14. Bunker's Hill

Tigerbalm y Happy, los dos guardaespaldas con residencia en la casa, acompañaron jovialmente a Bond de vuelta a su cuarto, sin interrumpir en ningún momento sus bromas.

Algo, sin embargo, había cambiado, y Bond era consciente de ello. Pero absorto como estaba en sus reflexiones, no conseguía determinar en qué estribaba esa diferencia.

Tendido en la cama, fija la mirada en el techo, aplicó sus facultades a la solución del problema que se le planteaba. Todo aquello resultaba tan irreal, en particular en la acogedora habitación, con sus esmaltados blancos y su empapelado a flores… No obstante, allí estaba él, sabiendo que en los sótanos de Endor un científico había llevado a término anteriormente simulacros que se materializaron en actividades delictivas, y que en ese momento estaba preparando a un grupo de colaboradores para realizar un nuevo y aún más peligroso golpe, recurriendo a las técnicas de los juegos para microordenadores, unidas a sus habilidades personales.

El caso resultaba aún más difícil de creer ante la afirmación de Jay Autem Holy de que el plan encomendado por ESPECTRO incluía la transmisión de órdenes militares por parte del presidente de los Estados Unidos. Le sorprendía menos, en cambio, el hecho de que sus inspiradores no viesen con buenos ojos el reclutamiento de Bond para la ejecución del proyecto.

Pero eso eran cavilaciones sin importancia: Holy le había explicado con claridad los motivos de su inclusión en nómina. Lo que a él le correspondía a continuación era mostrarse convincente.

«M» había dejado claro cuál debía ser su conducta en un caso semejante. «Si le aceptan en la organización -fueron sus palabras-, tendrá usted que dividirse en dos personas.» La primera de esas personas no debía considerar serio ni duradero su reclutamiento; y la segunda debía tomarlo con toda seriedad. ¡El colmo de la paradoja! «Si le confían una labor de especialista, debe tomar el encargo en lo que es y aplicarse a él como lo haría un profesional: con absoluta dedicación.»

De modo que en esos momentos, tendido en la cama, una parte del cerebro de Bond consideraba el caso con toda la aprensión que merecía, mientras que la otra se concentraba ya en el problema de conseguirle a aquella gente la frecuencia COPE.

Brillaba en todo ello un resquicio de esperanza: para hacerse con la combinación de números que le exigían, tendría que establecer contacto con el mundo exterior -y específicamente con el Servicio-, y como en un momento dado ese contacto tendría que ser físico, la idea implicaba escapar. La necesidad que se le planteaba en ese momento era encontrar la adecuada forma de comunicarse a fin de conseguir la frecuencia especial. Y al mismo tiempo, hacer esto último con el pleno conocimiento y la colaboración del Servicio.

Le llevó media hora discutir dos posibles métodos de operación, si bien ambos presuponían la necesidad de actuar con las manos libres. El primero de dichos planes exigía la ayuda encubierta de Cindy Chalmer, y con ella alguna forma de acceder al Bentley. En caso de que esto no fuera posible, tendría que contentarse con el segundo plan, que encerraba una serie de imponderables, algunos de ellos de inquietantes consecuencias.

Y se encontraba estudiando ese plan de reserva, cuando reparó en qué consistía el cambio notado al entrar en la habitación: después de retirarse Tigerbalm y Happy, no había oído sonar la cerradura.

Se levantó sin hacer ruido, fue hasta la puerta y tanteó el picaporte. Cedió sin resistencia. ¿Una omisión o un mensaje con el cual el Amo de Endor le significaba que era libre de ir a donde quisiese? De tratarse de lo último, Bond habría apostado a que eran muy cortos los vuelos que le daban. ¿Por qué no averiguarlo? Tenía motivos más que sobrados para hacer el intento. Por ejemplo, no sabía nada de lo que últimamente había ocurrido en el mundo.

Siguiendo el corredor llegó hasta un descansillo, y de ahí a la escalera principal, que a su vez le llevó al recibidor. Era más que posible que en ese punto terminase su libertad de movimientos. En efecto, sentado junto a la puerta se encontraba un joven vestido con tejanos y jersey de cuello vuelto a quien recordaba de Erewhon. Otro graduado por esa misma alma mater holgazaneaba junto a la escalera del sótano.

