí. Se requería una gran cantidad de dinero, y nuestros superiores estaban… ¿Cómo lo diríamos…? Cortos de tesorería. Esa circunstancia adversa podíamos superarla, pues ofrecemos servicios completos. De modo que pusimos en ejecución unas cuantas operaciones con que allegar fondos para financiar el arranque de la empresa.

– Como el robo de la colección Kruxator y otros delitos perpetrados con el auxilio de una avanzada tecnología…

Jay Autem Holy, alias St. John-Finnes, conservó su gélida impavidez. Sólo en sus ojos le pareció detectar a Bond un asomo de cautela.

– Para tratarse de alguien que se confiesa tan in albis, saca usted conclusiones muy interesantes, mi querido Bond…

– Ha sido un golpe a ciegas -respondió él con semblante vacío de toda expresión-. Bien mirado, se han producido últimamente varios robos por igual imaginativos, y todos con el mismo sello. Atando cabos es fácil dar con la respuesta acertada.

Holy replicó con un rezongo evasivo.

– Yo acepto que es usted agua clara, Bond. Pero, aun así, tengo órdenes de mantenerle apartado. Posee usted conocimientos y habilidades que deseamos utilizar de inmediato.

– Usted dirá.

– Como ex oficial de los Servicios Secretos, debe saber cómo funciona, a efectos prácticos, la red de comunicaciones diplomáticas y militares.

– Así es.

– Dígame, pues, si sabe lo que es una frecuencia COPE.

– Lo sé.

Aunque conservaba Bond toda su compostura, empezaba a preocuparle el sesgo que había tomado la conversación. Su última noticia de las frecuencias COPE se remontaba a la época en que le encomendaron su vigilancia frente a posibles intrusiones enemigas, con motivo de una visita a Europa del presidente de los Estados Unidos. COPE eran las iniciales de Comunicaciones para Órdenes Presidenciales de Emergencia, es decir, una frecuencia de radio por cuyo conducto podían cursarse esas órdenes cuando el presidente se encontraba en gira oficial en el extranjero.

– ¿Y qué clase de señales se emiten por la frecuencia COPE?

Bond observó una pausa, como para meditar su respuesta.

– Sólo instrucciones militares de vital importancia. A veces, respuestas a problemas que exigen la exclusiva decisión del presidente. Y en ocasiones, iniciativas tomadas por él.

– ¿Y cómo se transmiten esas órdenes?

– Mediante los circuitos habituales de alta velocidad, pero por una línea, vía satélite, que permanece constantemente despejada.

– Yo me refería a su lenguaje, a los códigos que se emplean.

– Ah. Son simples combinaciones de cifras. Datos, supongo. Son muy limitadas las órdenes que se pueden evacuar por una frecuencia COPE. Se usa muy contadas veces, ¿sabe?

– Así es -Holy compuso lo que se habría podido llamar una sonrisa informada-. Se usa muy raras veces y para comunicaciones muy limitadas, pero de enorme alcance. ¿Lo diría usted así?

Bond se mostró de acuerdo.

– El presidente sólo utilizaría la frecuencia COPE por viva recomendación de sus asesores militares. Los mensajes suelen referirse a rápidos despliegues de fuerzas y armas convencionales.

– Pero si se produjese una alteración en la capacidad de respuestas de las defensas nucleares…

– Sí, a eso se le daría prioridad.

– Y dígame, ¿se obedecerían las instrucciones correspondientes? ¿De forma inmediata, quiero decir? Supongamos que el presidente se encuentra, por poner un ejemplo, en Venecia, y que desea a la vez poner en estado de alerta las fuerzas de la OTAN y tener en disposición de combate sus efectivos nucleares de choque. ¿Se procedería a ello? ¿Sin consultas?

– Es muy posible. A decir verdad, el código empleado para esa clase de acción es un programa de ordenador. Una vez introducido en los circuitos correspondientes, cursa las instrucciones oportunas. En el supuesto que plantea usted, el premier británico y el comandante jefe de la OTAN evacuarían consultas, pero el estado de alarma continuaría.

– ¿Y si constase que tanto el premier británico como el comandante jefe de la OTAN se encontraban junto al presidente en el momento de la transmisión?

