El bosque metálico de antenas visibles sobre el apiñamiento de edificios oficiales que a partir de Downing Street se extienden a lo largo de Whitehall y de Parliament Street, sugieren la idea de comunicaciones en tráfico nocturno a través de las ondas; de llamadas telefónicas que, despertando a los ministros, les instan a ocuparse de graves situaciones de crisis; o de esos ya legendarios telegramas que cruzan el éter desde remotas embajadas.
En realidad, a esas oficinas gubernamentales se dirigen únicamente mensajes poco comprometidos. Los avisos de naturaleza delicada y los comunicados urgentes suelen cursarse a través del centro de transmisiones de la base de Cheltenham, o por medio de uno de sus numerosos satélites, y Cheltenham los hace llegar al misterioso edificio llamado Century House, o al cuartel general de los Servicios Secretos de Regent's Park. Sólo después de eso se dirigen al Foreign Office los despachos cifrados que le conciernen, pero no se reciben éstos ni en Whitehall ni en Parliament Street, sino en un angosto edificio de cuatro plantas y aspecto nada impresionante, situado en Northumberland Avenue. A dicho edificio llegan por métodos muy varios, que van desde el simple mensajero motorizado, hasta el teletipo ordinario, aunque en ocasiones puede emplearse un teléfono de circuito cerrado, frecuentemente en conexión directa con un ordenador programado para descifrar los mensajes.
Se equivocan quienes, impulsados por un concepto romántico de las cosas, imaginan que el oficial de guardia del departamento de seguridad del Foreign Office patrulla por los imponentes corredores del poder linterna en mano y con un séquito de celadores de uniforme. El oficial en cuestión no efectúa ronda alguna, sino que, de guardia en las instalaciones de Northumberland Avenue, cuida de que los mensajes cifrados con destino al Foreign Office lleguen con el debido sigilo a la persona indicada. Tiene confiado asimismo todo un cúmulo de informaciones secretas relativas a las comunicaciones que se reciben del extranjero, tanto de territorios británicos como de otros países. Los líderes de las naciones amigas, en particular, solicitan ayuda del Foreign Office. Y el oficial de guardia de su departamento de seguridad suele prestársela.
El punto de destino de James Bond, que iba al volante del Mulsanne Turbo, era precisamente ese disimulado edificio de Northumberland Avenue.
Poco después de las nueve y media, y tras haber puesto a su disposición dinero, tarjetas de crédito, la pistola ASP y gasolina para el viaje, le condujeron al garaje, donde Holy, Rahani y Zwingli le estrecharon la mano uno tras otro. «Es una buena cosa tenerle en el equipo», murmuró el general. A las nueve y cuarenta y cinco minutos, el Bentley giraba sobre la gravilla de la plazoleta y, habiendo lanzado, a modo de señal, una ráfaga luminosa de sus faros, ascendía majestuosamente por el paseo de coches, hacia la salida de Endor, camino de la carretera de Banbury.
Desde Banbury, y siguiendo el itinerario que le habían señalado, Bond se dirigió hacia la autopista M4, en ruta directa hacia Londres.
Aunque no descubrió ningún coche que le siguiera, estaba seguro de que los había, cosa que, sin embargo, le tenía sin cuidado. En la calle donde finalmente tenía que estacionarse, sólo se permitía el tráfico de vehículos debidamente autorizados, de modo que era muy poco probable que pudieran espiarle a partir de ese punto.
Indiferente a la indignación que pudiera producir a las patrullas de tráfico, hizo el trayecto a gran velocidad. Diversas señales delatoras, unidas a algunos sordos topetazos, le confirmaron que Peter Amadeus había conseguido introducirse en el maletero. El frágil programador debía de sentirse ya más que incómodo, después del largo recorrido. De modo que Bond hizo un alto en el surtidor de gasolina próximo al aeropuerto de Heathrow, donde tuvo ocasión de introducir un poco de aire fresco en el portaequipajes, y de cerciorarse de que su polizón se encontraba, en efecto, sano y salvo. Aprovechó para comunicarle, en un susurro, que si bien de momento era imposible su liberación, ésta se encontraba ya cercana.