Habiendo dirigido sendos cabeceos de saludo a los dos guardianes, que correspondieron a ellos sin más que un atisbo de recelo en los ojos, cruzó el salón donde se había reunido con Freddie, Peter, Cindy y sus anfitriones antes de la cena de aquella noche, que de pronto le parecía de cien años atrás.

La habitación estaba vacía. Miró a su alrededor, con la esperanza de descubrir algún periódico. Nada…, ni siquiera los semanarios de la televisión. Sí había, en cambio, un televisor, y hacia él se encaminó rápidamente. Pero aunque electricidad y antena estaban debidamente conectadas, el aparato no daba señal alguna. Lo mismo ocurría con la radio y la instalación estereofónica.

En Endor no se recibía ninguna clase de comunicación por los canales ordinarios. Bond estaba seguro de que el mismo fenómeno se repetiría en cualquier otro receptor de radio o televisor que encontrase en la casa, y eso significaba que él, y posiblemente otros, tenían que permanecer aislados del mundo exterior. Incomunicados. En clausura.

Continuó en la planta baja por espacio de quizá otros cinco minutos, y luego volvió a su habitación.

Cosa de una hora más tarde, Tigerbalm se presentó con el aviso de que iban a comer en breve.

– El jefe dice que puede usted reunirse con nosotros.

Lo expresó con una total ausencia de sentimientos hacia Bond, tanto amistosos como hostiles. En algún punto del camino, Tigerbalm había perdido su expansiva afabilidad.

Los muebles de estilo habían desaparecido del comedor. En lugar de la mesa jacobina estaban dispuestas otras de aspecto militar, montadas sobre caballetes, y la comida se tomaba de un aparador lateral, cubierto por un mantel a cuadros, donde se exhibían sopas, pan, quesos y fuentes con ensaladas diversas. Todos los alimentos eran muy sencillos, y como bebida sólo se ofrecía agua mineral.

Pese a ello, la sala estaba muy concurrida, y entre los presentes Bond reconoció varias caras vistas en Erewhon. Tigerbalm y Happy, astutos, físicamente torpes, eran los únicos que parecían fuera de lugar en medio de aquellos jóvenes bronceados y marciales.

– Encantado de verte, James -dijo Simon, que había aparecido de pronto junto a Bond.

– Me preguntaba dónde te habrías metido.

Y estudió el rostro de su interlocutor. Su anterior franqueza, tan palpable en Erewhon, se había hecho artificial. Aquel cambio fue para Bond mucho más significativo que cualquier comentario intencionado que hubiese podido llegar a sus oídos. Fuera cual fuese la trama que ESPECTRO estaba urdiendo por mediación de aquella gente, se encontraba ya en fase de ejecución. Estaban, calculó, a cinco, cuatro, tres o dos fechas del día D. Se lo confirmó el hecho de ver a Tamil Rahani sentado junto a St. John-Finnes, a cuyo otro lado descubrió al general Zwingli. El trío ocupaba una mesa aparte del resto de los hombres, atendido por dos soldados jóvenes. Al igual que los demás, vestían pantalones militares color verde oliva y jerseys del mismo tono. Muy metidos en su conversación, los tres personajes mantenían gacha la cabeza.

El pensamiento de Bond derivó por un instante hacia el equipo de vigilancia que mantenía «M» en el pueblo.

¿Habrían reparado en las idas y venidas de aquella gente? ¿Se percataban del peligroso potencial que se concentraba en la casa?

– Te he preguntado que si descansaste bien -repitió Simon.

– ¿Cómo? Ah, sí, claro está que descansé -Bond compuso una sonrisa-. ¿Y qué otra cosa podía hacer, Simon? Tú te encargaste de eso.

– Ven, come algo.

Se puso a amontonarle ensaladillas y quesos en un plato, hasta que Bond tuvo que detenerle con un ademán. Se instalaron juntos en el extremo de una de las mesas largas. Simon cuidó de que Bond quedase de espaldas a los tres jefes.

