4. Percy Proud

El viaje a través de Francia, camino del Sur, le resultó a Bond particularmente placentero porque era la primera vez que podía dar rienda suelta al Mulsanne Turbo. El poderoso automóvil parecía encantado de poder patentizar así la perfección de su funcionamiento. Era innegable que la Bentley había producido en sus establos otro auténtico pura sangre. Adelantado su largo, elegante morro, el Mulsanne concentraba sus fuerzas, un poco a la manera de un corredor de fondo en óptimas condiciones físicas, y lanzándose a la carrera, superaba sin esfuerzo alguno los ciento setenta kilómetros por hora, devorando distancias suave e inaudiblemente, como si un silencioso cojín de aire le hiciera flotar sobre el asfalto.

Bond había salido de Londres el lunes, a primera hora, informado de que Persephone Proud se haría presente en el Casino todas las noches, entre diez y once, a partir del martes.

El martes, algo después de las seis, el Mulsanne entraba en la Place du Casino, de Montecarlo, y se detenía ante la entrada del hotel de París. La tarde era clara y espléndida y la brisa primaveral apenas agitaba las palmeras del parque que da frente al Gran Casino. Bond paró el motor y comprobó que estuviese cerrado el pequeño compartimento para armas, oculto bajo el lustroso salpicadero de madera a la derecha del volante. También se aseguró de que el potente teléfono Super 1000 situado entre los asientos frontales tuviese puesto el cierre. Se apeó entonces y echó una ojeada alrededor de la plaza. Invadió su olfato la fragancia de las mimosas, unida a la de la suave brisa marina y a la del fuerte tabaco francés.

Al igual que el resto de las ciudades grandes y pequeñas que se suceden a lo largo de la Costa Azul, Montecarlo tenía un olor propio. Bond pensó que haría una fortuna quien encontrase la manera de embotellar aquel olor, para consumo de los que habían conocido el Principado en sus mejores días. Porque la que antaño fuera Meca de los jugadores de Europa, había dejado de ser el lugar hechizado que muchos recordaban, nostálgicos por haber ganado o perdido allí verdaderas fortunas, y algunos el corazón. Los viajes organizados, las escapadas de fin de semana y los vuelos chárter habían puesto fin a aquello. Si Mónaco lograba conservar su barniz de refinada mundanidad, era gracias únicamente a la presencia de sus príncipes y a los precios exorbitantes que especuladores, hosteleros y dueños de restaurantes imponían a sus servicios. Y ni siquiera esas últimas medidas consiguieron cerrar el paso de manera efectiva a cierto sector de la menos deseable sociedad de los años ochenta: en su última visita le habla horrorizado a Bond encontrar bandidos mancos [1] instalados en las selectas salles privées [2] del Casino. Así las cosas, ya no le hubiera sorprendido encontrarse también máquinas tragaperras de invasores galácticos [3]

Su habitación tenía vistas al mar, y antes de ducharse y vestirse para salir, pasó un rato en el balcón, contemplando el parpadeo de las luces mientras saboreaba un Martini. Y se preguntaba si volverían a oírse alguna vez los murmullos y las risas de pasados y más felices tiempos.

Despachada una cena frugal -consomé frío, lenguado a la parrilla y mousse au chocolat-, bajó a encerrar el coche en el garaje, y seguidamente se dirigió a pie al Casino, pagó la entrada que permitía el acceso a las legendarias salles privées y compró fichas por valor de cincuenta mil francos.

Sólo una de las mesas de ruleta estaba en funcionamiento. Mientras se encaminaba hacia ella, Bond avistó por primera vez a Persephone Proud. «M» se había quedado corto al decir que ni siquiera su marido habría podido reconocerla. Bond, que apenas había dado crédito a la fotografía «de después», como la llamaba su superior jerárquico, no conseguía aceptar la idea de que aquella mujer, que era innegablemente la de la foto, pudiera haber sido en otra época entrada en carnes y haber tenido aspecto de ratón.