Menos de cuarenta minutos después, Amadeus recuperaba la libertad, que recibió con la debida gratitud, pese a que el largo e incómodo viaje le tenía anquilosado y sin habla.
– Las gracias tendrá que darlas ahí -respondió Bond mientras le conducía, firmemente sujeto por el brazo, hacia el iluminado portal del edificio de Northumberland Avenue cruzando su explanada frontal.
Una puerta giratoria daba acceso a un vestíbulo embaldosado de mármol, desde el cual subieron en ascensor a la segunda planta, en cuyo angosto rellano un musculoso guardia de servicio se levantó a medias de su escritorio, para preguntarles qué deseaban.
– Depredador -respondió Bond, lacónico-. Anúncieles que está aquí Depredador y un amigo suyo -precisó, sin sonreír.
Apenas un minuto más tarde, el mismo guardia les mostraba el camino, a través de un pasillo, hacia una estancia más espaciosa. Las cortinas, de terciopelo rojo, estaban corridas. Un retrato de la reina colgaba sobre la chimenea Adam y otro, de Winston Churchill, adornaba la pared contraria. Una larga y reluciente mesa de juntas ocupaba buena parte del espacio disponible.
Seis rostros se volvieron en un solo movimiento hacia los recién llegados. «M» presidía la mesa. A su derecha se encontraba Bill Tanner, y al lado opuesto Bond reconoció a otro oficial del Servicio. Sentado junto a Tanner estaba el comandante Boothroyd, el armero, jefe de la sección Q, y lady Freddie Fortune ocupaba el asiento inmediato.
Bond no tuvo tiempo de asombrarse ante la presencia de Freddie, porque el sexto y último componente de la asamblea abandonó su silla casi a la carrera.
– ¡James, cariño! ¡Qué alegría verte! Indiferente a las conveniencias, Percy Proud le estrechó contra sí en un abrazo que parecía no ir a interrumpirse ya.
– ¡Comandante Bond! ¡Miss Proud! -exclamó «M» auténticamente confuso-. Creo que… Hmmm… Tenemos cosas importantes que hacer.
Desprendiéndose de Percy, Bond saludó con la cabeza al resto de los reunidos y presentó a Peter.
– Considero que el profesor Amadeus puede ayudarnos -dijo.
Lo hizo dirigiendo a Freddie Fortune miradas tan frecuentes y suspicaces, que «M» terminó por explicar:
– Lady Freddie lleva unos cuantos años en el equipo. Ha realizado excelentes trabajos de infiltración. Muy encubiertos. Es una excelente colaboradora, cero cero siete. Olvide usted por completo que la ha visto aquí.
Reparando en la fija mirada de que le hacía objeto Freddie, Bond arqueó una ceja y respondió con una sonrisa sarcástica:
– Confío, señor, en que se habrán introducido ustedes… comenzó a decir.
– Sí, cero cero siete -le atajó «M»-. Entramos en Endor cosa de una hora después de haber abandonado usted la casa en su coche. Pero los pájaros habían volado. No creo que quedasen muchos allí en el momento de marchar usted. Y han desaparecido como por arte de magia. Sin dejar rastro. Pensamos que podría usted decirnos…
– A mí me dieron instrucciones de volver a la casa por el mismo itinerario que he seguido al venir.
Recordaba la sensación de soledad que le había producido Endor aquella mañana, y el hecho de que sólo hubiera visto a Cindy y al asistente árabe a primera hora, y más tarde, únicamente a Holy, Rahani y Zwingli.
– Pero los coches seguían en el garaje -arguyó, consciente del poco peso de la excusa-. Los tres.
– Nuestra gente sólo encontró dos al llegar -intervino el hombre al que Bond había reconocido, pero cuyo nombre no conseguía recordar, y que era, sin duda, el oficial de enlace.