– Seguridad -repuso sonriente su contertulio cuando le comentó él ese detalle-. Tú sabes cuanto haya que saber sobre medidas de seguridad, James. Seguridad que a veces supone soñar y volar luego en una alfombra mágica. Se duerme uno en un clima caluroso y polvoriento, y despierta en un apacible pueblo inglés. Ojalá todos los viajes fueran tan fáciles.

– Yo prefiero saber dónde he estado, y a dónde me dirijo. Me gusta enterarme.

– Claro -se llenó la boca de pan y queso, y se puso a mascar, a absorber las sustancias.

Simon, pensó Bond, era un soldado profesional de pies a cabeza. En su rostro se reconocía el de los millones de otros hombres que habían recorrido los caminos de la guerra desde la batalla de Kadesh hasta los horrores de los combates urbanos de nuestros días.

– Vaya; el profesor viene hacia aquí, James. Por lo que parece, con órdenes para ti.

St. John-Finnes se inclinó hacia ellos.

– James -empezó en tono tranquilo y firme, como si se dirigiera a un niño díscolo-, ¿podría concederme un par de horas?

Contenido apenas el impulso de replicarle con una inconveniencia, Bond asintió, se puso en pie, dirigió un guiño a Simon y salió detrás del Amo de Endor -que era como llamaba ya para sus adentros a Holy-, consciente, mientras abandonaban el salón, de las miradas de Rahani y de Zwingli, fijas en su espalda.

Un joven guardián custodiaba la escalera de acceso al laboratorio. Ni siquiera dio muestras de haberles visto: miraba, de forma casi ostentosa, hacia el otro lado.

– He pensado que podría darle la oportunidad de perder conmigo una partida a la Revolución Americana -declaró Jay Autem conforme iniciaban el descenso-. En su fase actual, el simulacro no presenta grandes dificultades, de modo que, si le parece, mientras jugamos podemos discutir sus planes.

– Como usted guste.

Aunque hablaba en tono de indiferencia, Bond estaba repasando mentalmente su estrategia para hacerse con la frecuencia COPE.

No vio ni a Cindy ni a Peter en el laboratorio, donde por cierto se habían producido cambios notables. Su zona más espaciosa aparecía llena de sillas plegables, de madera, dispuestas en fila, como para una asamblea de estudiantes. En la pared opuesta, de cara a las sillas, se veía una gran pantalla de televisión, y encima de una mesa portátil, el equipo del Terror Doce, en la versión de Holy.

Cerca del mismo vio Bond también dos modernas sillas giratorias y otras tantas sólidas palancas para el manejo de ordenadores. Estaba claro que se había celebrado allí una sesión de entrenamiento el mismo día. ¿Del juego del Globo? Casi con toda certeza.

Siguieron hacia la amplia estancia donde se encontraba el mapa de la costa oriental de los Estados Unidos según sus características del siglo dieciocho, con la ciudad de Boston, el Bunker's Hill y el Breed's Hill al norte, las colinas de Dorchester alrededor del puerto y las localidades de Lexington y Concord tierra adentro. El mapa tenía aplicado el rectángulo desplazable destinado a encuadrar sus distintas zonas, y en los lugares reservados a los jugadores se encontraban todos los accesorios pertinentes. Jay Autem Holy estaba mirando sonriente el tablero.

Bond reparó tanto en la sonrisa como en la mirada, y en ese instante se le ofrecieron a la vista las grietas que, pese a todo su esplendor, presentaba la fachada de Jay Autem Holy: su interés por las cuestiones de táctica y estrategia había llegado a convertirse en una obsesión…, una obsesión que se concretaba en la necesidad de ganar. Sólo ganar le interesaba. Perder hubiera sido el colmo del fracaso. Al igual que un niño malcriado, necesitaba salirse con la suya a todo trance, y sin eso no se sabría aceptar a sí mismo. Se preguntó Bond qué batalla interior habría perdido Holy en el Pentágono aquella lejana noche en que decidió desaparecer.

El fanático virtuoso de los juegos electrónicos pasó a exponer rápidamente las reglas que regían aquél. Bond se disponía a ganar la Revolución Americana y, con ello, a situar a Jay Autem Holy en un terreno de desventaja psicológica.