Estaba de pie, apoyada en la barra, enfundado el cuerpo en un vestido azul que dejaba al descubierto los hombros y comprimía los senos, pequeños pero pugnaces. Alta, su figura resultaba casi juncal. La melena, rubio ceniza, le rozaba la bronceada piel de la nuca, y los ojos, de un claro gris azulado, chispeantes de malicia, observaban atentos la mesa de juego y lo que en ella ocurría. Una insinuada sonrisa le rondaba la boca, de carnosos labios en sustitución de los primitivos. La angulosa nariz de antes era ahora respingona y casi chata.

«Fascinante -dijo Bond para sus adentros-. Es fascinante ver lo que pueden conseguir una dieta estricta, unas lentillas y un aplicado tratamiento de belleza.»

Bond se dirigió sin vacilar hacia la mesa de ruleta, tomó asiento, saludó al croupier con una inclinación de cabeza y, habiendo estudiado la cadencia de los números durante tres jugadas, dejó caer veinticinco mil francos en la casilla del impair [4].

El croupier voceó su casi ritual Failes vos jeux [5], y todas las miradas se centraron en el danzar de la bola sobre la rueda en movimiento.

Rien ne va plus! [6]

Bond miró a sus tres compañeros de mesa: un hombre de aspecto apacible, posiblemente norteamericano, cuarentón, de mejillas azuladas por la sombra de la barba y con ese aire impenetrable de los jugadores profesionales; una dama a la que dio unos setenta años bien cumplidos, vestida a la última moda de la temporada; y un chino corpulento, de rostro sin edad.

Las miradas seguían fijas en la ruleta. Bond unió a ellas la suya. Tras dos últimos saltos, la bola entró en una de las casillas.

Dix-sept, noir, impair et manque! [7] -recitó el croupier, conforme a esa particular letanía de las mesas de juego.

El rastrillo barrió hábilmente el tapete verde, recogiendo las ganancias de la casa e impulsando fichas hacia los ganadores, incluido Bond, a quien su apuesta le reportaba la misma suma que había depositado en el impar. Correspondió a la invitación del croupier repitiendo la jugada, y de nuevo ganó al aparecer el once. Insistió en el impar, y la bola cayó en el quince. En sólo tres vueltas de la rueda, Bond había ganado setenta y cinco mil francos. Optaba por el juego sencillo: puestas al impar, a diferencia de los demás jugadores, que seguían combinaciones más complejas -el caballo, el cuadrado y la columna [8]-, de superior retribución.

Bond depositó el total de sus ganancias en el par, y salió el catorce, rojo. Setenta y cinco mil francos sobre la apuesta de igual importe. Podía dar por concluida la noche. Lanzó una ficha de cinco mil francos sobre el tapete y, musitando Pour les employés [9], echó hacia atrás la silla. La operación provocó un breve gemido a su espalda, al rozar la silla la pierna de la muchacha, con lo cual se derramó de su vaso una porción de liquido que fue a parar a la mejilla de él. El incidente era de todo punto natural, no habiéndose percatado el inglés de que la joven estaba detrás de él, pero lo cierto es que todo el asunto se había previsto meticulosamente tiempo atrás en Londres, en el piso franco de St. Martin's Lane.

– Lo siento infinitamente… Pardon, madame, je…

– Descuide, hablo inglés -la voz era modulada y clara, sin la nasalidad típica del acento norteamericano-. La culpa ha sido mía. No debí acercarme tanto. Pero como el juego estaba tan…

– Permítame por lo menos que le invite a tomar otra copa.

Y terminando de secarse la cara, la asió del codo y la llevó hacia la pequeña barra. Uno de los agentes de seguridad de la casa, de negro esmoquin, sonrió al verles alejarse. ¿Cuántas veces habría asistido a esa maniobra femenina para enganchar a un hombre? La cosa carecía de importancia, desde luego, siempre y cuando la mujer fuese respetable, y aquélla era una turista norteamericana. Les deseó, para sus adentros, buena suerte

– ¿Cómo ha dicho que se llamaba? -inquirió ella, alzando hacia la suya su copa de champán.

– James Bond. James, para los amigos.

– Los míos me llaman Percy. Lo de Persephone Proud resulta demasiado largo.