– ¿Y qué ha sido de mi compañera? ¿Qué se sabe de Cindy? -preguntó Percy, apoyándole una mano en la manga a Bond, que hurtó la mirada.
– No lo sé con certeza. Anoche me prestó una gran ayuda. Incluso trató de hacerse con una copia del simulacro… del programa en que se basa lo que se trae esa gente entre manos -dijo. Y volviéndose hacia «M», añadió-: ¿Sabía usted, señor, que en todo este asunto actúan por mandato de ESPECTRO?
«M» que cuando se lo proponía sabía ser glacial en sus respuestas, dijo:
– ¿De veras? ¿O sea que esa organización infame vuelve a estar en pie de guerra?
– Todavía no me has dicho qué ha sido de Cindy -terció Percy, esa vez asiéndole el brazo con fuerza.
– Realmente no lo sé, Percy. Ni idea.
Y pasó a relatarle los sucesos de la noche anterior, omitiendo cuanto había ocurrido después de su regreso al cuarto de la mulata, pero no la conversación mantenida con Holy por la mañana.
– ¿Quiere decirse que no sabemos nada acerca de ese simulacro? -preguntó «M».
– Permítanme intervenir -dijo Amadeus, con lo cual todos los presentes se volvieron hacia é1-. Yo he visto funcionar ese programa. Fue hace un par de semanas. Una noche, ya de madrugada. No podía dormir y bajé al laboratorio. Jason estaba en la sala de guerra. Míster Bond sabe a qué me refiero: una habitación situada al fondo del sótano. Le tenía aquélla tan absorto, que ni siquiera me oyó -adujo, pasándose una mano por la frente-. Eso fue mucho antes de que apareciese aquella partida de brutos cargados de armas…, antes de que empezara a angustiarme el estar en aquella casa
«M», incómodo, se había puesto a dar nerviosas chupadas a la pipa.
– De modo que me dije yo: acércate y echa una ojeada, Pete. A ese programa le llaman…
– El juego del Globo -le interrumpió Bond.
– Yo he visto cómo lo desarrollaban y usted no, míster Bond. Y además tengo el uso de la palabra -Amadeus lanzó una mirada a su alrededor, gozándose en la atención de que era objeto-. Como venía diciendo, le llaman el juego del Globo, pero tiene que ver con algo que han bautizado con el nombre de Operación Desescalador.
«M», frunció el ceño, repitió en voz baja el nombre.
– El simulacro -continuó Amadeus, más audiblemente- se desarrolla, al parecer, en un aeropuerto comercial, más bien pequeño y que no reconocí, aunque eso carece de importancia. La trama comienza en un complejo de oficinas situado inmediatamente a la izquierda del edificio de la terminal. Hay mucho movimiento de coches y de comandos que se sitúan en posiciones estratégicas. Por lo que pude ver, el propósito de todo eso es echarle el lazo a alguien.
– ¿Echarle el lazo? -preguntó «M».
– Secuestrarle, señor -explicó Bond.
Amadeus les dedicó una mirada severa y elocuente: no le gustaba que le interrumpiesen.
– Después de echarle el lazo a ese sujeto, hay mucho trajín entre coches. Ya me entienden: lo llevan a cierto lugar y allí lo sacan de un vehículo y lo meten en otro. De ahí, la acción pasa a un campo más pequeño…, un aeródromo. Todas las instalaciones, la torre de control, el edificio principal, el hangar, es de tamaño reducido. ¿Y qué dirían que hay allí, además? Un dirigible.
– ¿Un dirigible? -repitió Bond sorprendido.
– De ahí viene lo del Juego del Globo. Entran en ese campo de aviación con el secuestrado. El montaje me pareció inteligente a más no poder… Emplean tres coches, doce hombres y el rehén… Llamémosle así. ¿Resultado? El grupo domina la situación por las armas. En el desenlace, que es bastante complicado, entra en juego el dirigible, que despega con rumbo desconocido y…
– ¡Jefe de personal! -exclamó «M» casi con un grito-. Compruebe lo de esa máquina. Sabemos que existe porque figuraba en el itinerario. Lo vi personalmente. Obtuvieron la debida autorización del equipo del presidente, de nuestro primer ministro y de los rusos, so pretexto de un vuelo de exhibición previsto para el mediodía de mañana.
