3. Vida desenfrenada

La vida que Bond había llevado durante el mes anterior al robo de la colección Kruxator merecía el calificativo de hedonista. No abandonaba la cama antes del mediodía, ni la casa hasta después de anochecido, y eso para acudir a restaurantes, clubes y casas de juego, por lo regular en compañía de alguna chica guapa. Después de la lamentable intervención con que el pagador general del Servicio había tratado de restar importancia en los Comunes a los escándalos relacionados con uno de los agentes de operaciones del Foreign Office, y de rechazar las acusaciones de la oposición, que hablaba de maniobras de encubrimiento, la prensa, de forma quizá sorprendente, apenas volvió a ocuparse de Bond. Por su parte, él no mantuvo relación alguna con sus anteriores jefes, que en realidad hacían lo imposible por evitarle. En cierta ocasión, mientras cenaba en The Inn of the Park, se encontró a tan sólo dos mesas de Anne Reilly, ayudante del armero de la sección Q, y que aunaba en su persona talento y atractivo. Creyendo que la muchacha le miraba, Bond le sonrió, pero enseguida se dio cuenta de que los ojos de ella le pasaban por alto, como si no existiese.

Luego, ya a finales de abril, el teléfono sonó en el piso de Bond sobre el mediodía de un martes tibio y despejado. Él, que en ese momento estaba afeitándose, agarró el aparato como si quisiera estrangular el timbre. ¿Quién es? -rugió.

– Vaya… -dijo al otro extremo de la línea una voz femenina en tono de sorpresa-. ¿No es ahí el 59 de Dean Street? ¿La tienda de discos?

– Esto no es el 59 de nada -replicó Bond, sin tan siquiera una sonrisa.

– Pero si estoy segura de haber marcado el 734-8777…

– Bien, pues no es aquí.

E irritado por lo que parecía una equivocación, colgó con un golpe seco.

Entrada ya la tarde, telefoneó a la chica con quien estaba saliendo -una muy apreciada azafata rubia de la British Airways- para anular su cita de aquella noche. En lugar de cenar acompañado en el Connaught, Bond lo hizo solo en el Veeraswamy, el insuperable restaurante indio de Swallow Street, donde dio cuenta de un vindaloo de pollo con todos sus aderezos, seguido de la despaciosa degustación de un café. Pagada la cuenta, abandonó el local con la campanada de las nueve y cuarto. El portero uniformado, barbudo y de espléndida figura, la saludó solicito y, dando una imperiosa voz, llamó un taxi. Bond se lo agradeció con una propina e indicó al taxista las señas de su casa, pero al llegar al final de St. Jame's le mandó parar, pagó y siguió a pie, en apariencia al azar de las calles, atajando por travesías secundarias, cruzando inesperadamente la calzada, en ocasiones para volver sobre sus pasos o detenerse ocioso en las esquinas, mientras se cercioraba de que no le seguían.

Ateniéndose a esa estrategia, alcanzó por fin un portal cercano a St. Martin's Lane. Bond pasó allí dos minutos, atento a una ventana del otro lado de la calle. Había luz en ella. A las diez en punto el rectángulo luminoso se apagó, volvió a iluminarse, quedó otra vez a oscuras y luego se encendió de nuevo.

Bond cruzó la calzada a paso vivo y desapareció en un segundo portal. Subió un estrecho tramo de escalera y, salvando un rellano y otros cuatro peldaños, se detuvo ante una puerta con un rótulo: Fotografía de Calidad, S.L. Se facilitan modelos. Pulsó el timbre a la derecha del marco, y en el interior sonó un campanilleo que todo el mundo relaciona con cierta marca de cosméticos muy conocida. Siguió un eco de pisadas que se acercaban, y chasquearon los pestillos al ser descorridos.

Se abrió la puerta, y junto a ella apareció Bill Tanner, que con un cabeceo invitó a Bond a entrar. Siguió a Tanner por un corto pasillo de paredes desconchadas y con olor a perfume barato, y cruzó tras de él la puerta que se abría al final. El cuarto era muy pequeño y estaba abarrotado de trastos. En un rincón, había una cama disimulada en parte por una colcha de espantoso estampado. Sobre ella, un oso de raído peluche sentado en una caja en forma de corazón, forrada de falsa seda de un detonante color naranja, posible receptáculo de camisones. Frente a la cama, un armarito semiabierto ofrecía a la vista una lamentable colección de vestidos femeninos. El minúsculo tocador aparecía atestado de frascos y tarros de cosméticos. Desde lo alto de la ventruda estufa de gas, la estampa de una desconocida, enmarcada en plástico, contemplaba un par de butacones que no hubieran estado fuera de lugar en la casa del Pato Donald.

– Adelante, cero cero siete. Me alegra comprobar que se le da bien la aritmética.