El reglamento era bastante sencillo. Los jugadores intervenían por turnos que constaban de cuatro operaciones: órdenes, movimiento, desafío y materialización. Parte de esas operaciones podían ser secretas, consignando la situación de tropas o de material bélico en mapas reducidos de la zona de batalla, que cada uno de los jugadores tenía en cantidad suficiente a su disposición.

– Cuando traslademos el juego al ordenador -explicó Jay Autem con el orgullo de un chiquillo que exhibe su colección de soldados de juguete-, se presentará una forma más ingeniosa de registrar las jugadas secretas.

El campo de batalla, correspondiente a la superficie del amplio mapa, se encontraba dividido en centenares de casillas hexagonales. Cada uno de los jugadores recibía fichas que representaban el número, la importancia y la clase de sus efectivos; las negras correspondían a cañones, con los caballos encargados de su transporte y los artilleros necesarios; las verdes valían cinco soldados; las azules, diez; las rojas, veinte, etcétera. Existían asimismo fichas que mostraban el perfil de un caballo y equivalían a unidades montadas, y otras fichas, especiales, que representaban depósitos de armas y a jefes militares enemigos.

En condiciones de tiempo favorables, la infantería podía avanzar cinco hexágonos, la caballería siete y los cañones sólo dos. La meteorología adversa, los bosques y las montañas limitaban esos avances.

Una vez anotadas las órdenes, el jugador avanzaba para pasar luego al desafío, ya fuese situándose a dos hexágonos de una ficha enemiga, o declarando que disponía de visión sobre cinco de ellos, con lo cual revelaba jugadas secretas anteriores. Al desafío seguía la materialización, en la que se tomaban en cuenta diversos factores, como los de tiempo, fatiga y fuerzas numéricas, anotándose el resultado del desafío, en el cual uno de ambos jugadores perdía soldados, material o bien el combate mismo.

Como en la fase inicial cada jugada representaba un día, y el conjunto del episodio se prolongaba desde septiembre de 1774 hasta junio de 1775, Bond se dio cuenta de que la partida podía llevarles muchas horas.

– Como es natural, una vez pasado el juego al ordenador, la cosa será más rápida -comentó Holy mientras atacaban la fase de las órdenes.

Bond, que defendía los colores británicos, recordó lo que le había dicho Peter: que su oponente daba casi por hecho que un británico repetiría los movimientos -y los errores- que protagonizaron sus compatriotas en aquel momento histórico.

Según recordaba Bond, el comandante de la guarnición británica se había visto paralizado por la tardanza con que le llegaron las órdenes de Inglaterra. Si hubiese emprendido una acción decisiva en las semanas y meses iniciales, aquella primera etapa podría haberse saldado de forma muy diferente. Aunque el resultado habría sido casi sin duda la Independencia, se hubieran salvado muchas vidas, y con ellas el prestigio nacional.

La jugada de apertura de Bond fue un despliegue descubierto de tropas que salían de Boston para batir los campos circundantes. Pero también destacó en secreto avanzadas con que dominar desde buen principio las elevaciones de Bunker's y Breed's Hills, así como las colinas de Dorchester.

Le sorprendió comprobar que el juego se desarrollaba mucho más de prisa de lo que había imaginado.

– Lo que me fascina de esto -observó Holy al tomarle Bond dos depósitos de armas y una veintena de revolucionarios en la carretera de Lexington es la forma en que yuxtapone realidad y ficción. De todos modos, en su anterior trabajo eso debía de ser un fenómeno cotidiano…

Bond desplazó secretamente otros tres cañones hacia Breed's Hill, y una sección de treinta hombres a las colinas de Dorchester en un movimiento final, mientras que, a juego abierto, situaba nuevas patrullas en la línea Boston-Concorde. «Sé veraz», se recomendó a sí mismo, y repuso:

– Así es: la mía ha sido una vida de ficción dentro de la realidad. En el caso de los agentes especiales, eso es el pan nuestro de cada día.

– Espero, amigo Bond, que ahora viva en la realidad. Le digo eso porque lo que se está planeando en esta casa, también puede cambiar el curso de la historia.

