5. Juegos bélicos

Con la lucidez que habían desarrollado en él sus años de dedicación al Servicio, Bond explicó a Percy, a grandes rasgos, el funcionamiento de un microordenador. Mientras tanto, paseaban de un lado a otro del cuarto, en lo que parecía casi una danza ritual, evitándose mutuamente.

– Un complejo instrumento electrónico -recitó con voz átona, a la manera de un colegial que desgranase declinaciones latinas frente a un profesor benévolo- concebido para ejecutar determinadas tareas en función de los datos que se introduzcan en sus memorias. Una máquina capaz de almacenar antecedentes y resolver problemas matemáticos, analizar datos a renglón seguido, y recibir y transmitir informaciones a distancias de miles de kilómetros y en cuestión de unos pocos segundos. Mediante un microordenador puede uno diseñarse una casa, elaborar complicados juegos, componer música o reflejar en una pantalla gráficos móviles. Es un prodigio de memoria en constante expansión pero cuya eficacia responde tan sólo a la del programa que se le suministre. Conozco la teoría, pero sólo por encima -concluyó el agente especial con una sonrisa-. Lo que ignoro es precisamente en qué forma interviene el programador.

– A eso obedece, según me dio a entender el magnífico anciano que es tu jefe, el que nos encontremos reunidos aquí -replicó Percy. A Bond le sorprendió un tanto, aplicado a la persona de «M», el calificativo de «magnífico anciano»-. Me han encomendado la tarea de enseñarte el lenguaje de la programación, en especial el relativo a la clase de trabajo que desarrollaba, y probablemente sigue desarrollando, ese ángel de las tinieblas que es mi ex marido. Y digo bien: ex. Porque muerto, desaparecido o lo que se quiera, yo me cuidé de legalizar la situación.

– ¿Y resulta eso difícil? -inquirió él con una sonrisa de fingida inocencia-. Lo de aprender a programar, quiero decir.

– Depende de la aptitud personal. Es como nadar o ir en bicicleta: una vez has entendido su funcionamiento, es como si no hubieras hecho otra cosa en tu vida. Ahora bien; en el caso de Jay Autem Holy, nos toca lidiar con un genio de muy singulares características. Voy a tener que contarte muchas cosas acerca de él. Pero volviendo a lo nuestro, la tarea es tan sencilla como aprender una lengua extranjera o leer música.

Acercándose a una alacena, Percy extrajo de ella dos maletas hechas a medida y embellecidas con una serie de cerraduras de combinación. Contenían un microordenador de gran tamaño, diversos aparatos para la lectura de discos y una colección de éstos, de dimensiones y materiales distintos, agrupados en tres cajas metálicas. Pidió a Bond que ladease el televisor de la habitación, a fin de conectar el microordenador. El teclado de éste doblaba en tamaño el de una máquina de escribir electrónica. Mientras instalaba el equipo, Percy continuó con sus explicaciones. Según sus cálculos, dijo, el aparato que tenían delante era el mismo que debía estar empleando Jay Autem. Bond había observado ya que no se refería al profesor Holy más que por el nombre de Jay Autem o por su apodo, el Santo Terror.

– Tras su desaparición, no pudo encontrarse su microordenador. Supongo que no lo llevaba consigo, y que lo tendría guardado en algún lugar seguro. En aquella época estábamos asistiendo al pleno desarrollo de los microordenadores…; ya sabes, los chips, esos pedacitos de silicona que en cinco milímetros cuadrados condensaban todos los circuitos que antes hubieran llenado una sala. Cuando él construyó su máquina, seguíamos sirviéndonos principalmente de cintas. Pese a lo mucho que se ha avanzado desde entonces, y a que el material se ha ido reduciendo, he tratado de mantenerme al tanto de la tecnología. Reconstruí el Terror Seis, que es como llamaba él a su máquina, partiendo del proyecto primitivo y tratando, como hubiera hecho Jay Autem, de ir siempre un paso por delante de los demás.

Bond observaba por encima del hombro de Percy las últimas operaciones de montaje.

– Esta -dijo indicando el teclado con un ademán- es mi versión de lo que hubiera sido el Terror Doce. Los compresores se han reducido desde que Jay Autem se quitó de en medio, pero el verdadero salto adelante está en la cantidad de datos que puede almacenar esta diminuta memoria. Eso y la posibilidad de incorporar el vídeo, las imágenes auténticas, a la clase de programas que a él le interesan.

– ¿Y qué programas son ésos, Percy?