Los ojos de Bond la miraron sonrientes sobre el borde de la copa.

– ¿De veras? -dijo, enarcando una ceja-. Brindo por poderme contar entre los que usan el diminutivo…

Percy era una joven sosegada, de conversación fácil, dueña de esa doble virtud que es el sentido del humor junto al del ridículo.

– Muy bien, James… -estaban en el hotel de París, en la habitación de ella, provistos de sendos cócteles de champán-. Pasemos a los detalles. ¿Qué información te han dado?

– Muy poca.

«Los pormenores se los proporcionará ella -le había dicho «M»-. Muéstrese a la altura de las circunstancias, confíe y aprenda. Ella conoce mejor que nadie este asunto.

– ¿Conoces esta cara? -preguntó, al tiempo que sacaba de su bolso una fotografía de pequeño formato-. Tengo que destruirla en cuanto te la haya mostrado. No conviene que me la encuentren encima.

Era el mismo retrato, pero de menor tamaño, que Bond había visto en el piso de St. Martin's Lane.

– Jay Autem Holy -dijo Bond.

El hombre en cuestión parecía muy alto y era dueño de una voluminosa nariz ganchuda y de un cráneo de alta bóveda cuya calva no la conseguía disimular el escaso pelo.

Profesor Jay Autem Holy -corrigió ella.

– Fallecido. Y eres su viuda, aunque no te hubiese reconocido… después de haber visto ciertas fotos tuyas.

Ella respondió con una risita contagiosa.

– Se han hecho algunos cambios.

– Y que lo digas. La otra no hubiese resultado atractiva, de luto. Y a ti te sentaría bien cualquier color.

– Manejas con mucha habilidad la lisonja, James Bond. Pero en verdad no creo que la anterior señora de Jay Autem Holy necesitase crespones de viuda. Porque, ¿sabes?, él no murió.

– Cuéntame eso.

Empezó por lo que «M» ya le había anticipado a Bond. Mas de diez años atrás, en la época en que el profesor Jay Autem Holy trabajaba en exclusividad para el Pentágono, un Grumman Mohawk de la Infantería de Marina de los Estados Unidos se había estrellado en el Gran Cañón. El profesor Holy y el general Joseph Zwingli, de sobrenombre «Rolling Joe» («Joe Vueltas»), eran los únicos pasajeros.

– Como ya sabes -continuó Percy-, Jay Autem se había anticipado a su época. Antes de que la mayor parte de la gente hubiera oído hablar de los ordenadores, él ya era un genio en esa materia. En el momento del accidente estaba trabajando en un avanzadísimo programa del Pentágono. El avión fue a estrellarse en un lugar por demás inaccesible. Sus restos acabaron en el fondo de una escarpada garganta. No se pudieron recuperar los cadáveres… ni el bonito montón de importantes cintas de ordenador que Jay Autem llevaba consigo. Se referían a un programa de entrenamiento para jefes militares que tenía casi ultimado y con el cual, mediante el proceso de datos, era posible anticipar los movimientos del enemigo en campaña. Un trabajo literalmente inestimable.

– ¿Y el general?

– ¿«Joe Vueltas»? Un chiflado. Condecoradísimo y más que valiente, pero un chiflado. Aseguraba que los Estados Unidos se habían ido al pote…, al pote comunista, y decía abiertamente que el país necesitaba un cambio del sistema político, con el ejército en el poder. Según él, los políticos estaban vendidos, la moral se había relajado por completo y la gente necesitaba que se le enseñara a respetar los valores.

Bond asintió.

– ¿Por qué le llamaban «Joe Vueltas»?

Percy volvió a reír.

– Porque en sus tiempos de piloto, durante la segunda guerra mundial, probaba las fortalezas volantes haciéndolas voltear en el aire, a trescientos metros del suelo.

– ¿También el profesor Holy tenía un apodo?

– Sus colegas y algunos amigos le llamaban el Santo Terror [10]. Era muy duro como jefe… -respondió Percy. Y tras una pausa, añadió: -Y como esposo.

– Difunto esposo -le recordó Bond, que se quedó mirándola fijamente, sin parpadear, mientras ella apuraba el cóctel de champán y pasaba cuidadosamente la copa en una mesita auxiliar.