Holy sacó a la carretera dos numerosos cuerpos de Milicia Nacional. Su ataque a las patrullas británicas fue tan encarnizado, que Bond perdió cerca de veinte hombres y se vio en la necesidad de replegarse y concentrar fuerzas. Eso no impidió que, a escondidas, volcase tropas y armas en el terreno dominante. La batalla de Bunker's Hill -en el supuesto de que llegara a producirse- se desarrollaría totalmente a la inversa: con las tropas británicas en posición de fuerza, y no ya a la defensiva, sino al ataque, respondiendo al nutrido fuego de la Milicia atrincherada.

– Confía uno -comentó Bond después de un silencio- en que todos los cambios sean para bien, y en no poner en peligro vidas humanas.

– Las vidas humanas siempre están en peligro.

El Amo de Endor había perdido cuatro depósitos de armas y municiones, además de una granja, al otro extremo de Lexington. Cayó en la cuenta de que también Bond estaba desplazando sus fuerzas hacia Concord. Encogiéndose de hombros, añadió:

– Sin embargo, sé que en su caso no tiene sentido amenazarle con una muerte súbita. Las amenazas a su integridad física no pueden tener gran importancia.

– Yo no diría tanto -replicó Bond con una sonrisa que le sorprendió a él mismo-. A todos nos gusta la vida. El defenderla es un estímulo en sí mismo.

El calendario del juego indicaba los últimos días de diciembre, con tiempo adverso para ambos bandos. Lo único que podían hacer en tales circunstancias era consolidar las respectivas defensas, ya fuese a juego abierto o sirviéndose de la opción del secreto. Bond optó por dividir sus efectivos y rodear la carretera Lexington-Concord, mientras que con las fuerzas restantes seguía asegurando el terreno elevado y las colinas. Holy, que por lo visto prefería un juego más tortuoso, lanzaba francotiradores sobre las patrullas británicas, al tiempo que -así lo sospechaba Bond- enviaba fuerzas hacia las elevaciones ocupadas ya por los británicos.

Las jugadas se sucedían en condiciones meteorológicas crecientemente desfavorables, que limitaban de continuo el avance. A lo largo de toda esa fase, el Amo de Endor condujo la conversación por derroteros que no parecían guardar mucha relación con la partida.

– El papel de usted en nuestra misión… -le cobró cinco hombres a Bond-…es de excepcional importancia, y sin duda tendrá que emplear mucha imaginación para desempeñarlo.

– En efecto. Le he estado dando muchas vueltas.

– ¿Ha reparado en cómo desorientan los gobiernos a sus ciudadanos más crédulos?

– ¿En qué sentido?

Bond había concentrado ya efectivos muy considerables en los tres sectores con dominio sobre Boston.

– Como más evidente, yo resaltaría lo que se ha dado en llamar el equilibrio de poder. Los Estados Unidos ocultan el hecho de que los rusos tienen situados en el espacio satélites que superan numéricamente a los suyos…; eso por no hablar de cosas tales como el sistema fraccionado de bombardeo orbital, en el que los soviéticos mantienen una supremacía de diecisiete a cero.

– Hay cifras al respecto; cualquiera puede consultarlas.

A no tardar, Bond tendría que lanzar una ofensiva importante desde el terreno elevado, pues, pese a las limitaciones impuestas por el tiempo y la ascensión, las fuerzas coloniales avanzaban en número creciente.

– Sí, de acuerdo, pero esas cifras no las ventila demasiado ninguna de ambas partes -Holy escudriñó el tablero, fruncido el ceño-. Salvo cuando la Unión Soviética pone el grito en el cielo por el despliegue de los Cruise y los Pershing en Europa. Pese a que está en condiciones de igualarlos más que cumplidamente. Pero digo yo, James, ¿dónde está en todo eso la verdadera conspiración? El gobierno británico destina numerosos policías a controlar las manifestaciones antinucleares, pero nadie dice a las bienintencionadas personas que participan en ellas: «Hermanos nuestros, si ocurre una catástrofe nuclear, no la desencadenará el gran estallido en que todos pensáis. Los Cruise y los Pershing son pura intimidación. La amenaza real es mil veces peor». Eso se lo callan a los nobles manifestantes de Greenham Common y a los que participan en Londres en marchas de protesta.

– También se lo callan a los norteamericanos.