Bill Tanner abandonaba la estancia antes de que «M» hubiese concluido su explicación.
Bond miró a su superior jerárquico con expresión claramente interrogativa.
– Verá, señor, estos últimos días no he tenido acceso a ningún medio de comunicación. Ni siquiera pude utilizar la radio del coche. ¿Tendría usted inconveniente…?
– Ninguno -«M» se retrepó en su asiento-. Afortunadamente ahora tenemos cierta noción de lo que pueden estar maquinando. Conocemos el lugar y los medios elegidos para llevar a cabo el golpe. Ahora nos falta saber en qué ha de consistir. Y eso es harina de otro costal…
– Si quisiera usted concretar… -instó Bond.
– Esto ha sido materia reservada por espacio de unos meses… Bastantes, en realidad -empezó «M»-. Organizar cosas de esta clase requiere siempre muchísimo tiempo, y los interesados insistían en que se llevara con el mayor sigilo. Esta noche está prevista la llegada a Ginebra de los delegados que deben participar en una conferencia en la cumbre. A decir verdad, la sesión principal ha de celebrarse esta misma noche. Los participantes han reservado por tres días todo el hotel Le Richemond…
– ¿Quiénes son los participantes, señor?
– Rusia, los Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania Occidental. Con sus respectivos presidentes a la cabeza, secundados por consejeros, secretarios, asesores militares… En fin, ciento y la madre. El objetivo de las conversaciones es el control de las armas nucleares con miras a un porvenir más alentador y risueño. Como siempre, nos prometen la luna…
– ¿Y ese dirigible? -quiso saber Bond, cuyo pesimismo iba en aumento conforme avanzaba «M» en su exposición.
– ¿El Europa? Pertenece a la firma Goodyear, que actualmente lo tiene situado en Suiza. Al enterarse de la inminente conferencia, solicitaron permiso para sobrevolar el hotel Le Richemond en lo que ellos llaman una misión de buena voluntad. Tienen estacionado el Europa en un pequeño campo de aviación, accesible sólo desde el propio lago y que utilizan los equipos de rescate de montaña y algunos aviones particulares.
– ¿Pero cuándo organizó eso la Goodyear? -insistió Bond, que no tenía noticia alguna acerca de la mencionada conferencia.
– Ya sabe usted lo que son esas cosas, cero cero siete -contestó «M» con un rezongo-. Programan sus actividades con un año de antelación. En cualquier caso, el Europa estaba situado ya en Suiza, y hubiera efectuado de todos modos su vuelo de exhibición. Pero al anunciarse las conversaciones, tuvieron que pedir un permiso especial.
Percy, percatada ya del planteamiento, intervino entonces.
– Dígame, profesor Amadeus: ¿desde cuándo conoce usted la existencia del juego del Globo?
– Desde hace cosa de cuatro o cinco meses.
– ¿Y esa conferencia en la cumbre…?
– Llevan casi un año planeándola -dijo «M»-. La información se conocía sólo en medios diplomáticos. Los chicos de la prensa se mostraron considerados por una vez. Los periódicos no hablaron para nada del asunto, aunque sin duda estaban al tanto.
Bill Tanner reapareció para anunciar que había hablado con Ginebra.
– El encargado de seguridad que tiene la Goodyear en el aeródromo dice que todo está en orden. De todas formas, hemos alertado a la policía suiza. Van a cerrar el campo de aviación; sólo permitirán el acceso al personal autorizado de la Goodyear, es decir, de treinta a treinta y cinco personas, incluidos organizadores, equipo de publicidad y de relaciones públicas, los mecánicos y dos pilotos. Como nadie podrá entrar allí sin el visto bueno de los representantes de Goodyear, andamos sobre seguro.