– De difunto, nada -Percy sacudió la cabeza-. Jay Autem Holy no murió en aquel accidente aéreo. Un reducido número de personas lo supieron desde el principio. Pero ahora hay pruebas.

– ¿Pruebas? ¿Dónde? -indagó Bond, propiciando el momento para el cual le había preparado «M».

– Como quien dice en la puerta de vuestra casa, James. En un rincón del Oxfordshire, en el corazón de la Inglaterra rural. Pero no para ahí la cosa. ¿Te acuerdas del robo de la colección Kruxator, ocurrido en Londres?

Bond asintió.

– ¿Y del golpe de los veinte millones de libras en lingotes de oro? ¿Y de aquel caso del secuestro aéreo de los mil millones? ¿Recuerdas el avión que transportaba billetes de banco recién impresos en Inglaterra por cuenta de países extranjeros?

– Lo recuerdo muy bien.

– ¿Y cuál dirías tú, James, que fue el común denominador de esos delitos?

Bond presentó su pitillera de bronce a Percy, que declinó la invitación con un ademán casi imperceptible. A él mismo le sorprendió que la pitillera volviese a su bolsillo sin haber sido abierta. Con el ceño fruncido, respondió:

– Yo diría que… la importancia de las sumas que se barajaban…, la cuidadosa preparación… ¡Un momento…! ¿No dijo Scotland Yard que casi parecían delitos planeados con ordenadores?

– Ni más ni menos. Has dado con la respuesta exacta.

– Percy… -en la voz de Bond vibraba el desconcierto-. ¿Qué tratas de insinuar?

– Que el profesor Jay Autem Holy está vivito y coleando, e instalado en un pequeño pueblo de los alrededores de Banbury, en vuestro agradable Oxfordshire, que lleva el nombre de Nun's Cross. ¿Conoces Banbury, James? Es un lugar idílico -Percy comprimió un poco los labios-. Pues bien, allí le tienes. Planeando operaciones delictivas, y a buen seguro también terroristas, a base de simulacros obtenidos por ordenador.

– ¿Pruebas?

– Bien… -nueva pausa-. Decir que no se recuperó ningún cadáver después del accidente aéreo, no acaba de ajustarse a la verdad. Encontraron los restos del piloto. Pero sólo los suyos. Los Servicios Secretos, la policía y los cuerpos de seguridad andan desde entonces en busca de Jay Autem Holy.

– ¿Y de pronto le localizan en Oxfordshire?

– Sí, y, como quien dice, por casualidad. Uno de vuestros agentes de Servicios Especiales se encontraba en aquella zona, investigando un caso enteramente distinto. Seguía la pista de dos conocidos timadores londinenses.

– ¿Y ellos le llevaron a…?

Se detuvo al ver que Percy se levantaba y se ponía a pasear por el cuarto.

– Le llevaron -enlazó ella- a una pequeña empresa de juegos para ordenadores, llamada Gunfire Simulations, sita en el pueblo de Nun's Cross. Estando allí, reparó en una cara que recordaba haber visto en los ficheros. De regreso en Londres hizo las oportunas comprobaciones, y resultó que la cara correspondía al profesor Jay Autem Holy. Con la salvedad de que ahora se hace llamar profesor Jason St. John-Finnes. Y la casa donde vive lleva el nombre de Endor.

– ¿Cómo la famosa bruja?

– Exacto.

Percy interrumpió su paseo y se apoyó en el respaldo de la butaca que ocupaba Bond, con lo cual le rozó la oreja con el brazo. Él no quiso romper el clima volviéndose para mirarla.

– Incluso celebran entre amigos, las noches del sábado, batallitas con ordenadores -prosiguió Percy-. Aparece por allí mucha gente rara -apartándose, se dejó caer en un canapé y recogió las largas, esbeltas piernas bajo el cuerpo-. El problema es que nada de eso le resultaba nuevo al Servicio norteamericano, que venía vigilando esas actividades desde hacía algún tiempo, ¿sabes? Incluso infiltró allí a un agente, sin decírselo a nadie.