Era aquél un terreno muy peligroso. Bond sintió un vacío en el estómago. Y entonces acudieron a su memoria la palabras de Rahani: «Ninguna extorsión…, ninguna conjura para secuestrar al presidente o para someter al mundo».

– En esas circunstancias, las instrucciones se transmitirían automáticamente a todos los comandantes locales. Serían introducidas en los ordenadores principales, y el programa global comenzaría a desarrollarse inmediatamente. De eso no hay duda -se encontraba ante algo más tortuoso y astuto que un descabellado plan revolucionario para burlar el sistema y transmitir órdenes presidenciales encaminadas a incrementar la tensión entre las superpotencias-. Pero usted debe saber ya todo eso…

– Naturalmente que lo sé -repuso Holy con una calma propia casi de un demente-. Ah, sí; conozco los pormenores. Y también quién tiene acceso a las cifras, variadas todos los días para su uso en la frecuencia COPE. E igualmente sé quién tiene acceso a esa frecuencia.

– Cuénteme -dijo Bond con todo el aire de desconocer esas particularidades.

– Vamos, mister Bond… Lo sabe usted tan bien como yo.

– Me gustaría oírlo de sus labios.

– El número de consignas que pueden ser emitidas por una COPE se limita a once. Y rara vez varían porque, como bien dice usted, se trata de programas destinados a entrar en funcionamiento de forma automática cuando el presidente se encuentra fuera del país. Por cierto que la undécima consigna es una contraorden que, anulando instrucciones precedentes, devuelve las cosas al statu quo. Pero su empleo está limitado en el tiempo. Y la propia frecuencia se altera cada cuarenta y ocho horas, a medianoche. ¿Me equivoco?

– Creo que no.

– Las consignas obran en poder de ese funcionario omnipresente y un tanto inquietante al que se conoce por el apodo del Hombre del Saco. ¿Es así?

– Se trata de un procedimiento que ha dado pruebas de ser eficaz -repuso Bond-. Y nunca se ha cambiado. En el séquito de Kennedy, en Dallas, había un Hombre del Saco, y en la actualidad acompaña al presidente en todos sus viajes, tanto por los Estados Unidos como al extranjero. Son gajes que trae aparejados el hecho de que el jefe del Estado lo sea también de las Fuerzas Armadas.

– El Hombre del Saco -prosiguió Holy- no puede confiar las cifras y la frecuencia COPE más que al presidente o, en caso de emergencia, al vicepresidente. Si el primero sufriese un accidente fatal encontrándose fuera de los Estados Unidos, las cifras quedarían de inmediato anuladas e inoperantes, a menos que el vicepresidente se encontrara en el lugar del suceso.

– Exacto.

– Así pues, si alguien, cualquier persona, estuviese en posesión de las once cifras y de la frecuencia COPE, ¿cree usted que se podría cursar una orden que entrase en vigor con carácter inmediato?

Por primera vez desde el comienzo de la conversación, Bond sonrió, y sacudiendo lentamente la cabeza, dijo:

– No. Existe una medida de seguridad. La frecuencia COPE funciona conforme a una señal de haz transmitida por medio de uno de los satélites del Sistema de Comunicaciones de Defensa. Y esos artefactos son muy astutos: el programa sólo entraría en funcionamiento en caso de que el satélite confirmase que la señal procedía de la zona precisa en que se encuentra el presidente, y que él conoce porque le ha sido confiada. Tendría uno que estar muy, pero que muy cerca del presidente para poder engañar al satélite.

– Estupendo -respondió Jay Autem Holy, que para estupor de Bond, parecía encantado-. ¿Le sorprendería saber que tenemos ya las once cifras, los programas?

– Ya nada me sorprende. Pero si lo que se proponen es manipular una de las órdenes de emergencia presidenciales, necesitan conocer además la frecuencia que ha de regir durante el período de cuarenta y ocho horas que elijan ustedes para operar. Y a continuación, han de acercarse al presidente y estar en condiciones de emplear la frecuencia indicada. Yo diría que estas dos últimas maniobras (situarse junto al presidente con el necesario equipo de transmisión y conseguir la oportuna frecuencia) son las mas complicadas.