Atento al despliegue de nuevos efectivos coloniales hacia las baterías británicas que esperaban su llegada, Bond puso en marcha una pequeña escaramuza en el campo de batalla permanente de los campos comprendidos entre Boston y Concord.

– Pero si esa hora llegase, James, ¿qué ocurriría en realidad?

– Yo mismo me lo pregunto… Desde luego, no sería el gran estampido y el hongo atómico… Es más probable que viésemos un intenso resplandor, seguido de una nube química de lo más feo.

– Sin duda… Le desafío desde esta casilla -Holy señaló un hexágono situado entre Concord y Lexington, donde había menguado mucho la concentración de tropas británicas-. Está claro que serán neutrones y sustancias químicas. Mucha muerte pero poca destrucción. Y después de eso, un choque en el espacio entre americanos y soviéticos, donde el garrote gordo lo tendrán estos últimos.

– A menos que los Estados Unidos y la OTAN hayan hecho algo para igualar la situación. Que es lo que está ocurriendo, ¿no?

«¿A qué viene todo esto? -se preguntó Bond-. ¿Por qué me habla del equilibrio de poder y del lugar que las armas nucleares ocupan en ese equilibrio?»

Y entonces recordó lo que siempre se aconsejaba en las clases sobre interrogatorio: «Escuchen las palabras y pasen por alto la orquestación de que se rodean a fin de que parezcan más inteligentes; el acompañamiento de los violines que, creando un clima emocional, tratan de sustraer a su atención el verdadero alcance de las ideas».

En la partida corría ya el mes de enero, y en respuesta a un desafío, Bond tuvo que declarar los efectivos británicos que rodeaban el extremo opuesto de Concord. Holy empezó a abrirse paso entre ellos a fuerza de fusilería en medio del paisaje invernal. El agente especial se daba cuenta de lo intoxicador que podía resultar aquel ejercicio, donde llegaba uno casi a sentir el frío y la fatiga que estragaban la fuerza y la combatividad de los hombres, a oír los disparos de los mosquetes, y a ver la sangre que manchaba la nieve sucia en los campos de una granja…

El profesor Holy no hablaba en realidad del desequilibrio en la relación de fuerzas. Se refería a la necesidad de terminar con todo el sistema que regía ese equilibrio.

– ¿No sería el mundo un lugar mejor y más seguro si se suprimiese la amenaza nuclear? -preguntó mientras emprendía una nueva incursión a través de los descoloridos campos invernales de Massachusetts-. Si a las super potencias se les quitara el aguijón que llevan en la cola…

– Si eso fuera posible, sí -convino Bond-. El mundo sería mejor, aunque dudo que más seguro: siempre ha sido un lugar peligroso.

Una jugada más y se vería obligado a declarar su presencia en las elevaciones.

Holy se retrepó en la silla e interrumpió momentáneamente el juego.

– Nuestro propósito es impedir el holocausto, ya sea nuclear, neutrónico o químico. La tarea que se le ha encomendado a usted es conseguir esa frecuencia COPE. Y bien, ¿ha encontrado la manera de hacerlo?

Como si no esperase respuesta alguna, pasó a realizar su jugada: una concentración de tropas en terreno dominado por la artillería británica.

– Estoy hilvanando un plan. Para el cual necesitaré cierta información anticipada…

– ¿Qué clase de información?

– El nombre del oficial de guardia que esté de servicio nocturno en el Foreign Office la víspera del día elegido.

– Eso no plantea problema alguno. Los turnos de servicio son semanales, ¿no es así?

– Por lo regular.

– Y se confía a oficiales de grado superior, ¿verdad?

Bond desplegó los dedos de la mano derecha e hizo con ésta un movimiento de balanceo.

– Más bien a mandos medios.

– Pero lo probable es que conozca usted a la persona en cuestión…

– Por eso necesito saber su nombre. Si no pueden averiguarlo, tendré que telefonear…

– Lo averiguaremos.

– De todas formas, tendré que efectuar una llamada. Y en caso de que no le conociese, cosa poco probable, habría de discurrir otro plan.