Bond sonrió.

– A los míos les encantaría enterarse de eso. Existen reglas para operar en territorio extranjero, y además…

– Tengo entendido -le interrumpió Percy con voz ronca, algo cansada- que medió lo que suele llamarse una conversación franca.

– ¡Seguro! -Bond se quedó pensativo un momento-. ¿Pretendes decirme que Jay Autem Holy, desaparecido, supuestamente muerto y persona valiosísima para el Pentágono, consiguió instalarse por las buenas en ese pueblo de Nun's Cross sin más disfraz ni tapadera que unos cuantos documentos de nueva identidad?

Percy desplegó las piernas, se tendió casi cuan larga era en el canapé y rozó lánguidamente el suelo con la mano.

– Es un hombre al que no le resulta fácil disfrazarse. Pero sí; hizo exactamente eso. La verdad es que apenas sale. Casi nunca se le ve por el pueblo. La que pasa por su esposa se encarga personalmente del negocio, y sus auténticos empleados le creen un simple excéntrico… Cosa por otra parte cierta. Para montarse su escondrijo, Jay Autem necesitó mucho ingenio y no menos dinero.

Paulatinamente, lo que «M» le había anticipado en Londres empezaba a cobrar sentido. Como viendo de pronto la luz, dijo Bond:

– ¿Y yo soy la persona elegida para incorporarse a esa feliz hermandad?

– Acierto a la primera.

– Y veamos, ¿cómo esperan que lo haga? ¿Me presento allí, como si tal cosa, y les digo: «Hola, soy James Bond, el famoso agente secreto expulsado del Servicio: ando en busca de trabajo»?

– Algo así.

Bond se puso en pie y empezó a pasear por el cuarto. Tenía tenso de cólera el semblante.

– ¡Por el amor de Dios! ¡Habráse visto insensatez…! Para empezar, ¿por qué motivo habría de contratarme Holy?

– Por ninguno -replicó Percy con un atisbo de sonrisa, mientras se incorporaba en el canapé. De pronto, adoptó una expresión seria y alerta-. Tiene personal suficiente para llevar la Gunfire Simulations, todo ello de forma muy legal, muy a la luz del día. ¡Y cómo pasa a la gente por el tamiz! Ni los Servicios de Seguridad británicos son tan rigurosos en sus investigaciones. Claro está que Holy tiene que andarse con cuidado, porque ese aspecto de sus actividades ha de ser de una claridad meridiana -se detuvo para tomar aliento, la cabeza un poco ladeada, como una cantante en una pausa de su actuación frente al micrófono-. No, James; a él no se le ocurriría contratarte, lo cual no impide que ciertas personas que trabajan para Holy puedan considerarte enormemente tentador. Con eso cuentan tus jefes.

– Una locura. ¡Una completa locura! ¿Cómo es posible…?

De nuevo estaba verdaderamente enfadado.

– James -dijo ella conciliadora, levantándose y tomando en las suyas las manos de Bond-, tienes amigos en la corte del rey St. John-Finnes. Por lo menos una conocida…: Freddie Fortune. La traviesa y encantadora Lady Freddie.

– ¡Santo Dios! -exclamó el agente especial, soltando las manos de Percy, girando en redondo y haciéndose a un lado.

Años atrás, habla cometido el error de relacionarse con la joven que Percy acababa de mencionar. En cierto modo, incluso la había cortejado, hasta descubrir que Lady Freddie Fortune, niña mimada de los que escribían para los ecos de sociedad, había recibido una educación política un tanto descuidada, que en ese campo la situaba algo a la izquierda de Fidel Castro.

– Habrás de estudiar, James. Por eso estás aquí, conmigo. Para conseguir acceso a la casa Endor, tienes que familiarizarte con el trabajo que desarrollan en la Gunfire Simulations. ¿Sabes mucho de ordenadores?

Bond compuso una sonrisa tímida.

– Dicho así… Los aspectos básicos tan sólo.

El tema de los ordenadores era el último que le hubiera apetecido tratar con la seductora e inquietante Persephone Proud, pero no se sentía libre para seguir sus impulsos.

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