– Perfecto. Bien, cero cero siete, nuestra misión se reduce ahora a sentarles las costuras a esa pandilla de maleantes. ¿Alguna sugerencia?
Bond tenía una, en efecto: la única posible.
– Facilíteme la frecuencia COPE, señor. La auténtica, en caso de que ya dispongan de ella, porque tratándose de ESPECTRO y de los encargados de despachar sus asuntos sucios, nada me parece imposible.
– Ah, sí…, la frecuencia COPE. Mencionaba usted eso en su mensaje. Y nos hizo cavilar. Explíqueme ese asunto, cero cero siete.
Bond sintetizó de cabo a rabo la historia, sin omitir nada.
– Aseguran estar en posesión del código ruso equivalente, y desde luego del norteamericano. Yo me inclino a creerles, señor.
– Sí -asintió «M»-. ESPECTRO nunca ha ido a la zaga en cuestiones de información. Lo de someter a vigilancia el aeródromo ha sido una buena iniciativa, jefe de personal. Tenga ahora la bondad de seguir de cerca las medidas de la policía Suiza. Y manténgase en contacto con la gente de la Goodyear.
«M» pasó a exponer su teoría personal, jugando, mientras tanto, con su pipa. Si ESPECTRO poseía los códigos de emergencia de los Estados Unidos y de la Unión Soviética, junto con las frecuencias correspondientes, y si lograba situar agentes suyos en la inmediata vecindad de los dirigentes de una de ambas potencias, nada le impediría utilizar para sus fines el código del país en cuestión.
– El método indicado -apuntó Bond- sería apoderarse del dirigible y cargar en él el necesario equipo de onda corta. Hecho eso, se trata de situar el Europa sobre el mismo local en que los jefes de Estado celebren su asamblea…
– ¡Exactamente, cero cero siete! Si se sitúan encima mismo de ese punto, el satélite de comunicaciones de los Estados Unidos reconocerá el código cifrado, y lo mismo puede decirse, supongo, del satélite soviético.
A partir de ese punto, las alternativas eran dos: que una de las potencias lanzara sobre la otra un ataque nuclear pleno, o que lo hicieran ambas, aniquilándose mutuamente y convirtiendo en un erial los respectivos continentes por una larga serie de años. Una perspectiva inimaginable, según expresó «M» en voz alta. Bond aprovechó para señalar que Jay Autem Holy había hablado únicamente de paz.
– Pero me amenazaron con poner en marcha un segundo plan, en caso que no regresase con la frecuencia COPE.
– Queda otra alternativa: la opción Reja de Arado -señaló «M», como si eso entrañase la respuesta a los anhelos de todos-. Reja de Arado y su equivalente ruso.
Al preguntarle Percy en qué consistía esa opción, «M» repuso, con una sonrisa, que se trataba de un método para enviar a la chatarra todos los arsenales nucleares o, cuando menos, el grueso de ellos. Y en voz más baja dio a conocer a los reunidos el código cuya emisión por la frecuencia COPE determinaría el desmantelamiento de todos los arsenales nucleares, tanto estratégicos como tácticos.
– Se estima que en los Estados Unidos la operación llevaría alrededor de veinticuatro horas. Supongo que en el caso de la Unión Soviética el plazo será algo más largo. Al igual que siempre ha existido una Máquina del Juicio Final, desde hace tres decenios disponemos de una Reja de Arado capaz de purificar la Tierra.
«M» hizo una pausa, fruncidos los labios, en espera de que sus palabras calasen en el ánimo de los presentes, tras lo cual prosiguió:
– Se creó con miras a la eventualidad de una catástrofe, como pudiera ser la paralización, por uso de gases enervantes, de un sesenta y siete por ciento de las Fuerzas Armadas, o como resultado de una situación sin salida. Siempre se ha sobreentendido, claro está, que la opción Reja de Arado no se emplearía más que por mutuo acuerdo. Pero existe como posibilidad. Y entraña en potencia los mismos peligros que el hacer volar por los aires a dos grandes países, porque su aplicación sería la forma más directa de romper de un solo golpe el equilibrio existente entre ambas superpotencias, que descansa en sus arsenales nucleares. Hacer eso sería crear la auténtica revolución, el desastre económico y el caos.