El autor de esa frase, que ocupaba uno de los sillones, se dio la vuelta, con lo cual Bond se encontró frente a los fríos y ya familiares ojos grises de su superior jerárquico.

Tanner cerró la puerta y se acercó a una mesa provista de varias botellas y vasos.

– Encantado de verle, señor -dijo Bond sonriendo, al tiempo que tendía la mano-. Que siete y tres son diez es algo que hasta yo sé.

– ¿No trae cola? -preguntó inquieto el jefe de personal, al tiempo que se acercaba sigilosamente a la ventana que Bond había estado vigilando desde la calle.

– No, como no hayan puesto sobre mis pasos a medio centenar de galgos y una veintena de coches. El tráfico parece melaza, de puro espeso. Los jueves por la noche siempre se pone fatal: las compras de última hora y los que viven fuera y se quedan a esperar a la mujer o a la novia.

Sonó el teléfono, con un agradable timbrazo a la antigua, y Tanner lo alcanzó en dos zancadas.

– Sí -dijo. Y luego lo repitió-: Sí… Está bien… De acuerdo -colgó al auricular y compuso una sonrisa-. Todo en regla, señor. No le ha seguido nadie.

– Ya le dije que… -comenzó Bond, peto Tanner le cortó en seco, para invitarle a tomar un gintónic con ellos. Bond sacudió la cabeza y dijo, frunciendo el entrecejo:

– En las últimas semanas he tomado alcohol suficiente para poner a flote varias embarcaciones pequeñas…

– Sí, todos lo hemos notado -rezongó «M».

– Siguiendo sus instrucciones, señor. Podría recordarle lo que dije desde el mismo principio: que esto no iba a dar resultado. Nadie de la profesión creería ni por asomo que he abandonado el Servicio así, por las buenas. El silencio empieza a resultar ensordecedor.

– Siéntese, cero cero siete -replicó «M» con un nuevo gruñido-. Siéntese y atienda. El silencio no ha sido tan ensordecedor como dice. Antes al contrario, la isla bulle de ruidos, sólo que usted estaba en otra onda. Siento haberle tenido a oscuras, pero era indispensable…; es decir, indispensable hasta que hubiéramos patentizado a la comunidad de los Servicios Secretos que en lo referente a nosotros, era usted persona non grata. Olvide lo que le dijimos en nuestra última entrevista. Ahora conocemos ya nuestro verdadero objetivo. Mire este retrato… y este… y este otro.

Con movimientos de experimentado jugador de póquer, «M» puso en la mesa tres fotografías: de un hombre y de dos mujeres.

– Al hombre -continuó- se le da por muerto. Se llamaba Holy, profesor Jay Autem Holy -apartándolo de la foto, «M» colocó el índice sobre la siguiente-. Esta señora es su viuda, y esta otra -el dedo se desplazó a la tercera fotografía- corresponde a la misma dama. El cambio de aspecto es tan notable, que si su esposo volviese de entre los muertos, cosa que cabe en lo posible, no tendría manera de reconocerla. La viuda -concluyó «M», recogiendo el último de los retratos- le facilitará todos los detalles. Y también, a decir verdad, cierta enseñanza. Se llama Proud. Persephone Proud.

La Proud era regordeta, de pelo castaño ratonil, con gafas de gruesos lentes, labios delgados y nariz afilada y demasiado grande para el conjunto de la cara, más bien mofletuda. Ese, al menos, era el aspecto que ofrecía en la primera foto, tomada años atrás, cuando era esposa de Jay Autem Holy. «M» afirmaba que tampoco Bond la reconocería con su más reciente aspecto. Una vez examinado el tercer retrato, esa aseveración no sorprendió a 007.

– De forma que me envían a otra diligencia -reflexionó en tono ausente, fija todavía su atención en el retrato.

– Así podríamos llamarlo. La dama en cuestión le está esperando ya.

– ¿De veras?

– En Mónaco. En el hotel de París, de Montecarlo. Y ahora escúcheme atentamente, cero cero siete. Tiene mucha información que absorber. Quiero que se ponga en viaje muy a principios de la semana que viene. Como es natural, seguirá considerándose un proscrito arrojado a las tinieblas exteriores. Sentado eso, pasaré a exponerle lo que desde el mismo principio planeamos, junto con nuestros primos del otro lado del Atlántico.

«M» estuvo hablando con vehemencia por espacio de unos quince minutos, sin permitir interrupción alguna. Seguidamente, y sometiéndose a otro elaborado programa de seguridad que le permitiera abandonar el edificio con absoluto sigilo, Bond se dirigió a su casa en un taxi. Nadie le había seguido.

Una vez más, le inventaban una vida distinta, una nueva identidad. Sin embargo, de las muchas y equívocas misiones que había desempeñado en favor de su país, la que tenía por delante era la que más iba a parecer una misión deshonrosa.

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