– Pero ¿si no es así, si le conoce usted?…

– Entonces es cosa hecha. Si tengo ocasión de pasar una hora en compañía de ese hombre… -Bond confió en que la añagaza surtiese efecto: necesitaba algún medio de comunicación con el mundo exterior. Recorriendo con un dedo las inmediaciones de Breed's Hill, propuso-: Le desafío en esta zona.

– Pero… -objetó su oponente, reparando de pronto en la trampa que Bond le había tendido.

Unos minutos más tarde, diezmados ya sus hombres y perdida la mayoría de sus armas en las laderas de Bunker's Hill, en Breed's Hill y en las colinas de Dorchester, Jay Autem señaló airadamente a Bond que se le advertiría con antelación más que sobrada.

– Sabrá quién es el oficial de guardia, se lo prometo -dijo. Y al ver que Bond oponía dos nuevos cañones al contraataque emprendido por la Milicia en el lado opuesto de la elevación, añadió con rabia apenas dominada:

– ¡No es así como ocurrió! La batalla de Bunker's Hill no debiera lanzarse hasta el mes de junio. ¡Y apenas estamos en febrero!

– Pero aquí interviene la ficción -replicó el agente especial-. Porque la realidad histórica también tiene su lado de ficción.

Muy complacido con el partido que estaba sacando del simulacro, dio tienda suelta a su imaginación. En esa serie de jugadas rigieron condiciones meteorológicas de intensas lluvias y viento racheado procedente del mar. Este último soplaba sin clemencia en las agrestes elevaciones conforme cañones y hombres eran situados en sus emplazamientos, con lo que los gritos se perdían arrastrados por el frío viento mientras los rebeldes que aún permanecían en Boston quedaban a merced de las baterías británicas de Dorchester y Breed's Hill.

Y entonces, de improviso, estalló la tormenta. Como si se ahogase, Jay Autem Holy se puso rojo y después escarlata.

– Pero…, pero…, pero… -la voz se había convertido en un grito-, ¡si me ha derrotado! ¡A mí! -su manaza barrió los papeles del terreno de juego y luego se abatió en un puñetazo-. ¡Cómo se atreve! ¡Cómo se ha atrevido…!

Era un formidable ataque de ira: espurreaba, pateaba el suelo, lanzaba puntapiés a la mesa… Un estallido temible y al mismo tiempo cómico, como una rabieta infantil, por igual divertida y lamentable. Así siguió, espurreando y lanzando bravatas, hasta el punto de que Bond pensó que iba a agredirle físicamente. Como ya había supuesto, aquel hombre estaba totalmente desquiciado; era un psicótico peligroso, víctima de una perturbación profunda.

Y luego, de forma tan súbita como se había iniciado, pasó el acceso, sin transición alguna ni indicios de que fuera a operarse el cambio. Recobrada la cordura, observó por un instante la actitud del niño que ha sufrido un correctivo.

– La Milicia podría recuperarse aún -dijo con voz apagada, gutural-. Pero ya ha durado mucho la partida. Tengo otras cosas que hacer. Cosas mejores.

Se puso en pie. Daba la impresión de que perder o ganar el juego le tuviese ya sin cuidado. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz enteramente normal, como si nada extraordinario hubiese ocurrido, en tono de conversación, apacible y, por eso mismo, todavía más extraño.

– El motivo de esta partida era saber qué forma estaban cobrando sus pensamientos… en lo referente a su papel en esta operación. Dígame: si resulta que conoce al oficial de guardia, ¿cómo se propone arrancarle la frecuencia?

Al consultar su reloj, Bond comprobó con estupor que eran las ocho de la noche. Pasó a referirle a Holy el procedimiento que había discurrido. Terminado su relato, surgió un silencio…, la calma tras una batalla que se ha librado con fichas, en lugar de hombres, y con un tablero por campo de operaciones. Según transcurrían los segundos, Bond pensó que quizá presentaba su esquema algún error de cálculo. Lo repasó mentalmente. ¿Ofrecía de verdad puntos débiles, algo a lo que Jay Autem Holy pudiera aferrarse para demostrar que todo aquello era una pantomima sin fundamento?

Y entonces, interrumpiendo el silencio, brotó una risa de la garganta de su adversario, que rompió a asentir con movimientos espasmódicos, de ave de rapiña que ataca a su presa y la desmembra con el afilado pico.