Añadió que Bond atinaba en su propuesta, y que debían proporcionarle la frecuencia COPE. Junto con un aparato emisor de señales, que permitiese seguir a distancia sus movimientos, un par de las piezas más selectas de las incluidas en el catálogo del armero, y un buen equipo de vigilancia.
– Y a continuación puede usted volver a su punto de procedencia, 007. El equipo de seguimiento le localizará durante el trayecto, y ya no le perderemos la pista. Siempre y cuando el equipo mantenga la debida distancia, por ese lado no hay nada que temer.
A falta de otros asuntos que tratar, se dio por concluida la reunión y llevaron a Bond a una sala anexa, donde el comandante Boothroyd instaló en sus ropas tres de los mecanismos emisores, añadiendo, para que le diese suerte, un cuarto, escondido en el tacón del zapato derecho. A continuación el armero entregó al agente especial dos pequeñas armas, hecho lo cual le dejaron pasar cinco minutos a solas con Percy.
Abrazada a él, y después de besarle, ella le pidió que fuese prudente. Bond respondió que tenía la certeza de que en lo sucesivo dispondrían de tiempo en abundancia, y de que la estación del cortejo duraría ese año todo el verano. Percy correspondió a eso con la clase de sonrisa que las mujeres sagaces del mundo entero componen cuando han conseguido lo que de veras deseaban.
Al regresar Bond a la sala de conferencias, le facilitaron la frecuencia COPE que había empezado a regir a partir de la medianoche. Era ya la una de la madrugada, por lo que Bill Tanner le dio apresuradamente las últimas instrucciones.
– Dos de esos dispositivos de detección están parpadeando ya en nuestras pantallas. No se preocupe, James: tienen un alcance de por lo menos quince kilómetros. El coche que le siga se mantendrá a un par de kilómetros de distancia. El que lleva la señal fija, ya está en camino. Como conocemos el itinerario, si le desvían a usted entraremos en acción. Un equipo del SAS está al acecho. Se situará donde usted quiera en cuestión de minutos: los helicópteros pueden cubrir distancias en línea recta. Buena suerte.
El tráfico comenzaba a escasear incluso en el centro de Londres. Bond puso el Bentley en el paso elevado de Hammersmith, camino de la M 4, en menos de doce minutos. En el cuartel general habían estimado que Holy y Rahani no tomarían ninguna iniciativa hasta que Bond llevase ya un buen rato en carretera.
Ocurrió inmediatamente después del desvío del aeropuerto de Heathrow.
Primeramente dos coches que circulaban a gran velocidad obligaron al Bentley a abandonar el carril exterior. Bond maldijo a aquellos dos locos y se situó en el carril central. Antes de que pudiera percatarse de lo que estaba ocurriendo, los dos coches redujeron la marcha y se colocaron junto a él, uno a cada lado, mientras en el canal destinado a los vehículos lentos aparecían dos camiones pesados.
El agente especial trató de escapar del carril de en medio acelerando, pero los dos coches avanzaban muy bien sincronizados con los camiones y, tarde ya, Bond se dio cuenta de que un voluminoso camión frigorífico que circulaba despacio, le cerraba el paso al frente.
Frenó y, en ese momento, para estupor suyo, las puertas traseras del vehículo frigorífico se abrieron, y del interior de la caja surgió una rampa que, sustentada por ruedas amortiguadoras, fue a posarse con gran precisión en el firme.
Los automóviles por la derecha, y los camiones por el lado contrario, se apiñaron a su alrededor cual perros pastores que actuasen coordinados, reduciendo a una sola sus opciones de movimiento. Con una leve sacudida, las ruedas delanteras del Bentley tocaron la rampa tendida ante él. Bond, el volante vibrándole entre las manos, aumentó una pizca el régimen del motor y penetró suavemente en el blanco, espacioso interior de aquel garaje rodante.