– Verás -eligió un disco de los contenidos en las cajas metálicas, puso en marcha uno de los aparatos de lectura, insertó en él la placa y puso en marcha el motor-. Te voy a mostrar lo que le tenía fascinado cuando trabajaba para el Pentágono. Y de ahí podemos pasar a la fase inmediata.

La pantalla del televisor se había iluminado. El lector de discos giraba con un murmullo, y el altavoz reprodujo una serie de chasquidos sincopados, al término de los cuales apareció en la pantalla un detallado mapa de la frontera entre ambas Alemanias. Era la zona de Kessel: territorio de la OTAN.

De forma tan súbita como inexplicable, Bond se sintió acalorado y ardoroso. Levantó una mano en dirección al hombro de Percy, pero, modificando la trayectoria, se aflojó el nudo de la corbata, mientras ella, que había sacado de una de las maletas un pesado mando negro, lo conectaba al teclado, pulsando a continuación la letra S. Acto seguido, se iluminó en el mapa un rectángulo, cuyo contenido era tan detallado como un mapa impreso.

– Muy bien. Aunque es posible que esto te parezca una especie de juego disparatado, te aseguro que se trata de un ejercicio de entrenamiento de muy alto nivel.

Al accionar Percy el mando, el rectángulo luminoso cruzó la pantalla, moviendo consigo el mapa a medida que corría hacia el margen exterior, con lo cual aquél se enrollaba y desenrollaba, dejando en la base de la pantalla una franja azul. La zona reflejada abarcaba una superficie de ciento treinta kilómetros de frontera.

– Introduzco coordenadas y nos trasladamos inmediatamente a ese sector del mapa -Percy unió la acción a la palabra, y el mapa se desplazó en la pantalla, mientras el rectángulo permanecía en su lugar de antes-. De esta forma podemos ver una zona más restringida y lo que en ella está ocurriendo.

Centró el rectángulo sobre un pueblo situado a unos dos kilómetros de la frontera y apretó el gatillo del mando. Bond había cobrado repentina conciencia del perfume que usaba Percy, si bien no conseguía identificarlo. Concentró de nuevo sus sentidos en el asunto que les ocupaba.

Fue como si hubieran aplicado a la pantalla un zoom, porque de pronto la imagen se enriquecía con toda suerte de detalles: carreteras, árboles, Casas, rocas, campos. Entre los objetos reflejados distinguió Bond por lo menos cuatro carros de combate y seis transportes de tropas, amén de dos helicópteros posados en tierra, a cubierto tras un grupo de edificios, y tres aviones Harrier en pistas de aterrizaje disimuladas por árboles.

– Partimos de un supuesto bélico no nuclear -explicó Percy, y empezó a cursar instrucciones al microordenador en solicitud de información.

Apareció en primer lugar la referente a las fuerzas de la OTAN. Carros de combate, transportes de tropas, helicópteros y Harriers fueron surgiendo en sucesión, mientras que en la base de la pantalla parpadeaban sus distintivos y el número de unidades. Percy anotó los distintivos en una libreta, y a continuación tecleó para obtener los datos correspondientes a los efectivos del Pacto de Varsovia estacionados en aquella pequeña zona. Existían al parecer no menos de dos compañías de infantería con apoyo de fuerzas blindadas.

– Sólo nos facilita la información accesible, la que pueden conocer los servicios de inteligencia y reconocimiento -aclaró Percy, atenta a la pantalla, donde iban apareciendo, en la franja azul inferior, datos relativos a las posiciones enemigas.

Bond no conseguía apartar la mirada del hombro de Percy, semidesnudo, y del suave rizo que lo acariciaba mientras introducía ella las órdenes. Dos Harriers partieron de su emplazamiento, como si despegaran para atacar a las fuerzas blindadas enemigas. Simultáneamente, Percy puso en marcha los carros y los transportes de tropas de la OTAN.

Según las unidades evolucionaban al mandato de ella, en la pantalla aparecieron las respuestas de los oficiales de mando correspondientes, traducidas en destellantes estallidos de bombas y zumbidos y colisiones audibles. Como se inclinara para seguir más de cerca el ataque, Bond se sorprendió a sí mismo mirando de reojo el rostro de Percy, de perfil junto al suyo y absorto en la contemplación.

El combate, dirigido de principio a fin por ella, duró alrededor de veinte minutos, durante los cuales Percy consiguió una pequeña superioridad sobre las fuerzas enemigas, aunque perdió tres carros, un helicóptero, un Harrier y algo menos de un centenar de hombres.

Bond retrocedió un paso. Había encontrado fascinante toda la operación. Quiso saber si los militares se servían de simulacros como aquél.