– Muy bien. Pero ¿qué otras personas conocen en todo momento la frecuencia COPE? Yo se lo diré, míster Bond. El oficial de guardia del Servicio de Información Secreta del Cuartel General de la OTAN, el oficial de guardia del Servicio de Comunicaciones del Cuartel General de la CIA en Langley, sus homónimos de la NASA y de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos y, por último, míster Bond…, el oficial de mando de la base nuclear de Cheltenham, Inglaterra, y el oficial de guardia del Servicio de Seguridad del Foreign Office. Y este último por ser, además, miembro permanente de los Servicios Secretos británicos. Una lista muy considerable, teniendo en cuenta que el propio presidente desconoce la frecuencia COPE hasta el momento en que debe utilizarla.

– Es que se utiliza en contadísimas ocasiones. Sí, sus datos son correctos, si la memoria no me engaña, a falta de una última persona.

– ¿Quién?

– El oficial de quien emanan en principio cifras y frecuencia, y que suele pertenecer al Servicio de Comunicaciones de la Agencia Nacional de Seguridad.

– Y que por lo general, míster Bond, olvida todos esos datos cinco minutos después de haberlos elaborado. Lo que necesitamos de usted es que nos consiga la frecuencia COPE correspondiente a un determinado día, y que habremos de conocer con veinticuatro horas de antelación. El resto corre de nuestra cuenta.

– ¿Y cómo espera que les consiga la frecuencia COPE?

Jay Autem Holy soltó una risa gutural.

– Usted ha sido oficial de guardia en el Servicio de Seguridad del Foreign Office: debe conocer los métodos y sistemas que rigen allí. Una persona de su experiencia y antecedentes no tiene por qué encontrar obstáculos en hacerse con lo que nos interesa. Bastará con que aplique a ello sus facultades. Por eso resultaba usted el candidato ideal, Bond. Siempre y cuando dé usted pruebas de ser todo lo cabal que nosotros le creemos. Dice un antiguo proverbio: «Cuando quieras algo de los leones, envía como emisario a un león, no a un hombre».

– Es la primera vez que lo oigo.

– ¿De veras? Bien; pues usted es el león que enviarnos como emisario a los leones. Confiamos en usted, pero si nos defraudase… En fin, que no somos gente que perdone con facilidad, me temo. Por cierto, no me sorprende que no reconociese el proverbio: acabo de inventármelo.

Jay Autem Holy echó atrás la cabeza y prorrumpió en una sonora carcajada. A Bond no le parecía que el caso fuera tan jocoso.

– Nos conseguirá esa frecuencia, ¿verdad, Bond? -lo preguntó entre jadeos, mientras contenía su hilaridad-. Considérelo su venganza. Le prometo que la información se utilizará para buenos fines, no para crear el caos y el desastre.

A Bond no le quedaba alternativa.

– Sí, lo haré. Bien mirado, no me piden más que unos cuantos números.

– Exactamente. Ahora se dedica usted al tráfico de números. Nada más que unos pocos guarismos, míster Bond -Hizo una pausa, durante la cual sus vivos ojos verdes se clavaron en el rostro de su interlocutor-. ¿Sabía usted que los soviéticos utilizan un método casi idéntico, cuando el secretario general y presidente del Comité Central se encuentra en el extranjero? Ellos la llaman la Frecuencia de Pánico, sólo que en ruso, claro está.

– ¿Y también necesitan hacerse con esa frecuencia? -preguntó Bond, crispados los nervios.

– No; ésa ya la tenemos. No es usted el único que opera en el tráfico de números, comandante. Las personas que nos han encargado esta operación andan escasas de dinero, pero en cambio poseen re1aciones. Fondos escasos, pero información abundante. Ellos no confían tanto como nosotros en el juicio de usted… ¿O acaso le había dicho ya eso?

– Sí, ya me lo había dicho -Bond torció las comisuras de la boca-. Y con todo lo vital que es mi intervención en este asunto, ¿no tengo derecho a conocer?…

– ¿El nombre de nuestros mandantes? Pensé que un hombre de sus condiciones lo habría adivinado ya… Pertenecen a una organización antaño muy rica y poderosa, pero que atraviesa ahora una mala época, más que nada porque perdió en trágicas circunstancias a sus dos últimos líderes. Un grupo que se llama a sí mismo ESPECTRO y se dedica a la extorsión, el terrorismo y la venganza. A mí lo de venganza me gusta bastante. ¿Y a usted?

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