Las puertas se cerraron tras de él con metálico estrépito. Se iluminó la caja del vehículo y abrióse la portezuela del Bentley. Junto a ella apareció Simon, que llevaba una Uzi sujeta bajo el brazo.
– Perfecto, James. Siento que no pudiéramos prevenirte. Disponemos de poco tiempo. Baja y quítate esa ropa. Hemos traído la que tenias de recambio. Fuera todo, incluidos los zapatos. Por si, sospechándose algo, te hubiesen instalado algún aparato de detección.
Una tras otra le fueron arrebatadas las prendas de vestir y revisadas pieza por pieza: calcetines, ropa interior, los pantalones grises, la camisa blanca, la corbata, la chaqueta cruzada, los mocasines de flexible piel…
Al darse la vuelta, vio a su espalda a Simon, inopinadamente vestido con un uniforme de chófer. El camión, a todo eso, había reducido la marcha, y en ese momento parecía enfilar una salida. Le fue devuelta la ASP… ¿En señal de buena disposición? Le habría gustado saber si estaba cargada.
Fue tal la rapidez y la eficiencia con que actuó el equipo, que Bond apenas tuvo tiempo de percatarse de nada. Al detenerse el camión con un estremecimiento, Simon abrió la portezuela trasera del Bentley y, casi de un empellón, hizo subir a Bond por aquel lado. Un segundo más tarde, y abiertas de nuevo las puertas de la caja, abandonaban el camión marcha atrás. Simon iba al volante.
– Buen trabajo, James -oyó Bond que decía Jay Autem Holy a su espalda-. Supongo que tiene la frecuencia, ¿no?
– La tengo -repuso él con voz que no le parecía la suya.
– Estaba seguro de que la conseguiría. Muy bien ¿A qué espera? Démela.
Bond recitó como un papagayo la serie de números y su punto decimal.
– ¿Adónde nos dirigimos?
Por toda respuesta, Holy repitió las cifras de la frecuencia y pidió a Bond que se la confirmase. El Bentley, entretanto, regresaba suavemente hacia la autopista.
– ¿Que adónde nos dirigimos? -dijo Holy por fin-. No se preocupe, James. Nos disponemos a protagonizar un importante momento histórico. Nuestro primer destino es el aeropuerto de Heathrow. Todas las formalidades han sido cumplimentadas ya. Como llevamos algún retraso, nos darán vía libre hacia nuestro reactor particular. Salimos hacia Suiza. Estaremos allí dentro de un par de horas. A eso seguirá otro corto viaje en coche. Y después un segundo vuelo, aunque de otra clase. Más tarde se lo explicaré todo. Pero puedo anticiparle que ayer, muy de mañana, mucho antes de que despertara usted y desayunase, nuestro equipo de Erewhon llevó a cabo con mucho éxito cierta operación. Consistía en apoderarse de una pista de aterrizaje y de un dirigible. Hoy todos nosotros viajaremos a bordo de esa máquina, a fin de cambiar el curso de la historia.
En la carretera, a un par de kilómetros de distancia, el observador que viajaba en el coche de cola asignado al seguimiento de Bond, creyó advertir que el objetivo abandonaba por unos minutos la autopista.
– Nos estamos acercando, pero no lo distingo bien -le dijo al chófer-. ¿Quieres que llame y pida instrucciones?
– Espera un par de minutos -respondió su interlocutor, cambiando de postura en el asiento.
– Ah. No -agregó el otro, fija la mirada en la señal luminosa móvil que emitía el instrumento de localización de Bond-. Parece que todo está en orden: sigue avanzando en dirección Oeste. Seguro que esa pandilla le saldrá al paso entre Oxford y Banbury.
Pero la realidad del caso era que el Bentley acababa de cruzarse con el coche de vigilancia en dirección inversa, y se encaminaba velozmente a Heathrow, donde un reactor particular permanecía en espera de los viajeros.