– Magnífico, James. Acertaba al decirles que era usted nuestro único posible candidato. Si saca adelante ese proyecto, todos nos sentiremos muy contentos.

Y lanzando vivas miradas a su alrededor, como si hubiera estado a punto de cometer una indiscreción, contuvo la risa y se serenó por fin.

Bond percibió ruido y voces provenientes del otro extremo del laboratorio: llegaba gente.

– Nos hemos entretenido aquí demasiado tiempo -dijo Holy en tono cortante-. Le pedí a Cindy que le preparase un bocado. Encontrará una bandeja en su habitación. Yo comeré más tarde.

«El Superhombre -pensó Bond-: quiere que me percate de que puede sobrevivir largos períodos sin bebida ni alimentos.»

– En el desierto -dijo suavemente-, en compañía de Zwingli, después de saltar del avión… ¿tuvo que afrontar muchas privaciones?

Una amarga frialdad invadió los verdes ojos del Amo de Endor, que perdieron todo indicio de vida manifiesta.

– Muy inteligente, míster Bond. ¿Desde cuándo lo sabe?

Percatado de que probablemente se había excedido jugando sus cartas, y sin saber a ciencia cierta por qué lo había hecho, Bond respondió que si bien no estaba seguro, albergaba aquella sospecha desde su primer encuentro.

– Ocurre que leí tiempo atrás su antiguo expediente. Lo desentierran de vez en cuando, ¿sabe? Su cara me resultó conocida desde la primera noche, cuando Freddie nos presentó aquí. La impresión fue afirmándose durante la velada, aunque sin llegar a convertirse en certeza. ¿Cómo podía ser Jay Autem Holy, si él llevaba muerto tanto tiempo?

– ¿Y qué hubiera ocurrido de haber estado usted todavía en el Servicio, míster Bond? ¿Se habría apresurado a irles con el cuento a sus superiores? Y por cierto, ¿cuál es el motivo de que desentierren periódicamente el caso?

– Ya sabe usted cómo son los de la Milicia Colonial -Bond trató de poner una nota de humorismo en su respuesta-. Porque son los suyos quienes lo hacen. Persiguen espectros, fantasmas.

– Tamil estaba en lo cierto -dijo Holy con un rezongo-. Es una pena no haberle reclutado antes. Su gente lo intentó, desoyendo mi consejo. No me apetecía la idea de cargar con un rehén. Me refiero a la mujer. Porque le acompañaba una mujer, ¿no es así? En cualquier caso, los planes se aguaron; fue usted astuto y rápido -de nuevo la tensión del ambiente se disipó sin previo aviso, como solía ocurrir con Holy-. En fin, tengo que hacer. Manténgase alerta, James. Y celebro tenerle con nosotros.

Los visitantes se estaban congregando en la sala principal del laboratorio; todos los bronceados mercenarios de Erewhon estaban allí. Bond advirtió que Tamil y Zwingli continuaban en animada conversación, como si no la hubieran dejado desde la hora del almuerzo.

– Acompañe a mister Bond arriba -le dijo Holy a Tigerbalm, y a Bond le dio una palmadita en la espalda, como para tranquilizarle con la idea de que todo estaba en orden.

Tigerbalm sólo subió hasta el rellano, y desde allí siguió a Bond con la mirada camino de su cuarto. Bond recordaba haber oído decir que Jay Autem Holy era una especie de genio. ¿Era Percy quien había expresado esa opinión? Una cosa estaba clara: aquel hombre vivía en el curioso mundo de la irrealidad. Si él decía haber muerto, eso y nada más que eso debía creer el mundo. Descubrir que otros albergaban dudas al respecto había sido una auténtica conmoción para él. Y luego estaba lo de Percy… «Porque le acompañaba una mujer, ¿no es así?» En fin; todos aseguraban que ni siquiera Holy sería capaz de reconocer a su esposa…

Abrió la puerta. Y por segunda vez desde el comienzo de aquella intriga, encontró a Cindy Chalmer esperándole en su cuarto. Tenía en una mano un disco de ordenador, y se había llevado un dedo a los labios, en petición de silencio.

Bond cerró la puerta.

– ¿Nuevos saludos de Percy? -preguntó en voz queda.

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