– Lo que has visto es sólo un TEWT de ordenador -Percy se refería a los Ejercicios Tácticos sin Tropas, una técnica utilizada en la formación de oficiales y clases de tropa-. Como sabes, en otro tiempo esos ejercicios se hacían con pizarras, mesas, bandejas de arena y maquetas. Hoy en día basta con un microordenador, pero este TEWT es muy elemental: tendrías que ver los modelos que emplean en las academias militares.

– ¿Y era ésta la clase de programas que el profesor Holy preparaba para el Pentágono? -indagó Bond, que acababa de descubrir un lunar en el cuello de su interlocutora.

– Entre otras cosas. Cuando desapareció estaba trabajando en programas avanzadísimos no sólo de enseñanza, sino destinados a especialistas, en los cuales el ordenador recibe todas las posibles opciones y determina la que con mayor probabilidad seguirá una potencia adversaria en determinadas circunstancias.

– ¿Y ahora? Suponiendo que siga vivo…

– Oh, sí, James, él está vivo -se había ruborizado repentinamente-, no lo dudes. Le he visto. Es el hombre de quien te he hablado… Jason St. John-Finnes, de Nun's Cross, en Oxfordshire. Sé lo que me digo. Al fin y al cabo, fui su perro guardián durante tres años y medio aborrecibles.

– ¿Perro guardián?

Su color de ojos era realmente increíble: un singular matiz de gris azulado que variaba con la luz. Percy apartó la mirada y se mordió un labio con fingida vergüenza.

– ¡Vaya! ¿Acaso no te informaron? Me casé por mandato con ese malnacido. Yo soy de la Compañía…, de Langley [11]. Mi matrimonio con el profesor Holy fue una misión. ¿Cómo, si no, hubiera podido desentrañar su trabajo?

– ¿Quieres decir que desconfiaban de él?

Bond trató de no expresar sorpresa, pese al pasmo que le causaba el que una funcionaria de la CIA hubiese recibido la orden de contraer matrimonio a fin de tener vigilado a su marido.

– En aquella época, y en vista de sus relaciones (tenía muchos amigos entre la comunidad científica rusa y las de los países del bloque soviético), no podían permitirse confiar en él. Y el tiempo les ha dado la razón.

– ¿Crees que trabaja ahora para la KGB?

– ¡Ni hablar! -se dirigió al pequeño frigorífico y sacó de él una segunda botella de champán-. Jay Autem trabaja para Jay Autem y para nadie más. A esa conclusión pude llegar sin ninguna duda -dijo. Y mientras tendía a Bond otra copa, añadió-: Es casi seguro que existe cierta intervención soviética en lo que ahora está haciendo, pero por cuenta de particulares. Aunque Jay Autem conoce a fondo su oficio, lo único que verdaderamente le importa es el dinero. La política le trae sin cuidado.

– Y según tú, ¿qué tiene ahora entre manos?

Bond había captado un nuevo e intenso efluvio de aquel extraño perfume, que en lo sucesivo siempre relacionaría con Percy.

– Eso es algo que él sabe y que a ti te toca descubrir, James. Y mi cometido es prepararte para ello. Mañana empezaremos en serio las lecciones. ¿Qué tal las ocho y media?

– Casi no merece la pena que vuelva a mi habitación -repuso él mientras consultaba con fingida naturalidad su reloj.

– Lo sé, pero es lo que vas a hacer en cualquier caso. Yo tengo que enseñarte cuanto pueda sobre la forma de elaborar programas como los que crea Jay Autem, complementado por un cursillo que te permita manipular esos programas, si tuvieses la suerte de hacerte con uno de ellos.

Asiéndole de la muñeca, Percy se alzó para besarle dulcemente en la mejilla. Bond se acercó más, pero ella se hizo atrás, amonestándole con un dedo.

– Nada de eso, James. Pero soy una buena maestra, y si tú das pruebas de ser un alumno aplicado, tengo para ti recompensas que ni siquiera hubieses soñado en tus días escolares. Así pues, ¿a las ocho y media en punto?

– ¿Garantizas el éxito, Percy Proud?

– Garantizo enseñarte, James Bond -replicó ella con una sonrisa traviesa-. Por de pronto, a programar ordenadores.

A la mañana siguiente, al toque exacto de las ocho y media, Bond llamó a la puerta de Persephone Proud. Tenía oculta una mano detrás de la espalda. Al abrir ella, le presentó impetuosamente la mano escondida.

– Para la maestra -dijo, entregándole una hermosa manzana rosada.

Fue la única broma del día, pues Percy Proud reveló ser una instructora dedicada y exigente.

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